Comunicación intraespecífica
Colinas Expedición Perdida: era Mesozoica. Periodo Cretácico.
Época Senoniense. Edad Maastrichtiense. 65 millones de años a. C.
Las grandes bestias paseaban bajo la luz de la luna, con una lentitud propia de un sueño.
Los oneirosaurus eran los últimos y más grandes supersaurópodos. Eran el último y más tardío fruto de los titanosaurinos, raros como ellos solos y criaturas que por lógica deberían estar en el Jurásico, donde los saurópodos gigantes eran comunes, y no en el Cretácico. Cuando veías uno te negabas a creer que existía. Ver cinco repartidos a lo largo del valle del río devorando la selva hasta dejar sólo los rastrojos, como estaba viendo en aquel momento, era un privilegio que Leyster sabía que recordaría durante el resto de su vida.
Al contrario que el resto de las criaturas del valle, los oneirosaurus nunca dormían. No se lo podían permitir. No podían parar de comer, de mover su cabecita continuamente de forma monótona de un lado a otro hasta que toda la vegetación a su alcance hubiera desaparecido. Después daban uno o dos pasos pesados hacia adelante para repetir el proceso. Durante todo el día y toda la noche hacían eso mismo solamente para sobrevivir.
No era la mejor vida, pero se podía decir que parecían disfrutarla. Y podía durar siglos. Leyster había oído rumores de que algunos individuos habían sido identificados como mayores de quinientos años.
Aunque aquellas gigantes sombras grises eran una vista maravillosa, sabía que Lai-tsz no le había llevado hasta allí por razones estéticas. Ella era pragmática. Su mente funcionaba así.
—¿Qué es lo que querías que viera? —preguntó él.
—Ver no. Escuchar. Sentir.
—¿Pero el qué…?
—Calla. Espera.
Abrazó su barriga hinchada con los brazos para protegerla y miró el paisaje. Prospect Bluff tenía una vista que sólo superaba la de Barren Ridge pero allí no había nidos de carnívoros. Un golpe de viento le echó el pelo hacia adelante y ella levantó ligeramente la barbilla para recibirlo.
Leyster se sorprendió deseando ser capaz de pintar al óleo para poder capturarla tal como estaba en aquel momento con ese paisaje tras ella: la sinfonía de grises de la tierra atravesada por el serpenteante destello de plata del río Estigia. Había algo heroico en una mujer embarazada. Dentro de su cuerpo llevaba todas las esperanzas y temores de una nueva vida. Nadie podía negar que estaba involucrada en un asunto importante.
Después de un rato, Lai-tsz hizo un gesto y dijo:
—El pequeño Turok está activo esta noche.
—¿Ya tienes pensado el nombre?
—Como nombre inglés, me gusta Emily si es niña y Nathaniel si es niño. Como nombre chino… ¡mira!, ¡escucha!
Al principio Leyster no oyó nada. Se volvió hacia Lai-tsz para decírselo pero algo de su postura, de cómo ponía la cabeza, le indicó que por lo menos ella oía algo. Pero lo que fuera tenía que ser sutil y extremadamente fácil de perder.
Se obligó a quedarse quieto del todo. Acalló todo pensamiento consciente.
Esperó.
Empezó a notar una vibración grave y penetrante, como los subtonos inaudibles producidos por los tubos más graves de un órgano de iglesia. Más que oírlo, lo sentía en el pecho y dentro de su estómago, un sonido tan bajo que tenía que preguntarse si era producto de su imaginación.
—Lo… oigo, creo. Oigo algo. Pero ¿qué es?
Lai-tsz tembló como en éxtasis.
—Infrasonido.
—¿Qué?
—No quería decir nada hasta no tener una confirmación objetiva de que de verdad hay algo. Están hablando por infrasonidos, con ondas sonoras de una frecuencia tan baja que tú y yo no podemos oír.
—Dios —dijo Leyster—. ¿Quieres decir que se están comunicando entre ellos?
