13

Linaje fantasma

Ciudad Terminal: era Telezoica. Periodo Eognótico.

Época Afrasia. Edad Orogénica. 50 millones de años d. C.

Fisgoneando entre los acantilados de un arroyo que desembocaba en el río Egeo, Salley encontró algo interesante. En la cara erosionada de un precipicio, vio un pequeño sinclinal de un material oscuro que parecía asfaltita. Así que, por supuesto, trepó para echarle una ojeada. El petróleo muerto solía marcar un yacimiento de huesos. Arrancó un trozo y lo olió en busca de querógeno. Una franja verde de corrosión la llevó a algo pequeño incrustado en la roca y que recientemente había quedado expuesto a los elementos. Abrió su navaja y empezó a desenterrarlo para poder identificarlo.

Era plano y tenía forma aproximada de disco. Se lo acercó a la lengua. Cobre. Un céntimo, tal vez. Quizá algún tipo de arandela.

Por un instante se sintió mareada por estar tan lejos de casa.

Se percató de que el estrato era un macadán metamórfico, una carretera que había sido aplastada y retorcida durante millones de años por la colisión entre África y Europa levantando la grandiosa cordillera Mediterránea que dominaba el horizonte. Una vez habría estado atestada de turistas en coches de alquiler y autobuses llenos de niños, motocicletas y furgonetas en movimiento, remolques con pisos de automóviles sin estrenar, deportivos a demasiada velocidad, chatarra móvil sujeta con alambre escupiendo humo negro y cargando familias de refugiados de largas guerritas regionales a un extraño nuevo mundo.

Ahora hacía falta un ojo avizor y un cuidadoso análisis para determinar que los seres humanos habían existido una vez.

Envolvió con cuidado un trocito del metal en su pañuelo. Más tarde podría examinarlo con detenimiento. Entonces abrió su cuaderno para anotar el hallazgo y le molestó intensamente descubrir que su pluma no tenía tinta.

—¡Profesora Salley!

Se dio la vuelta para ver quién la llamaba.

Era el irlandés. Estaba de pie junto al arroyo, esperando a que ella bajara.

Negó con la cabeza y señaló un punto más lejano, donde el arroyo desembocaba en el río Egeo. Varios platibelodones estaban salpicando y revolcándose en el río verde brillante. Eran bestias maravillosas, proboscídeos basales con grandes defensas en forma de pala, y claramente estaban encantados de pasearse por allí. Se asomaban para comerse con enorme gusto las plantas acuáticas. En sus cuellos brillaban pequeños reflejos dorados.

—¡Sube! ¡Mira qué vistas!

Empezó a subir la cuesta poniendo mala cara.

Involuntariamente Salley tocó su collarín. No confiaba en Jimmy Boyle. Era todo calma y premeditación. Su sonrisa tenía siempre un toque de frialdad.

—Aquí estás. —Jimmy se desplomó a su lado y esperó a oír lo que ella quería decir. Jimmy era así de paciente. Jimmy siempre tenía todo el tiempo del mundo.

—¿No deberías estar con Griffin?

—Lo mismo te podía decir yo a ti. —Esperó. Entonces, cuando ella no respondió, él continuó—. Está preocupado por ti. Todos lo estamos.

—Estoy bien.

—¿Entonces por qué no estás en Ciudad Terminal ayudando con las negociaciones?

—Porque soy más útil aquí.

—¿Haciendo qué?

Ella se encogió de hombros. Abajo, en la carretera junto al río, un inalterable solitario estaba guiando a una pequeña manada de indricoterios hacia su nuevo hábitat. Los Indricotherium eran unas bestias afables y plácidas, y también era el mayor mamífero terrestre que jamás había existido. Medía más de cuatro metros de los pies a los hombros y parecía algo así como un cruce entre jirafa, elefante y caballo. Con sólo verlo a Salley le dolía el corazón de la emoción.

Se levantó las gafas y por un momento se quedó mirando cómo el inalterable, alto y sereno, guiaba a los indricoterios.

Los inalterables también eran bellos a su manera. Eran más delgados que los ángeles de El Greco e indistinguibles por su sexualidad. Pero Salley no podía tenerles la misma simpatía que era capaz de sentir por los animales del valle. Eran demasiado perfectos. Les faltaba el hedor y el carácter impredecible de la vida biológica.

El sol reflejó un círculo dorado en torno al cuello de un indricoterio y ella se bajó las gafas.

