El nido del cuco
Estación Bohemia: era Mesozoica. Período Jurásico.
Época Malm. Edad Titónica. 150 millones de años a. C.
Salley se despertó cuando oyó cantar a los camptosaurios.
Suspiró y se estiró en el catre, frotó un brazo contra el mosquitero pero no se despertó. Salley nunca se despertaba fácilmente. Ni siquiera en un día como aquél.
Un día en el que se proponía cambiar el mundo.
Nadie sabía porqué cantaban los camptosaurios. Salley pensaba que era de alegría, pura y llanamente. Pero eso iba a ser difícil de probar. De modo que también tenía otras teorías, algunas publicadas y otras que simplemente había divulgado. Cuando era muy joven, había aprendido que en la ciencia no cuenta cuántas veces te equivocas, sino cuántas veces tienes razón. Un acierto llamativo escondía multitud de suposiciones fallidas.
Así que también había postulado que los camptosaurios cantaban para mantener la manada unida. Que su canción era un simple ruido con carácter social, una manera de tranquilizarse los unos a los otros diciéndose que todo iba bien. Que espantaban a los depredadores anunciando lo numerosos que eran: ¡Huid, bellacos, somos demasiados para vosotros! O que estaban comparando el sabor y el gusto de la vegetación.
Siendo honesta, sin embargo, a ella le parecía alegría.
Fuera rugió un motor de combustión interna al encenderse. Dos personas pasaron cerca de su tienda, discutiendo adormilados sobre la posición filogenética de los segnosaurios. Alguien tocó el timbre que llamaba al desayuno. Como una bestia dormida, el campamento se movió perezoso y se sacudió su sopor.
Salley se puso boca abajo, sacó una mano de la mosquitera y tanteó el suelo buscando su ropa. De verdad debería recoger un poco ahora que todavía era pronto, la tienda sería un horno al mediodía y cuando por fin refrescara ya se habría ido haría mucho. Pero según ella lo veía, solamente podías organizar tu vida en torno a una cosa. Tenías que elegir: invertirla en investigar o desperdiciarla en labores domésticas.
Sus calcetines estaban lo suficientemente limpios para ponérselos un segundo día, algo que le pareció un presagio particularmente bueno.
La tienda comedor estaba llenándose de charloteo y aroma a café. Salley cogió una bandeja y se puso a la cola de las salchichas y el maíz.
Escogió una mesa vacía en una esquina rebuscada de la tienda comedor, medio esperando que Monk Kavanagh durmiera hasta tarde para que ella pudiera disponer de algo de privacidad para variar. No hubo esa suerte. Casi no había empezado a comer cuando él se deslizó por el banco hasta sentarse a su lado y encendió la grabadora.
El historiador era un hombre mayor calvo y pesado con una cara rosada tan suave y arrugada como un pañuelo de papel y un bigote blanco muy arreglado. La saludó con una odiosa sonrisita de satisfacción que evidentemente intentaba resultar simpática.
—Tienes aspecto de haber pasado mala noche.
—La investigación de campo es muy parecida a estar en un campamento de niñas. Excepto que las niñas no suelen tener vecinitas de al lado a las que les gusta invitar a sus novios a sus tiendas para tener estrepitosos orgasmos hasta altas horas de la madrugada.
—¿Oh? ¿Alguien en particular?
Salley cerró los ojos y tomó un trago largo de café.
—Vale, ¿por dónde iba?
—Por cuando te pidieron que te fueras de la universidad.
—¡Dios! Menudo jodido desastre. ¿De verdad tenemos que hablar de eso?
—Bueno, después de todo es parte de tu historia.
Hacía cinco años, Salley había estado involucrada en un escándalo de robo de propiedad intelectual que casi destruye su carrera. Se había estado acostando con su director de tesis, un hombre más conocido por sus investigaciones de campo que por su dotes como profesor y algunas de sus ideas acabaron en un articulo firmado por ella.
—¿Él no vio antes el artículo?
—Claro que sí. Lo revisamos juntos, discutiendo los temas y después él tuvo uno de sus arrebatos; fue en ese momento cuando mencionó ideas suyas y su aplicación en relación con lo que yo decía. Prácticamente me dijo que las usara.
—Se cuenta que estabais en la cama cuando revisabais tu artículo.
—Oh, sí. Tendrías que conocer a Timmy para entenderlo. Decía que el sexo le ayudaba a concentrarse. Sé que suena muy estúpido. Pero yo estaba locamente enamorada. Él me parecía una mezcla de Charles Darwin con Jesús de Nazaret.
