8

Hell Creek

Colinas Expedición Perdida: era Mesozoica. Periodo Cretácico.

Época Senoniense. Edad Maastrichtiense. 65 millones de años a. C.

Salieron de un agujero en el tiempo a un día resplandeciente con el cielo azul, gritando de excitación. El equipo había sido depositado en una ligera elevación sobre un pequeño arroyo serpenteante que los estudiantes decidieron llamar Hell Creek, por la famosa formación de fósiles.

Leyster consultó con Lydia Pell y estuvieron de acuerdo en dejar que el grupo se divirtiera un rato antes de ponerles a trabajar. Después de todo, era su primera vez en el Maastrichtiense. Era su primera investigación de campo por su cuenta. Necesitaban quedarse boquiabiertos y observar, señalar maravillados a una manada de titanosaurios que, a lo lejos, cruzaba el valle inspeccionándolo, respirar profundamente el aire fragrante, hacer el pino, asomarse bajo los troncos y dar la vuelta a las rocas sólo para ver lo que había debajo.

Entonces, cuando Pell estimó que ya se habían desahogado lo suficiente, Leyster dijo:

—Vale, vamos a desembalar y a organizar estas cosas. —Extendió un brazo hacia la piedra escarpada por encima de Hell Creek—. Clavaremos las tiendas allí.

Todos se pusieron a trabajar. Jamal extrajo el lanzacohetes Ptolomeo de la primera plataforma.

—¿Cuándo enviaremos el primer satélite explorador?

—Mejor antes que después —contestó Leyster. Repasó su listado mental de quién estaba entrenado para aquello—. Lai-tsz y tú podéis llevarlo hasta una distancia segura. Nils puede cargar con el trípode.

—¿Quién pulsará el botón?

Leyster sonrió.

—Piedra, papel y tijera es lo que mejor funciona para ese tipo de decisiones.

Veinte minutos después lanzaron el satélite explorador. Todo el mundo dejó lo que estaba haciendo para mirar atontados como el deslumbrante alfilerazo de luz subía hacia el cielo dibujando una curva y dejando una fina línea de humo tras de sí.

—Acaban de lanzar un proyectil —dijo una voz pedante, un poco demasiado alto—. Su sintonía electromagnética ha sido identificada por el detector conectado a esta grabación.

Leyster se volvió, confundido.

—¿Qué?

—En sesenta segundos, una carga explosiva destruirá el localizador temporal. Por favor aléjense para que nadie resulte herido.

Era la voz de Robo Boy.

La intrusión surrealista de alguien que estaba a millones de años de distancia desconcertó a Leyster por un instante. Miró, sin comprender lo que veía, cómo Lydia Pell intentaba destripar una de las plataformas como un perro, tirando a un lado paquetes y cajas como loca. Salió con el localizador temporal.

—Tienen cincuenta segundos.

La voz salía del localizador.

Pell tenía una navaja del ejército suizo en la mano. Metió una cuchilla por la juntura de la carcasa del localizador y la torció hasta que cedió y se abrió.

—Tienen cuarenta segundos.

La mitad superior del localizador salió volando por los aires. Intentó alcanzar la mitad inferior.

Para Leyster, no había nada que diferenciara una parte del interior del localizador de la otra. Era todo chips, transistores y cables multicolor. Pero Lydia Pell sabía claramente lo que buscaba. Él sabía que ella había sido oficial de la marina de Estados Unidos antes de hacer el doctorado. ¿No había dicho alguien algo de que ella había participado en demoliciones?

—Tienen treinta segundos. Por favor, hagan caso a este aviso. Va en serio.

Arrancó algo. La mitad inferior del localizador cayó al suelo.

Lydia Pell se apartó de los otros y gritó por encima de su hombro:

—¡Que todo el mundo se agache! Voy a arrojar…

Entonces explotó en sus manos.

Gillian estaba diciendo algo pero Leyster no sabía qué. Le pitaban los oídos terriblemente por la explosión. No podía oír nada.

Fue el primero en llegar al cuerpo de Lydia Pell.

Lo más terrible era que no estaba muerta. Tenía la cara gris y manchada de sangre. Una mano prácticamente le había estallado y la otra le colgaba de un hilo de carne. Lo que quedaba de su blusa se estaba oscureciendo hasta teñirse de carmesí. Pero no estaba muerta.