—Entre ellos, con oneirosaurios que están fuera del valle… ¿Quién sabe? El infrasonido puede viajar kilómetros. Los elefantes usan el infrasonido para comunicarse entre ellos a gran distancia.
—¿Cómo lo has descubierto?
—En realidad es un descubrimiento de Turok. El pequeñín flotante se queda muy quietecito cuando los oneirosaurios hablan. El niño en potencia puede estar moviéndose como loco y de pronto se para a escuchar. Transcurrido un tiempo, lo asocié. Cuando Turok se quedaba así de quieto había un oneirosaurio a la vista. O un tiranosaurio.
—¿Los tiranosaurios también?
—Sí, creo que sí.
Leyster rió de pura felicidad.
—¡Es maravilloso! Has descubierto algo increíble. —Le cogió la mano y la besó con fervor. Si no hubiera sido por el joven Turok, la habría levantado en volandas y la hubiera volteado en el aire—. Es… ¡importante!
—Sí. Ya lo sé —dijo Lai-tsz complacida. Leyster comprendió que estaba tan encantada como él. Sólo que no quería mostrarlo.
Pasaron un rato siguiendo a los oneirosaurios con la mirada mientras devoraban el valle con determinación, compartiendo el momento sin hablar. La luna brillaba tenuemente a través de un cielo tapado con mechones de nube. Por la mañana iba a llover y la vegetación empezaría a renacer. Cuando los herbívoros más pequeños volvieran, habría suficiente comida nueva para ellos.
—De verdad es maravilloso —dijo Leyster por fin— cómo encaja todo. Los oneirosaurios aplanan y fertilizan el valle justo a tiempo para maximizar el crecimiento. Y después siguen su camino en lugar de quedarse a monopolizar unos recursos que son limitados.
—Las manadas volverán pronto.
—Sí.
—Pero es curioso que los primeros animales en regresar tras su migración fueran los tiranosaurios. Seguidos muy de cerca por los oneirosaurios. Es casi como si los unos hubieran traído a los otros.
Leyster guardó silencio unos momentos. Entonces dijo:
—¿De verdad crees eso?
—No sé. Los dos usan el infrasonido. Es bastante posible que además de comunicación intraespecífica haya comunicación interespecífica. Es algo que debemos investigar.
—¿Cómo podríamos comprobarlo? ¿Podrías construir algún aparato?
—Sí, claro, fácilmente. Tenemos un par de grabadoras y todo lo que tendría que hacer es acelerar la grabación para poder oír el ultrasonido.
—Pero tendrás que gastar tiempo del que necesitas para arreglar el localizador temporal.
Le miró con extrañeza.
—Richard —dijo como si fuera algo insignificante—. Pensé que sabías que me rendí hace tiempo.
Para su sorpresa, descubrió que ella tenía razón. Sabía que ella había dado por imposible conseguir que ellos volvieran jamás a su propio tiempo. Lo sabía hacía meses.
Finalmente llegó la hora de regresar a casa. Se encaminaron cautelosamente pendiente abajo y a través de los bosques, guiados por la luz intermitente de una de las dos linternas que les quedaban. Desde que Chuck había perdido la tercera, hacía dos semanas, las linternas habían pasado a la lista de equipo que nunca debía sacarse del campamento. Pero el estado de Lai-tsz estaba por encima de todas las reglas. Leyster le sujetaba la linterna, andando medio paso por delante de ella para asegurarse de que estaba bien.
—Echo de menos a Daljit y a Jamal —comentó Lai-tsz.
—Llaman todos los días.
—No es lo mismo.
Coincidiendo con la estación de las lluvias, Daljit y Jamal habían decidido ir hacia el interior a encontrarse con las manadas migratorias antes de que llegaran a casa, iban a cuantificarlas en número y posiblemente a aprender algo de su comportamiento. Les hubiera gustado seguir a las manadas migratorias al partir a principios de la temporada y volver en primavera pero todos estaban de acuerdo en que todavía no tenían los recursos suficientes para llevar a cabo ese plan. Así que se decantaron por un compromiso.
