Pautas de nidificación
Colinas Expedición Perdida: era Mesozoica. Período Cretácico.
Época Senoniense. Edad Maastrichtiense. 65 millones de años a. C.
Los anatotitanes anidaron en la isla Egg. Una pareja de anquilosaurios gruñían mientras rebuscaban en los matorrales a lo largo del río. Y a Su Excelencia le estaba costando controlar a sus exuberantes cachorros. Estaban en una edad en que no paraban de alejarse del asentamiento y tenía que estar todo el tiempo lanzándolos de vuelta a su sitio.
Los tiranosaurios jóvenes, al contrario que sus mayores, eran seres de una curiosidad voraz. Examinaban cuanto veían y atacaban todo lo que se movía. La tasa de mortalidad entre estos jóvenes era extremadamente alta pero aquellos que sobrevivían hasta la edad adulta eran criaturas cautelosas y con mucha experiencia.
Jamal había construido una plataforma de observación en lo alto de los árboles por encima de Smoke Hollow y otra en Barren Ridge. Gracias a ellas era posible hacerse con una buena imagen de lo que ocurría en el valle. Aunque la plataforma de Barren Ridge era la mejor de las dos porque facilitaba una vista excelente del asentamiento de tiranosaurios.
Aquel día le tocaba a Leyster hacer guardia en Barren Ridge. Las ramas del árbol se agitaron y tintinearon cuando Katie se columpió hasta él. Apareció por encima de la plataforma y le tendió un pescado frito envuelto en hojas.
—Buenos días, querido. Te he traído el almuerzo. —Le dio un beso en la mejilla—. ¿Cómo están los niños?
—Compruébalo tú misma. —Le tendió los prismáticos—. Ha perdido a otro. Cara-cicatriz.
De los veinte originales, quedaban dieciséis crías de tiranosaurio y todos eran feos como gárgolas. Sólo medían dos metros de alto y eran tan jóvenes que su muda todavía no estaba completa. Todos ellos tenían manchurrones de plumas grises peludas aquí y allá que parecían infecciones de hongos.
—Aquí viene el cabeza de familia.
El Señor del Valle subía a cuatro patas torpemente por encima de la barrera de troncos y arbustos que él y su pareja habían arrastrado para crear un cerco alrededor del asentamiento. De su boca colgaba una cadera ensangrentada de edmontosaurio.
Las crías se acercaron hasta él corriendo, graznando de emoción. Saltaron ávidamente (saltar era una de las cosas que un adulto no podía hacer debido a su gran peso) y mordieron la carne.
El Señor la dejó caer con un gruñido.
Las crías se echaron sobre la cadera, tirando de ella tan salvajemente que la sangre salpicó sus hocicos. Sable se interpuso en el camino de Adolfo y por ello se llevó un mordisco en la cola. Chilló como un cerdo y se escabulló para volver a la carne, apartando rudamente de su camino a Atila y a Lagartona.
—No es un espectáculo muy agradable —comentó Katie—. ¿Cómo puedes mirar mientras comes?
Leyster saboreó el pescado con gusto. Ahora que se les habían acabado las existencias de liofilizados dependían casi del todo de lo que pudieran cazar o atrapar y por ello a veces no comían bien en absoluto. Eso le hacía apreciar cuando comían bien. «El hambre es la mejor salsa.»
Pero en su interior, ver comer a esos pequeños monstruos siempre le hacía alegrarse de que hubiera un barranco entre ellos y él.
Sin bajar los prismáticos, Katie dijo:
—¿Sabes qué me he preguntado siempre?
—¿Qué?
—¿Por qué los dinosaurios no tienen orejas? Las orejas son tan prácticas. Uno diría que pueden evolucionar más fácilmente que los picos o las alas. ¿Y por qué esos chavales de ahí abajo no tienen enormes orejotas de elefante?
