Estrategias de alimentación
Estación Xanadú: era Mesozoica. Período Cretácico.
Época Gálica. Edad Turoniense. 95 millones de años a. C.
El informe de Tom y Molly estaba aún por leer, sobre la mesa de Griffin, el primero de una pila de unos quince redactados por el equipo que había creado para encargarse de la amenaza terrorista creacionista. Los quince venían de distintos tiempos y en todos ponía «Urgente». Todavía no estaba seguro de cuáles iba a leer y en qué orden. No estaba seguro de cuánto quería saber.
El simple hecho de leer un informe adquiría una dimensión casi metafísica. Hacía confluir el abanico ilimitado de posibilidades de lo que «todavía podía ser» en un solo relato inalterable de «lo que fue». Convertía el futuro en pasado. Convertía el alegre juego del libre albedrío en los grilletes de hierro del determinismo.
A veces la ignorancia era tu único amigo.
—¿Señor? —Era Jimmy Boyle—. El «Baile bajo el agua» está a punto de empezar.
Griffin odiaba los eventos para recaudar fondos. Pero, por desgracia, estas cosas se le daban bien.
—¿Está de moda este esmoquin? —preguntó—. ¿Exactamente en qué época es, por cierto?
—En 2090, señor. Su traje lleva veinte años pasado, igual que el de los demás. Encajará perfectamente.
—No has visto al Viejo husmeando por aquí, ¿verdad?
—¿Le espera?
—Por Dios, espero que no. Pero esta noche presiento algo. Algo malo va a pasar. No me sorprendería nada que ésta fuera la noche en que los inalterables finalmente deciden revocarnos el privilegio de viajar en el tiempo.
La cara de Jimmy, habitualmente triste, se tornó en una cálida sonrisa.
—Simplemente no le gustan los actos formales. —Cuanto mayor se hacía Jimmy, más consolaba su presencia. Ahora estaba cerca de su edad de jubilación, lleno de sabiduría y habiéndose hecho casi infinitamente tolerante a través de su experiencia—. Siempre dice cosas así antes de uno.
—Supongo que tienes razón. ¿Tienes mi listado?
Sin decir nada, Jimmy se lo entregó.
Griffin dio media vuelta para irse, dejando todos los informes sin leer. Pero mientras lo hacía, subió el brazo y sin pensar echó una mirada rápida a su reloj: 20.10, hora personal; 15.17, hora local.
Tenía su propia superstición secreta según la cual, mientras no supiera la hora, las cosas todavía iban lo suficiente fluidas como para que él mantuviera cierto control sobre los acontecimientos. Parecía un mal presagio empezar la noche con esta pequeña derrota.
La vista desde Xanadú era como ninguna otra del Mesozoico. Griffin lo sabía. Había estado en todas partes, desde la viva quietud verde del principio de la era Induense hasta la desolación de la estación Anular, cien años después de las consecuencias del ataque del impacto en Chicxulub. Xanadú era especial.
Sumergido en las aguas poco profundas del mar de Tetis, Xanadú era una burbuja de cristal azul verdoso amarrada y apuntalada por los más toscos arrecifes que los biotécnicos del siglo XXII habían formado y entrenado para sus necesidades. Desde fuera, parecía una tarima flotante de pesca japonesa parcialmente cubierta de crustáceos. Dentro, uno se encontraba bañado en una luz cambiante y acuosa y rodeado de vida.
En su conjunto era precioso.
Como música de fondo, un pianista tocaba Cole Porter. Los invitados iban llegando y eran escoltados hasta sus mesas prestando atención educadamente al océano que les rodeaba: las gigantes sartas de algas, los enjambres de amonitas, los teleósteos como joyas en abundante profusión.
Pero entonces una armada de camareros barrió la habitación trayendo en las bandejas bien altas los aperitivos: pliosaurio envuelto en algas, caviar de Beluga untado sobre rodajas de huevo de hesperornis, «enigmasaurio» a la plancha hilado sobre tostadas y una docena más de manjares.
Fue como un conjuro. La comida absorbió la atención y en un instante nadie estaba mirando la maravilla que les rodeaba.
Excepto una persona. Una niña de trece años permanecía junto a la ventana, observándolo todo. Tenía una guía de bolsillo y de vez en cuando, siempre que algo cruzaba por delante de ella, la sacaba rápido para cazar la imagen y obtener una identificación. Mientras Griffin la miraba, un pez de seis metros de largo se acercó nadando lentamente y la miró con ojos malévolos a través del cristal.
