15

Radiación adaptativa

Ciudad Terminal: era Telezoica. Período Eognótico.

Época Afrasia. Edad Orogénica. 50 millones de años d. C.

Desde la distancia, Ciudad Terminal era hipnótica. Molly Gerhard había estado una vez en Petra, «la ciudad del color de una rosa roja, la mitad de vieja que el tiempo», en una gira por las tierras bíblicas. Entonces pensó que nada podría ser tan mágico como esas fachadas con columnas talladas en la montaña, esos elegantes tejados cavados en la piedra maciza.

Se había equivocado.

Mirar el frío río Egeo retumbando entre la grieta que separaba las mitades doradas de Ciudad Terminal mientras la luz de la tarde jugueteaba por los estratos fracturados de su superficie, le hacía maravillarse con la misma perplejidad que un niño cuando ve por primera vez un globo de Mylar. La dejaba sin aliento. Cuando cerró los ojos, el río y las montañas desaparecieron pero la ciudad permaneció grabada para siempre en su memoria.

Eso era el exterior. Sin embargo el interior…

El interior tenía el mismo encanto que un almacén mal iluminado. Los inalterables correteaban por el laberinto de pasillos como monjes medievales tan lóbregos que Molly Gerhard se llevaba continuos sustos cuando de pronto surgía uno de la oscuridad, silencioso y siniestro. En este monótono laberinto no había señales ni indicaciones en ningún sitio. Los inalterables sabían adónde ir sin ellas.

Pero su trabajo consistía en conocer el terreno. Así que lo conocía. Se había hecho un mapa mental de los pasillos principales lo suficientemente bueno al menos para llevar a la profesora Salley a donde quisiera ir. Notó que la paleontóloga estaba todavía de peor humor que hacía una hora.

—¿Por qué hacemos esto? —preguntó.

—Porque te lo he pedido —contestó Salley.

—¿Por qué me lo has pedido?

—Porque tengo algo que enseñarte.

—¿El qué?

—Lo verás cuando lleguemos. —Salley le echó una mirada maliciosa. Algo la había llenado de energía y sentido. Molly Gerhard asumió que debía de tener algo que ver con sus problemas con Griffin.

Fuera por lo que fuese, hoy no estaba de buen humor.

Salley continuó con su monólogo señalando con un gesto las paredes grises y sin adornos.

—Entiendo todo esto. Es tan sencillo y funcional como el interior de un avispero. Solamente lo necesario. Este interior es lo que tiene que ser. Lo que me sorprende es que el exterior esté cubierto de oro. —Pronunció la última palabra con frialdad, como si la belleza convencional de la sustancia ofendiera su sentido estético.

—Pienso que…

—No, por favor. —Salley continuó caminando en línea recta pasando la mano suavemente por la pared.

A juzgar por los ojos inexpertos de Molly Gerhard, las paredes eran de cemento. Pero Salley había dicho que no, que estaban hechas de coral molido fino con el que seguramente fabricaban láminas para ese uso. Pasaron por puertas abiertas a través de las que pudieron ver un invernadero Victoriano o una sala con las vigas vistas repleta de vagones de metro y gnomos de jardín o tal vez una que contenía interminables filas de clasificadores cuyos cajones abiertos revelaban cientos de tenedores para ensalada bien colocaditos. Lo sabían porque Salley se coló un instante y abrió varios.

Era fácilmente la estructura más extraña en la que Molly Gerhard había estado jamás. Más que una ciudad, era como un museo privado ideado por la fantasía de un coleccionista loco.

—Pienso que —repitió— puede que el oro tenga un uso funcional. —Su padre era ingeniero electrónico y ella había heredado gran parte de su sentido de la lógica—. El oro es un excelente conductor. Al atravesar la ciudad, el río debe de generar una enorme cantidad de energía estática. Tal vez toda la estructura actúe como un generador eléctrico pasivo. Si eso fuera así obtendrían toda la energía que necesitan simplemente sacando una derivación del caparazón.

—Humm —dijo Salley—. Mira por dónde. No eres tan mema como pareces.

Molly Gerhard se mordió la lengua. Salley sabía algo. Había decidido averiguar el qué.

Cinco inalterables pasaron ante ellas sin hablarles ni mirarlas. Uno llevaba un gran hongo verde en una campana de cristal. Otro llevaba una escultura etrusca en los brazos. Otros dos llevaban sin esfuerzo una motocicleta Indian blanca y roja que parecía una Chief de 1946. El último llevaba un gramófono de caoba y latón. Nada de lo que vio venía de su futuro. Les aseguraron que había un sistema operando para evitar que eso ocurriera.

