11

Hablando de tiza

Estación Xanadú: era Mesozoica. Período Cretácico.

Época Gálica. Edad Turoniense. 95 millones de años a. C.

La sala de reuniones estaba construida en un precipicio con vistas al mar de Tetis. Normalmente la vista a través del muro de cristal era suficiente para llenar el alma y elevar el espíritu e incluso a pesar del precio desorbitado de su uso, la sala estaba reservada todos los días despejados hasta su fecha de demolición. Sin embargo hoy el día estaba triste. Una lluvia monótona salpicaba las ventanas y tornaba gris el agua del mar.

Griffin estaba sentado en un sillón de cuero de la sala de reuniones, pensando en la tiza.

Solamente el chovinismo vertebrado hacía pensar a la gente que los dinosaurios eran los seres vivos más importantes de su tiempo. A partir del Cretácico medio, una de las familias de organismos más importantes y variadas de la Tierra eran las algas calcáreas. Aunque de tamaño microscópico, estas plantas esféricas se habían armado con estructuras recargadas de plaquitas superpuestas de calcio.

Los mares templados contenían galaxias de algas calcáreas, que llevaban vidas muy tranquilas y al morir se despojaban de sus monísimos caparazoncitos.

Los restos exoesqueléticos de las algas y demás nanoplancton, tanto vegetal como animal, se filtraban constantemente en el agua, un eterno nevar que en mil años depositaba hasta quince centímetros de tiza finamente triturada en el suelo oceánico. Los precipicios blancos de Dover eran el resultado del paciente trabajo de billones de generaciones de pequeñas criaturas que llevaban vidas ordenadas y burguesas. Los dibujos en el suelo para saltar a la pata coja, las copias naïf de La última cena pintadas en la acera, el golpe certero de un palo de billar a la bola blanca, las manos de un gimnasta sujetando sin fricción la barra de ejercicios: todo ello dependía de la contribución anónima de esos plácidos seres.

Griffin solía meditar sobre ello. Le agradaba pensar que vidas tan pasajeras sirvieran para usos tan diversos en un nivel superior. A veces se preguntaba si la raza humana dejaría un legado la mitad de duradero. Normalmente, esta clase de pensamientos le calmaban.

Pero hoy no.

Hoy todo estaba jodido. Griffin había llegado por fin a un callejón sin salida, como siempre había sabido que llegaría. La brisa hacía temblar el castillo encantado que había construido con naipes y esperanza. En cualquier segundo se derrumbaría. Todo aquello por lo que había trabajado, todos los sacrificios que había hecho, las decisiones difíciles y a veces crueles que le habían impuesto, todo era inútil. Todo estaba jodido y acabado.

La puerta se abrió y se cerró tras él. No necesitaba saber que Salley había entrado en la habitación. Apareció tras él y le puso las manos en los hombros. Por un breve instante, le masajeó los músculos. Estaban duros y tensos.

—Vale —dijo ella—. ¿Qué pasa?

Había tantas respuestas que podía haber dado. Casi al azar dijo:

—Nunca he pegado a una mujer.

Podía ver su reflejo en el ventanal como si ella fuera un fantasma, alta y real como una reina. Por debajo de ella, estaba él hundido en su sillón de cuero como un rey vencido esperando la llegada de los bárbaros. Sus ojos se encontraron en el cristal.

—Hoy casi te pego.

—Cuéntame por qué.

Cuando finalmente volvió a la habitación de Xanadú, Griffin llevaba una semana sin ver a Salley. Pero para ella sólo había pasado media hora. Lo sabía porque, como hacía siempre en estos casos, se había escrito una nota a sí mismo.

Planeaba simplemente despedirse de ella un momento. Salley debía partir con la expedición Proyecto Base a la mañana siguiente. Conociendo los apuros que iba a padecer y cuánto tiempo pasaría hasta que fuera rescatada, quería decirle algo que no olvidara. Algo que, al recordarlo, le brindara un destello de esperanza secreta cuando pareciera que iba a estar perdida para siempre.