Monk asintió para animarla a seguir.
—No tenía ni idea de que estaba haciendo algo malo. La noción de que las ideas pudieran pertenecer a la gente era… Pensé que la verdad pertenecía a todo el mundo. Y, honestamente, intenté enseñarle el manuscrito final. Pero lo apartó de su vista. Dijo que confiaba en mí. El muy cabrón.
—Te pidieron que te fueras y al semestre siguiente apareciste en Yale. ¿Cómo fue eso?
—Fui a ver al jefe del departamento y lloré hasta que aceptó pedir a alguien que le devolviera un favor. —Se metió una salchicha entera en la boca y la masticó hasta hacerla desaparecer—. Fue la experiencia más humillante de mi vida.
—Estás hablando del profesor Martelli, me parece.
—En ese momento me juré que jamás volvería a llorar en público ni a acostarme con otro paleontólogo. Y no lo he hecho.
—En fin, eras joven. Martelli era uno de tus «cibermentores», ¿verdad?
—Todos lo eran. Quiero decir, modestia aparte, cuando era una adolescente era el don nadie favorito de todo el mundo. Doy gracias a Dios por Internet. Me escribía con la mitad de los paleontólogos de vertebrados del mundo.
—Aquí tienes. Échale un vistazo. —Monk le puso un papel junto al plato—. Dime si algo está mal.
Salley se pasó la cuchara a la mano izquierda para poder seguir comiendo, cogió el papel y leyó:
Todos los que la conocían estaban de acuerdo en que Gertrude «era una buena hija». Excepto sus propios padres, por supuesto. A los cinco años cogió un par de tijeras y el Atlas familiar para recortar siluetas de dinosaurios. Ese mismo año le dijo a su madre que cuando fuera mayor se quería casar con un stegosaurio. A los siete años pilló una rabieta porque sus padres no la llevaban a China a buscar fósiles durante las vacaciones de verano. Fue un alivio para ellos que antes del bachillerato descubriera los servidores de la web y se tirara a la piscina, formulando preguntas ingenuas y proponiendo hipótesis alocadas. Escribió una de ellas (su noción de que los dinosaurios eran secundariamente no voladores) y la envió a las publicaciones científicas cuando tenía quince años. A ella le pareció un ultraje que no se lo aceptaran. Para entonces era la hija consentida y mimada de una generación de paleontólogos. Con dieciocho años fue aceptada en la Universidad de Chicago. Con veintiuno estuvo inmersa en un serio escándalo académico. Con veintitrés fue famosa brevemente cuando anunció que había descubierto el fósil de un «tecodonto con plumas». Aunque inicialmente fue aceptado por la prensa, topó con el escepticismo de la comunidad científica. Con veinticuatro conoció a Richard Leyster e instantáneamente le cayó mal. A los veinticinco su tecodonto había sido ampliamente desacreditado, su artículo criticando el trabajo de Leyster causó controversia pero no fue muy considerado, y Gertrude, que había dejado de ser la experta en dinosaurios más joven que existía, se enfrentaba al abismo del fracaso.
Salley limpió los últimos restos de maíz del plato con un trozo de tostada y le devolvió el papel.
—Nunca uso mi nombre de pila. Preferiría que me llamaras Salley, ¿vale?
—Vale. —Lo anotó en el papel—. ¿Algo más?
—Monk, ¿vas a incluir algo de verdadera ciencia en tu libro?
—¿Ciencia? Todo es ciencia.
—Lo que he visto de momento son menudencias, chismes y cotilleo. —Terminó su café y cogió la bandeja—. Vamos. Tengo que recoger algo en la colonia de animales y después te enseñaré lo que es la verdadera investigación. A lo mejor aprendes algo.
La colonia de animales era un edificio prefabricado sin ventanas con paredes de metal ondulado y un ruidoso sistema de ventilación.
—Este sitio lo llamamos «el paraíso de los pájaros» —dijo Salley. Abrió la puerta y un cálido olor a caca de pájaro les dio de pleno—. Parece un gallinero orgánico de una granja escuela, ¿verdad?
Mientras la puerta se cerraba, los «archis» gritaban y azotaban las barras de sus jaulas con sus alas terminadas en garra. Eran aves con estampados llamativos y largas colas de plumas, terribles dientecitos y personalidades a juego. Su plumaje era naranja y marrón y rojo.
