7

Coloración protectora

Estación Supervivencia: era Mesozoica. Periodo Triásico.

Época Triásico 3. Edad Carniense. 225 millones de años a. C.

Lo importante era pensar de manera científica. Estaba siendo puesto a prueba. Cuando Griffin salió del embudo del tiempo antes de lo esperado, con su sombra irlandesa tras de sí, Robo Boy sabía exactamente cómo actuar y qué decir.

—El otro día atraparon a un celofísido enano en las tierras altas. —Aceptó sus credenciales a través de la ranura de la puerta de la jaula y comparó con cuidado las fotografías y sus caras—. Todo el mundo estaba emocionado. —Comprobó que sus nombres estuvieran en el horario de su tablilla—. Apenas medía algo más de medio metro. —Pasó los papeles por un verificador de textos y esperó a que la luz se pusiera verde—. Lo llamarán nanogojirasaurus. —La luz se encendió—. Pero María piensa que sólo es una cría.

Abrió el cerrojo de la pesada puerta de barrotes de hierro y salieron de la jaula. Una lluvia monótona tamborileaba el tejado del almacén de material. Las estanterías estaban atestadas de cajas y paquetes. Una sola bombilla colgada del techo llenaba los espacios vacíos de sombras y misterio.

—¿Por qué no están colocadas las sillas todavía? —preguntó Griffin. Se agarró la muñeca con la mano, bajó la mirada para verlo y añadió—: No puedo perder mucho tiempo. Solamente estoy de paso de camino al Induense.

—Se suponía que no debía llegar hasta dentro de dos horas —indicó Robo Boy.

El irlandés le cogió la tablilla de las manos, tachó lo que Robo Boy había escrito y escribió encima una hora posterior.

—A veces las cosas no ocurren exactamente cuando el registro dice que ocurrieron. Es una medida de seguridad.

Sonó el timbre anunciando otra llegada.

Con un ruido seco de hierro pesado, un nuevo coche llenó la jaula. Robo Boy le arrebató su tablilla.

Salley salió de la jaula.

—El otro día atraparon a un celofísido enano en las tierras altas —dijo extendiendo la mano para que la mujer le entregara sus credenciales—. Todo el mundo estaba emocionado.

—Era una cría —contestó Salley—. He leído el trabajo de María Caporelli. Soy de la generación dos, ¿recuerda? —Y dirigiéndose a Griffin—: ¿Puedes evitarme todo este galimatías burocrático?

—Por supuesto. —Griffin hizo un gesto al irlandés, que se inclinó hacia adelante y corrió el pestillo. Salley entró en la habitación.

—¿Eh? —objetó Robo Boy.

Pero el irlandés le cogió del hombro con una mano y le susurró:

—Déjeme que le dé un pequeño consejo, hijo. No sea tan aplicado. Llegará mucho más lejos en la vida si deja un poco de espacio a la gente.

Robo Boy se sonrojó y se escondió, como siempre hacía, en su trabajo. Primero colocó cuatro sillas. Después la mesa plegable. Finalmente vasos y una jarra de agua que había sido enfriada poniendo el bidón justo al lado de la jaula.

Las reuniones tenían lugar en el almacén porque estaba mucho más fresco que el exterior. El embudo del tiempo hacía de esponja con el calor, absorbiendo el calor del ambiente e irradiándolo a la oscuridad entre las estaciones. Nadie sabía exactamente adónde iba el calor. El embudo en sí había estado matemáticamente modelado para ser una grieta multidimensional del tiempo y todavía nadie había descubierto una manera de experimentar más allá de sus paredes.

Mientras Griffin colocaba unos papeles ordenadamente sobre la mesa y Salley se servía un vaso de agua, Robo Boy devolvió el bidón a su sitio, junto al localizador temporal. El localizador era una parte integrante del mecanismo del embudo que anclaba el embudo a ese instante en particular. Sin él, serían inencontrables, serían un instante infinitesimalmente corto en el océano sin playas del tiempo. A veces pensaba en lo fácil que sería machacar el localizador y dejar a todos aislados. Siempre le frenaba el pensar que pasaría el resto de su vida con darwinianos ateos.