Pero cuando intentó pronunciar las palabras cuidadosamente pensadas, ella le frenó los labios con besos. Se le tiró al pecho enganchando un pierna tras él haciéndole caer a la cama. Entonces agarró su camisa con ambas manos y tiró esparciendo los botones en todas direcciones. Lo que pasó entonces debería haber sido exactamente igual de divertido que la primera vez que estuvo con ella.

Por supuesto, no lo fue.

Le hacía sentir culpable. Era absurdo negarlo. Pero ¿qué opción tenía? Cualquier otra cosa hubiera sido mucho más cruel para ella. Así que la estaba utilizando. ¿Y qué? No lo había decidido él. ¡Cielo santo!, Salley le había seducido. Si hubiera ocurrido al revés, todo habría sido distinto. Pero él no iba a cargar con la cruz por una situación que había creado exclusivamente ella.

Griffin había estado casado, ambas veces con mujeres que acabaron confundiéndole y poniéndole a la defensiva. Mujeres que introducían caos y emoción en lo que debería haber sido una existencia ordenada. Mujeres por las que tenía sentimientos ambiguos incluso hasta la fecha, no podía negarlo.

Por eso era muy mala idea entablar relaciones.

Sin embargo, y en su corta experiencia, Salley era una mujer especialmente agotadora. Exigía. Copaba toda su atención. Derretía cada hueso de su cuerpo. Cuando acababa con él, le faltaban ganas hasta para sentarse.

Por otro lado, para ella el sexo era claramente un tónico. La hacía brillar. Después se agachó sobre él, sonriendo, y doblándose le cubrió la cara de delicados besos.

—No intentes levantarte —dijo ella—. Sé dónde está la puerta.

—En serio, me tengo que asegurar de que llegas al Carniense a tiempo para hacer tus preparativos.

—Ya he hecho las maletas. Estoy lista para coger el embudo del tiempo a media hora antes de que parta la expedición. Sólo tengo que cambiarme de ropa.

—No, de verdad, no puedo dejarte…

—¡Calla! —dijo ella—. No digas ni una palabra más. Deja que vea cómo te duermes antes de irme.

Agradecido, sin sospechar nada, dejó que el sueño le invadiera.

Cuando se despertó a la mañana siguiente oyó a Salley haciendo ruido en la cocina, preparando la cafetera. Llevaba puesta una de sus camisas y cada vez que se estiraba a por algo se le levantaba mostrado su trasero desnudo.

Griffin se sentó de golpe, espabilado del susto.

—¿Qué hora es? ¿Por qué sigues aquí? —Cogió su reloj. Marcaba las 8.47 horas. Incrédulo, se lo deslizó en la muñeca.

—Relájate. —Ella entró en la habitación con dos tazas de café y le ofreció una—. Hubo un cambio en la tablilla de la expedición. Lydia Pell me ha sustituido. —Dejó su café y empezó a revolver en su bolso—. Ten. Te he traído una copia del registro del tráfico de ese día.

Griffin desdobló el papel con una mano y se quedó mirándolo incrédulo. No podía negar su existencia. Pero simplemente era imposible. Había visto exactamente la misma hoja en su mesa (las copias de papel azul claro nunca se duplicaban, ni se reutilizaban los números de identificación) y ponía Salley, G. C, en la parte superior del registro. Ahora el nombre estaba ausente y lo reemplazaba el de Lydia Pell.

—Se suponía que tú ibas en esa expedición. Joder, ibas en esa expedición. Está documentado. Es un hecho. Lo firmé yo mismo. Ya ha ocurrido. —Se puso la mano sobre la muñeca y la apretó tan fuerte como pudo—. Has creado una paradoja «tipo uno».

Salley sonrió.

—Sí, ya lo sé.

—Cuéntame por qué —repitió Salley.