El Estigia era un afluente del río Edén que fluía desde las Montañas Lejanas (más que montañas eran colinas) de Water Gap. Jamal y Daljit acamparon allí, en un lugar elevado sobre las huellas migratorias.
Llevaban esperando dos semanas y las manadas no llegaban. Sintieron una ráfaga de emoción cuando, precedidos por olas veloces de tiranosaurios, pasaron los oneirosaurios, unos cincuenta, y se separaron en grupos pequeños. Pero desde entonces no había ocurrido nada.
Los árboles se abrieron para dar paso a Smoke Hollow.
—Qué raro —dijo Leyster. Había una luz encendida en el refugio—. ¿Todavía están despiertos? —Se habían escapado al anochecer sin dar más explicaciones que comentar que volverían tarde.
—Daljit y Jamal, ¿recuerdas? La ventana del satélite se abre entrada la noche. Si se toparon con algo interesante esta tarde, ésta sería su primera oportunidad de compartirlo.
—¿Sabes? El satélite sería mucho más práctico si no estuviera fuera de línea tan a menudo. ¿Por qué no está en una órbita geosincrónica?
—Bueno, de entrada por dos razones. Primero, porque se necesitaría mucho más combustible para elevarlo hasta una órbita tan alta. Segundo, porque una órbita geosincrónica es muy mala posición para un satélite cartográfico.
—Otra cosa: ¿por qué una órbita geosincrónica está tan arriba? Nos convendría más que estuvieran más abajo.
—Porque… ¡me estás tomando el pelo!
—¿Has tardado tanto rato en darte cuenta?
Entraron en el refugio bromeando. Todos formaron un corro en torno a Chuck, que estaba hablando por teléfono.
Chuck levantó la vista. Su expresión era atípicamente tensa.
—Es Daljit —dijo—. Jamal está herido.
Por fortuna, la lesión de Jamal no era peor que una pierna rota. Desgraciadamente, les dejaba en una situación en que no podían regresar a casa sin ayuda. En ese momento sus víveres eran escasos y los dinosaurios migratorios habían expulsado casi toda la caza menor de la zona más próxima.
Tras mucha discusión, se decidió que el grupo más grande de rescate que podían enviar era de tres personas. Tras más discusión se decidió que esos tres serían Leyster por su sentido de la orientación, Tamara por ser la mejor cazadora y Chuck porque los otros dos le querían a él.
—¿Por qué yo? —preguntó Chuck con cierta cautela. Últimamente se sentía inseguro. Perder la linterna le había herido la autoestima.
—Porque nos mantendrás animados —contestó Tamara. Leyster asintió serio.
A Chuck se le subieron un poco los colores de puro gusto.
A la mañana siguiente llenaron sus mochilas, dividiéndose a partes iguales una tienda de campaña automática y tres mantas de dormir, un rollo de cuerda, cuchillos, una hacha, cecina de cocodrilo y pemmican[3] de hadrosaurio para comer, botiquín, protector solar y repelente de insectos casero, una Leica 8×20, un teléfono móvil con su cargador solar, un mapa y una brújula, un mechero de fricción para encender el fuego, anzuelos e hilo de pesar, una madeja de alambre para hacer trampas, el resto de un rollo de cinta aislante fuerte por si los zapatos de alguien se rompían, gafas de sol, equipo para la lluvia, una muda para cada uno, cepillos de dientes, una toalla, dos bolígrafos y un cuaderno, un puchero para hervir agua y tres botellas de agua. Repasaron la lista tres veces para asegurarse de que no se dejaban nada y después desplegaron el mapa para planear su ruta.
—En su momento, Daljit y Jamal bajaron hasta la desembocadura del Estigia y después subieron al valle del río Edén —dijo Gillian—. Puesto que las manadas están bajando por el valle ahora, eso no es recomendable. Tendréis que cruzar a campo traviesa. —Dibujó una línea recta de Smoke Hollow a Water Gap con el dedo—. Son unos treinta y dos kilómetros.
—Está chupado —comentó Chuck.
—Creo que deberíamos ser capaces de lograrlo —dijo Tamara, más sensata.
Leyster estaba de acuerdo.
