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Lagerstätten

Estación Colina: era Mesozoica. Período Cretácico.

Época Senoniense. Edad Maastrichtiense. 67 millones de años a. C.

De la charla de orientación, Griffin se fue directo al Mesozoico. Le había deprimido lo barato que resultaba el montaje de darse la mano a sí mismo. Necesitaba recargar las pilas. Así que, para evitar las complicaciones y responsabilidades de reservar el viaje a través de su oficina, se trasladó a treinta años después y utilizó su posición para colarse en un grupo VIP que iba al pasado profundo.

Salieron del embudo al aire denso y al sol cálido del Cretácico superior. Los dinosaurios todavía vagaban por la Tierra, aunque no por mucho tiempo, y los mares poco profundos templaban tanto el clima que no había hielo ni en los polos. Sin contar la ciudad Tienda, donde dormían los investigadores, había sólo treinta y siete construcciones en todo el mundo donde uno pudiera decir honestamente que se encontraba en un interior.

Se sentía en casa.

Sus compañeros de excursión eran la típica mezcla de capitalistas depredadores, políticos demasiado adinerados y héroes condecorados en guerras de genocidio, y como guinda del pastel un almirante norteamericano y su ruidosa esposa. Griffin desapareció en el grupo y se dejó llevar por él. Cuando quería, se le daba bien pasar desapercibido.

Su guía era lo que la norteamericana chillona había definido con un comentario sarcástico como «todo un bombón para ser de ciencias», rubia y muy atractiva con su pantalón corto caqui, blusa de hilo y sombrero vaquero blanco. Había que mirarla con detenimiento para darse cuenta de que en realidad no valía mucho. Algunos de los caballeros sonreían a su retaguardia fantaseando en secreto y preferían no mirarla al detalle. Cuando Griffin emergió de sus pensamientos descubrió que la chica estaba hablando.

—… lo primero que la gente pregunta es: ¿dónde están los dinosaurios? —Sonrió deslumbrantemente y barrió el aire con el brazo—. Pues nos rodean por todas partes…: ¡los pájaros!

En su estado de agotamiento, a Griffin el grupo le parecía una baratija para turistas hecha de bambú, papel charol y cuerda, con una manivela para convertir a las personas recortables en dos dimensiones en algo parecido a seres humanos. La guía giraba la manivela y ellos se reían, miraban a su alrededor ilusionados, subían la cámara y después decidían no disparar.

—Sí, los pájaros son dinosaurios. En términos técnicos descienden de los terópodos y por tanto son parientes lejanos del tyrannosaurus rex y primos hermanos de los dromeosáuridos. Hasta los pájaros de nuestro siglo XXI son dinosaurios. Pero si miran con cuidado, verán que aquí los pájaros tienen garras metacarpales en su alas y muchos tienen dientes en sus picos. ¡Oh, miren! ¡Ahí va un pteranodon!

Otra vuelta a la manivela.

Las manos se alzaron para servir de visera a los ojos, las bocas se entreabrieron para dejar escapar los «ohs» y los «ahs», la cámara subió y se oyó el disparo. La chica se mantuvo callada y sonriendo hasta que las reacciones terminaron, y dijo:

—Por favor, suban conmigo hasta la plataforma de observación.

Obedientes, la siguieron arrastrando los pies, como tantos «celebresaurios» siguiendo la estela de una ágil y joven «nadiesaurus» que cualquiera de ellos podría controlar en el mundo laboral. Pero tal era el poder de la organización jerárquica que hicieron humildemente lo que ella indicaba.

—¿Cuándo podremos ver verdaderos dinosaurios? —preguntó alguien.

—Veremos dinosaurios no avianos con prismáticos por los ventanales de la torre —contestó educadamente la guía—. También hay un safari fotográfico para quien quiera acercarse a los animales de una forma más directa.

La estación Colina estaba situada sobre una cavidad volcánica lo suficientemente alta por tres de sus lados como para mantener alejado todo menos los enjambres de moscas enanas y mosquitos que subían de los pantanos del suroeste cada tarde al anochecer. El cuarto lado era una suave pendiente que bajaba a la orilla inundada del río, donde tenía lugar la mayor parte de la investigación. Desde la plataforma de observación, era posible ver en todas direcciones el horizonte por encima de los tejados.

