Alarde sexual
Montañas Expedición Perdida: era Mesozoica. Período Cretácico.
Época Senoniense. Edad Maastrichtiense. 65 millones de años a. C.
Enterraron a Lydia Pell en un montículo cubierto de helechos sobre Hell Creek. Hubo bastante discusión sobre de qué religión era porque una vez ella se había definido como «taoísta herética». Pero cuando Katie revisó sus pertenencias y encontró un Nuevo Testamento de bolsillo y un colgante que era una cruz hecha de tres clavos de carpintero cuadrados, quedó muy claro que era cristiana.
Mientras dormían los que habían velado el cadáver toda la noche, Leyster se pasó la mañana buscando un pasaje apropiado en la Biblia de Gillian. Consideró «Hubo gigantes en la Tierra» o el versículo sobre el Leviatán. Pero esos intentos de incluir una referencia a los dinosaurios le hicieron sentir que estaba abaratando la grandeza y el significado de la vida de Lydia Pell reduciéndola a las circunstancias de su muerte. Así que al final se decidió por el Salmo XXIII.
—El Señor es mi pastor —comenzó—; nada me faltará… —No había ovejas en ninguna parte del mundo, ni las habría por muchas decenas de millones de años. Pero aun así las palabras parecían apropiadas. Eran reconfortantes.
El día era húmedo y miserable pero la lluvia era ligera y no interfería en la ceremonia. Durante la mayor parte de la tarde, todos trajeron piedras del riachuelo con tristeza para levantar un pequeño montón sobre la tumba y así mantener a los carroñeros alejados del cuerpo. Justo cuando acababan, el sol volvió a salir.
Lai-tsz levantó la cabeza.
—Escuchad —dijo—. ¿Oís eso?
Un murmullo lejano surgió del lado más lejano del río. Sonaba un poco como graznidos de ocas.
Todos subieron corriendo en grupo a la parte alta de la hondonada, donde un claro del bosque facilitaba una vista parcial del valle. Allí vieron que la tierra más allá del río Estigia se estaba moviendo. Tamara se encaramó a un árbol y gritó:
—¡Las manadas están entrando en tropel! Llegan de todas direcciones. Pero más del oeste que del este. Veo hadrosáuridos de algún tipo y también triceratops.
—¡No he traído mis cámaras! —se lamentó Patrick.
Desde lo alto del árbol, Tamara gritó:
—¡Ahora están cruzando el río! Virgen santa. Es increíble. Están levantando tanta bruma que no se ve ni la mitad.
Varios estaban encaramándose a los árboles para verlo por sí mismos.
—¡No puede ser! Les pierdo de vista entre los árboles o en el agua. Pero debe de haber cientos de ellos. Tal vez miles.
—¿Cientos de hadrosaurios o cientos de triceratops?
—¡De ambos!
—¿Qué están haciendo a este lado?
—Es difícil saberlo. Principalmente se juntan. Algunos de los hadrosaurios parecen estar dividiéndose en grupos más pequeños. Los triceratops se están agrupando.
—¿Qué te parece? ¿Están migrando?
—De hecho parece que vienen para quedarse.
—No podían haber elegido mejor momento —comentó Katie—. Toda esta vegetación nueva, recién fertilizada con excrementos de titanosaurio… Éste es el paraíso de los herbívoros.
«Mierda», pensó Leyster por un momento; entonces dijo:
—Quiero bajar hasta el río para verlos de cerca. —Estaba siendo drásticamente poco entusiasta cuando en realidad se moría por verlos de cerca—. ¿Quién quiere venir conmigo?
Tamara se bajó del árbol tan rápido que Leyster temió que se cayera, canturreando:
—¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!
—Alguien tiene que quedarse —dijo Jamal dubitativo—. A cuidar el campamento. Además, todavía tenemos que levantar las paredes.
—Ven con nosotros —susurró Leyster—. Nadie puede decir que no hayas hecho tu parte del trabajo.
Jamal se lo pensó y después negó con la cabeza.
—No, de veras. ¿Cómo puedo esperar que nadie trabaje si no estoy dispuesto a trabajar yo?
Para gran desilusión de Leyster, el grupo que había formado constaba principalmente de los recolectores y Daljit. De los constructores solamente se les había unido Patrick, cargado con sus cámaras.