Era feo como él solo. Unos dientes afilados sobresalían entre sus enormes labios y una boca caída. Esos dientes, esa boca y ese mirar sin pestañear indignado le daban al pez una apariencia belicosa. Pero o la guía no funcionaba bien o no podía encuadrar al pez con el ángulo correcto, porque cuando la niña miraba la guía, sus ojos parecían molestos y los volvía a levantar.
Cazando al vuelo una copa de champaña de una bandeja, Griffin fue hacia ella.
—Xiphactinus audax —dijo—. Conocido comúnmente como pez bulldog por razones obvias.
—Gracias —dijo ella solemnemente—. Es un depredador, ¿verdad?
—¿Con esos dientes? Pues claro. El Xiphactinus es inusual en que, al contrario que el tiburón, se traga a su presa entera. Los peces son devorados vivos mientras luchan.
—No parece una muy buena estrategia de alimentación, ¿verdad? ¿Cómo evitan que su presa les haga daño?
—A veces no se lo hacen. Otras veces se atragantan con algo que se han tragado y mueren. El pez bulldog no es un depredador perfecto. Aun así, sobreviven suficientes para que la especie salga adelante.
El pez bulldog se marchó con un repentino coletazo de sus aletas. La niña se volvió para mirarle por primera vez.
Él le ofreció la mano.
—Me llamo Griffin.
Estrecharon las manos.
—Encantada de conocerle, señor Griffin. Me llamo Esme Borst-Campbell. ¿Es usted paleontólogo?
—Lo era pero me ascendieron. Ahora sólo soy un funcionario burócrata.
—Oh —dijo desilusionada—. Esperaba que se sentara en nuestra mesa.
—Me honra que me quieras allí. —Las entradas para el baile costaban cien mil dólares cada una, calculadas con valores del año 2010, y además de la subasta silenciosa antes de la cena y el baile de después, aquellos que compran toda una mesa de seis, como habían hecho los Borst-Campbell, disponían de su propio paleontólogo como una especie de ventaja de grupo.
—Es que me temo que me va a tocar aguantar a alguien aburrido que querrá hablar de dinosaurios toda la noche. —Se las arregló para llenar la palabra de un inmenso desprecio.
—¿No te gustan los dinosaurios?
—Son más bien cosa de chicos, ¿no? Monstruos asesinos con dientes como puñales, criaturas tan grandes que pueden aplastar a la gente con el pie. Lo que a mí me gusta de la biología marina es lo conectado que está todo. Biología y botánica, vertebrados e invertebrados, química y física, comportamiento y ecología, geología y mecánica mareomotriz…, todas las ciencias se unen en el océano. Visiblemente. No importa lo que te interese, se puede estudiar en el océano.
—¿Y a ti qué te interesa?
—¡Todo! —dijo bruscamente Esme. Después, se avergonzó—. No debería haber dicho eso, lo siento.
—No, no, has hecho bien en decirlo. —Para Griffin, aquello estaba entre las mejores cosas que había oído decir a nadie jamás—. Y respecto a tu problema, déjame ver… —Echó un vistazo a su listado. Lo primero que aparecía escrito por él mismo a mano cuidadosamente era «Esme… Richard L.»—. Has tenido suerte. Te toca el profesor Leyster. Os llevaréis muy bien.
—¿No le gustan los dinosaurios?
—Bueno, sí le gustan, pero te diré lo que debes hacer.
—¿Qué?
—Cuando os presenten, mírale a los ojos y dile que tú crees que la paleontología de los dinosaurios es inferior a la paleoictiología.
—¿No se ofenderá?
—Le intrigará. Es científico, querrá saber por qué. Y es un profesor nato, cuando acabe de explicártelo, estará ansioso por despertar tu interés. Cuando empiece a hablar de la vida paleomarina, no habrá quien le calle.
—¿Funcionará? —preguntó Esme escéptica.
—Confía en mí. Le conozco bien. —Griffin apuntó con su copa al distante bosque de algas—. Mira allí, donde el agua está turbia. ¿Ves cómo las sombras parecen moverse? Son plesiosaurios comiendo gambas. De vez en cuando, si estás atenta, verás a alguno subir girando perezosamente hasta la superficie para tomar aire y volver a bajar a por más comida.