Una vez más se tocó el collarín con una mano.

Jimmy le echó una mirada perspicaz.

—No está utilizando el controlador, si es eso lo que te incomoda —dijo—. Simplemente no es su estilo.

—No hables —contestó molesta—. Sólo escucha.

Lo primero que le impresionó a Salley del Telezoico fue lo silencioso que era. Un silencio pasmoso impregnaba el mundo, incluso cuando los pájaros cantaban y los insectos se llamaban los unos a los otros desde la distancia. Algo catastrófico le había ocurrido al mundo en el último puñado de millones de años. Hasta donde ella podía ver, todos los animales grandes habían desaparecido. Los mamíferos parecían haberse extinguido del todo. Ya no existían los miles de ruidos a los que estaba acostumbrada.

Excepto en las orillas del río Egeo, por supuesto. Los inalterables habían llevado hasta allí gran cantidad de uintaterios, dinohyusos, perezosos gigantes… un desfile de criaturas caprichosas dando lugar a una suerte de «cuarenta principales» de la edad de los mamíferos. Menos unas pocas excepciones justificadas (como sus queridos platibelodones, que subían y bajaban por la orilla del río con plena libertad), cada grupo de animales tenía su propio territorio, asignado más o menos en orden de aparición, por lo que ir río abajo era como un viaje a través del tiempo. Salley había recorrido la carretera del río con su mochila durante dos días, pasando los gliptodontos y megaterios del Pleistoceno, los gráciles quiptocerasos del Plioceno, los sansíteros del Mioceno, hasta llegar hasta el Oligoceno con sus brontops e indricoterios, antes de tener que volver porque se quedaba sin comida.

—No oigo nada —dijo Jimmy.

—Lo oyes todo. Sólo que no sabes lo que significa.

No sabía hasta qué punto del pasado iba el muestrario. ¿Acababa después de menguar hasta los mamíferos insignificantes, no más grandes que un tejón, que cruzaron más allá de los límites del K-T hasta el principio del Paleoceno, allí donde sus superiores no pudieron llegar y por tanto heredaron la Tierra? ¿O hubo entonces una repentina irrupción de dinosaurios? Ella sabía cuál habría sido su preferencia. Pero aunque no les conocía mucho, estaba segura que los inalterables no razonaban como ella.

—Da que pensar —dijo Jimmy—. Esos bichos estuvieron extinguidos durante millones de años y ahora viven de nuevo.

—Menudo linaje fantasma —asintió Salley.

Jimmy torció la cabeza.

—¿Qué significa eso en cristiano?

—A veces hay una línea que desaparece del registro fósil durante millones de años y después vuelve a aparecer en una era completamente nueva. Durante el intervalo parece haberse extinguido. Pero entonces un animal que claramente es su descendiente vuelve a aparecer en una era lejana. Su relación es obvia, por eso inferimos una sucesión de generaciones entre ellos. Eso es un linaje fantasma.

—Profesora —dijo Jimmy—. Seré franco. No creo que tengas la más remota posibilidad de sernos de ayuda. Pero Griffin te tiene mucha consideración y quiere que estés con él en Ciudad Terminal. Le saca de quicio que no estés.

—Si es tan importante para él, ¿por qué no lo mencionó anoche? Dormimos en la misma cama.

Jimmy apartó la vista.

—Con respecto a ti no es exactamente racional.

—Entonces… Esta pequeña charla nuestra no ha sido idea suya, ¿verdad?

—Los hombres piensan con el pito —dijo Jimmy avergonzado—. Por eso sus amigos tienen que pensar por ellos.

Salley se puso de pie.

—Si Griffin me necesita, siempre puede tirar de la correa. —Volvió a tocarse el collarín.

Jimmy también se levantó, sacudiéndose los pantalones.

—Él no juega a esos juegos, profesora Salley, honestamente, no lo hace.

—Espera. Antes de irte —dijo—, préstame tu pluma. La mía se ha quedado sin tinta.

Jimmy dudó.

—Era de mi padre.

—No te preocupes. Te la devolveré.

Se la desenganchó del bolsillo con obvia reluctancia y se la entregó. Era una Mont Blanc.

—Sentiré mucho si le pasa algo —dijo.

—La cuidaré bien. Lo prometo.

Cuando Jimmy se fue, Salley volvió a bajar hasta el arroyo. Tenía intención de andar cuesta arriba hacia las colinas de la cordillera Mediterránea, pero algo relacionado con el día, el calor o el sesgo de la luz del atardecer socavó su determinación. Encontró un arce frutal que parecía necesitar que ella se sentara debajo y lo hizo.