Avanzaban cuidadosamente en fila india como una brigada de combate selvático sacada del siglo XX. Lai-tsz iba primero, cargando uno de los cuatro rifles de la expedición. Leyster dudaba de que fuera a servir de mucho en una confrontación con un dinosaurio de tamaño real pero la idea era que el ruido espantaría al depredador.
De verdad esperaba que funcionara.
Se adentraron hasta las planicies del valle antes de divisar los primeros dinosaurios, un puñado de hadrosaurios pastando con delicadeza los tiernos brotes frescos que crecían abundantemente en las orillas del riachuelo.
Los prismáticos subieron todos a una.
Los animales no les prestaron atención. De vez en cuando uno se levantaba sobre las patas traseras y miraba a su alrededor cansinamente, y entonces volvía a bajar. Las llamativas marcas naranja a cada lado de su cabeza irrumpían brevemente en el aire, como una ráfaga, antes de desaparecer de nuevo entre los tallos nuevos. Siempre había al menos uno que estaba en guardia.
—¿Qué son? —preguntó Daljit en voz baja—. Quiero decir, sé que son hadrosaurios, pero ¿de qué tipo?
Los hadrosaurios o dinosaurios con pico de pato formaban un grupo familiar muy grande que incluía docenas de especies conocidas que se extendían hasta el Cretácico superior. Llamar a algo hadrosaurio era como llamar felino a un mamífero sin especificar si era un leopardo o un gato doméstico.
—Bueno, ten en cuenta que en el fondo soy un hombre de huesos —contestó Leyster—. A mí me sería mucho más fácil si toda esa piel y todos esos músculos no estuvieran en medio. —Lo que realmente necesitaba era la Guía práctica Peterson de la megafauna del Maastrichtiense superior, con ilustraciones de diagnóstico y pequeñas líneas negras apuntando todas las marcas en el terreno—. Pero mira esas cabezas. No cabe duda de que son hadrosaurinos, los de pico de pato sin cresta. Y por la elongación y anchura de sus hocicos yo diría que son anatotitanes. Pero qué especie de anatotitán, no lo sé.
—Lo que sí son es unos cabronazos muy activos —dijo Daljit—. Mira cómo suben y bajan.
Se acercaron más muy agachados. Los anatotitanes eran herbívoros, por supuesto. Pero también eran enormes. Un animal tan grande como medio autobús no tenía que ser carnívoro para resultar peligroso.
Llegaron a estar a menos de tres metros de los animales cuando se extendió entre ellos alguna señal invisible y, todos a una, se levantaron sobre sus patas traseras y se alejaron a toda velocidad. Exactamente no corrían pero sus andares a saltos eran tan rápidos que desaparecieron en un momento.
—Venga —exclamó Leyster—. Vamos a…
Tamara le estaba tirando de la manga.
—¡Mira!
Miró hacia donde ella señalaba.
El Señor del Valle subía río arriba a grandes zancadas. Leyster reconoció al tiranosaurio por sus manchas. Era su viejo conocido.
El depredador más peligroso que el mundo ha conocido jamás se deslizaba raudo por la maleza sin ninguna prisa. Su paso no era apresurado pero sus patas eran tan largas que se movía a velocidad de vértigo.
Silencioso como un tiburón, paseaba tras los anatotitanes a la fuga. Los investigadores casi no lo vieron cuando les pasó por delante.
—Joder —dijo directamente Patrick.
—Venga —gesticuló Leyster—. Tenemos mucho terreno por cubrir. Vamos a ponernos en marcha.
Fueron hacia el oeste, por un camino paralelo al tranquilo río Estigia, con cuidado de mantenerse al lado de las manadas pero en el bosque.
Mientras andaban, Leyster les contó algo sobre los hadrosaurios. Ya sabían que los hadrosaurios eran el grupo más diverso y abundante de los grandes vertebrados que cubrían el hemisferio norte durante la etapa final del Cretácico superior y que eran el mayor grupo de ornitópodos que evolucionó en el Mesozoico. Pero quería que comprendieran las muchas maneras en que los hadrosaurios eran un mapa de los dinosaurios futuros. Estaban tan bien adaptados a tal variedad de ecosistemas que, si no hubiera sido por el evento K-T, sus descendientes hubieran sobrevivido hasta la era moderna.
—¿Qué les hace tan especiales? —preguntó Patrick—. No tienen pinta de ser importantes. ¿Por qué dominan el ecosistema?