Se lo explicó. Tardó mucho tiempo y tuvo que simplificar ampliamente, pero lo consiguió. Le contó algo sobre los inalterables y bastante más sobre el Rancho del Santo Redentor y le dio algunos detalles sobre las razones por las cuales, aunque sabía quién era el responsable, no había arrestado al topo que había puesto la bomba entre el material de la expedición.

Esperaba que Salley se enfadara cuando supiera que él estaba listo para enviarla en una expedición condenada al fracaso. Pero no se enfadó. Para su gran sorpresa, escuchaba cada una de sus palabras visiblemente fascinada.

Sin que fuera su intención, se dio cuenta de que estaba apelando a sus debilidades. La estaba dejando echar una ojeada tras la cortina donde el mago de Oz manejaba su máquina secreta y controlaba el cosmos y le estaba enseñando exactamente qué palancas estaban unidas con qué poleas.

—La expedición se ha perdido para siempre —concluyó—. La primera vez, los inalterables nos prestaron el equipo para lograr sacar adelante una misión de recuperación. Ahora es imposible que lo hagan.

No mencionó que de acuerdo con el registro final solamente habían recuperado a siete personas, que tres habían muerto como resultado de las heridas causadas por la bomba y dos en un accidente posterior. Después de todo, la secuencia en que aquello había ocurrido se había separado de la cronología principal. En su marco de referencia, no existía.

—Todo esto asumiendo que nuestro andar jorobando no vaya a destruir el universo —añadió después a modo de amarga reflexión.

—Creo que no tenemos que preocuparnos por eso —dijo Salley—. Y dudo que los inalterables vayan a echar marcha atrás y decidir no darnos la capacidad de viajar en el tiempo. Por lo que me han dicho, las cosas seguirán prácticamente igual que siempre, con o sin paradoja.

—¡Dicho! ¿Quién te ha dicho qué? —Ahora estaba lo suficientemente sosegado para preguntar las cosas que antes no se había atrevido a preguntar, cuando, furioso y en silencio, se había vestido apresurado y había salido de su habitación. Estaba lo bastante tranquilo para escuchar sus respuestas—. ¿Quién te ha metido una idea tan loca en la cabeza?

—Yo misma.

—¿Qué?

Soltó una pequeña carcajada controlada.

—Es curioso. Debe de haber al menos cien películas en que la heroína ve a su doble exacto entrar en la habitación y siempre se sorprende cuando ocurre. Pero cuando me ocurrió a mí, cuando levanté la vista y me vi a mí misma entrar en la tienda, no tenía ni idea de quién era. No me di cuenta de que era yo misma sólo que más mayor hasta que sacó un espejito y me sugirió que comparara nuestras caras. Ella me lo dijo…

Griffin se volvió hacia Salley.

—¿Y la creíste?

Por supuesto que Salley la creyó. Después de todo, la extraña era ella misma. ¿Qué móvil podía tener para engañarla? Así que aceptó borrarse de la expedición, aceptó cambiar la página del registro y prometió seducir a Griffin tras el baile para recaudar fondos, a fin de asegurarse de que estuviera demasiado cansado para comprobar que volvía a su casa del Carniense aquella noche y darle el papel a la mañana siguiente.

Nadie más que conociera a Salley medianamente bien se hubiera tragado ni una parte de aquello. Todos los demás sabían que era una mentirosa empedernida. Ella misma era la única que no era consciente de lo poco que se podía confiar en ella.

—Apenas importa cómo hemos llegado hasta aquí —dijo Salley—. Lo que importa es qué hacemos ahora. Creo que debemos saltar al futuro y pactar. Todo el mundo pacta.

Negó con la cabeza.

—La capacidad de viajar en el tiempo se nos dio bajo ciertas condiciones. Hemos violado todas las reglas que hay.

—Vale, no cumplimos las reglas. ¡Eso es bueno! Ya no hay reglas, están rotas. Ahora todo es posible. Estoy convencida de que encontraremos una solución. Tiene que haber una solución. Siempre la hay.