Un hombre joven que parecía absorto puso en el suelo un saco en el que ponía «Comida de archaeopteryx», se dio la vuelta y parpadeó con sorpresa al verles allí.
—Hola, Salley.
—Monk, éste es Raymond. Raymond, Monk está escribiendo un libro sobre la estación Bohemia.
—¿Ah sí? Debería haber estado aquí ayer. Llenamos esta sala de diminutas burbujas llenas de helio y dejamos volar a un par de «archis» por ella para poder fotografiar los vórtices de su vuelo. Obtuvimos buenas fotos, de una calidad tipo National Geographic. Lo que no significa que podamos presentar nada en un foro público.
—Déjame que lo adivine, todos dibujaban remolinos continuos, ¿verdad?
—Humm… sí.
—Así que acabáis de probar que un «archi» puede volar rápido pero no despacio. Brillante. Me hubiera costado segundos de observación directa decirte eso mismo.
Las aves, con la excepción de los colibríes que vuelan de una manera totalmente inusual, vuelan de dos formas: despacio o a toda velocidad. El modo lento deja en el aire tras de sí pares de espirales con forma circular, mientras que en el modo rápido el movimiento es continuo. El vuelo lento es el más difícil de conseguir, un perfeccionamiento del vuelo primario que no aparecería hasta decenas de millones de años después.
—Era el experimento del profesor Jorgenson. Yo sólo he ayudado a llevarlo a cabo. —Y dirigiéndose a Monk dijo—: Si estás escribiendo un libro, significa que eres de un momento de nuestro siglo posterior. ¿Cuánto tiempo tenemos que esperar para poder publicar nuestro trabajo?
—No se me permite decirlo.
—Este secretismo estúpido, de verdad, lo joroba todo —dijo Raymond hoscamente—. No puedes hacer ciencia como Dios manda si no puedes publicar. Está todo jodido. La semana pasada vino un grupo del Royal Tyrrell y jamás habían oído hablar de nuestro trabajo. ¿Qué tipo de revisión por pares es posible así? Es una locura.
Monk sonrió con malicia.
—Estoy completamente de acuerdo contigo. Si dependiera de mí…
—Me encanta escuchar cómo os quejáis —dijo Salley—, pero Lydia Pell me espera para que la reemplace en el escondrijo. ¿Quieres que te traiga otro «archi» aprovechando que voy?
—Humm… sí, gracias. Siempre necesitamos más. Jorgenson siempre está dejando libres los nuestros.
—Con mucho gusto. —Agarró una jaula y se dio la vuelta para marcharse—. Vamos Monk, vamos a ver vida salvaje.
Era un día glorioso para caminar por las dunas. El cielo estaba del azul más puro y una brisa ligera venía del mar de Tetis. De vez en cuando, un «archi» salía gritando de los arbustos junto al final de los árboles y se alejaba aleteando como loco, volando bajo sobre la arena. Un archaeopteryx rara vez volaba por encima de las copas de los árboles. Las capas altas del cielo todavía eran de los pteranodones.
Ocasionalmente sacaban de los arbustos un corredor con plumas más pequeño de una u otra variedad, pero eso era más inusual. Una vez vieron dos limícolas, pequeños compsognátidos no mucho más grandes que cuervos, luchando en la playa por unos restos de comida podrida.
Salley les señaló:
—Dinosaurios. Pequeños. Sin plumas. ¿Qué te dice eso?
—Hay muchos dinosaurios con plumas. Ni siquiera tú podrás negarlo.
—Todas las aves tienen plumas. Pero sólo algunos dinosaurios las tienen. Eso es porque la plumas son una condición primitiva de los antepasados de los dinosaurios y de las aves. Los pájaros conservan las plumas, la mayoría de los dinosaurios las perdieron.
—¿Pérdida de plumas secundaria? —Se rió—. ¿Tiene que ver con tu apatosaurus secundariamente no volador?
—Dame un respiro, tenía quince años cuando escribí aquel artículo sugiriendo que los dinosaurios descendían de reptiles voladores.
—Pero han estado en el Triásico y nadie ha encontrado ningún espécimen vivo de tu hipotético ancestro. ¿Cómo explicas eso?
—Dime una cosa, Monk. ¿Cuántos científicos importantes, verdaderamente importantes, piensas que fueron al baile de fin del bachillerato?
—Pues sinceramente no es algo que haya pensado mucho.