—Tal vez porque son la comida ideal del tiranosaurio —contestó Tamara de pronto—. Míralos. Casi tan grandes como el tiranosaurio pero sin llegar a serlo, no tienen armadura ni armas dignas de mención y tienen ese enorme cuello jugoso perfecto para ser mordido. Un buen bocado y ¡cae redondo! Si yo fuera un «rex», me pondría las botas con estos bichos.
Patrick frunció el entrecejo.
—Anda ya, en serio.
—¿En serio? Son generalistas, como nosotros. Te darás cuenta de que los humanos tampoco han experimentado adaptaciones especializadas. No tenemos caparazón, ni cuernos, ni garras. Pero podemos encontrar una manera de salir adelante dondequiera que estemos. Lo mismo pasa con los hadrosaurios. Se…
—¡Callaos! —exclamó Lai-tsz—. Oigo algo. Más adelante.
Un triceratops solitario asomó la cabeza entre un bosque lejano. Salió a un claro cautelosamente. Recorrió sin prisa una distancia corta hasta la pradera, después paró. Su enorme cabeza se columpió hacia un lado y hacia el otro, como si buscara enemigos. Finalmente, convencido de que no había nadie, gruñó tres veces.
Hubo una pausa. Entonces, un segundo triceratops emergió del bosque. Un tercero. Un cuarto. Una fila desigual de bestias fluyó desde el bosque hasta los helechos y las flores. Sus pecheras brillaban como mariposas presididas por dos círculos naranjas rebordeados en negro como dos grandes ojos.
—¡Las manadas de triceratops tienen líderes! —exclamó Nils—. Igual que el ganado.
—Todavía no podemos llegar a esa conclusión —advirtió Leyster—. Parece ser pero les observaré larga y detenidamente para asegurarme de si lo que creemos haber visto es en realidad así.
—¡Mirad qué pecheras! ¿Te parece que es un alarde sexual?
—Tiene que serlo.
Lai-tsz bajó sus prismáticos y, señalando al líder, preguntó:
—¿Qué es esa inflamación?
La cara de la criatura parecía inflamada. Los sacos nasales gemelos a ambos lados de su cuerno central estaban hinchados como las mejillas de una rana mugidora. De pronto se deshincharon. ¡Gronc!
Todos se rieron. Tamara se tiró al suelo vitoreando.
—Dios, ¿será posible? ¡Menudo ruido! Parece una matraca de Nochevieja.
Los triceratops pisoteaban la tierra.
Lai-tsz y Nils le dijeron a Tamara que se callara.
—¡Silencio! Está haciendo algo. —Patrick salió despedido hacia un lado con la cámara en ristre buscando un buen ángulo.
Las bolsas del animal volvían a hincharse. Mientras lo hacían tomó varias bocanadas hondas de aire agitando la cabeza.
—¿Qué crees que está haciendo? —le preguntó Lai-tsz a Leyster.
—No sé. Parece como si se estuviera volviendo a hinchar…
¡Gronc!
Tamara se cubrió la boca con la mano para sofocar una carcajada chillona a medio salir.
—Mirad allí —indicó Nils—. Alguien más quiere unirse a la fiesta. —Un segundo triceratops se acercaba al primero despacio y con alguna intención—. ¿Agresión intraespecífica? ¿Alarde de poder? ¿Van a pelear?
El primer triceratops volvía a tener hinchados los sacos nasales. El segundo se detuvo a una distancia suficiente para atacarle y bajó la cabeza. Despacio, laboriosamente, se echó de costado.
—Creo que no —dijo irónico—. Más bien parece una ceremonia de apareamiento.
—¡Es una chica! —gritó Tamara.
¡Gronc!
Tumbada en el suelo con una pata trasera en alto, la hembra temblaba.
—¡Está hipnotizada!
—Ven pa’ca, grandullón.
—Oh, mamacita. Lo estás deseando.
Con pausada dignidad, el macho maniobró hasta colocarse junto a la hembra con una pata delantera a cada lado de la cola de ella. Entonces paró como confundido. La hembra emitió un sonido quejumbroso y él dio un paso atrás y otro adelante, intentando colocarse en posición. Eso tampoco funcionó. Pero al tercer intento, por fin alinearon bien las barrigotas y él se deslizó despacio hacia abajo.
—Tío, tío, tío —murmuró Patrick—. Estas fotos van a ser geniales.
Los triceratops empezaron a aparearse laboriosamente.