—… Y si alguno de ustedes tiene alguna pregunta, estaré encantada de contestarla.

—¿Qué me dice de la teoría de la evolución?

Griffin se apoyó en la barandilla, saboreando la ligera brisa que le rozaba. El cielo estaba repleto de aves, semiaves y pterosaurios: realmente aquélla había sido la primera era del vuelo. Recorrió el cenagal con la mirada, salpicado de troncos de sicomoros y gomeros ancestrales, secuoyas y cipreses. Ríos serpenteantes brillaban como la plata, menguando hasta convertirse en hilos cuando alcanzaban la fina línea azul a lo largo del horizonte que era el Western Interior Seaway.

—¿Cómo ha dicho?

—¿Han demostrado ya la teoría de la evolución? —La que preguntaba, por supuesto, era la esposa norteamericana—. ¿O todavía es sólo una teoría?

Alguien le ofreció a Griffin unos prismáticos pero él los rechazó con un gesto. No necesitaba la ayuda de la óptica para saber que allí había dinosaurios. Sabía que había anquilosaurios paciendo en los arbustos de frutos silvestres, junto a las orillas del río, y manadas de triceratops salpicando las planicies floridas. Los anatotitanes deambulaban entre los bosquecillos de álamos repletos de dromeosaurios y limpiaban de hojas las palmeras y hayas. Los lambeosaurios hurgaban en las ciénagas. Unas rizóforas bordeaban la costa, donde los troodones cazaban pequeños mamíferos arborícolas y, no visibles desde allí, había deltas en las desembocaduras de los ríos donde edmontosaurios construían sus nidos comunales a salvo de los tiranosaurios.

—Una teoría —contestó la guía— es la mejor explicación disponible de un fenómeno que a su vez concuerda con todo lo sabido. La evolución ha soportado dos siglos de riguroso interrogatorio durante los cuales los científicos han aportado enormes cantidades de información que la avala y ni una pizca que la niegue. Toda la comunidad paleontológica la acepta como verdadera.

—¡Pero no tienen un registro completo de una de estas criaturas convirtiéndose de una cosa a otra! ¿Cómo es eso?

—Ésa es una muy buena pregunta —comentó la guía, aunque Griffin pensó que era todo menos eso—. Y para contestarla, debo enseñarle una palabra alemana: Lagerstätten. Menuda palabreja, ¿verdad? Significa algo así como «la madre del cordero». —Había modulado su tono desenfadado hasta convertirlo en una sinceridad ensayada que a Griffin le parecía casi igual de molesta.

»Antes de viajar en el tiempo, teníamos que fiarnos del registro fósil que está extremadamente fragmentado. Es decir, se forman muy pocos fósiles y de éstos muy pocos sobreviven a la erosión, y de ésos, se encuentran muy pocos. Pero ocasionalmente los paleontólogos se topaban con un Lagerstätten, con depósitos fósiles de extraordinaria riqueza y muy completos. Estos depósitos eran como instantáneas que nos daban una idea muy buena de cómo era la vida durante un período muy corto de tiempo. Pero un hallazgo como la piedra caliza de Solnhofen o la pizarra de Burgess era increíblemente inusual y muchos períodos de tiempo se nos escapaban.

—Pero ya no —dijo la norteamericana.

—Eso parece. Aunque sólo hay una docena o así de estaciones como ésta repartidas por ciento setenta y cinco millones de años de Mesozoico. Las propias estaciones son esencialmente Lagerstätten, fuentes fabulosamente ricas de conocimiento separadas por golfos de tiempo tan vastos que nunca llenaremos todos los espacios en blanco por mucho que lo intentemos.

La norteamericana asintió con la cabeza.

—O sea que nunca será probada.