—En mi experiencia, no. —Él se daba cuenta de que se encontraban en los lados opuestos del gran agujero que separa a aquellos que tratan con hechos científicos de los que tratan las consecuencias de las acciones humanas. O lo que es lo mismo, a quienes creen en el universo racional y a quienes saben que, puesto que los seres humanos existen, lo racional no existe—. Tú y yo pertenecemos a universos completamente distintos, ¿lo sabías?

—Entonces vente conmigo al mío —contestó ella delicadamente—. El tuyo ya no funciona.

Era verdad. Dios sabe que era verdad. Griffin sintió que algo cambiaba dentro de él. Era un renacer, no de su esperanza (puesto que nunca había sentido ninguna esperanza real) sino de su sentido de la finalidad.

—Dime una cosa —dijo él—. ¿Qué intentabas conseguir? Tu otro yo, quiero decir. ¿Qué te dijo para que hicieras lo que te pedía?

Era increíble, Salley se sonrojó.

—Me dijo que yo te amo.

Cuando terminó de escribir las invitaciones, Griffin echó un vistazo a su reloj. Faltaban dos minutos para que dieran en punto. La reunión sería en dos minutos, pues. Rellenó los espacios que había dejado en blanco e introdujo los papeles en su maletín para dárselos a un mensajero más tarde.

Alguien golpeó la puerta abierta con los nudillos.

—¿Entonces sólo estamos nosotros tres? —preguntó en voz baja Jimmy. Asintió a Salley y ella contestó con una sonrisa nada sincera.

—He invitado a uno más —dijo Griffin—. Tiene que llegar más o menos… ahora.

Jimmy entró por la puerta. Paró cuando se vio a sí mismo.

—Esto no pinta bien —dijo Jimmy.

Su yo mayor parecía extremadamente triste.

—No recuerdo esto en absoluto. Y no es la típica cosa que olvidaría.

Sin decirlo, dio a entender: esta vez sí que la has jodido. Griffin y Jimmy habían trabajado juntos tanto tiempo que ya no tenía que decir cosas así. Cada cual conocía al otro lo suficientemente bien como para pasar con lo esencial.

—Sentaos los dos. —Griffin cogió una tiza. La tecnología para hacer presentaciones cambiaba tanto en el siglo XXI: de pizarras blancas electrónicas a interplanos, tablas inteligentes o interpretadores corporales…, nadie era capaz de manejarlos todos. Pero todo el mundo sabía usar una pizarra clásica.

Dibujó tres líneas paralelas.

—De acuerdo. Esto son segmentos pertinentes de Maastrichtiense, Turoniense y Carniense.

La mayoría de las publicaciones de Griffin eran sobre cronocibernética. Todos eran artículos clasificados, en distinto grado. Sospechaba que sólo él estaba autorizado para leer algunos de ellos. Pero su contribución más útil al campo fue la invención de la esquemática causal. Era como un cruce entre cladogramas y diagramas espacio-tiempo de Feynman y se usaba para evitar que los eventos causa-efecto se enredaran.

Enérgicamente, cubrió las líneas con una serie de círculos unidos que representaban áreas estables de operación. Completo, el esquema mostraba una anomalía alojada profundamente en las acciones de Salley. Cuando vio eso, el Jimmy joven aguantó la respiración. Su réplica mayor se apoyó hacia atrás con aspecto agrio.

—Aquí está nuestro problema —dijo Griffin—. ¿Algún comentario?

Jimmy miró fríamente a Salley.

—¿Cómo coño se ha interpuesto en su propia historia? Tenemos dispositivos de seguridad colocados.

—Ella… Vale, llamemos Gertrude al vector de más edad para evitar confusiones. Y para recordarte a ti —dijo mirando a Salley ferozmente— que de ninguna manera la vamos a confundir contigo. Ya no. Gertrude habría necesitado un permiso de acceso total que sólo se puede obtener del Viejo. Cómo lo consiguió… nunca lo sabremos.

—¿No podríamos…?