—Buena pregunta. No lo sé. Ahí va otra. ¿Adónde van los dinosaurios cuando no están aquí? Un día están por todas partes. A la mañana siguiente te despiertas y se han esfumado. Cuatro meses después encuentras un tiranosaurio paseándose por el valle y cuando te quieres dar cuenta han vuelto. Cuando llegue la siguiente estación de las lluvias, vamos a tener que seguir a la manada. Quiero decir, físicamente.
El invierno anterior habían intentado monitorizar las migraciones vía satélite. Pero el sistema Ptolomeo había sido diseñado primordialmente para cartografiar. Ofrecía baja resolución y, lo que es peor, no permitía visualizar a través de las nubes. Solamente habían conseguido identificar una tendencia general hacia el interior, allí las manadas se dispersaban y desaparecían de la pantalla.
Leyster deseaba seguirles con toda su alma. Durante la estación de las lluvias solamente los dinosaurios más pequeños, y los que tenían plumas, se quedaban para molestar a las ranas, los mamíferos, los peces y los reptiles. La meseta fluvial se volvía exuberante y espesa como una jungla pero a Leyster se le antojaba vacía y carente de alma sin los dinosaurios grandes.
—Nunca les entenderemos hasta que no comprendamos las pautas de sus migraciones. Descubrirlas ha de ser nuestra prioridad.
—Nuestra segunda prioridad. Chuck dice que necesitamos vegetales, así que te ha tocado liderar una expedición para ir a recoger tubérculos de ciénaga.
—¡Yo! ¿Por qué yo? Planeaba pasar el día trenzando cuerda y releyendo Mucho ruido y pocas nueces. —Señaló con el dedo la cesta llena de fibras y su antología de Shakespeare junto al cuaderno de observaciones.
Katie sonrió dulcemente.
—Tú fuiste el que encontró los tubérculos. Nadie más sabe dónde están. —Se acercó los libros y se puso la cesta en el regazo—. Pero a mí me encantará ocuparme de estas labores por ti.
Leyster reclutó a Patrick y Tamara para que le acompañaran a la ciénaga de los Mosquitos. A pesar de las quejas, se alegraba de ir. Aunque no iba a ser el día de pereza productiva que había planeado, recoger comida era una tarea fácil e incluía un agradable paseo a través de un paraje campestre que le encantaba. Era incluso posible que observaran alguna novedad en el comportamiento de los dinosaurios.
Como hacía tiempo que se les habían acabado las balas del rifle, Patrick y él llevaban palos (Leyster una pala y Patrick un rifle que sería de otro modo inútil) para protegerse de ataques inesperados de dromeosaurios. Los «dromis» eran los únicos carnívoros que se fiaban tan poco del olor que en circunstancias normales atacarían a un ser humano. La peste a humo de hoguera que cubría su pelo, su ropa y su piel les protegía de prácticamente todo excepto de los cocodrilos y aquellos que tendían a quedarse en el agua.
Tamara, por supuesto, llevaba su lanza. Durante la estación de las lluvias, había pasado meses afilando laboriosamente la punta de un protector de hierro que en sus orígenes fue un trozo de la sujeción del material. Entonces había puesto aquella cosa con forma de hoja en un mango de madera tratada con un pegamento de resina y lo había envuelto fuertemente en un tendón de hadrosaurio.
El resultado era una arma con aspecto asesino que todos llamaban «El capricho de Tamara».
La llevaba consigo a todas partes y practicaba su habilidad para lanzarla al menos una hora al día. Según decía, la hacía sentirse segura.
En cualquier caso, andaban con un cuidado que, con tanta práctica, ya les resultaba natural. Si el año anterior les había enseñado algo, era que nada se podía dar por supuesto.
Mientras andaban, hablaban en voz baja. Ése era un aspecto de su aislamiento que Leyster apreciaba genuinamente. Era como un seminario sin fin. Ser profesor no era cuestión de transmitir el conocimiento desde lo alto del Parnaso. Aprendías de los estudiantes, de sus preguntas y especulaciones, y a veces hasta de sus malentendidos. Y este grupo era bueno. Había aprendido mucho de ellos.