Leyster se quitó el cinturón corriendo y lo ató a la muñeca de Lydia, por encima del hueso que sobresalía. Voy a tener pesadillas con esto, pensó mientras lo apretaba. Nunca podré sacarme estas imágenes de la mente. Al otro lado del cuerpo, Gillian le hacía un torniquete en el otro brazo.

Pequeños fragmentos de bomba salpicaban el rostro de Lydia Pell. Un cascote más grande había hecho un buen boquete en su mejilla. Si le hubiera caído un poco más arriba, habría perdido un ojo. Daljit se arrodilló junto a su cabeza y agachándose empezó a extraer delicadamente los fragmentos con unas pinzas.

Mantén la calma, pensó Leyster. Podría tener un traumatismo. Podría tener una contusión. Seguramente está en estado de shock. Hay que mantenerla caliente. Elevar sus pies. Buscar otras heridas. Que no cunda el pánico.

La hemorragia tardó un rato en parar. Pero lo lograron. Pusieron algo blando bajo su cabeza y elevaron sus pies. Limpiaron y vendaron las heridas. Hicieron un catre y la pusieron en él despacio. Doce pares de manos dispuestas llevaron el catre a una tienda.

Cuando Leyster recobró el oído, no había nada más que se pudiera hacer por ella.

Lloviznaba ligeramente.

Leyster avanzaba con dificultad colina arriba, siguiendo lo que esperaba fueran huellas de dromeosaurio. Lai-tsz se esforzaba por ir tras él. Al principio hablaron de la escasez de fauna local y de por qué no habían visto ningún dinosaurio desde que los titanosaurios se habían ido, hacía una semana. Entonces, mientras dejaban atrás Smoke Hollow, empezaron a hablar de cosas más serias.

—¿Es posible reparar el localizador temporal?

—Dios sabe si es posible.

—Aquí eres la única con un conocimiento de electrónica considerable.

—¡Considerable! Sólo he destripado algunas computadoras, arreglado chapuceramente un par de placas, hiperconfigurado uno o dos aparatos nuevos. Hay mucha distancia entre eso y arreglar algo que probablemente fue construido dentro de mil años con respecto a nuestro tiempo. En el futuro. Después del tercer milenio.

—O sea que estás diciendo… ¿qué? No me digas que no lo puedes arreglar.

—Estoy diciendo que no lo sé. Lo intentaré. Pero Pell destrozó su interior sacando la bomba. Aunque pueda arreglarlo, tomará su tiempo.

—Escucha —dijo Leyster—. Si alguien te pregunta, le dices que todo va sobre ruedas. Di que tardarás una semana o dos, un mes como máximo. No quiero que el equipo se obsesione con la posibilidad de que naufraguemos aquí. La moral ya está lo suficientemente baja.

Lai-tsz hizo un sonido corto y agudo, entre una carcajada y un resoplido.

—¡No me digas! Todos están a punto de estrangularse entre ellos. Nils y Chuck casi se acaban pegando esta mañana cuando discutían sobre a quién le tocaba bajar los platos al riachuelo para lavarlos. Gillian no se habla con Tamara, Matthew no se habla con Katie y Daljit no se habla con nadie. Y por supuesto Jamal está siendo un verdadero gilipollas. Casi que los únicos estables que quedan somos su excelencia y yo, y a veces dudo de su excelencia. —Esperó un instante y entonces continuó en voz baja—. Venga, hombre. Eso era una broma. Se supone que tienes que reír.

—Es Lydia Pell —respondió Leyster serio—. Si al menos no hiciera esos ruidos. Si al menos no gritara. Está gastando toda nuestra morfina muy rápido y eso tampoco es bueno. A veces pienso que lo mejor para todos sería que simplemente…

Anduvieron en silencio durante un rato. Entonces Lai-tsz dijo:

—Dime una cosa, Richard. ¿Estamos aislados aquí para el resto de nuestra vida?

Leyster escupió el aire de sus mejillas.

—Bueno, a no ser que tú arregles el localizador o alguien venga a rescatarnos… sí, lo estamos.

—¿Cuáles son las posibilidades de que alguien venga a rescatarnos?

—Si nos fueran a rescatar, ya lo habrían hecho. Hubieran aparecido cuando todavía había humo. Lydia Pell estaría en el hospital ahora mismo con una mano reinjertada y los médicos estarían trabajando en el crecimiento de una nueva mano para sustituir a la otra.

—Ah —replicó someramente Lai-tsz.

Llegaron a una bifurcación en el camino.

—Aquí es donde nos separamos —dijo Lai-tsz—. Al este hay un bosquecillo de gingkos con fruta madura. Cuando vuelvas tendré la mochila llena de huesos. Me podrás ayudar a pelarlos.