—No del todo, no. ¡Pero hay buenas noticias! Uno de nuestros proyectos a largo plazo es hacer una serie de incursiones breves en el tiempo entre las estaciones para estudiar de veinte a treinta especies cada cien mil años. Las bases genéticas que estableceremos serán equivalentes a sacar una fotografía por minuto a un capullo de rosa para crear una película de cómo florece. Eso bastará, creo yo, para convencer hasta al escéptico más testarudo. Pero es mucho trabajo y los resultados no se tendrán hasta dentro de mucho. O sea que tendremos que esperar. —Su sonrisa floreció otra vez, como una rosa fotografiada a intervalos—. ¿Hay más preguntas? ¿No? Bien, entonces lo siguiente en nuestro…

La guía era una estudiante de doctorado, por supuesto, o no le habrían adjudicado el tour. Griffin se anotó mentalmente averiguar su nombre y echar un vistazo a su ficha. Tenía verdadero talento para este tipo de lisonja y era lo suficientemente joven y tonta como para no ocultarlo. A este paso, se iba a encontrar haciendo más y más de relaciones públicas hasta acabar excluida por completo de la verdadera paleobiología. Griffin ya había visto como ocurría algo así. Algo parecido le había pasado a él.

La plataforma empezó a vaciarse. Griffin se entregó al viento y cerró los ojos. Su idea original había sido pedir prestado un todoterreno y conducir al oeste, a través de las colinas de la Expedición Perdida y más allá hasta las Rocosas. O tal vez podría tomar un jetcóptero a Beringia y después ir hacia el norte con la mochila. O, si no, reclutarse en un barco de investigación al Western Interior o al Tetis. Podía salir a bucear en los arrecifes de almejas, tal vez incluso pescar monstruos marinos. Tenía meses de vacaciones acumulados de los que podía echar mano.

Permaneció de pie sin moverse, saboreando la dulzura de la ciénaga y la maleza florecida que el delicado viento del este empujaba cuesta arriba.

Entonces se dio cuenta de que tenía a alguien detrás.

—Me alegro de tenerle de nuevo entre nosotros, señor.

—Jimmy —dijo—, ¿desde cuándo entra en nuestra política que se nos cuelen creacionistas en las visitas VIP?

—Solamente es una simpatizante, señor —contestó Jimmy Boyle—. De las que van a la iglesia los domingos, de las que se cree las palabras del párroco sobre lo que la Biblia dice y deja de decir y de las que se sorprenderían muchísimo si oyera que el hombre es un ignorante que no sabe ni hacer la o con un canuto. Inofensiva, de veras.

—Inofensiva.

—Sí, señor.

—Bueno, a mí no me parece tan inofensiva. La gente suelta esas tonterías sin parar y se extienden. Hacen metástasis. Sofoca un tumor aquí con argumentos cuidadosamente ordenados y brotará en una docena de sitios. Es fácil para ellos, pueden inventarse los hechos.

Jimmy no dijo nada.

—Lo que me pareció más deprimente es que ni uno entre la multitud de augustos encargados de tomar decisiones del grupo pensó que había algo escandaloso en sus preguntas. Se quedaron parados, asintiendo y sonriendo, como si fuera perfectamente razonable dudar de la evolución rodeados de dinosaurios.

—Bueno, después de todo eran del 2040, señor. Ya sabe cómo son las cosas entonces.

Griffin volvió la cara hacia el oeste. Hacia las montañas, pensó. Definitivamente, iré a las montañas. Había criaturas allí que ningún hombre había visto jamás, ni siquiera después de todas esas décadas. Los «paquis» de las montañas no habían sido estudiados adecuadamente, de ellos podría sacar uno o dos artículos. Se llevaría caña y sedal y pescaría algunos salmones espada. Sería divertido.

Finalmente, el silencio de su subordinado duraba demasiado como para poder ignorarlo.

—Bueno, Jimmy —dijo—. ¿Qué pasa? ¿Por qué me estabas esperando?

—El Viejo ha estado aquí.

—Oh, Dios. —Según la experiencia de Griffin, siempre había malas noticias cuando el Viejo tenía algo que ver. Una crisis de financiación en la década de 2090. Un memo de cien millones de años después. Un estruendo de descontento de los inalterables—. ¿De qué se trata esta vez?

—Dijo que usted vendría y que debía enseñarle algo.

Se quedaron mirando un contenedor de madera puesto encima de una mesa larga en la única sala de conferencias del mundo. Eran cinco: Griffin, Jimmy, los agentes de seguridad Molly Gerhard y Tom Navarro, y Amy Cho, una especialista académica que guardaban en la recámara exactamente para incidentes así.