Compartiendo el silencio se quedaron mirando juntos las profundidades, viendo las sombras moverse. Entonces llegó la hora de que él pronunciara el discurso de apertura y Griffin mandó a la niña que volviera a su mesa. Los plesiosaurios ya no estaban.
Alguien le ofreció un micrófono y él le dio dos toquecitos para llamar la atención. Estaba de pie ante la ventana con una galaxia de amonitas a su espalda y demasiados moluscos para ser contados pasando raudos tras él.
—Damas y caballeros —dijo—, permítanme que les dé la bienvenida a la edad Turoniense, ¡la era en la que los rudistas dominaban los mares!
Hizo una pausa para dejar paso a las risas de cortesía, entonces continuó.
—Lo crean o no, a pesar de todas las maravillosas criaturas que nos rodean, plesiosaurios, mosasaurios y tiburones gigantes, la función principal de la estación Xanadú es estudiar los rudistas que forman los arrecifes que nos rodean.
»¿Por qué? Porque estas criaturas consiguieron algo extraordinario y después lo volvieron a perder misteriosamente. Los rudistas empezaron formando simples madrigueras. Pero después aprendieron a juntarse en colonias y formar arrecifes. Sus conchas son onduladas y tienen pequeñas burbujas por lo que les costó menos fijar el calcio que a otros moluscos. Como crecieron rápido, pronto dominaron la ecoesfera oceánica. Pero un poco antes del final del Cretácico, por razones que todavía no entendemos, se extinguieron. Sólo por esta razón los corales pudieron aprender el mismo truco más tarde y llenaron el nicho de constructores de arrecifes hasta la era moderna. No podemos explicar por qué ocurrió esto. Estamos aquí para averiguarlo.
Se interrumpió y ofreció una sonrisa sincera.
—Pero eso no significa que se tengan que pasar la noche mirando los rudistas. Tenemos mucha vida marina que mostrarles esta noche, empezando por un par de mosasaurios que deben estar llegando… justo… ¡ahora!
Bajaron las luces, ahora las mesas estaban iluminadas sólo por los rayos de sol que conseguían atravesar el agua. Griffin encendió la bombillita de su micrófono, lo movió para llamar la atención de todos los presentes y señalar con él hacia fuera.
—Aquí llegan —dijo suavemente.
Dos mosasaurios salieron de las profundidades del bosque de algas y nadaron directos hacia la estación. Esos demoníacos peces lagarto medían unos diez metros y tenían unas mandíbulas con dientes dignos de pesadilla y unos enfermizos ojos oscuros.
Eran terroríficos.
Incluso desde dentro de la seguridad de la estación, era horrible ver que aquellas cosas se te acercaban. Los comensales se agitaron inquietos. Las sillas chirriaron contra el suelo.
Pero los mosasaurios estaban bajo control. En una pequeña sala, no muy lejos, dos cuidadores con sendos mandos en sus manos controlaban las criaturas. Unos biochips habían sido implantados en los cerebros de los reptiles para que los cuidadores pudieran ver a través de sus ojos y mover sus cuerpos como si fueran suyos. Esta pareja era su instrumento primario para pastorear, lo usaban a diario y a base de práctica se habían convertido en fiables y capaces de reaccionar rápido.
Los mosasaurios torcieron, se separaron y después volvieron a converger. A velocidad de vértigo, iban a por Xanadú y los comensales de su interior.
Griffin echó una ojeada a la mesa de los Borst-Campbell. Mientras sus padres estaban atentos al espectáculo, Esme solamente tenía ojos para Leyster. Se inclinó hacia él absorta en lo que murmuraba. Las manos del paleontólogo se movían formando un círculo, describiendo la parte de arriba de un rudista plano como una tapa y después se movieron bajo la tapa para representar el manto de un rudista formando un hogar acogedor para colonias complejas de algas simbióticas.
Los mosasaurios se precipitaron hacia la estación con tanta fuerza temeraria que parecía que iban a chocar contra las paredes de cristal. Pero en el último instante, se separaban para rodar como barriles a la izquierda y a la derecha, abriendo sus bocas simultáneamente para mostrar sus dientes de manera salvaje e innecesaria. Los comensales estaban sin aliento. Entonces los animales se fueron.
Esme ni siquiera había levantado la vista.
Lo más triste era que ella tenía razón. Aquello no era ciencia, igual que los vuelos de exhibición no eran una guerra. Era un mero y caprichoso ejercicio de poder.
