5

Saltando de isla en isla

College Park, Maryland: era Cenozoica. Periodo Cuaternario.

Época Holoceno. Edad Moderna. 2034 d. C.

Richard Leyster volvió del Triásico con quemaduras solares, despeinado y de mal humor. Durante todo el trayecto hasta la Universidad de Maryland, miró pasar los coches taciturno. Sólo cuando el conductor entraba en el campus se forzó a preguntar:

—¿Se ha dado cuenta de cuántas limusinas con las ventanas tintadas hay en la zona de Washington?

—Embajadores de África central. Vicesecretarios adjuntos del Ministerio de Fomento. Miembros de grupos de presión con delirios de grandeza —dijo Molly Gerhard sin darle importancia. Ella había observado lo mismo y no quería que Leyster continuara con las preguntas: ¿cuántos viajeros del tiempo había por el mundo? ¿De dónde venían? ¿Con qué objetivo? Preguntarle a Griffin no servía de nada porque no contestaba y una vez concebías las posibilidades, te invadía invariablemente la paranoia. Molly sufría un caso leve.

Para distraerle dijo:

—Has estado mirando por la ventana como si el mundo moderno te pareciera horripilante. ¿Te cuesta reajustarte?

—Se me había olvidado lo húmedos que pueden ser aquí los veranos. Y los charcos. Están por todas partes. Que el agua se quede en el suelo y no se evapore ya no me parece natural.

—Bueno, acaba de haber tormenta.

—Los desiertos continentales de Pangea son los más desapacibles, vacíos y secos que nadie ha visto jamás. Hay cícadas adaptadas a las condiciones y hay esas cepas sin hojas, negras como el cuero sobresaliendo entre nada más que rocas y arena roja. Eso es todo.

»Pero de vez en cuando, una nube cargada con una tormenta consigue penetrar en el interior supercontinental. La lluvia cae en la arena y enjuaga los barrancos y, en el instante en que para, el desierto vuelve a la vida. Casi digo que “florece” pero por supuesto que no es así. Las plantas con flor no aparecen hasta el Cretácico. Pero eso no importa. A las cícadas les salen hojas. Aparecen helechos del desierto, cosas efímeras, nada como lo que vive hoy. De pronto el aire se llena de celurosáuridos.

—¿Qué son ésos?

—Diápsidos primitivos con costillas que sobresalen a uno de sus dos lados sujetando un colgajo de piel. Se escabullen subiendo a las cícadas y se tiran desde lo alto, son pequeños planeadores de alas tiesas. Los he visto tan grandes como cachipollas.

»Los bichos de madriguera emergen de la arena, eosuquios con picos de cuerno tan grandes como una mano. Retozan y se aparean en lagos de más de un kilómetro y medio de largo y menos de tres centímetros de profundidad, son tantos que baten el agua hasta convertirla en espuma. Hay algo con la cabeza como un bloque de madera que todavía no llega a ser una tortuga, con las placas de su caparazón aún sin soldar pero con su encanto “cacharrero”. Es un día de carnaval, todo colores brillantes y música, todo volar y comer y esparcir semillas y poner huevos. Y entonces, igual de abruptamente que empezó, se acaba, y jurarías que jamás hubiera habido vida en ningún sitio a este lado del horizonte.

»Es un belleza nunca vista.

—Maravilloso.

—Claro que es maravilloso. Y a mí me han sacado de allí para… —Leyster se controló—. Bueno no es tu culpa, supongo. Solamente eres una de las criaturas de Griffin. ¿Cuál es mi horario?

El conductor aparcó la limusina en uno de los aparcamientos para estudiantes y se apresuró a abrirle la puerta a Leyster. Un edificio de ladrillo como otro cualquiera apareció detrás de unos arbustos bajos. Exceptuando los restos de la vieja escuela de agricultura, el campus era de los años 1960 y se notaba. Mientras cruzaban el parque caminando, Molly abrió con un dedo su agenda electrónica y empezó a leer.