Apoyada contra el árbol pero no bajo su sombra, medio adormecida por la luz del sol, Salley cerró los ojos. Recuperó una fantasía de las que hacía tiempo había aprendido a no avergonzarse sino a aceptarlas como parte natural de los complejos mecanismos de la mente humana.

En su fantasía, estaba trabajando en un precipicio en las tierras de Patagonia, recogiendo con delicadeza el cráneo intacto de un gigantosaurio al menos un tercio más grande de lo que había encontrado antes. Ese hallazgo catapultaría al gigantosaurus por delante de sus rivales y le establecería de una vez y para siempre como el depredador terrestre más grande de la historia. Simultáneamente, hablaba vía satélite con la Sociedad de Paleontología de Vertebrados, pues no había estado dispuesta a abandonar tan asombroso descubrimiento para asistir a su reunión anual en Denver. Y, por supuesto, como este fósil refutaba completa y definitivamente todas sus teorías, tenía a Leyster arrodillado ante ella, atado, con los ojos vendados y desnudo.

En su fantasía, llevaba puesta una falda ancha de algodón en vez de los vaqueros de siempre. Se levantaba la falda por encima de las rodillas con una mano. Entonces agarraba a Leyster por el pelo y le forzaba a que le pusiera la cabeza entre las piernas. Ella no llevaba bragas.

—Chúpame —le susurraba bruscamente cuando su discurso era interrumpido por aplausos espontáneos. Después continuaba dulcemente—: Si lo haces lo suficientemente bien, puede que te deje marchar.

Era mentira pero quería que hiciera todo lo humanamente posible para complacerla.

Sorprendentemente, Leyster tenía una erección. Lo sabía por la forma tan sincera y entusiasta en que le pasaba la lengua por la raja. Por los ruiditos que hacía mientras la lamía y besaba hasta dejarla húmeda y abierta. Por el ardor casi incontrolado con que chupaba el clítoris y jugueteaba con él.

Pero mientras él se aplicaba (y ella seguía hablando recibiendo una atronadora aprobación), la calidad de su manera de hacer el amor cambió profundamente. Se fue poniendo delicado, lento… incluso romántico. Era su fantasía y por tanto ella sabía que ya no era un acto de lujuria sino de amor. La pasión del acto sexual había conseguido que él se enamorara de ella contra su voluntad. En el fondo, aquello le hacía enfadar. Pero no podía hacer nada contra su deseo, no podía resistir consumirse de pasión.

En ese momento ella alcanzó el orgasmo.

A la vez que se corría en su fantasía, Salley se cogió las suaves caras internas de los muslos (para ella era cuestión de orgullo no tocarse sus partes en momentos así) y las apretó tan fuerte como pudo, clavándose las uñas hasta que el dolor se hizo placer y el placer relajación.

Después, se echó hacia atrás, pensando en Griffin. Era consciente de la ironía de incluir a Richard Leyster en sus fantasías. Pero no le parecía que eso significara de ningún modo serle infiel a Griffin. Sólo porque quieres a alguien, no has de fantasear con él.

Lo amaba de verdad. Salley se enamoraba inevitablemente de todo hombre con el que se acostaba. Suponía que era una predisposición genética programada en su personalidad. Pero aun así, pensar que esta vez era de verdad y para siempre era inherentemente extraño.

¿Por qué él?

¡Era tan raro enamorarse de un hombre como Griffin! Conocía el olor de su colonia y sabía, entre centenares de otras cosas, que siempre llevaba calcetines de rombos (nunca había estado liada con un hombre que supiera siquiera lo que eran los calcetines de rombos). Sabía que el horrible reloj que llevaba era un Rolex Milgauss que además de darse cuerda solo, era antimagnético y estaba diseñado originalmente para ingenieros de centrales nucleares. Pero lo cierto era que no le conocía en absoluto. Su esencia interna seguía siendo un misterio para ella.

Cuando Gertrude apareció en su vida como una hada madrina desquiciada le dijo: «Confía en mí. Es él. Es todo cuanto deseas. Dentro de una semana te preguntarás cómo has podido vivir sin él».

Pero había pasado una semana, y más, y era como cualquiera de sus otras relaciones. Estaba más confusa que nunca.

El amor verdadero para nada le hacía sentir como pensó que sería.