Salley olisqueó sonoramente cuando pasaron los inalterables.

—¿Lo hueles?

—No huelo nada.

—Exactamente.

—Vale, cariño —dijo Molly Gerhard—, me rindo. Tú ganas. No soy tan lista como tú. Lo admito. —Sentía ganas de abofetear a aquella mujer—. Me estoy hartando de jugar a secretitos. ¿Por qué no me dices lo que intentas decir?

—Los datos están expuestos ante ti —comentó complaciente Salley—. El resto te lo dejo como si fuera un ejercicio para un estudiante.

El pasillo doblaba y se dividía en dos. Molly Gerhard escogió el pasillo más ancho que iba hacia abajo mientras pensaba que le gustaría matarla.

Cuanto más bajaban, más inalterables encontraban. Eran tan indistinguibles como abejas obreras. Todos iban vestidos con batas idénticas como las de los monjes budistas pero blancas en vez de naranjas. Parecían brillar en la escasa luz.

—Se parecen extraordinariamente a las personas, ¿verdad? —comentó de repente Salley.

—Ah…, sí. Claro. —Había estado pensando que eran tan bellos e impersonales como los ángeles. La comparación era de Griffin, cuya formación había sido católica. Sin embargo Molly era protestante. A ella le horripilaban los inalterables. Le molestaba que no desconfiaran. Eran todo paciencia y predeterminación. Por lo que ella había observado no parecían tener curiosidad alguna—. Quiero decir que deben ser mamíferos, ¿no? Es obvio que tienen alguna relación con las personas. —Dudó—. ¿Verdad?

—¿Cuántos crees que hay?

—¿Aquí en la ciudad? ¿Tal vez cien mil? ¿Doscientos mil?

—Te pasas por un pelo. —Salley sonreía abiertamente—. En mi modesta opinión.

Al llegar a un punto que no les resultaba familiar, el pasillo se dividía en cinco bifurcaciones. Molly Gerhard paró para decidir. Dos de los pasillos eran demasiado estrechos para dar cabida al tráfico que el embudo del tiempo generaba. Un tercero iba hacia arriba. Escuchó lo que salía del cuarto: silencio. En el quinto se oían pasos arrastrados.

Era ése.

—No vas a explicarte, ¿verdad? —dijo cuando empezaron a bajar de nuevo—. Sólo vas a seguir haciendo comentarios crípticos y riéndote de mí cuando no pueda descifrarlos.

—Sí.

—Empiezo a ver por qué tanta gente te encuentra irritante.

Salley se detuvo.

—¿Irritante? —exclamó—. ¿Qué quieres decir con eso?

Otro inalterable apareció de la oscuridad con algo que era tan alto como un percherón, medía cuatro metros y medio y era, obviamente, un depredador. Era feo como una hiena, sus labios eran negros, su mandíbula la más larga, sus dientes los más afilados y sus ojos los del mayor bobalicón que Molly había visto en su vida. Cuando pasó, su gran cabeza se giró para mirarla y ella se pegó a la pared.

Durante un instante de pánico se vio a sí misma como lo que era para aquello: carne. Para aquel bicho no era más que un pequeño mono que desaparecería en dos bocados, algo que hubiera agarrado y devorado felizmente si no estuviera controlado por un collarín.

Dejó tras de sí un olor cáustico.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Qué era eso?

—Un Andrewsarchus —contestó Salley impacientemente—. Del Eoceno superior, procedente de Mongolia. El mamífero terrestre carnívoro más grande jamás conocido. Podía comer leones para desayunar. —Se lo quedó mirando solemnemente—. ¿Verdad que era precioso?

—Es… una manera de definirlo. —Repulsivo hijo de bicho feo era otra. Entonces, deduciendo que Salley estaba ahora del mejor humor que iba a estar, dijo—: ¿Qué quieres que vea? ¿Algo de los inalterables?

—Ah, sí. —Otra vez esa mirada de superioridad—. Tardé mi tiempo, pero por fin les he calado. Ahora sé lo que son. Y si te portas bien y eres paciente unos minutos más, te lo demostraré, ¿de acuerdo?

El pasillo acababa en una oscuridad cavernosa.

—Oye, ¿es aquí?