—Casi ninguno. Esto es algo que he observado: los chavales más populares en el instituto nunca se convierten en alguien especial. Alcanzan su mejor momento en su último año de instituto. Son los pringaos, los primos, los inadaptados, los antisociales y los solitarios quienes llegan a ser Elvis Presley o Richard Feynman o Georgia O’Keeffe. Y, de forma similar, los organismos que funcionan no son los que evolucionan hasta adoptar una forma totalmente nueva. Los organismos que funcionan se quedan como están, creciendo más y más perfectamente adaptados a su nicho ecológico hasta que algo sacude ese nicho y todos mueren. Son los asociales los que de pronto salen de la nada y llenan el mundo de manadas de triceratops.
—Bueno, es una manera de verlo…
—El primer animal con plumas, lo que quiera que fuera, era pequeño y extraño. Desarrolló algo que le dio una ligera ventaja en un nicho marginal y entonces se mantuvo a la sombra durante mucho tiempo. Hasta que Dios volvió a tirar los dados y mezcló los nichos. Los dinosaurios eran eso en el Triásico: un mero grupo de arcosaurios empollones entre muchos, y muy lejos de ser los más exitosos. Mi tecodonto con plumas también.
»Los que están en el Triásico están buscando en todos los sitios obvios. Mal hecho. Si alguna vez consigo que los puñeteros burócratas me envíen allí, ya verás como buscaré debajo de las mesas y detrás de las cortinas.
Monk asintió con admiración.
—Nunca te rindes, ¿verdad?
—¿Cómo has dicho?
—Admítelo. De momento toda la evidencia está en tu contra. Lo más seguro es que estés completamente equivocada.
—Espera y verás, Monk. Espera y verás.
De más adelante, donde las dunas se convertían en ciénagas de sal, vino un gorjeo grave, sonido que hace una manada de camptosaurios cuando algo la asusta.
Monk tembló y miró nerviosamente hacia el interior, donde la maleza daba paso a pinos poco poblados.
—No es peligroso estar aquí fuera, espero.
Los camptosaurios eran bestias delicadas, que se asustaban igualmente de su imaginación que de un carnívoro. Pero Salley no se sintió obligada a dar explicaciones a Monk.
—No eres muy amigo de la investigación de campo, ¿verdad? —dijo amigablemente.
Anduvieron en silencio durante un rato. El rastro que cruzaba las dunas era débil pero seguro. En todo el mundo, sólo los humanos dejaban rastros así cuando caminaban paralelos a la orilla del mar. Salley pensó en todos los rastros humanos que los investigadores habían dejado cada vez que salían de la estación Bohemia y ahora formaban un abanico menguante. Le hizo pensar en las huellas de dinosaurios. Había miles en la maleza. Si se pudieran reflejar en un mapa y clasificar según sus especies relevantes, ¡cuánta información sobre su comportamiento mostrarían! Demasiado trabajo y demasiado tedioso para hacerlo ella sola, por supuesto. Pero si pudiera conseguir que le asignaran un par de estudiantes de doctorado…
—Con veintitrés años eras casi famosa.
—¿Qué? Ah, sí.
—¿Por qué no me cuentas toda la historia?
—Bueno, tenía el fósil y nadie quería mirarlo. Así que decidí acelerar el proceso. Me pasé un día entero llamando a las principales agencias de noticias del mundo diciendo: «Soy la doctora G. C. Salley de la Universidad de Yale. Llamo para anunciar un descubrimiento extraordinario». Después explicaba cuidadosamente que desde el último cuarto del siglo veinte la comunidad científica en general aceptaba que las aves eran descendientes directas de los dinosaurios y que por ello los dinosaurios ya no estaban extinguidos. A los de la prensa hay que explicarles todo, no te puedes fiar de que sepan ni las cosas más simples.
—¿Y entonces?
—Entonces les expliqué lo de mi fósil. Les dije que significaba que las aves no descendían de dinosaurios sino de animales que existían antes de que los dinosaurios evolucionaran. Que las aves eran como mucho un grupo hermano de los dinosaurios. Y acabé declarando: «¡Los dinosaurios vuelven a estar extinguidos!». No sabes cuánto les gustó aquello.
Los olores a almizcle de las dunas, con su toque a canela y a frutos silvestres, tomaron un matiz oscuro a sulfuro y vegetales podridos. Habían llegado al borde de la ciénaga de sal. El rastro se dividía aquí en dos senderos de huellas casi invisibles, uno que iba directo a la ciénaga y el otro al bosque.
—Ahora vamos hacia el interior.