La puerta de fuera se abrió de golpe.

—¿Hola? —Alguien parpadeaba en medio de aquel baño humeante de aire caliente y húmedo—. ¿Hay alguien ahí?

Leyster entró en la habitación.

Cerró la puerta tras de sí y colgó su impermeable en el gancho que había al lado. Entonces dio media vuelta y vio a Salley.

—Hola, Leyster. —Una sonrisa de tanteo apareció y desapareció. Miró rápido a otro lado. Cuando le tocó, Leyster susurró algo educado y se acercó una silla.

¿Era tan obvio para todos los demás?, se preguntaba Robo Boy. ¿La manera en que ambos eran tan dolorosamente conscientes del otro? ¿La forma en que sus miradas bailaban por la habitación, posándose en el otro y evitándose sin nunca llegar a conectar? Seguramente todos se daban cuenta, lo aceptaran o no.

—Vosotros dos os conocéis —dijo Griffin—. No hay razón para disimular. Sin embargo, estoy seguro de que estaréis de acuerdo en que el Proyecto Base es lo suficientemente importante para que dejéis de lado lo personal… —Paró para dirigirse a Robo Boy—: ¿Por qué sigue usted aquí?

—Estaba haciendo inventario. —Agitó su tablilla por encima de las estanterías.

—Puede hacerse en otro momento.

—Sí.

—Entonces váyase.

Robo Boy puso las copias en papel seda del impreso del informe de tránsito temporal en un sobre con el sello Triásico (Triásico 3 Carniense) y lo echó al buzón de salidas. Cogió su impermeable del gancho.

El irlandés se apoyó en las estanterías con los brazos cruzados y miró a Robo Boy especulativamente.

Una puñalada de miedo recorrió su cuerpo. ¡Lo había averiguado! Pero no, si lo hubiera hecho ya le habrían arrestado hacía tiempo. Puso la cara de testarudo que su madre siempre había llamado su «cara de cerdo» y salió a la lluvia, dejando que la puerta diera un portazo tras él.

No miró hacia atrás pero sabía por experiencia que la atención del irlandés ya se había desviado de él. Tenía ese efecto en la gente. Pensaban que era un idiota.

Y él sabía comportarse como un idiota porque lo había sido.

—Hola, Robo Boy —le saludó alguien de forma amistosa. Una chica chocó las cinco con él. Era Molly, la prima de Leyster. Llevaba un impermeable transparente con capucha sobre el típico «paleodisfraz»: pantalón corto caqui, blusa y un sombrero viejo.

—Me llamo Raymond —dijo estirado—. No sé por qué todo el mundo persiste en llamarme por ese mote ridículo.

—No sé. Te pega. Escucha, quería pedirte consejo sobre cómo conseguir un trabajo.

—¿Mi consejo? A mí nadie me pide consejo.

—Bueno, todo el mundo dice que tú has cambiado de destino más que nadie, así que supongo que sabrás los trucos. Pero ¿te has enterado de los rumores?

—¿Qué rumores?

—Sobre Leyster y Salley y el Proyecto Base.

Para Robo Boy, Molly era lo menos peligrosa que se puede ser, una charlatana con la cabeza hueca y poco más. Aun así, no quería que supiera lo interesado que estaba en el Proyecto Base. Así que suspiró de una forma que sabía por experiencia no gustaba a las chicas, y señalando con una mano hacia el barro y las tiendas y las estructuras utilitarias de repuesto del campamento, dijo:

—Dime una cosa. ¿Por qué razón querrías trabajar en un sitio así?

—Porque me encantan los dinosaurios, supongo.

—Entonces estás en el lugar equivocado. El Carniense es… —Habían llegado a la tienda cocina. Era a donde había estado yendo todo el camino.

—Mira, ¿por qué no entramos y lo hablamos dentro?

Molly sonrió abiertamente.

—¡Vale! —Ella entró primero.

Robo Boy la siguió, frunciendo el entrecejo al mirarle el culo. Molly tenía el pelo rizado y pelirrojo. Pensó en que no llevaba sujetador, pero su blusa era tan amplia que no podía estar seguro.