Habían llegado al corazón de Ciudad Terminal.

En las profundidades, debajo del río, estaban las inacabables formaciones que servían de confluencia a cada rama del embudo del tiempo existente. Allí podía sentir el poder que contenía la cuidad, un pulso tan grave y profundo que el mundo tarareaba al ritmo de su vibración. Los inalterables iban y venían mientras las vallas se abrían y cerraban estrepitosamente. El jaleo era impresionante.

Salley respiró hondo.

—¡Así está mejor!

Todo lo que había atravesado ese espacio insulso de granito y acero había dejado su rastro: combustible y forsythia, creosota y salmuera. Excrementos de uintaterio y aroma de primate. Salley había encontrado otra pista con su nariz. De todas las cosas que habían pasado por allí, solamente los inalterables no tenían olor.

Era obvio que eso significaba algo. Pero no tenía ni idea de qué.

Se quedaron de pie al final del pasillo, justo fuera del espacio abierto. El embudo más cercano solamente estaba a unos pasos. El paso hasta él estaba bloqueado por un solo inalterable. Las estudiaba atento pero sin curiosidad.

Había muchas entradas, pero sólo la de cerca de ellas estaba custodiada. Molly llevaba décadas dedicadas a estudiar el funcionamiento del juego de la predestinación y para ella eso era más disuasivo que cualquier demostración de fuerza. Su mera presencia indicaba que no tenían oportunidad de cruzarlo.

—Vale —dijo—. No podemos pasar de aquí. ¿Qué me querías enseñar?

—Esto —Salley se tocó el cuello y después arrojó algo en las manos de Molly Gerhard. Su collarín cortado. Molly miró hacia arriba justo a tiempo para ver cómo Salley le enseñaba un papel al guarda inalterable y éste la dejaba pasar.

—¡Oye! —Molly comenzó a seguirla.

Pero un inalterable le cerró el paso.

—No puede pasar sin autorización —dijo.

—Esa mujer no tiene derecho a usar el embudo —exclamó apresurada—. Tiene que detenerla.

—No puede pasar sin la debida autorización.

—¡Pero ella no tiene la debida autorización! Lo que le ha enseñado es falso o robado. —Por un segundo consideró colarse. Entonces recordó la facilidad con que los dos inalterables habían cargado esa gran motocicleta y concluyó que era más inteligente no intentarlo.

—No puede pasar sin autorización.

—¡No me está escuchando!

—No puede pasar sin autorización.

Salley alcanzó la valla de hierro más cercana de la entrada al embudo. Se abrió de golpe. Entró en el interior mirando hacia adelante.

—¡Espera! —la llamó Molly—. ¿Adónde vas?

—A algún sitio más interesante que éste. —Salley agitó los dedos—. Ciao.

La puerta se cerró de golpe.

—Mierda —exclamó Molly Gerhard.

Fuera lo que fuera aquello que acababa de pasar, estaba segura de que iba a cabrear a Griffin.

Griffin estaba en el exterior de su cabaña, observando las brasas de la fogata. Había unos muelles de somier carbonizados en el centro. Molly Gerhard reconoció la peste a relleno de colchón quemado. Junto a ella, Jimmy arrugó la nariz.

Griffin no les miró cuando se acercaron.

—Se ha largado —dijo.

—Ya lo sé —contestó Molly Gerhard—. Vengo del embudo del tiempo. La he visto irse.

Griffin gruñó.

—Tal vez regrese —sugirió Jimmy—. Las mujeres suelen cambiar de idea.

—No va a volver. Me he divorciado dos veces. Conozco los síntomas.

Griffin estaba sujetándose la muñeca con una mano. Lentamente, se forzó a abrir la mano y a quitarla para poder mirar su reloj. A juzgar por su rostro, no le dijo nada.

—¿Bien? —dijo por fin.

Molly no respondió pues no estaba segura de lo que él quería.

—¿Adónde ha ido? ¿Por qué ha ido allí? ¿Qué sabe que nosotros no sepamos?

—De verdad no lo…

Jimmy arrugó los ojos por el sol.

—Aquí hace demasiado calor para este tipo de conversación —dijo—. Entremos.

Hablaron en el pub de la aldea. Como Jimmy les había indicado, no era la reproducción de un verdadero pub inglés sino la reproducción de la imitación norteamericana de uno. A Molly Gerhard no le importaba. Había estado en lugares menos auténticos. Por lo menos éste no tenía leprechauns[4] de cartón pegados a los espejos.