Menos de media hora después, Molly Gerhard surgió del bosque paseando como si nada. Salley confiaba en Molly-la-fantasma todavía menos que en Jimmy. Molly se hacía notar. Era una mujer tan agradable, tan paciente y comprensiva. Era tan fácil hablar con ella. Era el tipo de persona que querías como amiga, una confidente con quien compartir tus pensamientos más íntimos.

—Y bien —dijo Molly Gerhard—. ¿Cómo estás? —Había engordado unos kilos desde los viejos tiempos y eso sólo la hacía parecer mucho más tranquila y digna de confianza—. Me he encontrado con Jimmy ahora mismo. Menuda cara llevaba. De verdad le has puesto la mosca detrás de la oreja.

—Si vamos a hablar, mejor no hagamos como que pasabas por aquí, ¿vale?

Molly Gerhard sonrió.

—No se te escapa nada, ¿verdad? Jimmy pensó que tal vez te sentirías más cómoda hablando conmigo.

—De mujer a mujer, ¿no?

—Jimmy puede ser un verdadero pelmazo —dijo Molly Gerhard—. Griffin también. Ya sé que no debería hablar así de mi jefe.

—No, a no ser que quieras caerle bien a su novia.

—Pero de verdad tenemos que hablar. Volvamos a la aldea. Te preparé un té.

—Iba a dirigirme río arriba y… —empezó Salley. Pero de pronto ya no le apetecía eso—. Vale, de acuerdo.

Que Salley supiese, nadie se había molestado en darle un nombre a la aldea. Consistía en unas cabañas desperdigadas con techo de paja, tuberías y algunos electrodomésticos que no sabía qué eran. Había visto moteles más grandes.

—A veces hacemos conferencias aquí —había explicado Griffin.

—¿Cómo es que nunca he oído hablar de esto? —preguntó ella.

—Son para los tipos del gobierno, organizadores, burócratas, políticos. No para paleontólogos.

—¿Por qué?

—Para ser sincero, porque no sois suficientemente importantes.

Siguiendo río arriba desde la aldea aparecía Ciudad Terminal, que parecía un acantilado de oro macizo. Cuando la vio desde la distancia por primera vez pensó que eran dos brazos de mar milagrosamente abandonados tierra adentro, separados por una línea recta de cielo y río. Asumió que el color lo provocaba el reflejo del sol poniente. Después pensó que la estructura estaba construida imitando las formas producidas por la erosión geológica como una de las esculturas de Ursula von Rydingsvard, sólo que de ladrillos amarillos.

Pero no. Realmente estaba hecha de oro.

—¿Sabes qué? —preguntó Molly Gerhard, colándose en sus pensamientos—. Éste sería el lugar perfecto para una luna de miel.

Salley resopló.

—¿He metido la pata? —preguntó en voz baja Molly Gerhard.

—Ahí está mi cabaña. Entremos. Prepararé el té.

Salley acababa de poner el agua a calentar cuando oyó una voz familiar fuera. Corrió a la nevera. «Vigila el agua», dijo y se fue a la puerta trasera con un repollo en cada mano.

Algo grande se movía entre los matorrales. Lanzó los repollos con un pequeño impulso en esa dirección. Molly Gerhard salió tras ella y esperó.

No tuvieron que esperar mucho a que el gliptodonto saliera lentamente primero a la maleza y después al césped.

Los gliptodontos eran criaturas encantadoras, tan acorazadas como tortugas y tan grandes como un Volkswagen. Sus espaldas estaban cubiertas con un caparazón granuloso que parecía un bol boca abajo. Sobre las cabezas tenían cascos a juego.

—Menuda criatura más fea —dijo Molly Gerhard.

—¿Estás loca? Es preciosa.

El gliptodonto se aproximó despacio a los repollos y los examinó con talante crítico. Aplastó primero uno con su boca en forma de pico y después el otro, moviendo la cabeza mientras comía. Después se marchó contoneándose. Los gliptodontos eran criaturas refunfuñonas. Le recordaban mucho a los anquilosaurios.

Y un poco a Griffin.

Para entonces el agua ya estaba lista así que sirvió dos tazas y las llevó hasta la mesa de la cocina.

—Y bien —dijo—. ¿Cómo van las conversaciones?

Molly Gerhard parecía desanimada.

—Hablan. Pero no negocian.

—No me sorprende.

—¿Cómo no? —Molly Gerhard se echó hacia adelante—. ¿Qué has descubierto?