—¿No os parece también a vosotros —preguntó Tamara— que hay gran cantidad de biomasa atrapada en esta megafauna? Me refiero no sólo a que hay muchas especies en el valle si no a que hay muchos más individuos de lo que cabría esperar.
—¡Sí! —exclamó Patrick—. ¿Cómo puede la tierra abastecerles a todos? Deben de alimentarse con un nivel de eficacia impresionante. Están constantemente devorando los nuevos brotes pero nunca pastan más de la cuenta. ¿Cómo lo hacen?
—A veces algunos grupos pequeños se van —señaló Leyster—. Les hemos visto.
—Sí, y siempre resulta ser justo lo bastante para mantener el equilibrio aquí. Asusta un poco —dijo Tamara—. ¿Cómo unos animales con tan poco cerebro como los dinosaurios pueden mantener ese tipo de equilibrio cuando los realmente listos como los seres humanos no pueden?
—No sé —contestó Leyster.
—No me malinterpretes —dijo Tamara—. Pero me parece que contestas eso muchas veces.
—Bueno, si el sufrimiento es la esencia de la condición humana, entonces la esencia de la condición científica debe ser la ignorancia. —Leyster se encogió de hombros—. Cada ecosistema es una danza de necesidades, un complejo equilibrio de apetitos. Cuando todo lo que teníamos para trabajar eran fósiles, lo que necesitábamos era encontrar más y mejores fósiles. Ahora sólo hemos de llevar a cabo más y mejores observaciones. Vosotros no apreciáis lo fácil que lo tenéis. —Un mosquito le picó en el brazo. Lo espantó con una palmada—. Eh, ya casi estamos.
Cavaron en busca de tubérculos hasta que sus bolsas estuvieron llenas y sus brazos doloridos. Entonces se tomaron un descanso antes de regresar. Tumbado con la cabeza apoyada en un tronco mirando cómo las libélulas se apareaban ruidosas en el aire mientras Tamara trenzaba flores blancas en su pelo, Leyster decidió que estaba más cerca que nunca de la felicidad.
Tamara y Patrick discutían perezosa y reflexivamente sobre la función de los pequeñísimos bracitos con dos dedos de los tiranosaurios. Patrick tenía imágenes de Su Excelencia deshaciéndose en atenciones hacia el montículo de barro que tenía como nido, usando los bracitos para dar la vuelta delicadamente a los huevos, y opinaba que esa grabación zanjaba el asunto. Tamara sostenía que era sólo una función incidental y estaba convencida de que su uso primordial era hacer de señalización de la respuesta sexual: estoy listo para aparearme. O bien: no me apetece.
Leyster estaba a punto de intervenir con su propia opinión cuando sonó el teléfono.
—Contesto yo —dijo Tamara. Abrió la cremallera de un bolsillo de su mochila y sacó el aparato primorosamente empaquetado. Lo desenvolvió con mucho cuidado. Entonces, tras alejarse un poco buscando privacidad, pulsó el botón para hablar.
Leyster se puso de pie. Necesitaba echar una meada.
—Vuelvo en seguida —dijo.
Cuando Leyster volvió, Patrick y Tamara estaban sonriendo de oreja a oreja.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Buenas noticias?
—Lai-tsz acaba de anunciar una cosa —contestó Patrick—. Iba a esperar a que todos estuviéramos allí esta noche pero entonces alguien comentó algo y ella lo soltó. Está embarazada.
—¿Qué? ¿Embarazada? ¿Cómo es eso?
Patrick resopló y levantó una ceja burlona. Tamara parecía impaciente.
—¿Y tú qué crees?
Leyster se sentó en un tronco.
—Dios, no me lo creo. ¿No se suponía que estaba bajo algún tipo de tratamiento anticonceptivo? —De hecho sabía que lo estaba. Había visto sus informes médicos. Todas las mujeres del grupo estaban bajo tratamientos anticonceptivos a largo plazo, del tipo que sólo se deshacen con una intervención quirúrgica—. ¿Quién es el padre? —Se calló—. Lo siento, esa ha sido una pregunta realmente estúpida.