Leyster primero tenía una reunión informal con un colloquium de estudiantes de doctorado con honores de generación tres. Después tenía que tomar el té con el jefe del departamento de geología. Más tarde daría una charla formal en una reunión de reclutas de generación dos.

—Ambos grupos todavía son vírgenes en esto del tiempo —dijo Molly—. Los chavales de generación dos vienen del pasado reciente y los de generación tres han sido enviados del futuro cercano. Pero ninguno de ellos ha estado todavía en el Mesozoico. Por eso están muy excitados. Ah, y se supone que ninguno de los dos grupos puede saber nada del otro.

—¿Por qué misteriosa razón tengo dos grupos distintos a la misma hora?

Molly Gerhard se encogió de hombros.

—Probablemente porque es la hora a la que la universidad nos presta los edificios. Pero también puede ser porque simplemente eso es lo que hicieron. Gran parte del sistema funciona por predestinación.

Leyster gruñó.

—Con referencia al colloquium, sólo se espera que charles con los chicos. Larry —ése era el conductor— estará cerca para asegurarse de que nadie te diga nada que no debas saber. Supongo que el grupo de generación tres te parecerá bastante interesante. Son los primeros que han sido reclutados sabiendo que se puede viajar en el tiempo. Han crecido con titanosaurios en la televisión y ceratopsios en los zoos.

—Bueno, cuanto antes empiece, antes acabaré.

Los reclutas de generación tres habían tomado la sala de estudiantes y estaban tirados por los sofás y sentados a lo indio en el suelo con sus miradas centradas en la televisión. En una esquina, un archaeopteryx vivo estaba atado a un poste de madera con una cadena corta.

Leyster se paró en la puerta.

—¿Ésos van a ser paleontólogos de vertebrados?

—¿Qué esperabas? Después de todo, la mayoría son de la década de 2040.

—¿Qué están viendo?

—Nadie te lo ha dicho. Hoy es el 17 de julio del 2034.

Si había un día de la Independencia para los paleontólogos, era aquél. Era el día en que Salley dio su famosa rueda de prensa anunciando, como si fuera su derecho, la existencia de los viajes en el tiempo. Después de aquel día, los paleontólogos podían publicar su trabajo, hablar de él en público, mostrar grabaciones de triceratops jóvenes siendo acosados por dromeosaurios, firmar contratos de películas, pedir fondos en público, convertirse en estrellas mediáticas. Hoy era el día en que una ciencia callada y bastante seca, cuyos practicantes habían sido calumniados por un físico como «menos científicos que los coleccionistas de sellos», pisaba Hollywood.

Antes de que Leyster pudiera reaccionar a las noticias, dos de los conferenciantes del grupo le vieron y se apresuraron hacia él con los brazos extendidos. Se perdió entre sus saludos. Molly le dio la espalda, se dio a sí misma el pistoletazo de salida y empezó a trabajarse a los presentes.

—Hola. Soy la sobrina de Rick Leyster, Molly Gerhard.

—Soy Tamara. Éste es Calígula. —La chica sacó una rata muerta de una bolsa de papel y la columpió sobre el «archi». Con un chillido, el pequeño monstruo saltó sobre ella—. ¿Eres parte de nuestro alegre grupito?

—No, no tengo muchos estudios, me temo. Aunque a veces pienso que tal vez me gustaría trabajar con vosotros. Si surge alguna cosa.

—Si eres la sobrina de Leyster, supongo que surgirá. ¡Eh, Jamal! Saluda a la sobrina de Leyster.

Jamal estaba sentado en precario equilibrio en un sofá con una pata rota.

—Hola, sobrina de Leyster. —Se echó hacia adelante con la mano extendida y la silla se precipitó también hacia adelante, pero la paró con un ágil movimiento de pie y una sonrisa mitad descarada mitad tímida—. ¿Así que el remilgado con la ropa fea es Leyster? Alucina.

—Jamal tiene un máster en merchandising de dinosaurios. Estamos seguros de que es el primero.

—¿Hay dinero en el merchandising de dinosaurios?

