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El acertijo de Aquiles

Crystal City, Virginia: era Cenozoica, Período Cuaternario.

Época Holoceno. Edad Moderna. 2012 d. C.

Leyster era la única persona de la furgoneta que no se asomaba excitada por la ventana para fijarse en los anuncios y en los nuevos autobuses públicos ni se pegaba al cristal cuando pasaban por un lugar en obras. A todos les habían dado el Washington Post del día en el Pentágono y era cuestión de cara o cruz si los cómics o las páginas de opinión les harían más gracia. Podía entender su nostalgia, pero no podía sentirla.

Para él sólo era el presente.

El hombre que tenía al lado le miró con su alegre cara redonda y extendió una mano.

—¡Hola! Me llamo Bill Metzger y ésta es mi mujer, Cedella. Somos de dentro de diez años. —Ella, sonriente, se incorporó sobre su marido para darle la mano. Era visiblemente menor que él. Formaban un matrimonio como la noche y el día—. Yo no estoy en el proyecto pero Cedella expondrá su trabajo sobre los huesos nasales turbinados de los hadrosáuridos lambeosaurinos.

—¿De veras? Qué interesante. Mi trabajo trata de los huesos nasales turbinados de los Stegosaurus. Y de la estructura de su garganta y su lengua. Y un poco sobre su cerebro.

—Eso me suena. —Cedella buscó rápidamente entre sus resúmenes—. No era el que quería… —Paró de buscar—. ¡Ah! ¡Es usted Richard Leyster! Dios mío. Quería decirle que su libro fue tan…

Su marido carraspeó como queriendo decir algo.

—¿Mi libro?

—Ah, sí. Todavía no ha salido. —Se volvió para continuar mirando por la ventana—. ¿Te imaginas llevar esa ropa tan horrorosa? Aunque no nos parecía tan mal en su día.

Cedella tenía el acento jamaicano más bonito que Leyster había oído jamás, tan empalagoso como las natillas de caramelo y tan nítido y preciso como una ecuación algebraica. Solamente oírla hablar era un placer.

—A lo mejor debería bajarme y buscarte —dijo Bill. Un marine que estaba sentado delante le echó una mirada asesina pero no dijo nada—. Estabas muy maciza, con o sin esa ropa rara.

—¿Cómo que «estaba»? —Le atizó con el periódico y él se rió—. Debería dejarte intentarlo, vejestorio. Entonces no estaba tan agotada de tanto cuidarte, seguramente te hubiera dado un ataque al corazón. Y te lo hubieras merecido.

—Al menos moriría feliz.

—¿Y qué hubiera hecho yo? ¿Qué habría hecho el resto de la noche una vez la ambulancia hubiera retirado tu carcasa inservible?

—Ver la televisión.

—No ponen nada bueno hasta después de cenar.

Ambos estaban tan feliz y dulcemente absortos en el otro que, en contraste, Leyster sentía amargura y mal humor. No podía evitar maravillarse con la fluidez y naturalidad con que cruzaban las palabras. Conversar nunca era fácil para él. Nunca sabía qué decirle a la gente.

Bill se volvió hacia él.

—Perdone a mi díscola mujer. Es nuestro primer viaje por el tiempo y creo que todo el mundo por aquí anda un poco atolondrado.

—No todos. Algunos vivimos aquí.

—Sí, sí, perdón, a veces me cuesta recordarlo. —Bill volvió a mirar por la ventana maravillado de lo que para Leyster era una zona con filas de casas perfectamente ordinaria—. No puedo creer cuánto ha cambiado esto en sólo diez años. ¡En la próxima década van a pasar tantas cosas!

—¿Algo importante?

—¿En comparación con esto? ¿En comparación con viajar en el tiempo? Nada. Absolutamente nada.

El marine que, según les habían dicho, tenía órdenes de disparar a quien intentara bajarse de la furgoneta antes de que se lo indicaran, y a quien ellos no podían decir nada de sus orígenes y destinos, parecía incómodo.