—El Carniense es mal lugar para buscar dinosaurios —explicó mientras tomaban una taza de té—. Es la razón por la que todos están tan emocionados con el gojirasaurio, hay pocos. Aquí toda la acción reside en los sinápsidos, y los arcosaurios no dinosaurios. Son los que están muy ocupados evolucionando la especie y compitiendo por el dominio de la comunidad. Los primeros dinosaurios sólo son actores secundarios. Pero en breve pasará algo curioso. Los sinápsidos están a punto de dar el mayor golpe en la lotería de la evolución. La mayor parte de los linajes desaparecerán completamente. Los únicos que sobrevivirán hasta el Jurásico son los de los mamíferos y sólo porque han colonizado el nicho de los animales pequeños. Y allí estarán metidos hasta el final del Mesozoico y principios del Cenozoico. ¿Hasta ahí me sigues?

Molly asintió con la cabeza.

—Vale, los arcosaurios no dinosaurios también sufren la reducción de su diversidad. Pero entre los arcosaurios hay un grupo llamado pseudosuquios y sus descendientes incluirán todos los cocodrilianos. O sea que no les irá mal. Y los dinosaurios acabarán ganando. A partir del Triásico, el Mesozoico les pertenece.

»Pero es importante entender que lo que dio ventaja a los dinosaurios fue el oportunismo, no la competitividad.

—¿Lo que significa…?

—Significa que no sustituyeron a sus rivales porque eran inherentemente superiores. Algunos de esos grupos de arcosaurios son de sangre totalmente caliente. Pero el acontecimiento volcánico que dividió el océano Atlántico modificó el medio ambiente de manera que beneficiaba más a los dinosaurios que a sus rivales. Fue pura suerte.

Se cruzó de brazos con aire satisfecho.

Había sido una buena actuación. Soltaba las mentiras como si se las creyera, de forma pedante y con el toque justo de condescendencia. Le asombraba con cuánta atención le escuchaba Molly.

Pero entonces ella dijo:

—¿Crees que podría conseguir un trabajo manejando el material como tú? Parece bastante simple. Solamente mueves cosas de un sitio a otro con una grúa, ¿verdad?

—Pues no. —No tenía que simular su irritación—. Emplean grúas al final, donde hay energía eléctrica de sobra. Yo uso una grúa manual. —El material se enviaba por el embudo en paquetes amarrados a plataformas y por eso medía el trabajo en plataformas. En un día fácil hacía tres plataformas, pero diez era más de lo que podía hacer sin ayuda—. Todo se carga y se descarga a mano.

—Ajá. ¿Y cómo conseguiste tu puesto?

—Me trasladaron.

Era fácil que te trasladasen si eras buen trabajador y estabas dispuesto a aceptar trabajos sucios que nadie quería. Robo Boy se esforzaba por no hacerse querer para que, cuando solicitara un traslado, nadie hiciera un gran esfuerzo por conservarle. Fue yendo de trabajo en trabajo, al parecer sin ton ni son, hasta que acabó en pleno Triásico con completo control del material y de los envíos, y además, sin que fuera una coincidencia, en uno de los nexos del embudo del tiempo.

—Bueno, ¿y cómo conseguiste tu primer puesto?

—Empecé haciendo un máster de geología. Saqué muy buenas notas. Escribí mi tesis sobre unos problemas estratigráficos que interesan a la gente de aquí.

—Eso no parece a una opción demasiado viable para mí —dijo Molly.

—Es verdad. ¿Qué decías de Leyster y Salley?

Cruzó los brazos y se echó hacia atrás, escondiendo su interés tras una expresión escéptica.

Molly mostró su sonrisa de descerebrada.

—Van a trabajar en el Proyecto Base. Juntos. ¿Te lo imaginas?

—Me parece difícil de…, espera un segundo. Se supone que ése es un proyecto de la generación tres.

—Griffin va a ascenderles a los dos. Por lo menos ésa es la oferta que les está presentando. ¿Pero te imaginas que uno de los dos la rechaza? Leyster es de antes de 2034, así que tendrá que ser enviado hacia adelante en el tiempo. Aunque eso no es mucho sacrificio para él. La mayoría de sus amigos están relacionados con la paleontología y yo soy la única familia cercana que tiene.