—Nada de lo que no te hubieras dado cuenta si hubieras prestado atención.

—¿El qué? Dime.

Salley tomó un sorbo de té y calló.

Molly Gerhard cambió de táctica.

—Escúchame. Se nos acaba el tiempo. Nuestros tiempos operativos se dividen en celdas con un punto de intercepción administrativo cada una. Estamos en la era de Prioridad D, así que la celda operativa que tenemos para trabajar son ocho días. ¿Me sigues?

—Odio la jerga burocrática. Explícamelo en cristiano.

—Llevamos seis días aquí. En dos días más el Viejo nos encontrará y se acabó. Ven conmigo a Ciudad Terminal. Ayúdanos a encontrar la respuesta.

—Allí no hay nada que descubrir.

—¿Y aquí lejos sí?

—Sí —dijo Salley—. ¿Has mirado las plantas acuáticas con detenimiento?

—¿Eso que atasca el río? No.

—Yo sí. Son una nueva forma de vida vegetal. Creo que provienen de las algas marinas, lo creas o no. Olvida los gliptodontos. Las plantas acuáticas son mucho más importantes.

—No te sigo.

—Pongámoslo así. La mayor diferencia entre el Mesozoico y el Cenozoico no es la ausencia de dinosaurios sino la presencia de hierba. La hierba lo cambió todo. Tiene un poder de recuperación asombroso lo cual hizo posibles los pastos a gran escala por primera vez. Lo que en su momento hizo que pudieran existir animales como los bisontes y los yacs. Y ellos a su vez permitieron la existencia de los depredadores como los leones y los tigres. Teóricamente, las aves podían haber evolucionado para llenar los nichos que sus primos más grandes habían dejado vacantes. ¿Cómo es que los mamíferos se las arreglaron para tomar la delantera a las aves al final de la carrera? ¡Gracias a la hierba! Cambió las reglas. Hizo imposible que los dinosaurios volvieran.

—Vale, vale. Creo que te sigo. ¿Y cuál es la aplicación de eso a nuestra situación actual?

—Las plantas acuáticas son algo nuevo. Cambian las reglas. Quiero ver lo que han hecho con el ecosistema local.

—Por lo que parece es un ecosistema bastante insulso —dijo Molly Gerhard—. Muchos pajaritos sosos. Unos cuantos reptiles y creo que he visto algunos cangrejos. No sé por qué habría de importarte cuando tienes todos estos mamíferos tan geniales que admirar. Nunca los habías visto antes, ¿verdad? Pensé que estarías emocionada.

—Al principio lo estaba. Pero no hay contexto. Es como ir al puto zoológico. Ves un elefante, unos cuantos canguros y un lago lleno de pingüinos e intentas descubrir qué tipo de ecosistema los produjo. No sabes nada de su comportamiento. No sabes nada de cómo son en libertad. Quiero ver el Telezoico. Quiero juguetear con la naturaleza mientras está en funcionamiento.

No se lo dijo a Molly pero era obvio a simple vista que ése no podía ser el tiempo originario de los inalterables. El medio no estaba lo suficientemente dañado para ser el hogar de una civilización científicamente avanzada. Aunque hubieran alcanzado un nivel en que pudieran recuperar la biota dañada, resucitar plantas y animales extinguidos, recrear las delicadas redes de interdependencia, no había forma de deshacer el daño físico: las montañas aplanadas, los minerales redistribuidos, las canteras de las minas excavadas en lo más profundo de la tierra.

No había manera de hacerlo.

—Bueno —dijo Molly—, si quieres ir a mirar, ¿por qué no lo haces?

Salley levantó la barbilla para hacer más evidente su collarín.

Con una expresión afectada, Molly se estiró para tocar el brazo de Salley.

—Oh, Salley. De verdad no piensas que…

—Pues sí.

El contenedor había sido suficiente humillación.

Pero cuando salió de él en Ciudad Terminal, Salley no esperaba que le pusieran correa. Sin embargo, los inalterables eran sorprendentemente literales. Le pusieron un collarín alrededor del cuello y le dieron a Griffin el control. Se lo metió en el bolsillo.

—Te lo prometo —dijo él tan pronto como los inalterables no pudieron oírles—, nunca lo usaré.

Extendió la mano.

—Dámelo y así estaré segura de que no se te ocurrirá.

Griffin parecía afligido.

—No puedo hacer eso. Lo averiguarían.