—Te sorprenderías. Digamos que tienes una nueva criatura, algo glamuroso, un carnívoro europeo gigante, digamos. Europcaptor westinghouseai por un modesto patrocinio o Exxonraptor europensis por una pasta gansa. Después está todo lo que pueda tener copyright, incluyendo películas, fotografías, juguetes de plástico. Finalmente, y lo que más vale de todo, tu bestia es el centro de atención pública, lo cual puede servir para restregarle sutilmente por la cara al público el nombre de tu patrocinador. Pero hay que darse prisa. Debes poner el paquete en la mesa del ejecutivo antes de que el rumor llegue a la calle. Ese pico de atención mediática es extremadamente efímero.

—Jamal va a ser billonario.

—Ni lo dudes. Espera y verás.

—¿Quién más hay por aquí? —le preguntó Molly Gerhard a Tamara—. Preséntamelos.

—Bueno, a la mayoría no los conozco. Pero, veamos, están Manuel, y Sylvia. El alto, enclenque es Nils, Gillian Harrowsmith, Lai-tsz. Allí en la esquina está Robo Boy.

—¿Robo Boy?

—Raymond Bois. Si le conocieras, lo entenderías. Jason es el que nos da la espalda. Allis…

—¡Chist! —dijo Jamal—. Que empieza.

Todos se mandaron callar rápidamente mientras en la pantalla la cámara enfocaba el hall vacío del edificio Geographic. Molly Gerhard recordaba haber oído que Salley había elegido aquel lugar porque conocía a uno de sus gestores que se lo había prestado sin demasiados problemas. No le había dicho cuán importante sería el acto, por supuesto. Un presentador estaba diciendo algo, pero todavía había demasiada cháchara para poder oír.

—¡Que empieza! —gritó alguien.

—Dios, esto me trae recuerdos.

—Callaos, que quiero enterarme.

Cuando Salley apareció en pantalla hubo silbidos y abucheos. A los ojos de Molly, estaba vestida casi como una parodia de sí misma con una chaqueta de safari sobre una blusa blanca, gorro australiano puesto en un ángulo estiloso; pero aun así enamoraba a la cámara. Tenía una jaula de alambre cubierta por una tela.

—¡Mirad cuánto maquillaje lleva!

—Es mona. A su manera de hace veinte años.

—¡Subid el volumen! —Alguien tocó los botones, y la voz de Salley llenó la habitación.

… por venir. Es un enorme placer para mí poder anunciar un avance científico de la máxima importancia.

El momento se echaba encima. Sonriendo, se agachó para quitar la tela de la jaula y una de las chicas chilló:

—Dios mío, ¡lleva sujetador con relleno!

—¿De verdad? No puede ser.

—Sé lo que digo, monada.

Pero primero, debo mostrarles a un amigo mío muy especial. Nació hace ciento cincuenta millones de años y sólo es un polluelo.

Haciendo una floritura, retiró la tela de un tirón.

Todos a una, los estudiantes aplaudieron.

Un bebé de aleosáurido miró hacia arriba a la cámara, pestañeando y confuso. Sus ojos eran grandes y verdes. Como era muy joven su pico todavía era corto. Pero cuando abrió la boca, enseñó una formación asesina de dientes afilados como cuchillos. Exceptuando su cara y sus patas con garras, estaba cubierto de suaves plumas esponjosas.

Era hipnótico. Provocó un cortocircuito en todas las reacciones instintivas de Molly.

Pero ella no estaba allí para ver la televisión.

Molly se apartó un poco, vigilando con gran atención las interacciones de los estudiantes, fijándose en quién iba con quién y qué individuos se sentaban inexorablemente solos. Recordando todo para futuras referencias. La generación tres era el grupo donde con mayor probabilidad estaría el topo, pues venían de un período donde la existencia de investigadores en el Mesozoico era ampliamente conocida pero todavía lo suficientemente nueva para alarmar a fundamentalistas radicales. Aunque no creía que su objetivo le fuera desvelado con tanta facilidad. Aquel día estaba haciendo mero acto de presencia. Pero cada pequeño detalle contaba.

No, sólo el Mesozoico. Nada posterior. Nada anterior.