—Cuidado con los «dromis».

—No hay problema. Tienes que ver cómo escalo los árboles.

—Bueno…, los dromeosaurios también saben escalar. Bastante bien, de hecho.

Apartó su preocupación sacudiendo una mano.

—Saluda de mi parte a las musarañas del purgatorio.

Leyster escaló solo, distraídamente, el resto del camino hasta Barren Ridge. Había traído suficientes muestras que dar a probar para durarle todo el día a la colonia Purgatorius instalada allí. Las llamaban musarañas del purgatorio, aunque por supuesto no eran musarañas sino primates ancestrales. Pero tenían pinta de musarañas. Y considerando su tendencia insectívora, tenían un gusto sorprendentemente variado. Les gustaba casi todo lo que les ofrecía.

Recorría el largo sendero desde Smoke Hollow hasta Barren Ridge en días alternos para colocar una nueva selección de raíces, cortezas y hongos al pie de su árbol favorito. Las musarañas del purgatorio tenían el metabolismo más parecido al humano de todas las criaturas del Mesozoico y deducía que él podría probar sin peligro todo lo que ellas comieran.

La carne no era un problema. El grupo cazaba ranas con arpón, atrapaba tortugas, desenterraba almejas de agua dulce, pescaban e incluso atraparon a un par de reptiles grandes. No faltaba el pescado comestible. Lo que más iban a necesitar cuando se les acabaran los víveres sería fruta y verdura.

La corteza roja había desaparecido y también cuatro de los tubérculos. El quinto, que estaba un poco verde, ni lo habían tocado. Leyster anotó mentalmente evitarlos en el futuro.

Colocó las nuevas muestras, después se dio la vuelta y miró al valle.

Hell Creek era un destello metalizado visible solamente de forma intermitente a través de la lluvia en su fluir hacia el río Estigia. Las tierras a esta orilla, que habían sido aplanadas por los titanosaurios, ya estaban cubiertas de helechos y plantas en flor. Con este calor, las cosas crecían durante la noche. Podías enterrar una piedra y a la mañana siguiente encontrar un arbusto de piedrecillas.

Incluso bajo la lluvia y parcialmente oscurecido por la neblina, el valle era bonito. Incluso con el cielo bajo y gris, a Leyster le hacía sentir algo.

No necesitaba mucha compañía. Se le ocurrió que si no fuera por los demás, sería perfectamente feliz allí. O, mejor dicho, si no fuera responsable de su seguridad, podría ser feliz.

Lamentaba la discusión que había tenido con Jamal tres días antes.

Jamal decidió por su cuenta empezar a construir una cabaña con la estructura de troncos, como les habían enseñado en el campamento de supervivencia. Sin consultar a nadie, empezó a cortar árboles para su estructura.

—Esos troncos son un poco grandes para ser leña —le comentó Leyster.

Jamal parecía impaciente.

—Son para hacer una cabaña alargada estilo indio. Vamos a pasar mucho tiempo aquí. La necesitaremos.

—Sí, pero no inmediatamente. Lo que necesitamos ahora es una letrina mejor, algunas cestas para guardar cosas, investigar un poco con qué plantas podemos tejernos ropa. De verdad, creo que deberías…

Jamal bajó el hacha exasperado.

—¿Qué te da derecho a darnos órdenes así? —replicó—. Esto ya no es una expedición, ahora hay que sobrevivir. ¿Por qué coño tenemos que obedecer tus órdenes? ¿Sólo porque tienes un par de años más?

—No es cuestión de dar órdenes. Es cuestión de sentido común.

—¿Qué sentido común? ¿Eh? ¿Tu sentido común? Pues no es el mío. Resulta que yo pienso que necesitamos una cabaña y la voy a construir.

—¿Por tu cuenta? De verdad, lo dudo. Puedes cortar las vigas pero no puedes montarlas sin ayuda —dijo Leyster—. Acéptalo, estamos juntos en esto. Todo ese afán de protagonismo y subida de ego no sirve de nada.

—¿Crees que tengo afán de protagonismo?

—Sé que sí.

Cuando habían llegado a ese punto, Chuck se había acercado a preguntar:

—Eh, ¿qué pasa?

—¡Chuck! ¿A que tú ayudarás a construir la cabaña?

—Humm…, claro. ¿Por qué no?

—Porque tenemos cosas más importantes que hacer —replicó Leyster malhumorado—. Porque… —Se calló. Chuck le miraba como si lo que decía no tuviera sentido.