—No me imagino a esos dos trabajando juntos. ¿Quién será el jefe?

—Ninguno. Los dos. Uno está encargado del campamento y el otro de la recogida de especímenes. Para su suerte, ambos ejercerán de jefes con un grupo de doctorandos tan verdes que no tendrán ni idea de lo retorcido de la situación.

—Ya —dijo Robo Boy.

Por un segundo se preguntó cómo Molly había conseguido hacerse con trapos sucios tan jugosos. Seguramente no lo sabía por Leyster, famoso por mantener la boca cerrada. ¿Tenía contactos en la Administración?

Le hubiera gustado preguntarle. Pero eso no hubiera ido con su carácter.

Eso fue el martes. Tres días después, el final del entrenamiento de supervivencia se celebró asando un gran rincosaurio. Todo el mundo bebió demasiada cerveza y luego se sentaron alrededor de una hoguera, aunque las noches nunca resultaban lo suficientemente frías para necesitarla. Leyster se levantó y dio una pequeña charla; entonces presentó al conferenciante invitado.

Sylvia Davenport era una investigadora de la generación tres de la estación Anular, situada cien años tras las secuelas del evento. Se puso de pie junto a la hoguera y habló a los nuevos reclutas de las extinciones en el K-T. Robo Boy escuchaba despreciativo desde la sombra.

El Triásico tardío estaba lleno de bichos y era húmedo. Al menos el campamento de supervivencia lo era, y ni le importaba cómo se estaría en otro lugar. Nunca abandonaba el campamento para ir de expedición o excursión, sino que se quedaba en casa, operando en el almacén.

—Lo hemos investigado —decía Davenport—. Hubo suficientes dinosaurios que sobrevivieron al evento para poder volver a llenar la Tierra con su descendencia dentro del milenio. Pero diez años después sólo quedaba una fracción de los que habían sobrevivido y en un siglo, todos se habían extinguido. ¿Por qué? Los otros animales se adaptaban. Por Dios, había dinosaurios que se adaptaban: las aves. ¿Por qué el resto no? Los dinosaurios no voladores habían sobrevivido a lo peor. ¿Por qué no se pudieron adaptar?

Robo Boy se echó hacia adelante y entrecerró los ojos. Ése era un truco que había aprendido en el colegio. Le hacía parecer absorto en el tema y le daba a su mente la libertad para volar.

Ignoró la voz de la ponente. Justo detrás de él, Leyster murmuraba algo a la mujer que estaba a su lado, un comentario a lo que Davenport acababa de decir. Robo Boy también lo ignoró.

Se sumergió en el feliz silencio de sus propios pensamientos.

Odiaba a los científicos y su constante charla inquisitiva, la manera en que saltaban alegremente de posibilidad en posibilidad, postulando, proponiendo y especulando nunca con la seguridad de que la verdad estuviera de veras debajo, invariable, sólida, inviolable. Él no podía vivir de esa manera. Si tuviera que admitir que su método tentativo y provisional podía ser válido, todo aquello de lo que estaba seguro se disolvería sin dejarle más que caos y el Abismo. Lo volvería a encerrar en aquel vacío emocional en el que habitaba antes de su Tercer Nacimiento como Cristiano de la Medianoche. Así que los mantenía a cierta distancia. Les hablaba como desde detrás de una máscara, la máscara del hombre sin valor que había sido. De esa forma su antigua vida adquiría algún sentido: acercaba su nueva vida más a su culminación.

Brevemente rememoró aquella vez que había visto un ángel por un instante. Entonces se preguntó exactamente cuándo y dónde estaban, dónde estaban realmente en contraste con lo que pensaban los líderes humanistas ateos. La mejor suposición de Robo Boy le hacía pensar que se hallaban a unos seis mil años en el pasado, en algún punto entre la Caída y el Diluvio. Físicamente, el campamento se encontraba en algún punto al este del Edén, en una tierra sin flores.

¡Qué impresionante resultaba estar vivo en la época de los patriarcas!