—No. No podemos. Gertrude ha desaparecido en un extremo de la anomalía. Cualquier vector de Salley que podamos alcanzar será un descendiente o un predecesor lineal de la que está aquí con nosotros y está completamente libre de culpa.

Jimmy mayor carraspeó.

—¿Estás seguro?

—¿Qué pretendes decir exactamente? —preguntó Salley.

Griffin levantó una mano para pedir paz.

—Es una pregunta justa. Sí, estoy seguro. Gertrude se esforzó mucho para engañar a Salley. ¿Por qué? No lo sabemos y ni siquiera podemos suponer su motivación. Así que no perdamos tiempo intentándolo.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Jimmy mayor. Su yo joven se incorporó.

—Pues qué va a ser, tenemos una expedición que rescatar. Necesitamos hablar con nuestros patrocinadores.

—No es posible. El acceso a los inalterables es la bailía de los militares. Hasta al Viejo le cuesta ponerse en contacto con ellos.

—Entonces tenemos que ir a por ellos. Ir a verles a su casa. —Hizo una pausa para poner intención en lo que decía—. Todos nosotros.

—Sería más fácil —comentó el Jimmy joven— si no la llevara a ella.

—Eso no admite discusión. —Había pasado mucho tiempo desde que Griffin no había hecho nada que fuera completamente ilegal, prefería trabajar dentro del sistema. Si iba a salirse de la carretera, prefería tener a Salley con él y también a Jimmy. Cada uno era hábil en aquello en que no lo eran los otros. Y él iba a necesitar toda la ayuda posible—. ¿Por dónde empezamos?

El joven Jimmy se levantó y borró todo lo que Griffin había dibujado en la pizarra. Entonces cogió una tiza y dibujó una compleja serie de líneas entrelazadas que subían y bajaban.

—El metro de los dioses —dijo con una sonrisita de tiburón—. Paradas locales. Con respecto a su memorándum, me he traído una lista de nexos débiles.

—¿Nexos débiles? —preguntó Salley.

—Cuando repartimos la seguridad —explicó Griffin— nos aseguramos de intercalar unos pocos guardas con una inteligencia por debajo de la óptima. Por si acaso. Ninguno de ellos está de servicio mucho tiempo. Tenías que haberles contratado para saber que estaban allí.

—Pues aquí —Jimmy golpeó un nexo—, en el 2013, hay una oportunidad perfecta. La oficial de seguridad Mankalita Harrison. Oficiosa, ambiciosa, de las últimas de su clase. Sustituye a Sue Browder por un período de dos días. Nunca ha conocido al Viejo. Lo mejor de todo, hemos mantenido esos días prácticamente sin documentar. Podemos insertar lo que queramos en ese silencio. Pero necesita un Permiso de Acceso Total para conseguirlo. ¿Hay alguna forma de que se haga con la tarjeta de identificación del Viejo?

El Viejo era una criatura de costumbres y lo había sido desde la adolescencia. Los lápices afilados siempre a un lado del primer cajón, un paquete de papel color crema en el del medio. Griffin sabía exactamente dónde guardaba sus autorizaciones. Se sabía las contraseñas.

—Puedo hacerlo.

Jimmy, el mayor, carraspeó.

—Veo que asumes que el Viejo no querrá tener nada que ver.

—Confía en mí. Nunca cooperaría en esto.

—Bueno, si puedes conseguir la identificación, yo haré el resto. Necesitaremos documentación de…

El viejo Jimmy echó una mirada a Griffin. En respuesta, Griffin se volvió hacia el joven Jimmy y dijo:

—Bien, hemos realizado simulacros de este tipo de cosas. Ocúpate del papeleo y de que los chicos nos construyan el contenedor. Saldremos en quince minutos.

—¿El contenedor? —preguntó Salley.

Griffin la ignoró.

—Ah, y necesitaremos a otra persona en el equipo de seguridad. ¿Alguna recomendación?

—Tengo buenas referencias de Molly Gerhard.