—Habrá más sorpresas a lo largo de la velada —dijo—. Mientras tanto, disfruten de la cena.
Griffin se perdió entre aplausos y empezó a dar una vuelta visitando las mesas. Un chiste aquí, una alabanza allá. La maquinaria que mueve el mundo necesita ser engrasada.
Más que nada quería vigilar a los científicos. Griffin los consideraba sus hijos problemáticos. Conocía todos su defectos. Aquél bebía demasiado, el de más allá era un aburrido inaguantable. El que tenía aspecto de manso era un mujeriego agresivo y la que parecía una abuelita decía muchos tacos. Todos estaban mirando las lámparas dignas de un museo, grupos de rudistas enrollados y relucientes conchas en forma de trompeta destacadas con embellecedores de cobre. Griffin estaba seguro de que se estaban preguntando qué tamaño tendría la expedición que podrían financiar si se arrancaran y vendieran.
Los camareros aparecían y desaparecían. Se escabullían tras el panel que escondía la entrada al embudo del tiempo y después salían inmediatamente por el otro lado con pesadas bandejas llenas. Solomillos de pentaceratopsio cubiertos de champiñones para quienes les gustara la carne roja. Confuciusornis con almendras para quienes prefirieran la carne blanca. Radicchio con trufas para los vegetarianos.
Todo acompañado con música, una charla agradable y unas vistas inigualables.
Gertrude Salley había sido asignada a la mesa lo más lejana posible de la de Leyster que Griffin pudo encontrar. Todo apuntaba a que la distribución de las personas en las mesas funcionaba bien. Gertrude parecía tener encantados a los de su mesa. En ese instante estaba agitando los brazos para demostrar cómo hacían los teranodones para despegar de la superficie del océano. Todo el mundo se reía, por supuesto, de manera respetuosa. Salley sabía exactamente hasta dónde podía llegar sin perder a su público.
Entonces el busca silencioso de Griffin se disparó y se tuvo que escapar del Cretácico superior para regresar a la cocina de vuelta en su tiempo, en el año 2082.
Un Jimmy Boyle joven le estaba esperando.
Mientras que Jimmy Boyle mayor irradiaba profesionalidad y sobria fortaleza con su sola presencia, su versión joven era un auténtico coñazo. Hablaba demasiado alto y tenía un talento especial para generar caos.
Esta vez no era una excepción. La cocina estaba atestada de policía. En una esquina, un hombre estaba muy erguido mirando hacia arriba y repitiendo el padre nuestro mientras sus manos estaban esposadas con pegamento tras su espalda. Había una mujer tirada en el suelo, lloriqueando y encogiendo la pierna mientras un sanitario preparaba una camilla. Tanto el hombre como la mujer estaban vestidos de camareros. Alguien que debía de ser el chef estaba diciendo:
—¡Indignante! Saque a toda esta gente de mi cocina. ¡No puedo trabajar con ellos encima!
—Putos norteamericanos —dijo Jimmy Boyle. Se refería a sus dos prisioneros—. Todavía se creen los dueños del mundo.
—Los chicos de Destrucción de Bombas querrán esto, señor —dijo un oficial de policía educadamente. Sujetaba varios trozos de lo que había sido un samovar de café—. Para analizarlo.
—Sí, claro, adelante. —Y dirigiéndose a Griffin añadió—: Esta tecnología está tan pasada que casi inspira nostalgia, señor. Gelignita, un reloj de cuerda y un detonador de fricción. Aun así, suficiente para poder haber agujereado cada cristal de Xanadú. Si no me hubiera avisado…
Griffin le pidió silencio con la mano.
—Buen trabajo, Boyle —dijo en un tono que todo el mundo en la habitación pudiera oír. Puso una mano sobre el hombro del hombre para apartarlo de los demás. Con la voz tan baja que Jimmy Boyle tuvo que agachar la cabeza para oír, añadió—: Gilipollas. Esto no se hace así. Se suponía que debía escribir un informe después y enviármelo el día antes del «Baile bajo el agua». Entonces, si me hubiera parecido importante, hubiera aparecido. Tomar esta decisión no es cosa suya.
—Bueno, pensé que le gustaría saber esto lo antes posible.
—Lo que quería es que usted fuera capaz de encargarse de este tipo de fiascos solo. ¿Puede o no puede hacer este trabajo?
Jimmy Boyle se puso tenso.
—Maldita sea, señor, sabe que puedo hacerlo.
—Entonces, hágalo.