Griffin se sentó encorvado en la barra. Tenía aspecto de necesitar una copa. Ella había oído que ése era su problema. Pero en todos los años en los que ella había trabajado con Griffin, jamás le había visto con una bebida alcohólica en la mano. Aunque aquello podía ser discreción.

Se sentó a una mesa y Jimmy se acomodó junto a la ventana.

A Molly Gerhard le parecía que a Salley le encantaría ver cómo en su ausencia dominaba sus pensamientos como no lo había hecho cuando estaba allí. Era una de esas personas que desacreditaba sus ideas por la fuerza con que las defendía. Cuando ella no estaba, podían darle a sus especulaciones la consideración que merecían. Podían admitir que ella tal vez tenía razón.

—Salley tiene la clave de todo —dijo Molly.

—¿Y eso? —preguntó Jimmy fríamente.

—Lo ha descubierto todo. Lo que pasa exactamente. Sabe por qué no hemos conseguido nada con las negociaciones. Lo sabe todo.

—¿Estás segura?

—Sí. Me lo dio a entender varias veces.

Griffin suspiró, se puso derecho, se giró. Tictac, pensó Molly. Es como una máquina que se vuelve a poner en marcha. Ése era uno de los motivos por los que se iba a ir al sector privado. No le gustaba lo que manipular el destino le hacía a la gente, la forma en que les escarmentaba. Él tomó las riendas de la discusión.

—Estamos precipitándonos. Empecemos estableciendo el orden preciso de los acontecimientos.

Griffin empezó contándoles cómo había vuelto a la aldea tras otra reunión inútil e improductiva con los inalterables y había encontrado que tanto Salley como su Permiso de Acceso Total se habían esfumado. Entonces Molly Gerhard contó cómo había sido manipulada para llevar a Salley hasta el embudo del tiempo.

—No vi qué mal podía hacer —dijo avergonzada—. Honestamente, no pensaba que fuera tan rebuscada.

—¿Adónde ha ido?

—No lo sé. Presumiblemente hacia el futuro. Con el pase AA, puede haber ido a cualquier sitio. Pero si hubiera vuelto al Cenozoico o al Mesozoico su regreso se hubiera registrado en el sistema.

—Si hubiera vuelto atrás, el Viejo ya estaría aquí. Como no está… —Ella se encogió de hombros.

—¿A un futuro cómo de lejano?

—No lo sé.

—¿Podrías identificar la entrada exacta del embudo que usó? —preguntó Jimmy.

Ella cerró los ojos.

—Sí.

—Entonces podemos seguirla.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Digamos que tenemos nuestras maneras. Técnicamente, ni siquiera se supone que debo saber que existen.

—No, no debes. —Griffin le echó una mirada furiosa a su subordinado. Entonces se dirigió a Molly—. ¿Por qué habrá ido al futuro? ¿Qué intenta conseguir?

—Es difícil de saber. Pero se dirige hasta el final de la línea. A la fuente real de los viajes en el tiempo. En algún punto mucho después, muchos millones de años después, de Ciudad Terminal.

—¿Te lo dijo?

—No directamente. Intentó no decir nada. Pero no era nada fácil para ella. Constantemente dejaba caer pistas.

—Es verdad —comentó Jimmy—. Parecía estar a punto de explotar de lo repleta que estaba de cosas que no decía.

—Pasado un tiempo, renuncié a intentar sacarle una respuesta directa y empecé a ordenar sus afirmaciones. Las he estado clasificando en mi cabeza y creo que las he ordenado de alguna manera.

—Continúa —dijo Griffin.

—No paraba de mencionar lo silencioso y lo limpio e intacto que estaba todo. Comentó cuánto deseaba salir al ecosistema local pero no dijo ni una palabra del hecho de que no pareciera que hubiera en él animales grandes. Eso sugiere que no quería que nos diéramos cuenta de que estábamos en lo que ha resultado de una gran extinción.

—Me comentó algo de lo callado que estaba todo —añadió Jimmy—. No pensé que significara nada.

Molly Gerhard se recordó que no podía esperar que Jimmy fuera de mucha utilidad. No estaba en su salsa.

—Significa mucho —replicó ella—. Para empezar, no ha habido tiempo para la irradiación adaptativa de las especies.

Jimmy carraspeó.

—Me estoy perdiendo.