Y entonces, de puro cansancio y frustración, levantó las manos y exclamó:

—¡Vale! ¡Haced lo que queráis! ¿Y a mí qué coño me importa? —Y se marchó enfadado.

Incluso mientras se iba, sabía que cometía un gran error.

Así que el campamento se había dividido en dos facciones, tres contando a Daljit y Matthew, a quienes les había tocado cuidar a Lydia Pell mientras se moría y, en consecuencia, tenían pocas energías para hacer nada más. Jamal, Katie, Gillian, Patrick y Chuck formaban la facción que construía la cabaña. Leyster, Tamara, Lai-tsz y Nils eran los recolectores de comida.

A Leyster le preocupaba esta división. Pero como se le percibía como el jefe de una de las dos facciones, y encima de la más pequeña, no contaba con la credibilidad necesaria para cerrar la grieta. Era una situación estúpida. Era completamente contraproducente. Pero no tenía ni idea de cómo deshacer tal desastre.

Suspiró y se quedó mirando a lo lejos sin ver.

Fue entonces, mientras no pensaba nada en particular ni experimentaba ninguna emoción cuando Leyster se vio sorprendido por la más extraordinaria sensación. Fue un sentimiento muy parecido a la admiración. Se sintió como se había sentido en alguna ocasión cuando era un niño sentado en un banco de la iglesia el domingo por la mañana. Sentía un escalofrío interno profundo y oceánico, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que Dios le espiaba por encima del hombro.

Leyster se volvió lentamente.

Se quedó helado.

Allí, en lo más alto de las montañas, había un tiranosaurio. Debía de haber estado allí todo el tiempo.

Dominaba el cielo.

La piel de la bestia era verde bosque con rayas doradas, como la luz del sol filtrándose a través de las hojas. Aquello, combinado con su altura, su inmovilidad y el estado de distracción de Leyster habían conseguido hacerle desaparecer. Simplemente no se había percatado de que estaba ahí.

Mierda, se dijo Leyster.

Como si hubiera oído su pensamiento, el tiranosaurio columpió su inmensa cabeza de un lado a otro. Sus pequeños ojos fieros le miraron. Durante una agonizante rebanada de eternidad estudió a Leyster con cada grano de atención que tenía.

Entonces, con desdeñoso hartazgo, apartó la cabeza y continuó observando el valle de enfrente.

Leyster estaba demasiado aterrorizado para moverse.

En los museos había observado desde abajo esqueletos de tiranosaurio cien veces, imaginando cómo sería convertirse en la presa de un monstruo semejante. Había visualizado su feroz ataque, visto la calavera de aquel diablo agacharse para merendárselo en dos bocados, sentido como sus huesos crujían entre esos dientes tan brutalmente eficaces. Esto era mucho más terrorífico que su fantasía más vívida.

Su mirada subió hasta aquella cabeza multidentada unos metros por encima de él. Entonces bajó hasta aquellas garras. El mundo entero desaparecía ante la criatura. Era la corona del pináculo de la creación. Todo existía para su conveniencia. El valle se ponía a sus pies para ser inspeccionado.

Tenía el mundo bien cogido entre sus garras.

No había estado lo suficientemente expuesto a los tiranosaurios para saber de qué sexo era éste. Era completamente acientífico pues asignarle un género. Pero Leyster recordó con cariño a Stan, el primer esqueleto de tyrannosaurus que jamás había conseguido examinar de cerca y decidió en el acto que éste, su primer tiranosaurio vivo, también era macho.

La calma de la bestia era extraña. Estaba quieto con la perfecta falta de movimiento propia de un asesino con la conciencia tranquila. No había dudas, ni misericordia, ni vacilación que mancharan su pensamiento. Era todo zen e instinto asesino, el hijo predilecto de la muerte. Estaba ahí quieto porque le apetecía.

Su universo no tenía tiempo. No permitía que éste entrara en él. Ahora y para siempre, era el rey del Edén.

Tan silenciosamente como pudo, Leyster se apartó a un lado. Si el tiranosaurio se daba cuenta de ello, no se dignaba a mostrarlo. Sus ojos se mantuvieron rasgados, su cabeza inmóvil. Sólo se movía su garganta, con un pulso suave.

Los árboles se alzaron hasta tapar al animal. El sendero iba retorciéndose y las cumbres también desaparecieron. Leyster se volvió y, echando frecuentes vistazos sobre su hombro, fue deslizándose montaña abajo furtivamente. Casi un kilómetro después, por fin pudo respirar hondo.