Jimmy Boyle habló con el chef mientras Griffin le supervisaba. Primero le ofreció contratar a otra persona para terminar la cena si ella no podía con ello. Sería bastante fácil para él irse a una o dos semanas antes y tener a alguien esperando fuera para sustituirla en ese momento. Después preguntó qué medios adicionales necesitaba para recuperar el tiempo perdido. Finalmente le aseguró que tendría camareros de repuesto en cinco minutos.
Después Boyle despachó con la policía y les dejó que se llevaran a los terroristas creacionistas. Reunió a los camareros y les habló breve y seriamente de lo ocurrido y de la necesidad de mantener la profesionalidad. Después envió una llamada a dos horas antes en el pasado local pidiendo los sustitutos y los tuvo preparados y en su puesto en el plazo que le había prometido al chef.
Finalmente, Griffin se sintió libre de marcharse.
Había estado mal. Y se habían librado por los pelos. Pero no le mencionó ninguna de las dos cosas a Jimmy Boyle. El chico tenía que aprender a pensar por sí mismo, y cuanto antes mejor.
Antes de volver al embudo, Griffin paró en su oficina y escribió dos memorandos: uno era para la mujer encargada de repartir a la gente en las mesas para que pusiera a Leyster en la mesa de los Borst-Campbell y a Salley lo más lejos posible de él. El otro era para el propio Leyster dos días antes del baile, indicándole que pusiera un diente de tiburón en su bolsillo antes de asistir. Uno grande. Del tipo que le gustaría a una niña muy despierta de trece años que quiere ser bióloga marina.
Entonces volvió a Xanadú.
Llegó justo cuando estaban recogiendo las mesas para servir el postre y el café. Hizo un gesto al pianista y éste empezó a tocar. Otro gesto y las luces se suavizaron hasta desaparecer.
En la superficie, hacía una tarde luminosa. La cena era un acto nocturno y se calculaba cuidadosamente que tuviera lugar a la hora local en que justamente se filtrara hasta el fondo del agua la suficiente luz para brindar una iluminación suave, de la intensidad del anochecer.
Griffin sacó el micrófono de su bolsillo y se movió hasta la parte de delante de la habitación.
—Señores, estamos de suerte. —Las cabezas subieron.
Fuera, una manada de plesiosaurios voló perezosamente junto a la ventana como grandes pingüinos de cuello largo y cuatro alas, provocando que los comensales murmuraran: «oohhh». Eran las criaturas más elegantes que Griffin había visto jamás, incluyendo a las ballenas. Él estimaba que las ballenas, comparadas con los plesiosaurios, eran todo volumen y nada de belleza.
—Ante ustedes tienen tres Elasmosaurus adultos y cinco adolescentes; son los plesiosaurios más grandes y los mayores reptiles que jamás bendijeron los mares. No son ni tan rápidos ni tan fieros como los mosasaurios que vimos antes. Pero pienso que estarán de acuerdo conmigo en que solamente poder contemplar estos animales hace que esta noche sea memorable.
No mencionó que el hábil manejo de los mosasaurios con biochip era lo que había conducido cuidadosamente a los plesiosaurios hasta la estación. Los arrecifes de esa zona estaban repletos de animales y puesto que los mosasaurios no estaban a la vista, las criaturas empezaron a comer. Los plesiosaurios casi no tenían memoria. Vivían el momento.
Griffin calló lo que se tarda en contar hasta diez, deleitándose con la belleza de esos larguísimos cuellos mientras los plesiosaurios se lanzaban a uno y otro lado pescando. Entonces dijo:
—El baile empezará pronto. Mientras tanto, por favor sepan que pueden levantarse y acercarse a las ventanas. Disfruten.
Alguien se puso de pie y después otro y otro hasta que la habitación se llenó de una agradable confusión. Griffin se metió el micrófono en el bolsillo y revisó su listado. Entonces se acercó a la mesa de Esme.
Los adultos se habían levantado. Sólo quedaban Leyster y Esme. Ella estaba hablando a Leyster tan ardientemente que ni siquiera se percató de que se acercaba.
—Pero mi profesor dice que los hombres y las mujeres llevan a cabo distintas estrategias reproductoras. Los hombres intentan expandir su semilla lo más posible pero las mujeres arriesgan más, así que intentan limitar el acceso a un solo macho.