—La evolución —dijo Griffin, retomando el control— no es una flecha que empieza con un pez saliendo del agua y acaba con hombre blanco trajeado. Es una irradiación en todas las direcciones, suponiendo solamente que se pueda evolucionar en una dirección en cuestión.

»Normalmente no se puede. En un ecosistema saludable, todo los nichos están ocupados. Un ratón del desierto se mete en los pastos y encuentra que allí ya hay ratones de campo. No puede recoger las semillas tan eficientemente como ellos ni evitar a las lechuzas y zorros de la zona. Así que se ve forzado a volver al desierto o morir.

»Sin embargo, después de una gran extinción, hay nichos vacíos en todas partes y un vacío de depredadores y competencia. Así que los elementos de una especie se pueden irradiar en varias direcciones para llenarlos. Se hacen más grandes, se hacen más pequeños, escalan los árboles. Antes de que te des cuenta, hay ratones del tamaño de ardillas, ratones del tamaño de hipopótamos, ratones nutria, ratones bisonte, ratones con los dientes afilados y ratones oso pardo para cazarlos.

»Es un proceso rápido. El nicho sólo tarda unos diez millones de años en volver a llenarse. Así que el hecho de que no se haya llenado, significa que estamos en el futuro inmediato a una gran extinción. Lo que quiere decir que ésta no puede ser la época originaria de los inalterables. —Frunció el ceño—. Yo mismo debería haberme dado cuenta. Me hubiera dado cuenta, si no hubiera estado tan inmerso en las negociaciones.

—Vale —dijo Molly—. ¿Así que todos estamos de acuerdo en que éste no es el tiempo original de los inalterables?

—Entonces ¿qué es? —preguntó Jimmy.

—Es una estación de cuarentena para animales que van a enviar al futuro y un lugar para almacenar objetos que han adquirido y que solamente necesitan para referirse a ellos ocasionalmente.

—Espera. Si son nuestros descendientes ¿por qué no han podido simplemente sobrevivir a la extinción?

—Salley dijo que no eran personas.

—Parecen personas.

—Salley también dijo eso. También le parecía muy relevante que no olieran a nada. Lo dijo tantas veces que hizo que me preguntara qué tipo de animal no tiene olor. —Hizo una pausa, medio esperando un chiste de Jimmy. No hizo ninguno.

—¿Y? —dijo Griffin.

—Uno artificial. Los inalterables vinieron a nosotros con la posibilidad de viajar en el tiempo en una mano y una lista de restricciones en la otra. Naturalmente asumimos que venían de ellos.

—¡Cielo santo! —exclamó de pronto Jimmy—. ¿Habéis visto a este cabrón?

Ella se volvió. Jimmy estaba mirando por la ventana a un grotesco depredador gigante con una larga mandíbula que paseaba lentamente por la carretera del río.

—¡Vi a esa misma criatura dentro de Ciudad Terminal! Casi me mata del susto.

—Sólo es un andrewsarchus —contestó Griffin irritado—. ¡Es grande! ¿Y qué? No hay razón para montar este escándalo por ello. Jimmy, siéntate dando la espalda a la ventana.

Jimmy obedeció.

—Continúa —le pidió Griffin a Molly.

—Eso es prácticamente todo. Pero explica por qué todos son de la misma altura y tamaño y apariencia. Por qué no muestran ninguna variedad genética. Por qué son tan agradables a la vista. Simplemente fueron creados para un trabajo: tratar con nosotros. Y explica por qué las negociaciones no han llegado a ninguna parte. Hemos estado hablando con la gente equivocada. Los inalterables no son nuestros patrocinadores. Sólo son las herramientas de nuestros patrocinadores.

Por un instante, nadie habló. Entonces Griffin dijo:

—Tenemos que hablar con los inalterables.

La puerta se abrió.

Entró un inalterable.

—Me has llamado —dijo—. Estoy aquí.

—Sí —respondió Griffin—. Pero ¿para qué vales?

Le miró con una paciencia educada, inexpresiva. Molly Gerhard recordó que Griffin le había dicho una vez que una de sus herramientas principales era el aburrimiento. Sitzfleisch[5], había dicho, era todavía más importante para un burócrata que para un jugador de ajedrez. Un negociador que simplemente no pudiera volver a escuchar el mismo rollo dolorosamente aburrido por enésima vez hacía muchas concesiones. Pero nunca había sido capaz de aguantar más que los inalterables. No podía competir con su completa falta de expectativas. No podía agitarles, ni insultarles. Nunca mostraban sus sentimientos.