Se dio cuenta de cómo Leyster se inclinaba hacia adelante en la silla y miraba a Salley con el ceño fruncido y sin parpadear. Uno de sus colegas le tocó la manga y él se la sacudió impacientemente. El pobre cabrón estaba fatal.

No sé por qué. Tendrá que preguntarle a los físicos. Yo sólo soy una chica a la que le gustan los dinosaurios.

Algo sonó. Era su agenda electrónica en función teléfono. Salió al pasillo para contestar la llamada. Era Tom Navarro.

—Estoy en California con Amy Cho —dijo—. Reserva una sala de reuniones, nos ha tocado la lotería. Nos ha contactado un desertor del Rancho del Santo Redentor.

—Joder. Espera. No me puedo ir de aquí hasta que esto no acabe, llamaría demasiado la atención. ¿Puedes hacer que espere media hora o así?

—No hay problema. Le dejaremos cociendo a fuego lento. De esa manera la carne se desprende del hueso mucho más fácilmente.

Se coló de vuelta en la sala para encontrarse con que la conferencia de prensa había acabado. Los estudiantes estaban comentando la aparición de Salley.

—Muy astuta, de veras —dijo el canijo. Nils estaba más o menos con Manuel y Katie, aunque parecía haber algo entre él y el Calígula de Tamara.

—Si es tan astuta, ¿por qué no se hace con el copyright del polluelo? Miles de aleosáuridos de felpa con dientes de fieltro y plumas falsas. Me duelen hasta los dientes de pensar lo que se está perdiendo. —Jamal, egocéntrico y oportunista, pensaba que estaba cayendo bien a todo el mundo, en especial a Gillian.

—Yo tenía una muñeca así cuando era pequeña.

—No es rubia natural, ¿verdad?

—Según el libro de Kavanaugh, sí. —Tamara columpió otra rata sobre su archaeopteryx.

Calígula agarró la rata y la tiró al suelo. Entonces pisó la cabeza del roedor con un pie y le rajó el estómago con el pico poniéndolo todo perdido.

Jamal hizo una mueca al mirarlo.

—Oh, Dios. Qué asco. Otra vez tripas de rata por toda la moqueta.

La sala de reuniones tenía al menos sesenta años y era atemporalmente sosa, aunque el equipo era contemporáneo. Molly se aseguró de que la cámara estuviera fuera de línea y entonces encendió el panel de imágenes.

El desertor estaba sentado con amargura en un silla de la mesa de reuniones, mirando al vacío. Casi no pestañeaba.

—¿Cuándo llegará Griffin? —preguntó malhumorado. Vestía totalmente de negro y se había dejado una pequeña perilla de diablo. En conjunto, era el individuo más demoníaco que Molly Gerhard había visto en su vida. Le sorprendía que no llevara un crucifijo invertido colgado del cuello con una cadena.

Tom Navarro, sentado a la izquierda del hombre, dejó en la mesa unos papeles y se puso las gafas en la frente.

—Ten paciencia.

Amy Cho estaba sentada a la derecha del desertor sonriendo a la empuñadura de su bastón, que apretaba con fuerza con sus manos pálidas y cubiertas de venas azules. Sin mirar hacia arriba hizo un ruido tranquilizante como un chasquido.

El desertor frunció el ceño.

Vale, chicos, pensó Molly. ¡Empieza el espectáculo!

Bajó las luces para tener un fondo neutro y colocó su agenda electrónica en la mesa frente a ella y la puso en función de taquígrafo. Entonces encendió la cámara.

—De acuerdo —dijo—. ¿Qué tiene que decir?

—¿Y usted quién es? —preguntó el desertor—. Se supone que debo hablar con Griffin. ¿Por qué no está aquí?

Eso mismo se preguntaba ella.

—Trabajo con el señor Griffin —dijo sin emoción alguna—. Desgraciadamente, él no ha podido venir. Pero todo lo que pueda decirle a él, me lo puede decir a mí.

—¡Menudo timo de mierda! He venido aquí de buena fe y ustedes…

—Necesitamos saber si usted va a decir algo que merezca la pena —dijo Tom Navarro—. Usted tiene que probarlo.