—¿Cómo de difícil puede ser?
—El terreno sube y baja, hay ligeras colinas, algunos riscos. Esto deben de ser arroyos, pero como casi todo es boscoso, el mapa de reconocimiento no los muestra. El teléfono lleva un sistema de posicionamiento, así que cuando el satélite esté por encima del horizonte, obtendréis vuestra localización en el mapa.
—Aquí nadie tiene mucha experiencia en medios boscosos —añadió Nils—. Hemos pasado tanto tiempo en el valle del río que nos hemos acostumbrado a su idiosincrasia. Pero los señores de las colinas no son los señores de los valles. No lo olvidéis, ¿vale, chicos?
—No —contestó Leyster—. Vámonos.
Leyster usó la brújula desde lo alto de Barren Ridge y salieron en dirección oeste-suroeste. Cada uno llevaba una lanza en una mano y otra atada a la parte trasera de su mochila, todas (excepto el capricho de Tamara) tenían las puntas de marfil de tiranosaurio afilado. Además, Leyster llevaba una hacha en una funda apoyada sobre su cadera izquierda. Tenía mucho cuidado de mantener la brújula lejos del hacha.
El bosque se cerró a su alrededor y las despedidas que gritaban sus amigos se dejaron de oír.
Caminaron.
Durante las primeras horas casi no hablaron pues se concentraron en comenzar adelantando un buen trecho. Pero cuanto más duraba el silencio, más tiempo tenía Leyster para pensar. Y cuanto más pensaba, más especulaciones se le ocurrían y quería saber si los otros dos las compartían.
Por fin habló.
—Si los tiranosaurios y los anatotitanes se comunican entre ellos, y no estoy diciendo que lo hagan, ¿qué cosas tienen que decirse?
—«Resígnate, Dorothy» —dijo Chuck con voz profunda tipo «rex»—. «Te quiero a ti y también a tu perrito.»
Tamara intentó tragarse la risa y resopló. Entonces dijo:
—¿Os acordáis de que el año pasado, cuando los titanosaurios se fueron tras comerse el valle entero, el Señor del Valle se paseó majestuosamente recorriendo su perímetro? ¿Y de que un par de días después llegaron las manadas a raudales?
—¿Sí?
—Supongamos que estuviera delimitando su territorio como los halcones. Reclama el valle y todo lo que contiene. Entonces quizá sea verdad que llama a las manadas para que vayan. Les dice que el territorio ya está preparado.
—¿Pero por qué vienen? —preguntó Leyster, que había pensado posibilidades similares—. ¿Qué hay allí para ellos?
—Un agradable valle florido con mucho que comer y la promesa de que si otros tiranosaurios intentan mudarse con ellos, el Señor les dará una paliza. En el último año le hemos visto espantar a varios «rex» solteros.
—Hay que admitirlo —comentó Chuck—. Es un paquete atractivo. Buena comida, buena compañía y un mínimo garantizado de depredadores. Si fuera un «hadro», me apuntaría en el acto.
Estaban atravesando una zona de bosque viejo. Los troncos de los árboles estaban muy separados y el suelo era una mullida y silenciosa alfombra de agujas de pino. Allí podían hablar tranquilos y sin miedo.
—Si queréis que sigamos especulando —dijo Tamara poniendo énfasis en la última palabra—, podría haber cualquier cantidad de nexos de comunicación interespecífica. Digamos que las manadas se hicieron demasiado grandes para la capacidad del valle, los «rex» podían separar fragmentos de las manadas y alejarlas. Hemos visto comportamientos que parecían ser algo así.
—¿Cómo sabrán que tienen que hacer eso? —preguntó Leyster en seguida.
—Otra vez gracias al infrasonido —replicó Tamara—. Los «rex» se ponen irritables si se les aproximan demasiado muchos «tikes» y «titanes» charlando entre ellos.
—Sólo una cosa puede evitar ese escándalo —dijo Chuck—. Pegar un buen susto a unos cuantos herbívoros.