—¿Quién cree que se supone que es? —preguntó Griffin.

—Yo diría que Adán, señor. Pero en este caso me remito a la señorita Cho.

Amy Cho era una gorda matriarca que se agarraba fuerte a la empuñadura de su bastón con manos torcidas y rebosantes.

—Adán, sí. Él es seguro la elección más representativa. Yo le pondría un puñal de cobre y un anillo de hierro y lo atribuiría a Tubal-caín. El primer orfebre. Hijo de Lamech. Pero cualquier campesino esclavo sin nombre sería suficiente, mientras haya muerto en el Diluvio Universal. —Sonrió con sorna—. Incluso podría ser una mujer.

Era un esqueleto humano, y era precioso. La luz producía reflejos prismáticos de color que bailaban por las superficies de piedra que sobresalían entre las bolitas de embalar.

—¿De qué es? ¿De ópalo?

—Sí, señor.

—Ha debido de costar una maldita fortuna.

—Así es, señor.

Había muchas maneras de hacer un fósil. No todas eran honestas. Éste había empezado como esqueleto humano. Alguien lo había enterrado en cieno dentro de un horno de agua presurizada a baja temperatura, del tipo que los falsificadores llaman un «permineralizador».

El aparato tenía varias funciones. Primero, servía de incubadora para las bacterias que viven dentro de los huesos. Delicadamente las animaba a desarrollar y formar biopelículas: estructuras cooperativas en forma de tuberías y conductos que llevan agua y oxígeno a cada parte del hueso y se llevan los productos de desecho. Después las alimentaba con un chorro lento pero constante de agua altamente mineralizada. Los falsificadores solían preferir las calcitas y las sideritas para producir el brillo pálido o rojinegro característico de los fósiles comunes. Pero en este caso se habían decidido por silicatos para conseguir ese tipo de esplendor pre-Reforma que no hubiera quedado fuera de lugar en el Vaticano.

Las bacterias comían, bebían y se multiplicaban felizmente, calentitas y cocidas a fuego lento dentro de su caja, hasta que ya no quedaba nada orgánico en el hueso. Entonces morían. Cada una dejaba un pequeño bulto de minerales donde había estado, pues los había consumido con el agua pero los eliminaba porque no tenían ningún uso metabólico para ellas.

De esta manera, criaturas microscópicas excretaban réplicas perfectas de los huesos de una criatura millones de veces mayor.

—Vayamos poco a poco —dijo Griffin—. ¿Exactamente qué planeaban hacer con esto?

—Bueno, primero lo iban a enterrar, señor. Probablemente a finales del siglo XXI identificarían un yacimiento colocado más o menos ahora. No puedo decirle dónde.

—En el Rancho del Santo Redentor —intervino Amy Cho—. Allí entrenan a sus propios paleontólogos. El año pasado se doctoraron seis en biología relacionada con el Diluvio. Desenterraron un esqueleto de chasmosaurus muy bueno y lo molieron hasta hacerlo polvo con la esperanza de obtener lecturas diversas de radiocarbono de distintas porciones del mismo hueso, para desautorizar los métodos de datación tradicionales. —Cojeó hasta una silla y empezó a sentarse despacio. Jimmy se apresuró a ofrecerle su ayuda—. No lo consiguieron. Por eso nunca publicaron sus descubrimientos.

Por fin sentada, añadió:

—Una vez estuve allí, en un desayuno-misa. Me lo pasé estupendamente.

—Lo que quiero saber —dijo Molly Gerhard— es qué ganarían ellos con esto. —Molly era la oficial de seguridad más joven, una pelirroja ansiosa por entrar en acción. Tom Navarro era un hombre fuerte y nada llamativo, claramente el mentor del equipo. Él era el criador de halcones, ella el halcón que había volado de su mano—. Han enterrado unos huesos, ¿y qué?

—Es el Cáliz Sagrado —replicó Amy Cho— de la ciencia creacionista. Huesos humanos fosilizados in situ entre estratos de roca previamente documentados por los científicos como que son de hace decenas de millones de años. En su marco de referencia, por supuesto, estos sedimentos se dejaron hace 4 500 años y los dinosaurios son simplemente animales que se ahogaron durante el Diluvio. Así que si aparece un esqueleto humano junto a los dinosaurios, es una prueba innegable de que ellos tienen razón y nosotros no.