—¡Eso también es un timo de mierda! ¿Cómo podría siquiera saber que operan sino estuvieran infestados de agentes dobles? ¡La conferencia de prensa anunciando los viajes en el tiempo está siendo ahora mismo! ¡No he venido a que me traten como un crío!

—Tiene usted toda la razón, querido —dijo Amy Cho—. Pero ahora está aquí y tiene un mensaje que necesita ser escuchado. ¿Por qué no nos lo cuenta? Estaremos encantados de escuchar.

—Está bien —dijo—. ¡Está bien! Pero se acabó el rollo de poli bueno y poli malo, ¿vale? Espero que mantenga a este tío con bozal.

Eso iba dirigido a Molly.

¡Bingo!, pensó. Había aceptado que ella tenía autoridad. Su pequeño psicodrama ya estaba en marcha. Pero ella cuidó de no mostrar su júbilo. Sólo se permitió asentir levemente.

—Adelante.

—Vale. Empecé a trabajar en el Rancho hace cuatro años…

—Desde el principio, por favor —interrumpió Molly Gerhard—. Para que tengamos una idea completa.

El desertor puso mala cara y volvió a empezar.

Era director de cine. Después de graduarse en la Universidad de Londres en 2023, había vuelto a Estados Unidos y, tras la típica ronda de rechazos y verse obligado a aceptar los trabajos más nimios de la industria que un aspirante a director podía esperar, acabó haciendo vídeos cristianos. Tuvo algo de éxito con cintas de catequesis y productos inspiracionales para aspirantes a misioneros. Se especializó en las historias morales de gente rescatada de las drogas o el alcohol y en la ética situacional a través de la lectura estrictamente literal de la Biblia. Siempre cuidaba de que una severa figura paternal leyera esos pasajes transformadores en voz alta y después explicara su significado. Estaba especialmente orgulloso de ese toque.

Había tenido éxito pero no ganó dinero. Los productores de las películas religiosas eran conocidos por su avaricia: tardaban mucho en pagar un contrato y poco en recordarte los beneficios espirituales de la pobreza y el trabajo duro.

Tampoco obtuvo reconocimiento. La industria del cine secular —dominada por los judíos, por supuesto— no prestaba interés a las películas fundamentalistas. Su trabajo nunca fue criticado, listado, ni tan siquiera nombrado en las publicaciones cinematográficas. ¿Y los premios? Imposible.

Así que cuando se le acercó un reclutador del Rancho, escuchó. El dinero no era muy abundante, le dijeron, pero sería continuo. Haría trabajos importantes. Tendría su propio estudio.

Lo primero que le encargó el Rancho fue un documental sobre una expedición al monte Ararat en busca del arca de Noé. Seis semanas en Armenia, durmiendo en tiendas y mimando los egos inflados de unos arqueólogos sui géneris que ni siquiera sabían que el nombre de la montaña no venía del Diluvio sino de un monarca cristiano que había buscado prestigio en el siglo cuarto antes de Cristo. Después de aquello, hizo una serie de películas didácticas para enseñar a falsificar fósiles. Luego, las biografías revisadas de Darwin y Huxley, identificándolos como masones y sugiriendo que habían estado involucrados en incestos y asesinatos. Admitía que eran especulaciones.

—¿No le molestaba eso? —preguntó Tom Navarro de pronto.

—¿Que si no me molestaba qué?

—Calumniar a Darwin y Huxley. Ninguno de ellos hizo las cosas terribles que allí se contaban.

—Pero podrían haberlas hecho. Sin Dios, todo es posible. Los dos eran ateos. ¿Por qué no iban a hacer cualquier maldad que se les ocurriera?

—Pero no lo hicieron.

—Pero podrían haberlo hecho.

—Si nos centráramos en lo que nos ocupa… —interrumpió Molly secamente. Amy Cho, echando chispas de indignación, parecía estar a punto de darle a Tom con el bastón—. Por favor, continúe —le pidió Molly al desertor.