¡Había visto un Tyrannosaurus rex!

¡Uno todavía vivo!

Si el animal hubiera tenido hambre, por supuesto que la historia hubiese sido del todo distinta. Igualmente, Leyster estaba inundado de una alegría extraña y salvaje. Estaba tan feliz que quería cantar, aunque su parte más sensata le avisó de que debía interponer unos pocos kilómetros entre él y su nuevo amiguito antes de hacer algo así.

¿Debería evitar ahora Barren Ridge?

Era difícil decidir. La piel de los dinosaurios no era en absoluto tan glandular como la de los mamíferos. Aun así los terópodos tenían un olor inconfundible, seco y apestoso, como una mezcla de canela y sapo. Por tanto, si aquella montaña hubiera sido una parada regular en el camino del tiranosaurio, Leyster lo hubiera sabido. Era, pues, un recién llegado.

Con todo, aquel mirador era un lugar muy práctico. El Señor del Valle podía decidir fácilmente convertirlo en su posición habitual. Antes de atreverse a averiguar si éste era el caso, Leyster necesitaría encontrar otra forma de aproximarse. Un lugar desde el que poder ver si el tiranosaurio estaba por allí mucho antes de acercarse a una distancia en que pudiera comerle.

En cualquier caso, era mejor que evitase Barren Ridge durante una semana o dos. Para entonces, el olor delataría lo que fuera.

Se dio prisa por llegar a casa y contarles a los demás la noticia. Todos tendrían que tomar precauciones. Todos querrían verlo.

Se le ocurrió que tenía que encontrar una nueva colonia Purgatorius.

Cuando Leyster llegó al campamento, tarareando la Oda a la alegría, no había nadie. Las dos líneas de tiendas estaban vacías y silenciosas. Una libélula solitaria voló por delante de él y desapareció.

En algún lugar distante se oyó la risa de mono loco de un colimbo grande y de pronto se paró en seco, creando un silencio absoluto. A un lado del campamento había magnolias. El aroma de las flores hacía denso el aire.

—¿Hola? —llamó.

La cremallera de una tienda se abrió de golpe.

Daljit salió escopetada de la tienda de Lydia Pell. Estaba llorando. Se quedó mirando a Leyster y enterró la cara en su hombro.

—¡Ay, Richard! —dijo—. Liddie ha muerto.

La rodeó con sus brazos torpemente. Le acarició el pelo como si fuera una niña herida.

—Hicimos cuanto pudimos —dijo él.

—Fue u… una… heroína. Nos salvó a todos. Cua… cuando… yo escuché aquella grabación, ¡me quedé parada! ¡No hi… hice nada!

—Tranquila —la consoló él sintiéndose extraño—. Ninguno hicimos nada. Tal vez pensar que deberíamos haber hecho algo es sólo una forma de orgullo en lugar de aceptar lo extraordinario que fue lo que ella hizo. —Era extremadamente consciente de lo pomposa que sonaba su afirmación.

—¿Sabes qué es lo pe… peor? Si Robo Boy hubiera sido un terrorista competente, ¡ella estaría viva! ¡El muy capullo! Si ella hubiera tenido otros ve… veinte segundos…

—Tranquila.

—No me había sentido así desde que murió mi ma… madre —dijo Daljit—. Supongo que esta vez también me pasaré días llorando.

Se separó de él. Su cara era redonda y roja. Las lágrimas habían parado de golpe pero tenía ojeras y parecía agotada. Estos días habían sido más duros para ella y Matthew que para nadie. Ellos eran los únicos con algo de experiencia médica pero a Leyster se le ocurrió demasiado tarde que aquella tarea tenía que haberse repartido más justamente.

—Voy a despertar a Matthew —continuó—. Está descansando en su tienda. ¿Se lo dirás tú a los demás?

—Por supuesto. ¿Dónde están?

—Los que no están buscando comida están arriba en Smoke Hollow trabajando en la cabaña de Jamal —contestó ella y entonces sin transición alguna añadió—: Esta riña no puede continuar.

—Ya lo sé.

—Es estúpida.

—Sí lo es.

—Bien, pues joder, no estés sólo de acuerdo conmigo. ¡Haz algo! Tienes que ponerle fin a… Voy a volver a empezar a llorar. ¡Vamos! ¡Quita!

Sollozando y encogida, se escabulló a la tienda de Matthew y desapareció dentro.