La charla de bienvenida tuvo lugar en el Hotel Marriott Crystal Gateway. Era, seguramente, el seminario más raro al que había asistido Leyster.

En algunos aspectos era el mejor. Una ventaja de viajar en el tiempo era que los trabajos de las conferencias estaban disponibles al principio del seminario. Todavía se tardaba un año o más en reunirlos, editarlos e imprimirlos, pero los libros podían entonces enviarse de vuelta al pasado para venderse en la mesa de inscripciones y así poderlos llevar de conferencia en conferencia y anotar en ellos mientras se presentaban.

El lado negativo era que Leyster sólo reconocía a una fracción de los presentes. La paleontología era un mundo muy pequeño, no existían más de doscientos a trescientos profesionales en cada momento. En la mayoría de las conferencias, conocía a todos los importantes y estaba al menos vagamente familiarizado con los rostros de los demás. Pero aquí, puesto que había profesionales reclutados en un período de veintipico años, muchos eran extraños para él. Incluso aquellos que creía conocer habían envejecido y cambiado hasta tal punto que no se sentía cómodo acercándoseles. Ya no estaba seguro de quién era quién.

Se sirvió una gran ración del bufet y se puso a la cola para pedir café. Bill y Cedella se colocaron tras él, Bill le dio una palmada en el hombro y Cedella le mostró brevemente su brillante dentadura. Agradecía la compañía.

Cedella hizo una mueca al tomar el primer sorbo.

—Es peor que nunca. Si podemos mandar a un hombre a la luna y viajar cien millones de años atrás, ¿por qué no podemos hacer un café decente?

—Si te parece malo, deberías probar el descafeinado.

—Cuánto sufre este hombre. —Se volvió hacia Leyster—. ¿Ve cómo sufre?

—He estado pensando en mi libro. Está casi terminado, pero se me ha atravesado el título. He pensado que tal vez Rastros del tiempo

—Oh, pero ése no es…

Bill carraspeó y Cedella se calló.

—De verdad, no podemos decirlo —dijo con delicadeza—. Me disculpo de veras, pero fueron muy claros en eso.

—¡Vamos! El discurso más importante de la mañana empieza en unos minutos. Quiero coger un buen sitio.

Leyster les siguió hasta el gran salón de baile. En la habitación se oía un murmullo alegre de expectación. Todo el mundo estaba deseando empezar. Cuando la conferencia terminara, prepararían sus primeras excursiones al pasado profundo, donde se encontrarían cara a cara con lo que ahora conocían solamente mediante marcas en la piedra. Eran como crías de halcón esperando nerviosas en los salientes de un precipicio, sabiendo que pronto saltarían al vacío, abrirían las alas y volarían.

Los asientos se llenaron. Alguien bajó las luces.

Griffin se puso tras el estrado. Parecía mucho mayor de lo que Leyster recordaba.

—Primera diapositiva, por favor.

La diapositiva mostraba al cavernícola de los Picapiedra acariciando la cabeza de su fiel dinosaurio de montar, Dino. Hubo algunas risas.

—Dentro de unos momentos, será el turno de lo que creo que se denomina técnicamente «lo bueno». Y lo que tenemos es espectacular. Además de las presentaciones, esta noche veremos una película: imágenes reales de dinosaurios tomadas en el Triásico, Jurásico y Cretácico. Esta cinta ha sido elegida por paleontólogos de vertebrados, como ustedes, de la generación dos y se han asegurado de incluir sus favoritos. Les garantizo que habrá sorpresas.

Varios miembros del público aplaudieron.

—Pero antes de continuar, estoy obligado a comentarles unas pocas reglas del juego. Todos los presentes ya han sido informados de las penalizaciones por no guardar el secreto. Hoy solamente voy a explicar por qué esas penalizaciones son tan draconianas. Nuestros físicos han pedido que les cuente lo menos posible sobre la mecánica de viajar en el tiempo. Diapositiva.

La nueva diapositiva mostraba una densa aglomeración de anotaciones matemáticas. Leyster asumió que no estaban sacadas de las verdaderas fórmulas para viajar en el tiempo, pero aunque lo fueran no podían resultar más incomprensibles.