Sodoma y Gomorra todavía eran ciudades vivas. Los gigantes andaban por la Tierra. Tubal-caín estaba inventando la metalurgia. El joven Noé tal vez estaba buscando a una mujer virtuosa para hacerla su esposa. Sentía que era una bendición estar vivo en un momento como aquél y daba gracias a Dios por bendecirle así y por los sucesos que le habían llevado hasta allí.

Lo que cambió su vida fue un libro, en concreto, una sola frase del mismo. El libro era Darwin, el anticristo, lo había comprado para reírse, y la frase rezaba: «Si los viajes en el tiempo son reales, entonces ¿por qué no hemos encontrado huellas humanas entre los rastros fósiles de los dinosaurios?».

Si los viajes en el tiempo son reales…

Antes de ese instante, nunca se le había ocurrido dudar de la versión consensuada de la realidad. Y una vez empezó a dudar, empezó a pelar capa por capa la falacia humanista hasta que el mundo entero se volvió oscuro y vacío y solamente se sujetaba mediante una incomprensible red de conspiraciones.

… entonces ¿por qué no hemos encontrado huellas humanas entre los rastros fósiles de los dinosaurios?

¡Claro! Cerró los ojos, ciego como Pablo de camino a Damasco; su mente se adelantaba a las páginas, anticipando los argumentos que le llevarían a través del laberinto de su existencia sin sentido hasta llegar a la luz.

Hacia Dios.

Antes nunca había pensado demasiado en Dios. Era un hombre con el pelo blanco en su trono sobre las nubes colgado de la pizarra de la catequesis dominical. Ahora se daba cuenta de que Dios era algo mucho más sutil que eso, era un poder que lo justificaba todo, que entraba en su corazón, en su mente y en su piel como un rayo líquido y que le hacía impermeable al desprecio y errores similares.

No se preguntaba por qué un Dios misericordioso creaba registros fósiles falsos para engañar a los hombres y distanciarles de la verdad revelada. Robo Boy simplemente lo aceptaba.

Después de su conversión, había ido de organización en organización, pero siempre le parecía que carecían de compromiso y ardor. Por fin descubrió el creacionismo profundo y la Hermandad de los Nacidos Tres Veces: nacidos una vez en carne, otra en Cristo y una tercera vez como guerreros. Entendía que defender a Dios a veces requería métodos extremos. Le habían abierto los ojos. Bajo su tutela abandonó orgulloso las creencias convencionales de orar a la hora de acostarse e ir a misa los domingos con las que había crecido, a favor de una vida de apremiante compromiso.

Antes de su conversión, la tentación del pecado estaba omnipresente. Era débil. En el fondo deseaba a las mujeres. Pero creyendo en la profecía y lo inherentemente correcto de su voto de castidad, nació de nuevo e incluso una vez más.

Lo estricto de su convicción y rigor le obligó a condenar a aquellos no creyentes aún empantanados en la falta de fe, el escepticismo y la herejía darwinista. Muy pocos de ellos eran conscientes de cuánto necesitaban ser salvados. No obstante se hallaba en una misión de rescate, y si lo que estaba en juego era el destino del mundo, poco importaba lo que fuera de unas pocas almas. O de sus cuerpos.

Davenport paró de hablar. Alguien empezó a aplaudir y otros se sumaron.

Nadie aplaudió tan fuerte como él.

Al día siguiente le tocaba un turno duro en el embudo del tiempo. Primero una cría de gojirasaurio fue enviada al futuro como regalo al Jardín Paleozoológico Popular de Beijing. El famoso profesor Wu en persona trajo un equipo de cuidadores, delgados y jóvenes doctorandos que almorzaban en cuclillas comiendo con palillos de cajas de cartón y bromeaban relajados entre ellos mientras trabajaban bajo su severa supervisión.

Leyster emergió de su obsesivo revisar y volver a revisar las provisiones del Proyecto Base para darle la mano al gran hombre y recibir a cambio unas palabras de reconocimiento. Entonces apareció el director del campamento y los tres examinaron solemnemente al gojirasaurio enjaulado mientras los cuidadores presenciaban en silencio el momento de celebridad compartida.