—No te olvides —añadió Tamara—, el comportamiento no tiene por qué ser intencionado. El comportamiento social de las hormigas es complejo aunque sus cerebros son insignificantes, incluso en comparación con los de los dinosaurios.
—Vale. ¿Pero qué ganan los tiranosaurios?
—Presas fáciles. Las manadas son demasiado grandes para mantenerse juntas en grupos compactos. Para pastar, tienen que separarse. El bueno del «rex» puede llegar y agarrar a uno cuando le convenga.
Estaban llegando al final del bosque viejo. Más adelante, en la distancia, el brillo invariable se aclaró un poco por el efecto de difusión logrado por pequeñas columnas de luz atravesando la bóveda hasta el suelo.
Leyster asintió.
—Recuerdo que la profesora Salley dijo una vez en una conferencia que los tiranosaurios eran ganaderos. Me pregunto si se refería a esto.
—¡Yo también estaba ahí! —exclamó Chuck—. ¿Recuerdas que dijo que las montañas bailaban al son de los saurópodos? Apuesto a que también tenía razón en eso.
—Vale. Me he perdido.
—Yo también.
—Escúchame. Sabes que la deriva de los continentes no es silenciosa, ¿verdad? Esas enormes placas tectónicas que se mueven unos centímetros al año producen largas y lentas ondas sonoras: infrasonidos. Si dos oneirosaurios se pueden oír a más de cien kilómetros, ¿por qué no iban a poder oír el ruido de las montañas moviéndose y de las placas girando? Y si lo oyen, entonces ahí está el origen de su mecanismo de migración. Pueden usar esos sonidos para guiarse hasta el interior y de vuelta cada año.
»¡Pero eso no es todo! Explicaría por qué los dinosaurios no avianos se extinguieron en el K-T. Ha habido estudios que han reproducido los efectos del impacto de Chicxulub y muestran que hubiera dado en la Tierra como un golpe de platillo. El eco de las reverberaciones infrasónicas hubiera durado años.
—¿Y? —preguntó Tamara.
—Pues que durante esa época de enorme estrés ambiental, los dinosaurios principales se habrían quedado sordos. Incapaces de emigrar. Incapaces de comunicarse. Ellos y todo lo que dependiera de ellos hubiera estado en una increíble desventaja. ¡Imaginad que de pronto las hormigas perdieran la capacidad de cooperar socialmente! Así debieron de estar entonces los dinosaurios.
Hubo un momento de silencio. Entonces Tamara dijo:
—Chuck, te has superado.
—Es un disparate muy inspirado —asintió Leyster. Chuck parecía alicaído—. Como la deriva de los continentes o la noción de que los pájaros descienden de los dinosaurios. —Chuck se animó—. Pero también como la genética de Eric Van Danniken y Lamarck. Hasta que no la hayamos puesto a prueba, sólo es una apestosa hipótesis, nada más.
—¡Pues pongámosla a prueba!
—¿Desde aquí? No veo cómo. Ni siquiera ha pasado aún. ¿Qué tipo de experimento podrías…? —Se quedó en silencio, considerando el problema. Si de algún modo pudieran intervenir las emisiones de infrasonidos naturales de la Tierra y después transmitir una señal falsa, entonces sería posible comprobar si los dinosaurios en pleno movimiento migratorio se perdían. Pero eso requeriría un equipo mucho más complejo de lo que Lai-tsz podía improvisar con chips sacados de algunos aparatos y alambre de embalar. Si pudieran saber qué parte del cerebro procesaba los infrasonidos y después aislarla quirúrgicamente…, pero esa idea era tan fantasiosa como la primera…
Leyster caminaba mecánicamente, dándole vueltas a una idea tras otra hasta que al final llegó a la conclusión de que la idea no se podía poner a prueba con los medios que tenían. Era un problema que nunca superarían, a no ser que les rescataran, algo bastante difícil.
Se preguntó si era posible que algún día pudieran volver a casa. Parecía poco probable. Pero no imposible. En tal caso, en aquella lejana charla de inauguración, Salley simplemente les habría estado pasando sus propias especulaciones empaquetadas para que parecieran suyas. Sonrió con tristeza. Eso era típico de ella.