A cada lado del rastro se erguían cícadas y coníferas bajas. Entraron en la sombra verde, andando en fila india e intentando escuchar a los depredadores.
Salley se preguntaba cuánto costaría instalar un sistema de posicionamiento a escala mundial. Entonces cada vez que un científico usara un rastro de un animal, podría ser seguido y registrado automáticamente y almacenado en una base de datos para ser analizado en el siglo XXI. El único problema sería cómo identificar a qué animal correspondía cada uno de los rastros encontrados. Sin embargo, una vez más, eso era trabajo de estudiantes de doctorado y era más fácil conseguir estos estudiantes cuando no tenías que buscar fondos para llevarlos a hacer investigación de campo.
—¿Cómo lo harías ahora? —dijo Monk abruptamente.
—¿Hacer qué?
—Lo de tu fósil con plumas. Si tuvieras que hacerlo todo de nuevo.
Hizo como que pensaba brevemente, aunque ya había repasado esa posibilidad en su cabeza tantas veces que casi parecía que ya había pasado.
—Bueno, hoy todavía tengo un toque de fama residual, así que convocaría una rueda de prensa en vez de llamar a todos por teléfono. Me pondría toda elegante para ayudar a que la historia recibiera algo de atención. Y esta vez me aseguraría de tener un espécimen realmente bueno. El que tenía estaba demasiado fragmentado. Dijeron que era un mosaico de distintas especies mezcladas. Dijeron que el rastro de plumas era solamente dendritas. Debería haber vuelto a excavar hasta dar con algo completo. Algo llamativo. Algo que nadie pudiera negar.
—¿Así que ésa es la clave?
—Un espécimen perfecto. Ésa es la clave.
El rastro se retorció y delante de ellos estaba el escondrijo. Las paredes estaban hechas de pequeños troncos atados y el tejado estaba cubierto de hojas de cícada. Se asentaba al final del bosque, dominando una llanura de ramoneadores que recientemente había sido podada por las fauces de los saurópodos y ahora sólo tenía vegetación baja.
—La última estructura construida por el hombre en casi trece mil kilómetros —dijo Salley—. Lydia lo construyó con una hacha y una madeja de bramante.
Lydia Pell estaba sentada en su escondrijo, tejiendo y leyendo un libro colocado de pie en el estante de debajo de la ventana. Dejó su labor y cerró el libro cuando entraron. Salley le presentó a Monk y después dijo:
—Dile qué estás haciendo aquí.
Lydia tenía la cara redonda y estaba rellenita, tipo mujer de mediana edad. Abrió dos sillas de camping para sus visitantes y dijo:
—Bueno, es una larga historia. Estaba haciendo mi ronda y, entre otras cosas, tenía en mente ir a ver a una pescadora viuda cuyo nido había encontrado cuando…
—¿Pescadora viuda? —preguntó Monk.
—Eogripeus hoffmannii. Significa «pescador al alba». El nombre le viene de Phil Hoffmann porque uno de sus estudiantes lo identificó como un espinosaurio basal, tal vez incluso dentro del nodo del ciado. —Se puso un dedo en la barbilla y sonrió para que entendiera que aquel estudiante había sido ella—. Un bicho enorme con un pequeño hocico estrecho como el de un cocodrilo. Los investigadores de campo les llamamos simplemente pescadores. Este pescador en particular era una viuda porque su pareja había sido devorada por los alosáuridos una par de días antes.
—Ah, ya veo. Continúa.
—Bueno, pues divisé un alosáurido comportándose de manera rara. Primero pensé que estaba herido porque se movía de una forma tan extraña. Así. —Se levantó, se echó hacia adelante con los brazos encogidos y el trasero echado hacia atrás y dio unos pocos pasos cómicamente patosos—. En seguida me di cuenta de que lo que tenía ante mí era una alosáurida encinta, que estaba cargada con sus huevos. Pero lo que hacía que sus movimientos fueran tan raros no era el hecho de que estuviera preñada sino que se paseaba así. —Movió la cabeza de un lado para otro de un modo furtivo y como si se sintiera culpable—. Lo creáis o no, ¡estaba intentando disimular!
Salley se rió y, tras un instante de duda, Monk también.
—Bueno, pues eso. Un carnívoro de once metros de largo intentando pasar desapercibido es todo un espectáculo. Pero también es interesante. ¿Pero qué intentaba hacer? ¿Por qué olisqueaba y buscaba a su alrededor de aquella manera?