—Sí. —El desertor juntó las manos, como rezando, inclinó su cabeza sobre ellas y después la miró bajo sus cejas oscuras. Tenía aspecto de mago de segunda fila creando suspense antes del siguiente truco—. Como usted diga.

Finalmente tenían tanta confianza en él que le permitieron filmar a un especialista en demoliciones haciendo una bomba.

—¿Quién era? —quiso saber Tom.

—No tengo ni idea. Lo trajeron. Lo filmé. Fin de la historia.

El vídeo había sido grabado bajo un secretismo excesivo, casi cómico. Lo habían conducido de noche con los ojos vendados a un refugio en las montañas para filmar a un hombre que llevaba finos guantes y un pasamontañas mientras montaba una bomba despacio y amorosamente, todo ello narrado por una voz sintética. Contrató actores para hacer de estrategas del Rancho leyendo lo que ellos pensaban que era un guión de ficción y distorsionaron sus voces y alteraron electrónicamente sus caras para proteger aún más a esos estrategas.

—¿Cuántos vídeos hizo? —preguntó Tom Navarro—. ¿Cuándo empezó?

—Hicimos muchos. Cómo construir una bomba. Cómo instalarla. Cómo infiltrarse en una organización hostil, escondiendo tu fe, haciéndote pasar por un humanista sin Dios. Perdí la cuenta. Tal vez una al mes durante todo el año pasado.

—Eso es mucho trabajo en muy poco tiempo —observó Amy Cho.

—Nunca hacíamos terceras tomas, no volvíamos a grabar, y tampoco había catering —manifestó el desertor con un poco de orgullo—. Puede que no fuera agradable, pero era eficiente. Producía un buen producto y entregaba las películas sin salirme jamás del presupuesto.

—Y te dejaron tirado.

—Tuvimos nuestras diferencias, sí.

Molly revisó la trascripción en su agenda electrónica.

—Creo que nos hemos saltado la causa de su despido.

—Tenía una página web porno —dijo Tom—. De forma anónima, claro. Probablemente los del Rancho jamás se hubieran enterado si no hubiera involucrado a la hija de quince años de uno de los gestores.

El desertor le miró con desprecio.

—Ella participó libremente y sin coerción. No soy un explotador.

—Se hacía llamar «página de porno cristiano» —explicó Tom—. Eso debió de ser lo que más les enfadó. Odian esas cosas. El nombre en sí mismo les pareció hipocresía podrida. Y, ¿sabes qué? Creo que tienen razón.

—Me está costando imaginarme una cosa así —dijo Molly.

—Escenas bíblicas. Chicas con faldita corta arrodilladas en la iglesia. Las alegrías de la felicidad conyugal. Santos siendo azotados y torturados.

—Ésos eran falsos. ¿De verdad tengo que aguantar esto?

—Solamente estamos clarificando por qué le relevaron de su puesto —dijo Tom—. He oído que la gente del Rancho va diciendo cosas bastante duras de usted.

—No deberían hablar. ¿No son cristianos? Se supone que los cristianos perdonan. Cometí un error y lo admití. ¿Me perdonaron? ¿Después de todo lo que había trabajado para ellos? Pues claro que no.

—Por supuesto, querido —dijo Amy Cho—. Tom, no te comportes así.

Tom apartó la cara del desertor como enfadado, pero Molly sabía por su experiencia con él que realmente era para ocultar su sonrisa.

La entrevista preliminar terminó por fin, horas más tarde.

—Menudo hueso —le dijo Molly después a su compañero, cuando sólo quedaban ellos dos en la sala de reuniones—. ¿Cuánto crees que le podemos sacar?

—Bueno, no sabe ni un tercio de lo que piensa que sabe, y tendrá que ser convencido con mimos para que nos diga la mitad de lo que sabe. Los del Rancho han cuidado de mantenerle lejos del topo; las pocas veces que ha conocido a alguno de sus miembros se aseguraron de que no conociera sus identidades. Por otro lado, sabe exactamente qué tipo de explosivos usarán, qué tipo de incidente esperan crear y qué científicos son los objetivos más probables.

—Luego puede ser tan útil como creo.

—Por supuesto que sí.