—Pues sí —dijo Tamara—. Todos sois el padre. Todos somos responsables. Todos somos los padres.
—No pareces muy contento con la noticia —comentó Patrick con cuidado.
—¿Contento? ¿Esperáis que esté contento? ¿Ha pensado alguien en qué tipo de vida podemos ofrecerle a un niño?
—No hemos tenido…
—Con once padres, seguro que el bebé estará bien cuidado y mimado —dijo Tamara—. No pasa nada. Los niños son de goma.
—¿Y que pasará cuando llegue a la adolescencia?
Nadie dijo nada.
—Imaginaos a una adolescente en un mundo donde lo único que existe son sus padres. Sin amigas. Sin nadie a quien contar sus cosas. Sin novios, sin citas, sin fiestas. Va a ser una niña bien rarita. Cuando empiece a sentir deseo sexual, va a querer participar en nuestras sesioncitas de terapia física. ¿Qué le contamos entonces?
—De verdad, no creo que… —comenzó Patrick.
—O aceptamos o le decimos que no puede. No sé cuál de las dos respuestas la confundirá más.
—Y yo no sé por qué estás siendo tan desagradable —dijo Tamara.
—Vale, imaginemos que logra sobrevivir a la adolescencia de alguna manera. Se convierte en adulta. Es joven y está llena de energía en un campamento lleno de viejos en plena decadencia. Todo lo que ella quiere hacer es demasiado salvaje, demasiado rápido, demasiado para los demás. La mayoría gana, por supuesto. Ella siempre pierde.
»Mientras, seguimos envejeciendo. Cada vez ella tiene que cuidarnos más y más. No le gusta pero no puede evitarlo. ¿Adónde puede ir? Se convierte en una esclava de trabajo, arisca e infeliz. Hasta que por fin empezamos a morirnos.
»Al principio será un alivio para ella. Pero eso la hará sentirse culpable, claro. Se volverá todavía más retorcida. Pero es humana. Le alegrará vernos desaparecer. Sin embargo, cuando el mundo de los humanos vaya decreciendo, uno por uno, empezará poco a poco a darse cuenta de lo sola que se va a quedar. Hasta que llegue el gran día en que sea la última mujer sobre la faz de la Tierra. ¡Daos cuenta! La última mujer de la Tierra. Perfecta, absoluta y miserablemente sola. Con quizá veinte años más por delante.
»Decidme: ¿cómo de cuerda creeréis que estará para entonces? ¿Cuán humana será?
Patrick aspiró aire despacio a través de sus dientes.
—Bueno, pero… ¿qué alternativa hay?
—Me temo que Lai-tsz va a tener que…
Para completa sorpresa de Leyster, Tamara cerró el puño y le golpeó en el estómago. Fuerte.
Se desplomó doblado en dos.
Ella estaba de pie junto a él con la cara blanca de ira y dijo:
—¡Eso no es una alternativa! Y si lo fuera, no sería tu decisión. «¿No se suponía que estaba bajo algún tipo de tratamiento anticonceptivo?» Cielo santo, ¿lo pensaste dos veces antes de meterle la polla? No hay anticonceptivo que funcione siempre, las mujeres siempre tenemos que contar con eso, ¿por qué no los hombres?
Agarró su mochila y su lanza.
—Además —dijo por encima del hombro—, lo más seguro es que todos estemos muertos en cinco años. Así que, ¡tampoco es que importe mucho!
Se alejó enfadada.
—¡Jo! —Patrick sonrió avergonzado—. Ha sido brutal. Aunque, y perdón por decirlo, en parte te lo merecías. —Ayudó a Leyster a levantarse—. ¿Estás bien?
Leyster se limitó a asentir con la cabeza.
Así que volvieron a casa teniendo menos cuidado que de costumbre. Tamara iba la primera, andando rápidamente y con la vista fija al frente hasta que se convirtió en una pequeña figura en la distancia. Leyster y Patrick la siguieron lo mejor que pudieron.