»Resultó que estaba buscando el nido de la pescadora. Cuando lo encontró, pensé que se comería los huevos, lo que por sí mismo hubiera sido intrigante, pero en lugar de eso, se puso en cuclillas sobre ellos y con sorprendente delicadeza depositó uno de sus propios huevos. Y después se fue.
—¿Un parásito de nidos? —preguntó Monk.
—Sí. Igual que los cucos. Escogí un buen lugar, construí este escondrijo y me escondí para observar.
—Enséñale el nido —sugirió Salley.
Gustosamente, Lydia Pell le pasó los prismáticos a Monk.
—Directamente enfrente —dijo—, donde la tierra empieza a elevarse. ¿Ves ese pequeño grupo de cícadas? Bien. Justo en el medio, hay un punto verde más oscuro y ésa es la viuda. ¿Puedes distinguirla?
—No.
—Ten paciencia. Sigue mirando.
—No la… ¡vaya! Se acaba de sentar. —Una brillante raya azul se levantó entre las cícadas: era el vientre plateado de la pescadora. Estiró su cuello al máximo, vigilando el bosque ansiosamente. Después se puso de pie de manera patosa. Su estrecho hocico giró a un lado y luego a otro.
—¿Qué hace?
—Está buscando a su pareja. Me temo que el pescador no es un animal inteligente. Sólo tienes que mirar esas anchas caderas. Todo culo y nada de cerebro.
—Su espalda se camufla entre la maleza perfectamente. —Devolvió los anteojos—. Pero, ¿por qué es de ese color su barriga?
—Un pescador pasa gran parte de su tiempo agachado sobre el agua —dijo Salley en seguida—. La barriga clara hace que sean menos visibles para los peces. —Mirando a Lydia Pell, le dijo—: cuéntale el resto de tu historia.
—Pues, eso. Bueno, en un momento dado los huevos se abrieron. La pobre viuda tuvo que ir a pescar para dar de comer a sus polluelos, lo cual significaba dejarlos solos varias veces al día. La vida no es fácil para una madre soltera. Pero para mí fue muy positivo. Pude monitorizar el nido a diario.
»El alosáurido rompió el cascarón dos días enteros después que los otros. Era un poco más grande que sus hermanos y a mí me pareció, aunque no estaba lo suficientemente cerca como para asegurarlo, que comía más que su parte de pescado.
»Al día siguiente, había un polluelo menos de la cuenta en el nido.
Monk silbó.
—El síndrome de Caín y Abel, ¡exacto! Desde entonces cada día ha habido un polluelo de pescador menos. Como un reloj, uno menos cada día. Ahora sólo queda el polluelo de aleosáurido sobrealimentado, y la pobre pescadora viuda todavía sigue trayéndole pescado. ¿Por cuánto tiempo continuará el polluelo timándola así? ¿Espabilará alguna vez la viuda? Es como un culebrón, hay que admitirlo.
—¿Cuánto más durará?
—Bueno, los polluelos de pescador normalmente abandonan el nido tres semanas después de salir del cascarón, o sea que no mucho, creo. Desgraciadamente me esperan en Columbia mañana para preparar las clases de este año. Por eso le he pedido a Salley que continúe por mí.
Monk miró a Salley fijamente. Ella dijo:
—Yo diría que es igual de fácil volver al principio del curso dentro de dos semanas que hoy.
—Eso es exactamente lo que pensé. ¿Pero me harían ese favor? No. ¡Burócratas! Un día en nuestro tiempo de origen por cada día en el pasado profundo. No hay excepción.
—Odio esa manera de pensar. Odio la falta de honestidad. Odio el engaño. Y lo que más odio es el secretismo. Si estuviera en tu lugar, me atrincheraría y les haría venir a arrastrarme.
—Bueno, tú eres así, ¿verdad, Salley? No todos nosotros somos tan terriblemente rebeldes. Mis maletas están hechas y me esperan en el embudo del tiempo. Mañana a estas horas, estaré enfrentándome a un campus lleno de bobaliconas caras jóvenes recién lavadas. Yo…, en fin. No tiene sentido alargar las cosas. Es hora de irme. —Se dio una palmada en cada rodilla y se levantó.
La siguieron hasta fuera.
—¿Me dejo algo? Gorro, botella de agua… Te puedes quedar las sillas de camping. Veo que estás recogiendo «archis» otra vez. Jorgenson no te aprecia, Salley.
—¿Hay algo más que deba saber?