—Podría haber sido un científico —dijo Molly dudosa—. Se alejó del campamento y se topó con un contratiempo.

—¿Billones y billones de dinosaurios producen solamente unos pocos miles de fósiles y un único científico perdido se fosiliza y es recuperado eras después? Nadie se creerá eso —replicó Tom con delicadeza—. Yo no me lo creería.

Griffin sintió una urgencia irrefrenable de mirar la hora y se agarró el reloj con la mano para al mirarlo (no lo podía remediar) no ver la esfera. No merecía la pena rendirse a esos impulsos. Lo sabía gracias a su larga experiencia.

Levantó la vista.

—¿Cuánto tiempo llevaba guardado antes de ser encontrado?

—Seis meses.

—Entonces quien se suponía que debía recogerlo no lo hizo.

—Es probable que le diera miedo. Ocurrió algo que le hizo pensar que le estábamos vigilando —dijo Jimmy—. O vigilándola —corrigió cuando Amy Cho frunció el ceño—. Sin embargo, me gustaría centrar su atención en un pequeño detalle particularmente astuto. Miren la etiqueta.

Los que estaban a la derecha del contenedor se acercaron para mirar. Molly dio la vuelta para unirse a ellos.

—«Trípode del sistema» —leyó Griffin en voz alta— «de lanzamiento del explorador Martin Marietta Ptolomeo. Atención: únicamente puede ser utilizado por personal entrenado».

—El Ptolomeo es un sistema de exploración orbital. Puede ser lanzado sólo por tres personas: dos llevan el cohete y el tercero coloca el trípode. Una de las primeras cosas que hacemos cuando establecemos una estación base es lanzar un satélite para poder cartografiar. Lo curioso es que era un sistema muy bueno en su momento, pero ese momento ya pasó.

—Refresca mi memoria. ¿Cuál es nuestra fecha hermana de origen?

—2048, señor.

—Bueno, al menos, algo es algo. —Para Griffin la gran línea divisoria de la operación no estaba entre la era humana y el Mesozoico, sino entre los tiempos con una fecha de origen anterior al 2034, cuando los viajes en el tiempo eran un secreto, y las posteriores, cuando ya eran de domino público. Nunca le gustó trabajar las fechas pre-2034. Odiaba el secretismo.

—Evolucionamos hasta los satélites cartográficos del tipo Mercator a finales del 2047. Por eso la etiqueta de este contenedor es particularmente buena. Era algo lo suficientemente obsoleto para que nadie lo usara pero no lo bastante pasado como para sorprenderse de que fuera enviado. Muy astuto, diría yo.

—Gracias, Jimmy. ¿Alguien sabe algo más? —Griffin esperó—. De acuerdo, entonces, vamos a juntar las piezas. Tenemos una caja de huesos sagrados, alguien que sabe qué trozo de tierra como otro cualquiera de aquí y ahora va a ser una piedra caliza rica en fósiles en el Rancho del Santo Redentor dentro de sesenta y siete millones de años y el conocimiento preciso de que el sistema de lanzamiento Martin Marietta Ptolomeo acaba de quedarse obsoleto. Lo que significa, ¿qué?

—Significa que tenemos un topo creacionista entre nuestra gente —dijo Molly.

—¡Un creacionista puro! —Cho dio un golpe con su bastón para hacer énfasis—. No un creacionista cualquiera o típico, si no un creacionista puro.

—¿Pero qué diferencia hay?

—Son los que creen en la violencia. Los que matan gente.

Hubo un momento de silencio mientras todos absorbían la información.

—¿Cuáles son nuestras opciones? —preguntó Griffin por fin—. ¿Podemos ir hacia atrás e interceptar esto cuando sea entregado? Y lo más importante, ¿podemos capturar al topo antes de que vuelva a actuar?

—No ha habido desapariciones o ausencias injustificadas entre los científicos durante los últimos seis meses, señor. Que es cuando nuestro topo estaría operando. O sea que no, no podemos.