—Con todos los respetos —replicó Leyster—, tu profesor no tiene ni idea. Ninguna especie podría sobrevivir mucho tiempo si los machos y las hembras tuvieran estrategias reproductoras distintas.
—Sí, supongo que eso…, oh, ¡hola señor Griffin!
—Solamente venía a vigilar que el señor Leyster no te esté aburriendo.
—¡Jamás podría aburrirme! —Esme habló con tanta convicción que Leyster incluso se sonrojó—. Me estaba contando el trabajo de la profesora Salley con los plesiosaurios. ¿Ha oído hablar de ello?
—Bueno… —Había oído algo pero le sorprendía que Leyster sacara ese tema. Uno de los enigmas más antiguos de la paleontología era si los plesiosaurios eran vivíparos u ovíparos, si parían a sus crías ya vivas o ponían huevos. Se habían encontrado mosasaurios fósiles que habían muerto dando a luz. Nada similar se había encontrado para los plesiosaurios. Tampoco se había hallado huevos de plesiosaurios fosilizados.
Salley había marcado con radiotransmisores a doce hembras y había pasado varios meses observándolas a bordo de pequeñas embarcaciones. Cada vez que una aparecía con un recién nacido siguiéndola de cerca, se iba a los mapas de posicionamiento mundial para ver dónde había ocurrido.
—Averiguó que, cuando llega su momento, la hembra abandona el océano pero no va a tierra firme sino que sube a un río de agua dulce —explicó Esme—. El macho la sigue. Ella va lo más lejos posible, hasta que el río es tan poco profundo que no puede ir más allá. Allí es donde pare. Los carnívoros de tierra no pueden atacarla en el agua. No hay carnívoros acuáticos lo suficientemente grandes como para molestarla en esa parte alta del río. Y el macho nada río arriba y río abajo para asegurarse de que nada viene a por ella.
»¿A que es chulo?
Griffin, que había leído tanto el estudio original de Salley como su posterior versión popular, no podía sino estar de acuerdo. Sin embargo, en voz alta sólo dijo:
—¿Sabes por qué estoy aquí, verdad Esme?
Fue como si el sol se hubiera ocultado tras una nube.
—Es hora de que me vaya.
—Eso es.
Alguien se acercó a la mesa y esperó pacientemente a que la conversación terminara. Un sirviente. Su postura era demasiado correcta como para que fuera cualquier otra cosa.
—Ésta ha sido la mejor noche de mi vida —dijo la niña con fervor—. Cuando sea mayor, voy a ser paleoictióloga. Ecologista marina, ni cuidadora ni especialista. Quiero saberlo todo del Tetis.
Leyster sonreía con lágrimas en los ojos. La niña le había llegado al alma. Él debía de haber sido como ella cuando tenía esa edad.
—Ay, espera. Casi se me olvidaba darte esto. —Introdujo la mano en el bolsillo, sacó el diente de tiburón y lo dejo caer en la palma de la mano de ella.
Ella se lo quedó mirando maravillada.
El extraño le tendió la mano a Esme. Evidentemente, sus padres se quedaban al baile.
La niña se marchó.
Había vivido una experiencia que marcaba. Griffin sabía exactamente cómo se sentía. Había tenido la suya frente al mural de Zallinger La edad de los reptiles, en el Museo Peabody de New Haven. Eso era antes de los viajes en el tiempo, cuando los cuadros de dinosaurios eran prácticamente lo más real que había. Hoy en día podía señalar cientos de inexactitudes en cómo los retrataban. Pero en aquella lejana mañana soleada en la Atlántida de su juventud, se quedó mirando aquellas magníficas bestias maravillado a más no poder, hasta que su madre le sacó de allí a rastras.
Pensar en Esme y en lo que iba a ser de ella le entristecía. Por un instante, sintió el peso de todos sus años, cada acuerdo mezquino, cada despreciable oportunidad.
Minutos después de que Esme se marchara, llegó una joven con un vestido rojo corto. No había estado allí antes, Griffin se hubiera dado cuenta. Sacó su listado y con dolor de estómago leyó la última entrada.
Como sospechaba, era Esme otra vez.
Esme diez años mayor.
Había sido una niña preciosa. No debía sorprender que fuera una preciosa joven.
Miró por la habitación, ansiosa. Su mirada pasó por encima de Griffin. Evidentemente, se había olvidado de él hacía años. Pero cuando vio a Leyster, su rostro se iluminó y se fue directa hacia él.