Para cuando Molly Gerhard se incorporó a la sesión de la tarde, casi había acabado. No le importaba. Había oído a Leyster, en realidad, a un Leyster mayor, presentar lo mismo varias veces antes. Invariablemente empezaba observando que el título de su conferencia ante una generación posterior y mejor informada debería ser: «Habla un fósil».

Entonces, después de las risas de cortesía, decía:

—Admito que me siento un poco incómodo hablando con vosotros. Solamente he estado haciendo investigación de campo, expuesto a la realidad de los dinosaurios vivos, durante poco más de un año, y todos los aquí presentes me lleváis una vida entera de ventaja. Sé que mucho de lo que pienso ya debe de estar pasado hoy en día. ¿En qué puedo yo contribuir a vuestro conocimiento?

Entonces miraba hacia abajo brevemente, como si pensara.

—Hace pocos años, en mi tiempo, y hace unas pocas décadas en el vuestro, trabajé con lo que a mí me parecía el fósil más maravillosamente repleto de información que jamás había encontrado nadie. Estoy hablando del yacimiento de depredación de Burning Woman, sobre el que escribí un libro titulado Las garras que agarran. Puede que algunos de vosotros lo hayáis leído. —Siempre se hacía el sorprendido cuando aplaudían su libro—. Humm… Gracias. Me pareció que ese yacimiento era un caso perfecto para calibrar nuestras observaciones anteriores. ¿Cómo de cerca estábamos? ¿Por cuánto nos habíamos equivocado? No podíamos, por razones obvias, esperar encontrar el lugar original del yacimiento, pero la depredación no era poco común en el Mesozoico…

A partir de ese momento, Leyster detallaba aspectos específicos de las huellas de Burning Woman, en qué aspectos las había leído correctamente y en cuáles se había equivocado de manera sorprendente. No era un conferenciante brillante. Tenía que buscar las palabras y dejaba frases sin terminar; luego volvía y empezaba a releerlas, y paraba en medio para disculparse. Pero a los estudiantes nunca les importaba. Sabía lo que ellos querían oír. Les mostraba qué significaba ser brillante en su disciplina.

Esa conferencia siempre encendía un fuego dentro de ellos.

Entró en el salón de actos justo cuando acababa el turno de preguntas y respuestas. Había un tremendo estruendo de aplausos y mientras las primeras filas se echaron sobre el conferenciante, las traseras se vaciaron rápido en dirección al pasillo de afuera. Allí los estudiantes se reunían en corrillos, discutiendo animadamente sobre lo que acababan de escuchar.

Molly Gerhard experimentó una especie de choque cultural cuando se encontró con estos sobrios miembros de la generación dos después de haber estado con la generación tres, cuyos miembros eran más despreocupados. Era como viajar de vuelta a la época victoriana. Oporto y puros en la biblioteca y científicos que iban con traje a las autopsias.

Leyster avanzaba despacio por el pasillo, charlando con quien se le acercara. Estaba otra vez entre los suyos.

La principal misión de Molly para hoy era que el mayor número posible de estudiantes la recordaran, para que, cuando apareciera en el Mesozoico, no resultara sospechosa. Alguien recordaría haberla conocido, y no sería una extraña inexplicablemente no cualificada, sino la sobrina no cualificada de Rick Leyster. Un caso claro de nepotismo y ningún misterio.

Cerró los ojos para intentar localizar la voz más alta entre las muchas que se oían en la sala. Entonces fue directa a la pandilla de estudiantes de la que procedía y se metió en medio.

—… hablan de istmos —estaba diciendo la chica. Casi no reconoció a Salley, que aparentemente estaba probando un nuevo y transitorio look que incluía el pelo rapado y teñido de rojo—. Es porque sus profesores del colegio le daban mucha importancia al estrecho de Bering. Pero los istmos entre continentes escasean. La manera más común de moverse es saltando de isla en isla.

—¿Quieres decir nadando de isla en isla? —preguntó alguien.