Molly echó una mirada rápida a Tom y dijo:

—He repasado los registros. No hay nada sobre quién entregó este contenedor, cuándo llego, quién firmó la recepción. Simplemente aparece en el inventario un día. Y sabemos que algo espantó al topo.

—¿Lo has repasado todo?

—Sí, señor, lo he hecho. Hay un gran silencio en torno a la llegada de este contenedor. Alguien, y tengo muchas razones para pensar que somos nosotros, se ha encargado minuciosamente de crear ese silencio.

—¿Es un silencio lo suficientemente grande como para introducir una operación? En términos realistas, ¿hay suficiente espacio para que podamos tender una trampa?

Todos se incorporaron una pizca para escuchar la contestación de Molly. Los ojos les brillaban a todos. Hasta Amy Cho mostró una dentadura feroz.

—Sí —dijo—. Estoy segura.

Cuando terminaron de preparar los planes y todos habían recibido las órdenes, Griffin les dejó marchar y se fue a su despacho. No importaba dónde estuviera, la oficina de Griffin siempre era igual. Insistió en ello. La mesa justo aquí y el armario de las bebidas allí. Los memorandos activos en el primer cajón de la izquierda ordenados por fechas. La documentación complementaria, un cajón más abajo. Formularios, papel con membrete y un paquete de papel grueso color crema abajo del todo. Del Triásico al Holoceno, desde Pangea a través de la partición del supercontinente en lo que en un momento dado sería la configuración moderna de los continentes, le gustaba encontrarse los lápices afilados y en su sitio.

Había sido un buen día de trabajo. Se sintió bien brevemente. Entonces leyó la mitad del primer memo activo y se le agrió el estómago.

Era el horario de una serie de conferencias en las que celebridades de la generación uno visitaban estaciones de investigación de la generación dos y la generación tres para enseñar a los jóvenes científicos la historia de su campo. Siempre les vigilaba con cuidado porque la tentación de un científico de pasarle información a un ídolo de su formación era inmensa.

El tercer conferenciante de la lista era Richard Leyster.

Entre los asistentes estaba Gertrude Salley.

Abrió un cajón de golpe, sacó un folio con membrete y empezó el borrador de un memorando: «A todos los implicados: la tercera conferencia de la página adjunta ha sido cancelada permanentemente. Se tomarán todas las medidas para que Salley y Leyster no tengan la oportunidad de…».

La puerta se abrió y se cerró tras él. Una presencia que le resultaba familiar llenó la habitación.

—No te levantes —dijo el Viejo.

—No iba a hacerlo.

El Viejo fue hasta el mueble bar y se sirvió un trago de bourbon. Se lo acercó a la nariz y lo olió, pero no bebió.

Entonces cogió el memo en el que Griffin estaba trabajando y lo rompió por la mitad.

Griffin cerró los ojos.

—¿Por qué?

—Otra vez has estado haciendo caso de los rumores. —El Viejo tiró las mitades rotas a la mesa—. Si no, no estarías intentando separar a esos dos.

—Vale, atiendo a los rumores. Sólo estoy evitando los casos extremos. Si quiero conseguir algo, tengo que vigilar lo extremo. ¿Qué posibilidades tengo si no?

—Aquí no hay extremos. —El Viejo dejó el vaso y sacó una carpeta de su portafolios—. Aquí tienes el informe de la acción que iniciaste esta mañana. No servirá para encontrar a tu topo. Debe delatarse a sí mismo. Tendrás que dejar que lleve a cabo sus planes.

—No me cuentes más. Déjame espacio para maniobrar.

El Viejo negó con la cabeza.

—Lee el informe. Después haz lo que está escrito.

Griffin abrió la carpeta sin muchas ganas. La abrió por la primera página, aplanó los bordes y empezó a leer.

Cuando iba por la mitad de la página, paró.

—Has cometido un error. Yo no debería ver la lista de muertos.

—Ha sido a propósito. Sentí que estabas preparado.

—Maldito —dijo Griffin con vehemencia. No encontraba razón operativa ni administrativa alguna por la cuál él debiera acceder a esa información. Solamente le podía estar siendo revelada por malicia—. ¿Por qué implicarme en esto? Hay una gran diferencia entre enviar a la gente a una situación peligrosa y mandarles a morir.