La banda empezó a tocar. La gente comenzó a bailar. Griffin observaba desde un extremo de la habitación cómo Esme le explicaba a Leyster quién era.
Llevaba un diente de tiburón colgado del cuello en un cordón de seda.
—¿Quién es la monada que habla con Leyster?
Griffin se dio la vuelta. Era Salley. Estaba sonriendo de una manera que él no podía descifrar.
—Es una historia triste.
—Cuéntamela en la pista de baile.
Le cogió la mano y se lo llevó.
Bailar agarrados siempre es bailar agarrados. Brevemente, Griffin se olvidó de sí mismo.
—¿Y bien? —preguntó entonces Salley.
Le explicó lo de la chica.
—De verdad es una pena. Esme estaba rebosante de curiosidad y entusiasmo cuando era una niña. Se hubiera convertido en una gran bióloga. Pero su mala suerte fue nacer rica. Tenía sueños. Pero sus padres tenían demasiado dinero para permitirle aquello.
—Podría haber roto con ellos —dijo Salley despreciándola—. Qué demonios, todavía puede. Es joven.
—No lo hará.
—¿Cómo lo sabes?
Griffin lo sabía porque había echado un vistazo al registro de personal de los siguientes cien años y el nombre de Esme no había aparecido por ninguna parte.
—Es lo que ha ocurrido.
—¿Por qué ha vuelto aquí?
—Supongo que está reviviendo su momento de gloria. La última vez que pensó seriamente en labrarse su propia vida.
Salley miró cómo la chica rodeaba el cuello de Leyster con sus brazos, cómo le miraba a los ojos profundamente. Leyster parecía asustado. Seguramente estaba abrumado.
—Sólo es una cazatalentos.
—No puede ser lo que quería. ¿Por qué no dejarle al menos el premio de consolación?
—¿Así que recibirá un polvo como trofeo? —replicó Salley cruelmente—. No le hará bien a ninguno de los dos. Él ya tiene aspecto de sentirse avergonzado.
—Bueno, las cosas no siempre funcionan como nos gustaría.
Bailaron durante un rato. Salley puso la cabeza sobre el hombro de Griffin y preguntó:
—¿Cómo ha conseguido regresar aquí?
—No le damos mucha publicidad pero ocasionalmente podemos organizar algo así. Por un precio considerable. En circunstancias cuidadosamente controladas.
—Dime una cosa, Griffin: ¿cómo pude colar al polluelo de Allosaurus a tu gente de seguridad?
—Tuviste suerte. No volverá a ocurrir.
Se apartó y le miró con frialdad.
—No me digas eso. Fue un paseíllo. La gente me daba la espalda. Los pasillos estaban vacíos. Todo fue a la perfección. ¿Cómo?
Él sonrió.
—Bueno, frustrado de tanta burocracia, como me suele pasar tan a menudo, acabé pensando que todo ese secretismo era… una molestia innecesaria. Así que le di algunas pistas a Monk y le envié hacia ti.
—Capullo. —Apretó su cuerpo contra el de él. No podían juntarse más por mucho que lo intentaran—. ¿Por qué hacerme pasar por el aro? ¿Por qué hacer que todo fuera tan complicado y rebuscado?
Se encogió de hombros.
—Bienvenida a mi mundo.
—Dicen que una vez en la vida, toda mujer debe enamorarse de un cabronazo. —Le miró profundamente a los ojos—. Me pregunto si tú eres el mío.
Se apartó un poco de ella.
—Estás borracha.
—Estás de suerte —murmuró—. Estás de suerte.
Horas más tarde, en su tiempo personal, Griffin volvió a su oficina. Las luces estaban encendidas. Además de a sí mismo, sólo le había confiado la llave a otra persona.
—Jimmy —dijo mientras abría la puerta—, te juro que me duele todo el cuerpo hasta…
Su silla daba vueltas.
—Necesitamos hablar —dijo el Viejo.
Griffin se detuvo. Entonces cerró la puerta tras de sí. Fue al mueble bar y se sirvió un trago de Bulleit 90-proof. Notó que el Viejo ya había visitado el bar.
—Pues habla.
El Viejo cogió el primer informe del montón y lo leyó.