El terópodo era una criatura bella. Su piel era verde hoja, moteada con manchones amarillos. Hasta sus ojos, que estaban alerta y vigilaban tranquilos, eran amarillos. Disponía de poco espacio para moverse dentro de la jaula, así que se estaba quieto. Pero su calma tenía algo de tensa amenaza. Una vez una cuidadora puso la mano en la jaula sin cautela y el gojirasaurio casi le arranca los dedos. Se logró apartar de la mandíbula según se cerraba mientras sus compañeros se reían.

Entonces pasaron barras de hierro por la parte inferior de la jaula y subieron al embudo del tiempo. La delegación china también se introdujo cuidadosamente y Robo Boy comprobó sus nombres y pulsó el interruptor.

Se fueron.

Diez minutos después sonó el timbre y tuvo que descargar dos plataformas de material: papel higiénico, latas de comida de tamaño para restaurante, machetes, balas de pistola, una cámara aerodeslizante por control remoto, bolsas de ducha de lona, jabón en polvo, crema fungicida, tampones, un banjo y un fardo de publicaciones científicas. Nada interesante ni inusual. Pero todo tenía que ser revisado, registrado y guardado.

Por fin empezó a llegar la gente de Leyster para la expedición Proyecto Base. Fueron llegando de dos en dos y de tres en tres, riendo y charlando y todos estorbaron a Robo Boy mientras volvía a cargar las plataformas que Leyster había destrozado para asegurarse de que no se dejaban nada. Muchos le saludaban por su nombre.

Cuando no podía evitar callarse, hablaba muy poco. Casi nunca levantaba la vista de su tablilla. Robo Boy tenía fama de gruñón y eso ayudaba a mantener a la gente a distancia.

Aquello resultaba útil. Nadie le estaba mirando cuando colocó cuidadosamente el localizador temporal sobre la tercera plataforma y lo ató fuerte con un cordón de nylon. Nadie advirtió lo nervioso que estaba.

Varias manos le ayudaron a colocar la plataforma en la gran jaula. Se apartó murmurando:

—Vale, todo suyo.

—Muy bien, chicos, ¡nos largamos! —gritó Leyster, y saltó dentro—. Richard Leyster, presente y en su sitio —le dijo a Robo Boy.

Robo Boy comprobó sus nombres, uno por uno, mientras iban llenando la gran jaula. Alguien hizo el chiste sobre cuántos universitarios se pueden meter en una cabina telefónica y alguien replicó:

—¡Mejor que meterlos dentro de un tiranosaurio!

Todos se rieron. Él cuidó de no mirar a los ojos a nadie. Tenía miedo de lo que pudieran ver en él si lo hacía.

—Estamos todos. Puedes darle cuando estés listo, Gridley —exclamó Leyster.

—Un momento —dijo Robo Boy—. ¿Dónde está Salley?

—Ella no viene con esta expedición.

—Claro que sí —replicó Robo Boy irritado—. Ayer vi su nombre en la lista.

—Cambio de planes. Lydia Pell ocupa su lugar.

Robo Boy se quedó mirando la lista perplejo y por primera vez leyó la docena de nombres. El de Salley no estaba entre ellos. Sí el de Lydia Pell. Era un milagro perverso, una imposibilidad satánica.

El miedo le encogió el corazón. ¡Era una trampa! Molly le debía de haber administrado información para desenmascararle. Ahora lo veía. La había creído y había preparado su jugada prematuramente, y le habían pillado. En un segundo los esbirros uniformados de Griffin entrarían en masa en la habitación y le rodearían.

—Bien… Estamos listos cuando usted lo esté —dijo Leyster.

Puso la mano en la palanca, sabiendo lo inútil de ese gesto.

Tiró de ella.

Todos se fueron.

Durante un largo y silencioso minuto, Robo Boy esperó. Esperaba que fuera el viejo irlandés el que viniera por él. Había oído que su versión joven era bastante brutal. Decían que le gustaba romper huesos.

Pero nadie entró en el cuarto. El cambio en la lista no había sido una trampa, después de todo, sino sólo el mecanismo gnóstico e insondable de la burocracia de Griffin.

Eso significaba —casi no podía creerlo— que había triunfado. Tal vez no había metido a Salley en el saco pero había cazado a Leyster y a otros once, y eso tendría consecuencias de vuelta a casa, en el presente. ¡No podrían acallarlo esta vez! Habría juicios. Con suerte, los viajes en el tiempo y el darwinismo quedarían expuestos como las mentiras inspiradas por el diablo que eran.