—No tan grande como piensas.

—Eso es asesinato, simple y llanamente.

El Viejo no contestó a eso, ni Griffin esperaba que lo hiciera. Leyó el informe despacio hasta el final, suspiró y dijo:

—O sea que Leyster me odia por esto. Que Dios me ayude. Si lo hubiera sabido, hubiera tratado mejor al pobre cabrón.

—Estas cosas pasan.

—¡Porque dejamos que pasen!

—Pasan porque pasan. No nos atrevemos a interferir. No hagas como que no sabes por qué.

A esto Griffin no tenía respuesta.

El Viejo fue a la ventana y ajustó las persianas. Griffin pestañeó cuando el sol de última hora de la tarde le dio en los ojos. Afuera, había llegado un todoterreno y estaba rodeado de entusiastas doctorandos. Hizo un gesto con su vaso aún intacto.

—Mírales. Tan jóvenes y llenos de energía. Ninguno de ellos tiene la menor noción de lo contingente que es su universo.

Cerró las persianas otra vez, dejando a Griffin deslumbrado y ciego.

—Todos van a morir. Tarde o temprano. Todo el mundo muere.

—Pero no por mi culpa. Maldita sea, ¡no lo haré! Antes destrozaré todo el podrido sistema con mis propias manos. ¡Juro que lo haré!

Pero sólo era un perro ladrador, los dos lo sabían.

—Todo el mundo muere. Una gran parte de crecer consiste en aprender a aceptar este hecho. —El Viejo volvió a dejar el vaso y a abrir su portafolios. Esta vez extrajo una bolsa de papel marrón, que volcó sobre la mesa. El objeto que contenía resbaló hacia fuera haciendo ruido—. Esto es para ti.

Era un cráneo humano.

El cráneo no había estado enterrado mucho tiempo, unas pocas décadas como mucho. Un trozo de fino musgo verde le cambiaba el color a una mejilla. Había empastes en los dientes.

A Griffin se le secó la boca.

—¿De quién es?

—¿De quién crees? —El Viejo arrugó la bolsa y se la metió en el bolsillo. Después se bebió el bourbon que había estado sujetando todo este tiempo, abandonó el vaso y se volvió para marcharse. En la puerta se paró y dijo—: Memento mori. Recuerda: debes morir.

Cerró la puerta silenciosamente tras de sí, dejando a Griffin horrorizado mirando con fijeza el cráneo que el Viejo le había dado.

El suyo.

Cruzando el complejo hacia el edificio que alojaba el embudo del tiempo, Griffin vio a la joven paleontóloga que había sido su guía esa mañana ayudando a mover a un velocirraptor recién capturado del todoterreno a una jaula al aire libre en la parte de atrás de la colonia de animales. Se paró a mirar. Ella era una de las tres personas que sujetaban el collar con pinchos que rodeaba su garganta. Se resistía ferozmente pero no podía alcanzar a ninguno de sus captores con sus garras rematadamente afiladas. Un cuidador estaba cerca con un rifle eléctrico por si escapaba.

Ella brillaba por el sudor y el esfuerzo y sonreía como una posesa. Era obvio para Griffin que éste era el mejor momento de su vida hasta la fecha.

—¿Viene, señor?

—En un minuto, Jimmy. Adelántate. Estaré contigo en seguida.

Esperó hasta que enjaularon al animal y se acercó a la joven.

—Hizo un gran trabajo guiando al grupo esta mañana.

—Oh…, gracias, señor.

—Tengo muchas influencias. Quiero que sepa que la voy a recomendar para un ascenso a un puesto de jornada completa como relaciones públicas. No hay garantías, por supuesto. Pero si persevera, la veo dirigiendo todo el departamento en no muchos años. —La mujer le miraba incrédula. Le puso la mano en el hombro.

—Siga así. Estamos orgullosos de usted.

Entonces se marchó, cuidando de no mirar atrás. En su mente, la podía ver preguntando a la persona más cercana: «¿Quién era ése?». Podía ver sus ojos creciendo horrorizados ante la respuesta.

A veces, para conseguir un buen lo-que-fuera, simplemente había que mentir a la gente.

Griffin también odiaba eso.