—Es fácil.

Risas.

—Para poder organizar seminarios como éste, tenemos que traer y llevar a investigadores de un período que abarca el próximo siglo, más o menos. Se les ha podido ocurrir a algunos de ustedes que hay gran cantidad de información provechosa obtenible de una copia del periódico del año que viene. Números de la lotería. Ganadores de la liga. Precios de las acciones. ¿Qué evita que apunten unos pocos números y se aprovechen de ellos? Sólo una cosa:

»La paradoja.

»La paradoja es algo contradictorio en sí mismo, y además irreconciliable. Por ejemplo, el barbero de Sevilla afeita a todo el que no se afeita a sí mismo. ¿Se afeita él a sí mismo o no? La afirmación “esta frase es una mentira”, ¿es verdadera o falsa? O algo más cercano: un hombre va al pasado y mata a su abuelo de niño evitando así su propio nacimiento. ¿Cómo es posible que existiera, pues, para poder cometer el crimen?

»Si no viajamos en el tiempo, las paradojas sólo son agradables problemas lógicos que pueden ser resueltos limpiamente con un pequeño ajuste de las reglas lógicas en torno a la autorreferencia. Sin embargo, cuando es posible invadir la infancia de nuestros abuelos físicamente, resolver las paradojas se hace vital. Así que hemos reflexionado detenidamente sobre ello.

Griffin hizo una pausa, frunciendo el ceño y buscando un lugar en sus notas. Nadie hizo ni un ruido. Leyster no sentía que aquel hombre despidiera ningún calor ni carisma, pero para los demás era claramente el mejor. Todo el salón estaba con Griffin.

—Resulta que la paradoja está del todo incrustada en la naturaleza de la existencia. Ambas se hallan profundamente interrelacionadas. Tercera diapositiva. —Otra viñeta, esta vez de un hombre atlético con una falda griega y sandalias atadas con lazos corriendo a toda prisa hacia una tortuga que huye de él arrastrándose un poco más adelante en la carretera.

—Fijémonos en la primera paradoja de Zenón. Aquiles, el hombre más rápido del mundo, desea adelantar a un tortuga que está delante de él en el camino. Corre hace ella tan rápido como puede. Sin embargo, cuando llega a donde estaba la tortuga, la tortuga ya no está allí. Ha avanzado un poco más. No hay problema. Simplemente tiene que correr hasta ese nuevo punto. Sin embargo, cuando llega allí, se encuentra con que la tortuga ya no está. No importa cuantas veces lo intente, nunca puede alcanzar a la tortuga.

Griffin sacó una pelota de tenis de su chaqueta. La lanzó al aire con suavidad, la cogió al bajar.

—Consideremos también la tercera paradoja de Zenón. Aquiles saca su arco y dispara una flecha a un árbol. El árbol no está muy lejos. Pero para que la flecha alcance el árbol, debe primero viajar a la mitad de distancia entre el arco y el árbol. Para alcanzar ese punto medio, primero debe viajar la mitad de esa segunda distancia. Y así sucesivamente. Para llegar a cualquier sitio, la flecha debe llevar a cabo un número infinito de operaciones. Para lo que empleará una cantidad infinita de tiempo. Obviamente, nunca se moverá.

De pronto lanzó la pelota tan fuerte como pudo. Chocó contra las puertas del salón con un golpe suave y rebotó por el pasillo.

—Y sin embargo, se mueve. La paradoja puede ser y es. Éste es el acertijo de Aquiles. ¿Cómo puede algo que parece contradictorio ocurrir tan fácilmente en este mundo?

»No tenemos repuesta para este acertijo.

»Pero, en un momento, voy a salir de aquí para coger la limusina de vuelta al Pentágono. Se tarda más o menos media hora. Viajaré al pasado, a hace una hora, para volver del Pentágono exactamente hace media hora. Un coche me estará esperando. Me subiré en él para volver aquí, al Marriott. El conductor me dejará en la puerta principal. Atravesaré el vestíbulo, recorreré el pasillo y llegaré a las puertas cerradas del gran salón de baile.