Levantó la vista y vio a Tamara mirándole. Chuck había tomado la delantera y estaba a unos veinte pasos de ellos.
—Estaba pensando en esa conferencia de la profesora Salley —dijo.
—¿Todavía te gusta? —susurró para que Chuck no lo oyera. No le sorprendió en absoluto que pudiera leer sus pensamientos íntimos más fácilmente que él mismo. Era una mujer muy perspicaz y ya no quedaban muchos secretos entre ellos.
—No, eso fue pasajero. Lo superé hace mucho tiempo.
—Seguro que sí —dijo Tamara cariñosamente. Sus palabras no tenían mala intención.
—¡Eh, mirad! —llamó Chuck—. Parece que hay luz más adelante. Un claro.
El claro estaba lleno de flores, arbustos que les llegaban hasta la rodilla y unos pocos zumaques que olían a musgo. Habían cruzado la mitad cuando pasaron demasiado cerca de un nido de aves dentadas. Chuck iba delante cantando divertido Waltzing Mathilda. Leyster iba detrás y Tamara iba la última con su lanza en una mano y la brújula en la otra.
Dos pájaros salieron de golpe de entre la maleza.
El macho (sabían que lo era por las rayas naranja brillante de sus alas) se lanzó gritando hacia la cabeza de Tamara. Ella se apartó sobresaltada, agitando su lanza inútilmente. El bicho dio media vuelta y se lanzó en picado sobre Chuck.
Mientras, la hembra corrió directa hacia Leyster con las alas abiertas y las garras extendidas. Le trepó por los pantalones y la camisa. Ocurrió tan rápido que el afilado pico dentado del pájaro estaba mordiéndole la cara antes de que tuviera tiempo de reaccionar.
—¡Largo! —exclamó.
Las aves dentadas eran arqueopterigios del tamaño de cuervos. Tener a uno enfadado cerca del pecho era terrorífico.
Intentó espantar con las manos al horrorcillo y éste le clavó las garras y le golpeó con el pico.
—¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí!
Estaba corriendo a ciegas, sin importarle adónde iba.
Chuck también corría tropezándose y usaba su gorro para intentar espantar a la criatura. Voló enfadado dibujando círculos cerrados entre él y Tamara, apuntando siempre a sus cabezas y sus ojos. Ella se lanzó como pudo a los arbustos al borde del claro y desapareció.
Entonces Leyster también se encontró inmerso en la penumbra de un bosque espeso. El arqueopterigio se lanzó al aire. Voló enfadado hasta su cría, chillando amenazas por encima de su hombro.
Leyster se levantó machacado. Miró a su alrededor y vio a sus amigos acercarse avergonzados. Chuck se encogió de hombros y sonrió picaronamente.
—Bueno —dijo Tamara—, esta vez no es que nos hayamos cubierto de gloria.
—Seguro que esto no va en la autobiografía. —Chuck estaba de acuerdo—. ¿Estás bien?
—Sí. —Le habían mordido en ambas manos y en la mejilla. Las mordeduras le dolían mucho—. Pero creo que deberíamos evitar este claro.
Las aves dentadas casi nunca anidaban solas. Podía haber docenas de parejas más adentro.
—Vamos a vendarte esas heridas —dijo Tamara, sacando su botella de agua mientras miraba un corte en la frente de Chuck con muy mala pinta—. Antes de que el olor a sangre atraiga a algo realmente malo.
Leyster asintió. Desde donde estaban, todavía podían ver la pradera, brillando bajo el sol y rodeada por sombras, como un cuadro Victoriano del Jardín del Edén y como si el Jardín del Edén fuera un lugar del que no se vuelve. ¿Cuánto pesaba una ave dentada? ¿Tal vez trescientos gramos? Era algo que daba que pensar en un mundo que contenía depredadores que pesaban ocho toneladas o más.
Aunque no dijo nada, estaba empezando a preguntarse si su camino iba a ser todo lo fácil que él había previsto con tanta seguridad.