—Para eso las islas tendrían que estar jodidamente cerca las unas de las otras. No, estoy hablando de placas tectónicas. Podría ocurrir de dos maneras. Una microplaca podría cruzar el océano. La microplaca de Baja, al sur de California, va hacia la costa pero si fuera hacia el oeste podría acabar en Siberia dentro de unas decenas de millones de años…, esas cosas pasan. O se podría formar una nueva cadena de islas si se elevara una placa. Los dinosaurios podían cruzar el océano sin siquiera darse cuenta.

—¿Es ésa una teoría comúnmente aceptada —preguntó Molly— o es tuya?

Salley dejó de hablar.

—Perdón. ¿Quién has dicho que eras?

—Molly Gerhard. Soy la sobrina de Rick Leyster.

—Espera. ¿Conoces a Leyster? ¿Personalmente?

—Bueno, pues claro, es mi…

Salley cogió a Molly por el codo y dio la espalda a los demás para dar por terminada la conversación.

—¿Cómo es?

—Humm… serio, un poco tímido, bastante cerrado en sí mismo, ya sabes.

—No estoy interesada en ese tipo de mierda de culto a la personalidad —dijo Salley impacientemente—. Dime cómo es como investigador.

—Bueno, yo no soy paleontóloga…

—Se nota. —Salley le soltó el brazo cuando el grupo de Leyster les alcanzó. Abandonó a Molly y se fue corriendo tras él.

En Sólo una chica a la que le gustan los dinosaurios, Monk Kavanaugh había escrito que precisamente en esa conferencia «Salley se había sentado en la fila de atrás, absorta. ¡Había tanto en el cerebro de Leyster! Sabía que había cosas que sospechaba, especulaba o intuía pero que no iba a decir en voz alta porque no podía probarlas. Quería sacarle esas posibilidades secretas. Quería verle volar en libertad».

Por pura suerte, Molly había acabado presenciando un momento célebre del cotilleo paleontológico. Decidió quedarse por allí. Nunca había presenciado nada que después acabara en un libro.

Alcanzó a Salley cuando sacaba una copia destrozada y muy usada del libro de Leyster y le pedía su autógrafo. Vio la sonrisa modesta de Leyster, la manera en que metió la mano en su bolsillo automáticamente buscando su bolígrafo.

—Realmente no es muy bueno —dijo—. Es lo mejor que pude hacer con lo que sabíamos entonces, pero mucho de lo que sabíamos era incorrecto.

Después, ignorando sus educadas protestas, preguntó:

—¿Quieres que lo dedique? ¿Sí? ¿A quién debo poner?

—A G. S. Salley. No uso mi…

—¡Tú! —Cerró el libro de golpe y se lo tiró a las manos—. ¿No me puedo librar de ti?

Le dio la espalda y se fue. Molly, que estaba observándolos, vio cómo la mirada de Salley pasaba de la perplejidad al enfado. Luego ella también se giró y se fue en dirección contraria.

Sólo una chica a la que le gustan los dinosaurios también contaba cómo Salley volvió a su tiempo para condensar la charla de Leyster en una crítica muy argumentada de su trabajo original y lo envió para una publicación geocientífica. Por suerte, ninguno de los colegas que lo revisó sabía el secreto de los viajes en el tiempo o, si lo sabían, habían oído la conferencia de Leyster. Tuvo cuidado de no usar información que no fuera asequible en su tiempo para evitar la ira de la gente de Griffin. El artículo, cuando salió, hizo mucho para aumentar su lustre profesional y también por disminuir el de Leyster.

Molly tenía menos de una hora antes de acompañar a Leyster de vuelta a Washington. La llenó como pudo.

De camino a la limusina, al doblar una esquina casi chocan con Salley. Leyster miró para otro lado. Salley se puso blanca.

Antes le diste un cuchillo, pensó Molly. Después le escupiste a la cara y la desafiaste a que usara el cuchillo. Eso hubiera sido suficiente. Pero ahora le has dado la espalda. Como si fuera inofensiva.

Realmente Leyster era un completo idiota. Pero Molly no dijo eso. Tampoco le dijo que era uno de los objetivos principales de los terroristas del Rancho. Molly nunca decía nada sin tener en mente un propósito definido.