Estaba anocheciendo cuando por fin llegaron al campamento y descubrieron que el grupo de Jamal había trasladado el contenido de dos de las tiendas a la cabaña y que habían atado las telas de las tiendas al marco para crear las paredes. Así que subieron la cuesta para contarles lo que habían visto.
El interior de la cabaña estaba iluminado con luces artificiales. Era infinitamente acogedor. Las linternas, por supuesto y aun a pesar de los cargadores solares, no iban a durar para siempre. Razón de más para usarlas ahora. Esgrimid vuestras linternas mientras podáis, pensó Leyster. El tiempo prehistórico también vuela.
—¡Quitaos los zapatos! —indicó Katie sonriente mientras entraban—. Hay sitio para ponerlos junto a la puerta.
El interior estaba perfumado por el olor de los helechos que habían traído a puñados y esparcido por el suelo, y a sopa de tortuga, que cocía despacio fuera en una cazuela al fuego. Leyster y los demás entraron y se sentaron.
—¡Bienvenidos, intrépidos cazadores de dinosaurios! —saludó Chuck—. Llegáis justo a tiempo para la cena. Entrad, sentaos, contádnoslo todo.
Mientras Chuck distribuía cuencos y Katie servía la sopa, Patrick pasaba la cámara exhibiendo orgulloso una secuencia de sus mejores tomas.
—¿Qué están haciendo estos dos? —preguntó Gillian incrédula cuando vio la primera foto de los dos triceratops.
—Exactamente lo que piensas —contestó Patrick.
—¡Qué guarros! —Gillian reprendió con el dedo—. Malos, malos.
—Pomo Jurásico. Sería tan comercial —se lamentó Jamal.
—¿Pero quién lo compraría? —preguntó Chuck—. No le veo mucho mercado.
—¿Bromeas? Es sexo, es divertido y es algo jamás visto. Crea su propio mercado. Solamente con los calendarios…
Todos se rieron. Jamal se puso colorado, entonces agachó la cabeza y sonrió pesaroso.
—¡Pues vendería!
Continuaron la conversación cenando.
—¿Conque habéis perdido el rifle? —preguntó Matthew cuando contaron la historia de cómo los triceratops postcoitales les dispersaron.
—Me pilló de sorpresa —dijo Lai-tsz—. Nos sorprendió a todos. Pero, puñetas, en el entrenamiento de supervivencia nos dijeron que el ruido de un tiro espantaría a cualquier cosa. Por eso, cuando disparé el rifle al aire, ¡no me esperaba que el bicho embistiera! Bajó rodando hacia nosotros y nos limitamos a correr. Si hubiera sido un poco más rápido, me hubiera cogido. —Negó con la cabeza—. Estoy segura de que algo malo le ocurría a ese animal.
—¿Volvisteis a buscar el rifle?
—Sí. Todo el terreno estaba tan pisoteado que era un barrizal. Era como buscar una aguja en un pajar.
—Preferiría perder todos los rifles que una navaja del ejército suizo —observó Jamal. Se volvió hacia Leyster—. Pero ese «trice» no debería haber embestido así. Nuestra profesora nos dijo que ella había espantado a ceratopsios docenas de veces. ¿Por qué no huyó?
Leyster se encogió de hombros.
—Cuando yo estaba haciendo el doctorado, el profesor Schmura solía decir que «un organismo siempre tiene razón». Las cosas vivas no siempre hacen lo que deben. Algunos días las pulgas de mar comen medusas y los pececillos atacan a los tiburones. Cuando eso ocurre, vuestra labor consiste en tomar buenos apuntes y esperar poder darles sentido algún día.
Se les pasaron las horas hablando tranquilamente. ¡Hacía tanto tiempo que no habían sido todos amigos! Nadie quería que se acabara.
—Eh, mirad lo que he encontrado —dijo Chuck. Se abalanzó a una esquina oscura y forcejeó con el cráneo de un triceratops joven hasta ponerlo en el centro de la habitación—. La encontré destiñéndose al sol. No os creeríais lo que me ha costado arrastrarla hasta aquí.
—¿Y por qué demonios te has molestado? —preguntó Tamara.
Chuck se encogió de hombros.
—Siempre quise una cosa de éstas. Ahora la tengo. —La levantó y la puso ante él, columpiándola de un lado a otro como si estuviera en celo y cortejando a un macho.