—La viuda deja el nido cuatro veces al día. Espera hasta que esté fuera de tu vista, tendrás por lo menos veinte minutos antes de que vuelva. Sólo necesitas revisar el nido una vez al día, espero. Cuando el aleosáurido se vaya, escribe tus notas y envíalas al futuro. Me aseguraré de que constes en el artículo como coautora.
—Estoy ansiosa por que llegue ese momento —dijo Salley.
Lydia Pell le dio a Salley un abrazo rápido.
—Te estoy tan agradecida —dijo—. Este proyecto significa tanto para mí que no se lo confiaría a nadie más.
Por fin, se fue.
—De acuerdo —suspiró Salley—. Ahora toca esperar. Enciende tu grabadora. Es mejor que aprovechemos el tiempo.
Pasaron horas. La entrevista continuó monótona.
—¿Dónde encontraste el fósil?
—Lo adquirí en una tienda de minerales y fósiles. Cuando volvía a casa en coche de un yacimiento donde había pasado el verano. Paré en, bueno no importa dónde, y empecé una conversación con la propietaria de la tienda. Naomi era una cazafósiles amateur y me pidió que identificara una remesa de especímenes. Le pregunté de dónde los había sacado, me lo mostró en los mapas y me prometió llevarme al lugar en la primavera.
—Le dijiste lo valioso que era.
—Por supuesto.
—Pero te lo dio de todas formas.
—Sí.
—Debisteis de haberos caído de maravilla.
Se habían puesto manos a la obra en una mesa del porche de la parte trasera de la tienda (Naomi vivía en la parte de atrás y de arriba de la tienda) revisando cajas de zapatos y latas de café llenas de fósiles y losas de roca envueltas en papel de periódico. Después de dos horas, cuando estaba casi todo clasificado, Salley se reclinó en la silla y, mirando a través de los cristales, vio unos campos de algodón, un coche subido a unos ladrillos y el aparcamiento de tierra vacío tras una casa de carretera ruinosa un poco más allá siguiendo la autopista.
Naomi volvió de la cocina con una tetera y aquella mirada.
—No hay mucho que ver, me temo —dijo—. A veces esto se pone muy solitario.
—Me lo imagino. —Salley acercó una roca a la luz y la puso con otros osteodermos de cocodrilo variados—. ¿Cómo acabaste aquí?
—Bueno, ya sabes. —Naomi llevaba un top sin mangas y una falda ancha que rozaba sus tobillos. Era una mujer delgada con los rasgos elegantes, angular y nerviosa, con grandes ojos marrones—. Pues, compré este lugar con una amiga pero ella…
Salley desenvolvió la última losa. Le echó un vistazo, tomó aire y dejó de escuchar.
Los huesos se habían fosilizado en un revoltijo desarticulado y después habían sido estropeados más todavía por la chapucera extracción de Naomi. Pero todavía eran legibles. Un fragmento de cúbito estaba abierto mostrando su interior hueco. El cráneo había aguantado mejor de lo que cabría esperar y mostraba rasgos de ave en vista lateral, incluyendo lo que podía ser una condición diápsida modificada. Había un fragmento de mandíbula al lado de unos dientes claramente no pertenecientes a una ave.
Y serpenteando a través de la matriz, como un halo alrededor de aquellos restos aplastados, estaba el rastro de una pluma negra.
—¿De dónde ha salido esto? —preguntó escondiendo su excitación.
—En el riachuelo de Cooperhead hay un yacimiento del Triásico. Es uno de mis lugares favoritos para buscar fósiles. Te podría llevar allí, si quieres.
Salley se agachó sobre el fósil y dijo:
—Sí, me gustaría mucho.
—¿Vendrás? ¿Puedes? ¿De verdad? —Naomi soltó su taza tan rápido que Salley brincó cuando oyó el ruido. Miró hacia arriba, esperando verla romperse.
Sus ojos se encontraron.
Naomi se puso colorada y miró hacia otro lado, confusa.
Dios mío, pensó Salley. Está ligando. Conmigo. Bueno, eso explicaba esos ojos grandes y saltones. Eso explicaba su nerviosismo. Eso explicaba un buen número de las cosas raras que había dicho.
En un repentino instante de lucidez, vio exactamente cómo debían de ser las cosas para Naomi. Una pobre mujer sola. Todavía cargando con la antorcha de esa amiga que le endosó este negocio y se fue. Y ahora una joven paleontóloga de vertebrados de primera entra como una bocanada de aire fresco en su vida, bronceada y con la melena al viento tras haber pasado el verano desenterrando esqueletos de elasmosaurus, con un viejo y oxidado Ford Windstar cargado hasta arriba de fósiles y la cabeza llena de sabiduría. No era de extrañar que se estuviera encaprichando.