—¡Esto te gusta! —regañó Salley—. ¡Estás disfrutando!

—Claro que no.

Mientras discutían cruzaron la puerta transportadora y entraron en la aldea.

Arreglaron las cosas esa noche, durmieron juntos y hasta hicieron el amor. Pero todavía quedaba rencor. Así que tras un día lleno de malos pensamientos se había ido a dar una vuelta.

Los mamíferos eran encantadores. Tenía que admitirlo. Lo que pensó en un principio que sería una reserva de caza, hasta llegar a la conclusión de que debía ser la zona de cuarentena o los corrales para envíos transtemporales, estaba lleno de maravillas. Merecería la pena pagar el precio de una entrada solamente por ver a los quiptocerasos, ungulados primitivos parecidos a los ciervos con dos cuernos sobre los ojos y otro par en sus narices. Se echaba a reír cada vez que veía uno. Parecían el producto de la imaginación de un niño.

Pero siempre que había empezado a alejarse del río, algo la había hecho dejarlo. Se había aburrido, cansado o distraído. Estaba apareciendo un patrón. Así que empezó a observar a los animales para ver cómo sus collarines les mantenían en sus zonas designadas.

Y descubrió que cuando llegaban a los límites de su ámbito, se aburrían, cansaban o distraían y se daban la vuelta. Una o dos veces, notó que se ponían cachondos y se iban en busca de pareja. Nunca hacia afuera. Siempre hacia adentro.

—Deja de torturarte, Salley —exclamó Molly Gerhard—. Palabra de honor, Griffin no está usando el controlador. Mira, a mí él me cae fatal pero te juro que no haría una cosa así.

Salley era una romántica. Era obvio. Cualquier persona que malgasta su vida y su intelecto en la mal pagada carrera de extraer con mucho trabajo los fósiles de las rocas sólo porque estas rocas fueron una vez huesos de un animal que hace millones de años era alguien en el Mesozoico era necesariamente un romántico. Era parte del trabajo. También por eso tantos paleontólogos llevaban gorros ridículos.

Ella quería creer a Molly Gerhard.

Pero no estaba por la labor de apagar su cerebro para hacerlo.

Así que cuando se libró de la mujer, Salley se volvió a su arroyo y subió tan arriba como pudo antes de sentirse tan cansada que simplemente no podía dar un paso más. Era una cañada luminosa con helechos en los extremos y un claro de musgo bajo los árboles al que casi había llegado dos veces antes pero que nunca había conseguido pisar.

Se sacó del bolsillo la Mont Blanc de Jimmy.

Entonces la lanzó con suavidad delante de ella a un trozo de musgo mullido. La pluma centelleaba bajo la luz del sol brillante y dorada.

Sería la cosa más fácil del mundo levantarse y recogerla. Pero no lo hizo. Ve por ella, pensó. Jimmy se cabreará si la pierdes. Es importante para él. Acércate y recógela.

Pero no lo hizo. Simplemente no quería. Daba igual lo importante que fuera la pluma, no le apetecía recogerla.

Así es como supo con seguridad que Griffin estaba controlándola de veras.

En el camino de vuelta a su cabaña, cogió una hacha de la caseta de herramientas junto a la leña. Entonces fue al dormitorio que Griffin y ella habían compartido y convirtió la cama en un montón de astillas. Después arrastró el colchón hasta fuera, puso encima los pedazos del somier y lo empapó todo con aceite de guisar.

Luego le prendió fuego.

No sabía con quién estaba más enfadada, con Griffin o con ella misma. Griffin le había mentido y la había traicionado. Por otro lado, se podía decir que Gertrude la había convertido en una puta. Ningún hombre que tuviera tanto miedo de lo que ella pudiera hacer como para usar un aparato para controlarla podía ser el gran amor de su vida. No podía amar a un hombre así.

No podía ni respetarle.

¿Por qué no estaba allí el muy cabrón para poder liarse a hachazos con él? Era típico de Griffin no aparecer cuando llegaba la hora de aguantar una bronca.

Lo mismo pasaba con Gertrude.

Entró en el dormitorio muy alterada para hacer la maleta con sus pocas posesiones. Después necesitaba quitarse del cuello aquella monstruosidad. Tenía que haber una sierra metálica o unas tenazas en algún lado. Iba a…

Paró.

Había un sobre en la cómoda. Era raro que no lo hubiera visto antes. Lo cogió. Tenía algo escrito de su puño y letra.

Estaba dirigido a ella.