—Hemos estado hablando de vosotros —dijo Griffin—. Se ha mencionado que esto no es vuestro tiempo correcto.

—Estoy aquí. El tiempo siempre es correcto.

Griffin sonrió. Molly se dio cuenta de que era un luchador y éste era su campo de batalla. No importaba lo desanimado que había estado hacía unos minutos, cualquier posibilidad de victoria le exaltaba.

—Se ha mencionado que sois entes artificiales. ¿Es verdad?

—Sí.

—¿Cómo fuisteis hechos? —preguntó Molly Gerhard.

—Yo crecí de material genético humano, alterado para los usos que se me dan.

—¿Quién te hizo?

—No estoy autorizado a contestar a eso.

—Entonces debemos hablar con quienes os hicieron.

—No puedo autorizarlo.

—¿Quién puede?

—No estoy autorizado a contestar a eso.

Tictac, volvió a pensar, su sospecha se confirmaba. Los inalterables eran sólo otra máquina. Nada más. Nada menos. Podían quedarse allí para siempre discutiendo con aquello sin avanzar ni un milímetro.

Por desgracia, Griffin era un luchador nato. Estuvo tres horas con la repetitiva discusión antes de rendirse.

—¿Se puede resolver algo contigo? —preguntó al fin—. ¿Tienes la autoridad de tomar decisiones sin precedente? ¿Puedes, bajo alguna condición, enviarnos al futuro por tu propia cuenta?

—No.

Griffin parecía asqueado.

—Entonces vete.

Se volvió para irse. De pronto, Molly recordó otra de las pistas de Salley.

—Dime una cosa —dijo—. Exactamente ¿cuántos sois?

Se quedó callado.

—Uno.

—No, no tú personalmente. Quiero decir los inalterables. ¿Cuántos inalterables hay en Ciudad Terminal? ¿Cuántos hay en el mundo en un momento dado? ¿Cuántos existís si sumamos todos los inalterables sin importar en qué era temporal habiten?

—Uno —repitió—. Soy todo lo que hay. Realizo todas las tareas, cumplo todas las funciones, soy suficiente para lo que debe hacerse. Yo solo. Uno solo. Uno.

Cuando el inalterable se hubo ido Molly Gerhard dijo:

—Qué asco.

—Lo que me molesta —comentó Jimmy— es la posibilidad de que el Pentágono haya tenido esta información desde el principio pero no haya considerado importante compartirla.

Jimmy se rascó la cabeza.

—A ver si me entero: solamente hay uno.

—Sí, un solo individuo, enviado a través del tiempo mil, un millón de veces, tantas veces como tareas haga falta realizar.

—¿Como la antigua noción de que solamente existía una sola partícula subatómica correteando de un extremo al otro del tiempo una y otra vez hasta tejer un universo entero de sí misma?

—Sí.

Jimmy se puso de pie arañando el suelo con la silla.

—Entonces sé qué hacer. Recoged lo que os queráis llevar. Nos vamos.

Cuando llegaron al centro de Ciudad Terminal y vieron al guarda esperándoles, Griffin comentó:

—Espero que lo que sea que planees no requiera que pasemos por delante del inalterable. Sin mi pase, no nos permitirán ni acercarnos al embudo.

Molly Gerhard sintió de pronto un escalofrío. Sin acceso al embudo no tenían manera de volver a casa.

—¿Nunca? —preguntó.

—No os preocupéis en absoluto —dijo Jimmy—. Dejad que os enseñe cómo solucionamos estos problemas en Belfast.

Sin prisa pero sin pausa, se acercó al inalterable de servicio en la entrada de la caverna.

—Perdone un momento —dijo—. Tengo algo aquí que…

Estaba junto al inalterable. Sacó la mano del bolsillo y la movió a una velocidad inesperada hacia la espalda del ser. Entonces se alejó.

Sorprendentemente, había muy poca sangre. Sólo una mancha color carmesí extendiéndose en la bata por donde la empuñadura de la navaja sobresalía de la espalda del inalterable.

Se desplomó en silencio, sin protestar.

Estaba muy muerto.

—Si solamente era uno, tenía que acabar con él en algún punto —comentó Jimmy—. Y si su fin era éste, no podía verlo venir.

Empezó a andar hacia el embudo.

—Vamos.