Las cabezas empezaban a girarse.

—Y entraré en la habitación… ahora.

Las puertas se abrieron y Griffin entró tranquilamente, sonriendo desenfadado y saludando con la mano de camino al escenario.

Los dos hombres idénticos se dieron la mano.

—Griffin, me alegro de verte.

—El que se alegra soy yo, Griffin. —El primer Griffin se dirigió al público—. Como pueden ver, sí es posible que un mismo objeto esté en dos lugares a la vez. —Le pasó el micrófono al segundo Griffin.

—Y ahora debo irme para coger la limusina que les dije antes porque, en fin, dejaré que yo mismo una-hora-mayor les explique por qué. Ya saben, cuanto más mayor, más sabio.

Griffin se fue por el pasillo. Por el camino, paró para recoger la pelota de tenis y desapareció tras la doble puerta.

Su otro yo buscó en su bolsillo y puso la misma pelota de tenis sobre el atril.

—Allá va la solución pragmática de nuestro dilema. Dando una simple vuelta cerrada por el tiempo, he podido presenciar el mismo momento desde dos perspectivas distintas. La causalidad no ha sido violentada. No ha habido paradoja.

»De un modo similar, todas nuestras acciones del pasado, (todas sus acciones futuras, todo lo que harán) ya ha existido durante millones de años y es parte de lo que ha llevado inevitablemente a este momento. No se obsesionen con las repercusiones de acciones simples. Pisen todas las mariposas que quieran, el presente está a salvo.

»Sin embargo, supongan que al entrar aquí hace un momento hubiera decidido comportarme de manera distinta a la que me vi a mí mismo actuar la primera vez. Supongan que en lugar de darme la mano, hubiera decidido tumbarme a mí mismo de un puñetazo. Supongan que el primer yo se hubiera enfadado tanto que se hubiera negado a viajar al pasado. ¿Qué hubiera ocurrido entonces?

—No podía haber ocurrido —gritó alguien entre el público—. No ha ocurrido, luego no podía ocurrir.

—Eso es lo que indicaría el sentido común. Sin embargo, ¡diapositiva! —Fórmulas matemáticas incomprensibles volvieron a llenar la pantalla—. El sentido común tiene poco que ver con la física. Lamentablemente, la paradoja es muy posible.

»Imaginemos que al entrar en esta habitación, con esta pelota de tenis en mi bolsillo, le hubiera dado una patada a la pelota original para quitarla del medio del pasillo, enviándola rozando por encima de este mar de caras amables. Esto hubiera evitado que mi yo anterior la hubiera podido recoger en un primer momento. ¿De dónde entonces vendría esta pelota de tenis? Supongan también que hubiera cogido la pelota y se la hubiera dado a mi yo anterior para que se la llevara al pasado para que yo pudiera traerla aquí para devolverla. —Se lanzaba la pelota de una mano a otra—. ¿De dónde ha venido? ¿Adónde va? Si ha aparecido espontáneamente, como un milagro de la física cuántica, ¿por qué entonces lleva el logotipo de Spalding grabado en una cara?

Nadie se rió. Unas pocas personas del público carraspearon incómodas.

—Cualquiera de esos casos (negarse a llevar a cabo un acto antes presenciado o sacar la pelota de tenis de la nada) hubiera representado un tremendo incumplimiento de causa y efecto. Hay razones de peso para no permitir que esto ocurra. Ni siquiera se me permite dar una pista sobre estas razones, pero puedo asegurarles que de verdad nos las tomamos muy en serio.

»El meollo del asunto es éste: ¿puedes retroceder en el tiempo y matar a tu abuelo? Sí y no. Sí, podría pasar. No hay nada en la naturaleza física de la realidad que lo impida. Y no, no permitiremos que ocurra.