—¿Qué ruido decís que hacía?
—¡Gronc!
—¡Más como graaaanc! Con un poco de glissando en el anc.
Chuck, que desde el principio había asumido el papel de payaso del grupo, empezó a cantar.
—… cuando estás cerca de mí, amor…
Katie continuó la melodía, cantando.
—… ¡me apetece… hacer… el amor!
Chuck dio el chiste por terminado pero Katie continuó cantando y, uno por uno, los otros se fueron uniendo y cantaron esa canción romántica tan clásica. Cuando acabaron cantaron Stormy Weather y Smoke gets in your eyes.
Entonces Chuck, agazapado tras el cráneo del triceratops, empezó a golpearse la pechera con las palmas de las manos como si estuviera tocando los bongos. En un claro falsete empezó a cantar[2]:
En el «zoico», el Mesozoico,
el tiranosaurio dormirá…
Y Tamara añadió:
En el barro de Maastrichtiense
el rifle se oxidará…
Y todos se unieron para los coros:
Ahhhhhh, uiiiiiiiii… ah uiiiii, ah uiiiiiiimaah-uey
Ahhhhhh, uiiiiiiiii… ah uiiiii, ah uiiiiiiimaah-uey
Y:
Ah-uim, au-ehh, ah-uim, au-ehh, ah-uim, au-ehh
Ah-uim, au-ehh, ah-uim, au-ehh, ah-uim, au-ehh
Hasta que la música llenó la cabaña como un espíritu vivo. Fuera, la noche estaba oscura y llena de pequeños mamíferos escabullándose furtivamente. Dentro se respiraba el calor de la amistad y de un ambiente divertido. Iban dialogando con los versos, improvisando, así que cuando Daljit cantó:
¿Por qué no trabajas para Mobil?
He oído que pagan bien.
Lai-tsz respondió:
Dan seguro médico y plan de pensiones,
sus comisiones están muy bien.
Entonces, tras un estribillo, Chuck lanzó:
Prefiero algo menos arriesgado:
un funcionariado con mi nuevo doctorado.
Y Tamara respondió:
Y si no me comen los triceratops,
¡tendré trabajo fijo asegurado!
Todos se retorcieron por el suelo de risa. Tardaron unos minutos en recobrar el aliento.
Leyster estaba apunto de sugerir otra canción cuando de pronto Katie lanzó su blusa por los aires. Patrick animó y aplaudió y entonces, como si se hubieran puesto de acuerdo, todos se quitaron la ropa, liberándose de los pantalones con dificultad y desatándose los cordones de las botas como locos.
Leyster abrió la boca para decir algo.
Pero Tamara, sentada a su lado, le tocó el brazo y le dijo con una voz tan suave que sólo él pudo oír:
—Por favor, no lo estropees.
Por un instante, Leyster no supo qué responder. Entonces empezó a desabrocharse la camisa. Cuando se la hubo quitado, alguien le había abierto la bragueta y estaba tirando de sus pantalones. Le dio un beso largo e intenso a Gillian y ella empujó la mano de él contra su entrepierna. Ya estaba húmeda. Resbaló un dedo muy dentro de ella.
Era raro, muy raro, intimar con una persona tanto y tan de pronto sin romance de por medio.
Entonces Patrick murmuró algo que podría haber sido un «perdón» mientras Gillian guiaba su cabeza hasta donde había estado la mano de Leyster. La boca de Tamara se cerró cubriendo el glande de su polla y él jadeo suavemente. Katie le metió un pecho en la boca.
Su boca acarició su pezón. Era tan dulce.
Entonces todo fue confusión. Una maravillosa confusión.
A la mañana siguiente, desayunando, Leyster observó la sutil danza de sonrisitas tímidas y caricias fugaces que se extendía por el grupo. Le sorprendía. Se había despertado avergonzado y arrepentido de lo que había hecho. Aunque jamás había sido una persona particularmente religiosa, sentía que aquello estaba mal, que violaba la forma en que debían hacerse las cosas.
Estaba claro que los demás no se sentían así en absoluto. Eran estudiantes de doctorado. Eran jóvenes. Su sexualidad todavía les resultaba nueva y maleable. Estaban abiertos a nuevas posibilidades de una manera en que él, aunque era casi de la misma edad, nunca podría estarlo.
Pero era importante no mostrar vergüenza. Por fin habían hecho las paces y aquello era un tesoro. Debía simular que estaba tan feliz como ellos.