Leyster se quedó dudando, después se metió en la tienda de la que acaba de salir ella. Dentro hacía calor y estaba oscuro. Esperó a que sus ojos se adaptaran y se acercó al catre de Lydia Pell.

Había dos moscas revoloteando alrededor de su cabeza. Una intentó posarse y él la espantó.

Muerta, Lydia Pell había recobrado el rostro que se había pasado toda una vida creando. Era una cara seria, sin lugar para las tonterías, normal y redonda. Pero alguien que la conociera podía ver lo sensible que se mostraría al sonreír o al torcer los rasgos. Podía verla levantando la vista de sus agujas de hacer punto con aquella expresión de «¿puedes creerlo?» seguida de otra que decía «bueno, la gente es así».

—Vete —dijo Leyster distraído—. Vete, mosca.

Esa cara se había perdido en el dolor durante los diez días que habían transcurrido desde la explosión. Le alegraba volver a verla. Se alegraba doblemente de que Daljit le hubiera cerrado los ojos para no tener que verlos mirándole desde lo más profundo de la muerte.

—Adiós, Liddie —dijo suavemente—. Ojalá pudieras estar entre nosotros. A ti se te daría mucho mejor manejar a éstos. Ya te echo de menos. Pero me alegro de que ahora estés en paz.

Una mosca se posó y empezó a pasearse arriba y abajo por la franja de carne entre sus labios y sus orificios nasales. Levantó la mano para volver a espantarla, entonces lo pensó. Estaba muerta. Su cuerpo ya no le servía para nada.

—Volveré a juntar a todo el mundo. De alguna forma, lo prometo.

No podía pensar en nada más que decir. Se secó los ojos y se fue.

Así que Leyster subió solo hasta Smoke Hollow, al lugar del nuevo campamento. El camino se iba oscureciendo mientras las magnolias cedían paso a los primeros cedros y después a las secuoyas. Las secuoyas aún eran jóvenes y todavía estaban lo suficientemente juntas como para servir de barrera para los dinosaurios más grandes. Pero igualmente podía tener sentido afilar y atar tríos de troncos en una línea de cheveaux-de-frise para espantar a los depredadores de tamaño medio que podían aparecer. Otra opción sería plantar matorrales de espinas. Suspiró. ¡Había tanto por hacer! Los peligros a los que se podían exponer cuando iban a quedarse un mes no eran tolerables con toda la vida por delante.

Llegó al claro donde estaba la cabaña. Había un fino hilo de humo saliendo del fuego que mantenían cubierto para ahorrar madera y su fuente limitada de cerillas.

—¡Hola! —llamó Leyster—. ¿Hay alguien aquí?

Jamal estaba sobre la parhilera de la cabaña con la camisa atada a la cintura y un pañuelo en la cabeza. Saludó con la mano alegremente cuando vio llegar a Leyster y gritó:

—¡Hemos terminado de cubrir el tejado! Ahora estoy instalando la antena parabólica. Sube y echa un vistazo. Los demás han ido a por más hojas.

Jamal, a pesar de todos sus defectos, tenía una extraordinaria capacidad de organización y persuasión. Había trabajado duro y bien con su facción. La estructura de la cabaña estaba terminada y el tejado de fronda de palmera parecía convincentemente impermeable. Mientras lo observaba, por primera vez Leyster creyó con todo su corazón que se iban a quedar allí para siempre. Que nunca volverían a casa en el Cenozoico. Que, para bien y para mal, éste era su nuevo hogar.

Leyster se quitó las gafas, se pasó una mano por la cara, y se las volvió a poner.

—¡Baja! —gritó—. ¡Tengo algo importante que decirte!

Jamal fue hasta el borde del tejado y miró hacia abajo.

—¿Qué?

—Es mejor que te lo diga cara a cara —contestó Leyster—. De verdad.

Frunciendo el ceño de confusión, Jamal se agachó para cogerse de la estructura.

En ese momento, la lluvia empezó a caer más fuerte. Leyster se metió rápido bajo el refugio de la cabaña a medio construir. Entonces el cielo se abrió y empezó a llover torrencialmente. Sin embargo se mantenía seco. Los chicos de Jamal habían construido un buen tejado.

Con un crujir de frondas secas, Jamal saltó de un travesaño de la estructura. Cayó con un golpe. La alegría momentánea que había mostrado sobre el tejado había desaparecido. Sus rasgos resultaban hoscos y ensombrecidos.

—¿Y bien? —exclamó desafiante—. ¿Qué pasa?