—Llámala. A los cuarenta y pico nos deja para empezar su propia empresa. Reclútala lo más tarde posible. Cuanto más mayor mejor.

—Hecho. —El hombre joven se levantó y se fue.

Griffin se volvió hacia el Jimmy que quedaba.

—Vale —dijo—. ¿Qué pasa?

—No sé si debo… —Levantó una ceja para señalar a Salley.

—No tengo secretos para ella. Habla abiertamente.

Jimmy suspiró y negó con la cabeza.

—Cuando llegas a mi edad, pierdes gusto por su tipo de juegos. —Señaló la puerta con la cabeza cuando dijo «su»—. Harry, estoy a punto de jubilarme. Me he comprado un bar en Long Island. Mañana es mi último día.

—Entonces dame tu último día. Encuentra el punto de intercepción del Viejo y manténlo alejado de mí hasta que haya rellenado el registro de viaje. Sácale a tomar unas copas. Haz que hable de los viejos tiempos.

Jimmy parecía afligido.

—Entiendo cómo te sientes. Pero de ninguna manera me convencerás de que me alíe con ninguno de los dos.

Griffin estudió a Jimmy con detenimiento, centrando su atención en él, excluyendo todo lo demás. Esperó a que Jimmy llenara su universo, entonces dijo:

—¿Recuerdas aquel día en ese bar de carretera de Texas, a las afueras de San Antonio?

Jimmy se rió. Se acordaba, por supuesto. Era un antro de obreros hecho polvo con billetes de dólar grapados en el techo como decoración. Habían ido a la ciudad para una exposición de rocas y gemas donde un geólogo de generación uno planeaba vender un puñado de plumas de caudipteryx especialmente llamativas a un coleccionista privado. Esto ocurrió en 2034, antes de la rueda de prensa de Salley, cuando los viajes en el tiempo todavía eran un gran secreto. Cuando el geólogo llegó a su hotel, Griffin estaba allí con Jimmy preparado para meterle al hombre el temor divino en el cuerpo. Más tarde, mientras salían de la ciudad, tiraron el material de contrabando por la ventana del coche alquilado.

Habían parado en el bar para tomar un par de cervezas y jugar al billar (los dos jugaban mal e imaginaban que el otro jugaba peor) cuando un borracho se acercó buscando pelea.

—¡Eh! ¿No seréis maricones? —Era un patán gordo seboso que iba sin afeitar y llevaba una camisa de cuadros sobre una camiseta llena de manchas. Pero tenía el aspecto de ser alguien que se ganaba el pan trabajando. A Griffin le pareció que bajo la panza tenía músculos—. ¡Porque está claro que parecéis un par de jodidos maricones!

—Tómate una cerveza —sugirió Griffin—. Invito yo.

El borracho se quedó mirándolo con los ojos a punto de salírsele de la sorpresa. Zigzagueó un poco hacia un lado.

—¿Crees que acepto copas de maricones? Debes de pensar que yo también soy maricón.

Jimmy estaba agachado sobre la mesa de billar, alineando un golpe. Sin levantar la vista dijo:

—No tengo tiempo para ti. Pero mi botella es la que está ahí en la barra. Te la puedes meter por el culo.

El borracho pestañeó. Entonces, soltó un bramido y corrió hacia Jimmy con los puños en alto. Jimmy se puso de pie y le rompió un palo de billar en la cabeza.

Se desplomó como un buey.

Griffin observó al hombre. No se movía. Un hilito de sangre le salía de un oído. Parecía que no respiraba.

—Tal vez deberíamos largarnos.

Jimmy sacó su cartera y puso varios billetes de veinte sobre el fieltro. Colocó su botella de cerveza encima.

—Habrá suficiente para pagar el palo —dijo. No había mucha gente en el bar pero todos le estaban mirando.

Cuando salió del local nadie dijo una palabra.

Ya en la carretera, condujeron en silencio durante un rato. Después Jimmy dijo:

—Esto no te va a gustar nada.