Caminaron siguiendo el río hasta que llegaron a Hell Creek y entonces giraron tierra adentro. Leyster estaba distraído mirando a unos troodones que abrían mejillones a lo lejos cuando Patrick exclamó:
—Oh, oh.
—¿Qué? —Leyster se volvió y vio una cría de tiranosaurio inmóvil en la distancia. En concreto era Cara-cicatriz, que se había alejado del nido esa mañana. Sólo se movía su cabeza.
Estaba olisqueando el rastro de Tamara.
—¡Tamara! —vociferó Patrick mientras hacía grandes gestos para señalar al tiranosaurio.
Tamara se dio la vuelta, vio al depredador y buscó como loca un sitio al que huir. El terreno junto al río era plano y casi sin accidentes. Allí no había muchos recovecos ni escondrijos.
—¡Espinas! ¡Espinas! —gritó Patrick. Levantó ambas manos y las movió hacia adelante señalando un matorral de árboles con espinas en la distancia. Si Tamara podía alcanzarlos, había una posibilidad de que pudiera esconderse en el centro del matorral, donde la cría de tiranosaurio, cuya piel era relativamente fina, no se molestaría en seguirla.
Con un movimiento, Tamara tiró la mochila y echó a correr.
Cara-cicatriz avanzó hacia adelante, tras ella.
Tamara siempre había sido atlética. Corría como una velocista, con las rodillas altas y la lanza subiendo y bajando con sus brazos.
Corría pero no lo suficientemente rápido. La cría iba directa hacia ella. Y era mucho más veloz de lo que ella jamás podía aspirar a ser.
Imposible llegar a los árboles de espinas a tiempo.
No lo iba a conseguir.
Como si estuviera fuera de sí, Leyster se descubrió corriendo hasta colocarse entre ella y Cara-cicatriz. Fue una acción instintiva, totalmente fuera de su control. A él mismo le sorprendió darse cuenta de lo que estaba haciendo.
Sabía que cuando el tiranosaurio se preparaba para embestir centraba toda su atención en la presa deseada. Los anatotitanes podían separarse en una docena de direcciones pero el tiranosaurio no se distraería porque sólo quería el hadrosaurio en el que había fijado su atención. No ése sino aquél. No le valía ningún otro.
Pero a pesar de eso, si se ponía justo delante de Cara-cicatriz cuando llegara, incluso algo con la simpleza mental de un tiranosaurio le engulliría.
En cualquier caso, ésa era la teoría de Leyster.
Como sumido en un asombroso sueño, vio cómo se le acercaba Cara-cicatriz. La boca abierta del tiranosaurio parecía el cajón de los cuchillos del propio diablo, lleno de dientes de sierra afilados. Se quedó quieto justo delante de la bestia. Fijó los pies en el suelo.
El cuerpo de Leyster tembló por la necesidad de huir. ¡Corre!, le pedía.
Pero se quedó allí.
El tiranosaurio cruzó el riachuelo en dos saltos salpicando. Estaba casi sobre él. Crecía y se hinchaba ante sus ojos, hasta que lo único que quedaba en el mundo era su enorme cabeza demoníaca. Podía contar las cinco rayas paralelas de plata que cruzaban su hocico.
Entonces, cuando le alcanzó, levantó increíblemente su enorme cabeza hacia arriba y para un lado, y la bajó para quitarle de en medio sin mucho esfuerzo.
Era como ser apartado por un caballo percherón. Sintiendo un golpe de dolor, Leyster se encontró dando tumbos hasta Patrick, quien de alguna manera estaba allí, cogiéndole por los hombros, intentando apartarle de la embestida del tiranosaurio.
Se desplomó.
Había sido rechazado. Cara-cicatriz quería a Tamara y a nadie más.
Entonces a Leyster le invadió una extraña sensación de desilusión mezclada con alivio. Si Tamara moría, ya no era su culpa. Había hecho todo lo humanamente posible.
Pero ya mientras caía, Leyster se percató de que todavía tenía la pala. Entre tanta confusión, se le había olvidado soltarla. De modo que, en un intento desesperado, la arrojó con todas sus fuerzas hacia las patas de la cría.