A veces engañar es la mejor política.
Así que cuando Daljit le apretó el hombro, Leyster se apoyó en ella suavemente por un instante. Cuando Nils puso su mano sobre la de Katie, Leyster apoyó la suya sobre la de ellos brevemente. Se mantuvo en silencio, sonriendo y teniendo especial cuidado de no apartar la vista de ninguna de sus miradas. Esperó.
Hasta que por fin llegó el momento indicado psicológicamente.
Tomó aire mentalmente. Entonces dijo:
—He estado pensando en todo eso del liderazgo.
Varios de ellos se pusieron tensos.
—En fin, verás, no tenía intención de… —dijo Jamal. Su voz menguó.
—No es eso. No es cuestión de elegir un líder. Es que no veo por qué necesitamos un líder. —Todos le miraban intensamente sin pestañear—. Cuando esto era una expedición, claro, hacía falta alguien que dividiera las tareas y mantuviera a todo el mundo en su puesto. Pero las cosas han cambiado. Y, bueno, sólo somos once. ¿Por qué no nos juntamos, como ahora, y decidimos las cosas según surjan?
—¿Te refieres a votar y hacer lo que diga la mayoría? —preguntó Lai-tsz.
—No. No creo que debamos hacer nada en que no estemos todos de acuerdo. Ni discrepancia, ni abstención.
—¿Puede eso funcionar? —preguntó alguien.
—Una amiga mía hizo un investigación lingüística con los Sioux Lakota —dijo Daljit—. Me dijo que eran fanáticos del consenso. Si se reunían para redactar una nota de prensa, insistían en que todos estuvieran de acuerdo en el tamaño de los sobres y el color del papel antes de mencionar nada de su contenido. Mi amiga decía que volvían locos a los forasteros. Pero funcionaba. Decía que a la larga había menos conflictos de esta forma.
—Eso es mucho decir —objetó Patrick no muy convencido.
—Bueno, tenemos mucho tiempo —dijo Daljit.
—Yo estoy dispuesto a ver menos la tele si hace falta —ofreció Chuck.
Una risita recorrió el corro.
Finalmente aprobaron la moción por consenso. Entonces pasaron al calendario de tareas. Se airearon las quejas, se propusieron compromisos y se hicieron ajustes. Al final Jamal dio una palmada y exclamó:
—Bueno, no sé el resto de vosotros pero yo tengo trabajo. Así que si no hay nada más en la agenda…
—Hay una cosa más —dijo Leyster—. Creo que debemos practicar algo de verdadera ciencia. Estamos tan ocupados sobreviviendo que nos hemos olvidado de por qué estamos aquí. Hemos venido a investigar y creo que debemos hacerlo.
Hubo un instante de silencio y estupor. Entonces…
—Bueno, ¡me preguntaba cuándo íbamos a sacar ese tema!
—Ya era hora.
—Yo lo iba a mencionar pero…
—Vale —interrumpió Tamara—. Estamos de acuerdo. Bien. ¿Cómo lo hacemos? ¿Qué estamos buscando?
Todos miraron a Leyster.
Tosió avergonzado. Era distinto recibir la autoridad gracias a que su conocimiento era superior que recibirla a la fuerza. Pero se sentía un poco raro asumiéndola.
—No funciona así —dijo—. Konrad Lorenz no se dijo «voy a descubrir la impronta en los patos bebé» y se puso a hacer acopio de información. Fue acumulando datos cuidadosamente y los estudió hasta que le sugirieron algo. Eso es lo que vamos a hacer. Observar, anotar, comentar, analizar. Tarde o temprano, aprenderemos algo.
Patrick sonrió maliciosamente.
—Sí, pero tiene que haber algo, aunque sea en el fondo de nuestras mentes, que estemos esperando descubrir.
—Bueno, obviamente, siempre está el problema de por qué se extinguieron los dinosaurios.
—Una enorme roca. Maremotos, tormentas de fuego, invierno nuclear, falta de alimento. Fin de la historia.
—Los cocodrilos sobrevivieron. Algunos eran enormes. Las aves sobrevivieron; en términos cladísticos, son dinosaurios. ¿Qué hizo que los dinosaurios no avíanos fueran tan vulnerables al desastre K-T? No puedo evitar sospechar que está relacionado con que durante los últimos millones de años del Mesozoico los dinosaurios experimentaron una radical pérdida de diversidad.