Había ganado una batalla para Dios. Ahora podían arrestarle, torturarle, matarle, y no importaría. Moriría como un mártir. El cielo, que jamás le hubiera recibido en su antiguo y pecaminoso estado, se abría por fin para él. Finalmente estaba salvado.

Se apoyó contra la pared, respirando rápido.

No mucho después, oyó que fuera silbaban a una chica.

—Ay, mi amor —gritó alguien animadamente—. Me estás enamorando.

—Sigue soñando.

Salley irrumpió en la habitación. Llevaba un traje de noche de seda roja y se había hecho un complicado recogido de pelo. Dientes de raptor de plata colgaban de los lóbulos de sus orejas.

—Tengo que ir a la estación Xanadú a una gala para recaudar fondos —dijo dándole un formulario de tránsito—. Arranca tu máquina y envíame allí.

Su corazón aún palpitaba como una taladradora. Pero Robo Boy puso su cara de cerdo y revisó el formulario despacio y cuidadosamente. Todo estaba en orden.

Mejor hacer como si nada.

—Pensaba que usted iría con los del Proyecto Base —dijo.

—Bueno, sí, los planes cambian —replicó despreocupada. Entró en la jaula. La puerta se cerró. De forma automática, volvió a comprobar los códigos de autorización, confirmó visualmente la identidad de Salley y tiró de la palanca.

Desapareció.

Treinta segundos más tarde, Salley volvió a entrar en la habitación. Tenía veinte años más que la Gertrude Salley que acababa de irse y había una pequeña cicatriz con forma de luna junto a un extremo de su boca.

—¡Eh! —gritó verdaderamente sorprendido—. ¡No puede estar aquí! ¡Va contra las reglas!

—Y a ti te importan mucho las putas reglas, ¿verdad Robo Boy? —dijo la mujer. Sus ojos rebosaban ira.

Se apartó de ella. No pudo evitarlo.

—Hace dos décadas, cuando era joven e inocente, me hicieron codirectora de la primera expedición Proyecto Base. Era una misión simple pero importante. Íbamos a llevar a cabo una serie de funciones de cartografía, registro y muestreo empezando cien mil años antes del final del Cretácico. La atmósfera, la mediana de la temperatura global, los especímenes genéticos de la especie seleccionada. Después saltaríamos a un millón de años antes para repetirlo todo. Siete semanas para hacer el Maastrichtiense. Otras cinco para cubrir el tercio final del Campaniense. ¿Te estoy aburriendo, Robo Boy?

—Yo…, yo ya sé todo eso.

—Estoy segura de que lo sabes. Pero ocurrió algo. Había un aparato explosivo entre el material. Murieron personas. ¿Te resulta familiar algo de esto?

—¡No sé de qué me habla!

Torció su labio con desprecio.

—Ya, no pensé que supieras nada.

Entonces se dio media vuelta y se fue hacia el embudo del tiempo. Se metió en la jaula y cerró la puerta.

—¡No va a ningún sitio! Voy a llamar a Griffin. Se ha metido en un lío.

La mujer sacó una tarjeta de plástico del bolso y la pasó por una pared de dentro.

—Adiós, Robo Boy —dijo—, pequeño capullo.

El vagón se alejó y Salley con él.

Lo primero que le habían dicho cuando le entrenaron para operar el embudo del tiempo es que bajo ningún concepto un vagón podía lanzarse sin que él tirara de la palanca. Nunca se le había ocurrido que podían mentir sobre una cosa así.

Evidentemente, lo habían hecho.

Durante un largo rato se quedó de pie totalmente quieto. Pensando.

Pero no encontró respuestas.

Lo importante era mantenerse frío. Debía asumir el lenguaje, el comportamiento e incluso la manera de pensar del enemigo. Nunca debía bajar la guardia. Era un guerrero. Era un Nacido Tres Veces. Estaba siendo puesto a prueba.

Se llamaba Raymond Bois. Todas las chicas le llamaban Robo Boy. Nunca pudo averiguar por qué.