Este tipo de empatía no era típica en Salley y le molestaba experimentarla en ese momento. Le daban ganas de hacer algo por la pobre. Casi le hacía desear ser de las que se sienten obligadas a regalar a la mujer un polvo misericordioso antes de irse.
Pero no era de ese tipo de personas. Y menudo desastre si lo hubiese sido. Salley ya no quería seguir teniendo una vida emocional irracional, no desde el lío con Timmy. Creía firmemente que si todo el mundo se dejara llevar por el interés propio, habría mucha menos miseria humana en el mundo.
—Tengo que estar de vuelta en Yale el martes —dijo con cuidado.
—Oh. —Naomi se miró las manos que envolvían la taza de té.
—Pero… ¿quizá en primavera? —despreciándose a sí misma, miró a la mujer directamente a los ojos y sonrió—. Seguro que aquello está precioso en primavera.
Sus ojos se iluminaron de esperanza. La próxima vez, decían, seguramente sería más atrevida, valiente, capaz de aprovechar la oportunidad.
—Por supuesto —dijo—. Tengo equipo de acampada, una tienda. Podríamos quedarnos unos cuantos días.
—Bien. Me gustaría. —De pie, Salley extendió su mano y estrechó la de Naomi. La mujer se estremeció. Oh, Dios, pensó Salley, está colada por mí. Recogió el fósil—. ¿Te importa prestarme esto? Te lo devolveré la próxima vez que me pase —dijo con naturalidad.
A Monk no le contó nada de eso, por supuesto. Lo hubiera puesto en su libro y ¿dónde estaba la parte científica de aquello?
De pronto hubo un repentino destello azul en un extremo de la llanura de ramoneadores.
—¡Uy! Allá va. —Salley esperó hasta que la pescadora hubo desaparecido en el bosque y cogió la jaula—. ¡Vamos!
Atravesaron corriendo la llanura de ramoneadores.
El nido era un hueco no muy profundo cavado en la tierra y rodeado de hojas muertas y porquería con la que la pescadora había cubierto los huevos mientras se abrían. Al lado había una área aplanada donde se había apoyado para dar sombra a sus hijos y protegerlos de los depredadores.
En el centro estaba el aleosáurido.
El polluelo era espantoso y adorable a la vez. Al mirarle uno veía primero el esponjoso plumón blanco que cubría su cuerpo y luego aquellos ojos grandes y líquidos. Después, con un chirrido como si las uñas de un gigante hubieran arañado una pizarra, su horrorosa boca se abrió para mostrar unos dientes afilados como agujas. Era una pequeña bestia fea pero al mismo tiempo tan abrazable como el juguete de un niño.
Se agachó sobre el nido para admirar a la espantosa criatura.
—Mira —le dijo a Monk—. Así es como se trata a un polluelo de aleosáurido.
Agitó una mano en frente de la criatura y cuando arremetió hacia adelante, saltando, la agarró. Su otra mano se abalanzó hacia abajo para cogerla detrás de la cabeza.
La metió en la jaula con habilidad y cerró la puerta rápidamente.
—¿Te lo llevas? Pensé…
Se volvió hacia él, con aspecto sombrío.
—Vale, Kavanagh. Te he enseñado mis trapos sucios, he contestado todas las preguntas que se te han ocurrido, hasta de qué color es mi vello pubiano. No me he callado nada. Ahora te toca devolverme el favor. ¿Cómo lo hacemos?
Él respiró hondo.
—Yo me llevaré la jaula, estoy autorizado a llevarme especímenes vivos a cualquier período posterior a 2034. En el trayecto, nos cambiamos las tarjetas de identificación, no las controlan con tanta atención cuando vuelves del pasado profundo, y te doy el espécimen. Tú te bajas en el 2034. Yo iré a tu tiempo original.
A Salley le asaltó la duda y dijo:
—Parece que va a ser llegar y besar el santo. ¿Estás seguro de que funcionará?
—En mi marco temporal, ya ha funcionado.
Un inmenso regocijo recorrió su cuerpo como si fuera fuego líquido y dijo bruscamente:
—¡Lo sabes! Sabes lo que voy a hacer, ¿a que sí?
Otra vez aquella irritante sonrisita afectada.
—Mi querida jovencita. ¿Por qué crees si no que estoy aquí?