—¡Hay muchísimos tipos de dinosaurios ahí fuera! —objetó Katie.
—Muchos individuos. Pero comparados con los viejos tiempos, sólo una fracción del número de especies. Y eso hace que los que permanecen sean particularmente susceptibles a cambios en el medio.
—De verdad, no lo aprecio —dijo Patrick—. Parecen tan robustos. Están tan perfectamente adaptados al medio.
—Tal vez demasiado bien adaptados. Las especies que se extinguen son las que se adaptan tan perfectamente a un nicho específico que no pueden sobrevivir si el nicho cambia o deja de existir de pronto. Por eso se extinguieron tantas especies en el siglo XX, aunque la matanza indiscriminada de animales que los cazadores comenzaron en el siglo XIX ya había cesado prácticamente. Cuando los humanos destrozaron su hábitat, no tenían adónde ir.
Hablaron hasta el mediodía. Se lo podían permitir. La cabaña estaba construida y tenían suficiente comida almacenada para una semana, sin siquiera echar mano de las cosas liofilizadas. Además, no dejaban de ser estudiantes aunque estuvieran muy lejos de una universidad. Necesitaban la tranquilidad que da aprender, las cadencias familiares de una conferencia y un debate, recuperar la normalidad.
Pero al final, alguien se dio cuenta de que era hora de comer y nadie había lavado los platos, así que todos se dispersaron para hacer sus tareas de cocina y mantenimiento.
Tamara se rezagó para hablar a solas con Leyster.
—Bueno, me descubro ante ti. Nos has unido. De verdad, no pensé que serías capaz.
Leyster le cogió la mano, besó un nudillo con suavidad y no la soltó. Se sentía como un fraude. Al menos en parte se había convertido en paleontólogo porque los dinosaurios le parecían comprensibles de una manera en que las personas no lo eran. Era terrible ser tan falso.
—Creo que lo que pasó anoche ha tenido algo que ver.
—Lo de anoche estuvo muy bien —ella sonrió y por un instante él se preguntó si era posible que ella también estuviera fingiendo. Después rechazó la idea por paranoica—. Pero ocurrió sin motivo. Lo de esta mañana ha sido premeditado.
—Tal vez un poco —admitió—. El problema es que cuando lo que intentas es sobrevivir, el universo parece un lugar hostil. Necesitamos un objetivo. Para distraernos de la conciencia de ser una única chispa de vida humana en una infinita extensión de silencio. Una pequeña vela en la infinita noche del ser.
—¿Crees que la ciencia es un objetivo suficiente?
—Creo que sí. Siempre lo he creído. Quizá es porque era un niño solitario y aprender cosas era lo único que me mantenía vivo. La búsqueda de la verdad no es una mala razón para seguir adelante.
—Haces que parezca tan arbitrario.
—Quizás lo sea. Pero persisto en creer que el conocimiento es mejor que la ignorancia. —Guardó silencio por un momento—. Estuve una vez en Uppsala, Suecia. En el suelo de la catedral, Domkyrka, encontré la tumba de Linneo.
—¿Te refieres a Carl Linneo? ¿El inventor de la nomenclatura binomial?
—Sí, era una piedra gris bien pulida con dos belemnites fósiles atravesando su superficie como pálidos cometas. Linneo ni siquiera sabía lo que era un fósil. Durante su vida, Voltaire sugirió bastante en serio que eran restos petrificados de la comida de los peregrinos. Pero ahí estaban, como guardianes enviados por la Naturaleza en agradecimiento por su trabajo. —Le soltó la mano—. ¿Por qué no habría de consolarme con ello? Me consuela.
Después de comer, Leyster se quedó a trabajar en la caseta de ahumar mientras Katie salió con un grupo para hacer las primeras observaciones. Todos se reían y charlaban cuando se iban, tan alegres y despreocupados como niños. Mirándolos, Leyster sintió el mismo miedo enfermizo que experimenta un padre la primera vez que permite a su hijo salir solo de casa.
¡Deseaba tanto protegerles! Pero sabía que no podía. Todos estaban animados por lo que había pasado la noche anterior. Sin embargo, toda su confianza, toda su alegría, no era suficiente para mantenerles a salvo. Tendrían que estar continuamente en guardia. En este mundo, tal vez la noche perteneciera a los mamíferos, pero los dinosaurios dominaban el día.