—¿Qué?

—Me he dejado el carnet de conducir en el bar. Tuve que dárselo al hombre para usar la mesa de billar.

—¿Crees que estamos a tiempo de volver y recuperarlo?

Un coche de policía con las luces intermitentes pasó en dirección al bar de carretera.

—Supongo que no.

Así que fueron al aeropuerto y encontraron a un piloto de Cessna que por dos mil dólares estaba dispuesto a llevarles de regreso a Washington sin hacer preguntas. Allí corrieron al Pentágono y retrocedieron un día para que Jimmy pudiera llamar a la policía y denunciar que le habían robado el carnet. Después, él y Griffin fueron a un bar en Georgetown y Jimmy rompió un par de cosas. Los dos pasaron la noche borrachos.

—Eso no era parte del plan —le dijo Griffin a Salley—. Pero cuando llegó la policía, este tipo me cogió, me levantó por la cintura y me lanzó hacia ellos. Todos nos caímos unos encima de otros.

Para entonces ya estaban los dos riendo.

—Sólo pensé que si iba a ir a la cárcel, debía tener compañía. —Jimmy se secó las lágrimas—. En cualquier caso nos valió de coartada ideal.

—El Viejo nos pilló. Nos echó una buena bronca.

—Bueno, tenía que hacerlo. ¿No?

—Sí, pero hubo algo raro. —Hizo una pausa hasta que pararon de reír—. A la salida, me giré y le guiñé un ojo. Él no me devolvió el guiño. —Dejó pasar un momento de silencio—. Cuando te haces mayor, te vuelves más conservador. Ya sabes cómo es. El Viejo se ha olvidado de cómo era ser joven y salvaje. Pero nosotros no. Ni tú ni yo. Todavía.

Por un momento, Jimmy no dijo nada. Entonces asintió.

—De acuerdo. Una última vez.

Se levantó despacio y se fue sin decir nada ni mirar a Salley. Como si ella no estuviera presente.

Cuando se hubo ido, Salley preguntó:

—¿Murió?

—¿Que si murió quién?

—El hombre del bar. El borracho.

Por su expresión veía que la historia no le había parecido muy graciosa. Se encogió de hombros.

—Ha pasado mucho tiempo. Nunca lo comprobamos.

Un minuto después volvió Jimmy joven llevando una ropa distinta. Con ayuda de una plataforma con ruedas entró un gran contenedor de madera para empaquetar cosas y les enseñó cómo se abría.

—Viajarás en esto —le dijo a Salley—. Nada extravagante. Nos hemos decantado por la sencillez. Está acolchado por dentro. Este pequeño estante vale de asiento. Te puedes agarrar aquí y aquí. Y esto sujeta una linterna por si quieres traerte un libro.

En una lado tenía una pegatina naranja chillón y negra que decía ESTE LADO HACIA ARRIBA y otra que decía PELIGRO: OMNÍVORO.

—No entiendo —objetó Salley—. ¿Por qué razón tengo que ir en un contenedor?

—Me parece que no te va a gustar la razón —contestó Griffin incómodo.

—Pues —dijo Jimmy—, hicimos preparativos previendo que algo así ocurriría. Hay una cláusula en el permiso del Viejo que me permite acompañarle como protección. Sin embargo, a ti no se te esperaba. Simplemente no hay manera de que nos acompañes como miembro del equipo de seguridad.

Griffin quería decirle a Jimmy que moderara sus formas. Salley llevaba ya un buen rato a punto de estallar. Estaba lista para montar una escena. Griffin tenía suficiente experiencia con las mujeres para saberlo. Pero Jimmy joven, aunque más adelante en su vida se dulcificara, era igual de difícil de tratar que la propia Salley.

—¿Y pues? —preguntó Salley.

Otra vez la sonrisita de tiburón. Señaló vigorosamente con la cabeza al contenedor. Jimmy era, a esa edad, un cabroncete sádico.

—Pues tú viajarás como si fueras un espécimen biológico.