Los tiranosaurios estaban hechos para ser veloces. Los huesos de sus patas eran huecos, como los de los pájaros. Si pudiera romperle el fémur…
La pala le dio, pero no con fuerza. Le golpeó sin romperle nada. Pero aun así se le enredó entre las poderosas patas. Se la arrancó de las manos con mucha fuerza. Aquel tirón hizo a Leyster rodar por el suelo.
Alguien gritaba. Aturdido, Leyster se levantó con los brazos para ver a Patrick dándole golpes sin parar a la cría con la culata de la escopeta. No parecía que hiciera mucho efecto. Patosamente Cara-cicatriz intentaba ponerse de pie. Más que enfadado parecía perplejo por lo que le estaba pasando.
Entonces Tamara surgió de la nada y se plantó delante del monstruo. Parecía una diosa guerrera, todo furia y determinación. Levantó la lanza por encima de Cara-cicatriz, agarrándola fuerte con ambas manos. Los nudillos se le pusieron blancos.
Bajó la lanza con todas sus fuerzas atravesando el centro de la cara del tiranosaurio.
Le dieron espasmos y murió.
De pronto, todo era silencio.
Leyster se levantó dolorido.
—Creo que me he roto la costilla.
—Lo que tienes mal es la cabeza —dijo Tamara—. ¿Qué intentabas demostrar? ¡Mira que atacar a un tiranosaurio con una pala! Idiota.
—Yo… —Todo parecía irreal—. ¿Cómo has llegado hasta aquí? Estabas corriendo… —Señaló con la mano el soto de árboles espinosos—. Hacia allí…
—Me di la vuelta. Miré por encima del hombro, vi la estupidez que estabas haciendo y vine a liberarte.
Patrick empezó a reírse.
—Jo, tío —dijo—. ¿Visteis la cara que ponía el bicho?
—¡Cuando le sacudías con aquello…!
—¡Estaba atónito! Pensaba que era el único que…
Se abrazaban y se daban palmaditas en la espalda los unos a los otros, y lloraban y gritaban de la risa a la vez. Estaban llenos a rebosar de emociones que intentaban salir de golpe.
—¡Justo en toda la fenestra anteorbital! —exclamó Tamara—. Justo en el centro del cráneo donde no hay ningún hueso. Sólo tejido blando. La lanza le ha agujerado el cerebro directamente. ¡Ja! Tenías razón, Leyster, las prácticas de anatomía ¡sí que sirven de algo! —Sacó su navaja y se arrodilló junto al cadáver del tiranosaurio.
—¿Qué haces? —preguntó Leyster.
—Coger un diente. He matado a este cabroncete y, qué demonios, quiero un trofeo.
Patrick sacó la cámara.
—Ponte junto al cuerpo —le dijo—. Coloca el pie sobre su cabeza. Sí, así. Ahora desabróchate la blusa. ¡Ay! ¡Eh! ¡No! —Se rió y se agachó mientras ella le pinchaba con el palo de la lanza—. En serio, un escote generoso puede hacer maravillas por tu carrera.
La colocó en otra pose y disparó varias veces.
—Vale, una de éstas quedará bien. Ahora los tres juntos. Leyster, quiero que cojas la pala con el mango para abajo.
Empezó a colocar el trípode.
—Será mejor que acabemos las fotos y cojamos el diente rápido —dijo Leyster—. No quiero estar cerca de aquí cuando «mami» venga a buscar a su «bebé verderón».
Leyster estuvo preocupado por el Señor y la Señora durante todo el largo camino a casa, pero no pasó nada. Sin embargo se animó cuando subieron a Smoke Hollow y vio la luz del fuego de la cabaña y el último rayo del sol poniente reflejado en la antena parabólica.
Se sentía bien por volver. Quería oír a Tamara presumir de sus hazañas. Quería volver a ver a Lai-tsz. Quería ver si ya se le notaba. Quería compartir la felicidad que sabía todos sentían.
Éste es mi hogar, pensó. Ésta es mi gente. Mi tribu.