»Tenemos modos de detectar una paradoja antes de que ocurra, y una vez más, no les diremos cuáles. Pero cualquier amenaza a esta preciosa y frágil iniciativa será abortada antes de nacer, se lo puedo asegurar. Y los responsables serán castigados. Sin excepción. Y también sin piedad.

Se metió la pelota de tenis en el bolsillo.

—¿Alguna pregunta?

Un espabilado caballero mayor que podía ser el padre de alguien con quien Leyster trabajó una vez se levantó.

—¿Qué ocurriría si, a pesar de sus mejores esfuerzos, se les escapa una paradoja?

—La totalidad del proyecto se cancelaría. Retroactivamente. Con esto quiero decir que nunca se les habrá planteado esta maravillosa oportunidad. Es duro, pero quienes entienden de esto me han asegurado que es absolutamente necesario.

Una mujer se levantó.

—¿Qué sería entonces de nosotros?

—Una vez libres de la causalidad, toda nuestra historia a partir de ese momento se convertiría en un círculo cerrado en el tiempo y se disolvería.

—Perdone. ¿Qué quiere decir eso?

Griffin sonrió.

—Sin comentario.

Leyster levantó la mano rápido.

—Señor Leyster, por alguna razón ya sabía que usted sería uno de los que preguntaría.

—Esta tecnología, sea lo que sea, debe de ser cara.

—Mucho.

—¿Y por qué nosotros?

—¿Es eso una queja? —preguntó Griffin. Medio riendo, se agarró el reloj con la mano, miró hacia abajo y después de nuevo hacia arriba—. ¿Hay más preguntas?

Leyster seguía de pie.

—No entiendo por qué esta tecnología se está poniendo al servicio de nuestro uso. ¿Por qué la paleontología? ¿Por qué no el ejército, la CIA…? —Buscó a tientas otra alternativa plausible—: ¿Los políticos? Todos sabemos el poco dinero que se gastó en nuestra especialidad el año pasado en todo el mundo. ¿Por qué de pronto somos suficientemente importantes para merecer esta millonada?

Se oyeron voces molestas entre el público.

Griffin frunció el ceño.

—No logro entender por qué se opone a este proyecto.

—No me opongo…

—No. ¡Escúcheme! Traigo el regalo más grande que nadie jamás ha recibido y se lo ofrezco sin coste alguno. Sí, hay algunas condiciones. Pero, Dios mío, son extremadamente mínimas, y lo que obtiene, la posibilidad de estudiar dinosaurios vivos reales, es tan extraordinario que pienso que debería estar agradecido.

—Yo sólo…

Ahora la gente incluso le gritaba. La multitud estaba con Griffin. No era sólo el hecho de que controlara el acceso a aquello que todos querían más que nada. Sabía manipularles. Un vendedor le dijo a Leyster una vez que lo primero que hacía era averiguar el nombre de un cliente potencial. Según él, si soltaba su nombre de vez en cuando en mitad de su discurso, el cliente potencial estaba medio en el bote. Lo que hacía Griffin era más complejo que eso. Pero no más sincero.

No quieren saberlo, pensó. Han recibido algo que saben que no se merecen y no están dispuestos a preguntar el precio. Tienen miedo de que pueda ser demasiado alto.

—De verdad creo que…

—¡Siéntese! —gritó alguien.

Enrojeciendo de pura confusión, se sentó.

Griffin levantó las dos manos para pedir calma.

—Por favor. Por favor. Recordemos que en la ciencia no hay preguntas prohibidas. Nuestro señor Leyster tiene todo el derecho a preguntar. Desafortunadamente, hay razones de seguridad que me impiden contestar. Bien, como mencioné antes, esta noche les mostraremos unas películas y si miran sus horarios verán que tienen tres horas para cenar. Debo rogarles que no salgan del hotel.

»Mientras, muchos de ustedes han estado trabajando con los materiales del Mesozoico que les suministramos. Escuchemos su presentaciones.

Aplaudieron con entusiasmo. Griffin se inclinó hacia ellos, casi haciendo una reverencia.