—«El desertor dijo que se daba prioridad a las oportunidades de asesinar a individuos importantes, para cuyo fin se hizo una lista corta. Los primeros de esa lista eran los que recaudan fondos.» —Dejó el informe sobre la mesa—. Si te hubieras molestado en leer esto, sabrías que en la lista negra del Santo Redentor tienen especial interés en aniquilar a dos de nuestros gurús mediáticos favoritos: Salley y Leyster ocupan los puestos uno y dos. Hoy no te tenía que habar pillado por sorpresa. Deberías haber sabido que había que mantenerlos separados.
—¿Y qué? Jimmy atrapó a los terroristas. Le notificaste que lo hiciera. El sistema funcionó mejor que nunca. Mientras tanto, puedo mantener mis opciones abiertas.
El Viejo se puso de pie ayudándose con una mano sobre la mesa. Griffin tuvo que preguntarse cuánto habría bebido ya.
—Cogimos a dos jodiendo junto a un centro de operaciones y todavía tenemos un topo dentro. ¿Cómo sabían lo del baile? ¿Quién les dijo qué catering habíamos contratado? —Golpeó el montón de informes con el puño—. No tienes opción. Lee estos informes. Todos. Ahora.
Griffin se sentó.
Leía rápido. Aun así, tardó más de una hora en absorberlo todo. Cuando acabó, se cubrió los ojos con las manos.
—Quieres que use a Leyster y Salley de cebo.
—Sí.
—Sabiendo lo que les pasará.
—Sí.
—Estás preparado para dejar que la gente muera.
—Sí.
—Es algo jodidamente sucio.
—Desde mi punto de vista, fue algo jodidamente sucio. Sin embargo, lo harás. De eso estoy seguro.
Durante un rato Griffin miró al Viejo a los ojos con dureza.
Aquellos ojos le fascinaban y le repugnaban. Eran del marrón más profundo y anidaban en la acumulación de arrugas de toda una vida. Había estado trabajando con el Viejo desde que le reclutaron para el proyecto y todavía eran un misterio para él, absolutamente opacos. Le hacían sentir como un ratón observado por una serpiente.
No había tocado el bourbon todavía. Pero cuando fue a cogerlo, el Viejo cogió el vaso y lo vació en el decantador. Le puso el tapón y lo guardó en el mueble bar.
—No necesitas esto.
—Tú te lo has estado bebiendo.
—Bueno, sí, soy mucho más viejo que tú.
Griffin no estaba seguro de qué edad podía tener el Viejo. Había tratamientos de longevidad para quienes jugaran a aquel estúpido juego, y el Viejo llevaba tanto tiempo haciéndolo que prácticamente lo controlaba. Todo lo que sabía con seguridad es que el Viejo y él eran una misma persona.
Superado por el odio, Griffin exclamó:
—Sabes, podría cortarme las venas esta noche, y entonces ¿qué sería de ti?
Aquello causó efecto. El Viejo no habló durante un instante largo. Posiblemente estaba pensando en las consecuencias de una paradoja tan grande. Sus patrocinadores caerían sobre ellos como avispones enfadados. Los inalterables arrebatarían retroactivamente de las manos humanas la capacidad de viajar en el tiempo. Todo lo conectado con ello saldría de la realidad e iría al medio desintegrador de la inseguridad cuántica. Xanadú y las demás estaciones de investigación a lo largo del Mesozoico se disolverían en el plano de lo que podría haber sido. La investigación y los descubrimientos de cientos de científicos desaparecerían del conocimiento humano. Todo aquello para lo que Griffin había pasado la vida trabajando quedaría deshecho.
No estaba seguro de que se arrepintiera de aquello.
—Escucha —dijo el Viejo por fin—. ¿Recuerdas el día en el Museo Peabody?
—Sabes que sí.
—Me quedé de pie junto al mural deseando con todo mi corazón, con todo tu corazón, poder ver un dinosaurio de verdad vivo. Pero incluso entonces, incluso con ocho años, sabía que nunca iba a poder. Que algunas cosas nunca podrían ser.
Griffin no dijo nada.
—Cuando Dios te da un milagro —continuó el Viejo—, no se lo tiras a la cara.
Entonces se fue.
Griffin se quedó.
Estaba pensando en los ojos del Viejo. Ojos tan profundos que uno se podía ahogar en ellos. Ojos tan oscuros que no podías saber cuántos cadáveres había ya sumergidos en ellos. Después de todos esos años trabajando con él, Griffin todavía no podía decir si aquellos ojos eran de un santo o del hombre más malvado del mundo.
Griffin pensó en aquellos ojos.
Sus propios ojos.
Se puso a trabajar odiándose a sí mismo.