Después del almuerzo, Leyster volvió al Gran Salón para la conferencia principal de la tarde. Buscó a los Metzger. Solamente unos pocos asientos estaban ocupados pero había bastante gente al fondo de la habitación, haciendo contactos y politiqueo, parte apoyada contra las paredes mirando escépticamente a quienes les hablaban, con sinceridad, metiendo de vez en cuando la mano en una bolsa de papel para sacar la reluciente calavera de un trodóntido o el ala con plumas brillantes y el pico dentado de un archaeopteryx.

No tenía sentido intentar participar en el tráfico de influencias hasta que no supiera quién era quién, distinguiendo a los peces gordos de los jóvenes y brillantes doctorandos que se quedan una o tres temporadas hasta que se dan cuenta de que el dinero se gana en otra parte, y a los patriarcas con influencia en las principales instituciones que nunca publican nada porque pasan tanto tiempo en la administración, de los tímidos personajes indescriptibles que apartan la cara para esconder unos ojos llenos de conocimiento apasionado.

Un hombre fornido, con el pelo blanco cortado para disimular su cuero cabelludo rosado que delataba una inminente calvicie, apareció detrás de Leyster y le golpeó en la espalda.

—¡Pedazo de cabrón! ¡Qué joven estás! No sé cómo lo haces.

—Creo que soy joven. Estamos en mi año, así que… ¿Monk? ¿Eres tú?

James Montgomery Kavanagh, Monk para los amigos, había estudiado con Leyster en Cornell. Habían sido incluso compañeros de piso una vez, aunque ninguno de ellos guardaba buenos recuerdos de aquel año. ¡Pero se le veía tan ojeroso! Tan cansado… Le debían de haber fichado al menos veinte años más tarde.

Monk apretó su hombro, le soltó.

—Menuda mañana más intensa, ¿verdad? Por cierto, me gustó tu presentación. Por desgracia no me pude quedar a las preguntas. Fue una pena que no asistiera más gente.

—He hablado para unos pocos.

—Competías contra el polluelo de un tiranosaurio. Nadie tiene mucho respeto por el trabajo de Hitchcock pero tenía unas diapositivas que todo el mundo quería ver. En fin, sólo fui porque se trataba de ti. ¿A qué ponencias vas a asistir esta tarde?

—Había pensado…

—Pasa de lo de los baryonyx. Es una chorrada. Y de la charla de Tom Holtz sobre taxonomía. La cladística es como la ciudad de Nueva York. Será impresionante cuando hayan terminado de construirla. Aunque es bueno ver que Tom todavía produce material útil después de todos estos años. Se diría que a estas alturas debería estar jubilado.

—¿Qué sabes del conferenciante de esta tarde?

—¿De Gertrude Salley? Dará un buen espectáculo. ¡Menudo personaje! Brillante en muchos aspectos, pero… bueno, le gusta arriesgarse. Está dispuesta a publicar sus descubrimientos antes de que estén totalmente descubiertos. Es una quisquillosa, le encantan los taxones. Si pudiera trabajaría en una especie distinta con cada una de sus manos. Y no tiene mucho cuidado con la procedencia de sus datos, tú ya me entiendes. Tienes que andar con mil ojos en tus especímenes cuando Gertruda-la-ruda anda cerca.

—Nunca había oído hablar de ella. ¿De dónde es?

—De unos treinta o cuarenta años más adelante. No sé la fecha exacta. Ahora debe de estar en el colegio o a punto de empezar el instituto. Trabaja una o dos generaciones por delante de nosotros.

—Ya. Entonces se supone que no debemos hablar de ella con tanto detalle, ¿verdad? Griffin dijo…

—¡No pueden evitar que cotilleemos! Al menos simulan que lo intentan, pero seamos realistas: se tolera. Mientras no nos pasemos datos importantes… Es un impulso inherente a la naturaleza humana, ¿no? —Y continuó sin hacer una pausa—. Bueno, podría escucharte toda la vida, Rich, pero tengo una carrera que atender. Gente a la que pelotear y mucho culo que lamer. Cuídate, ¿vale? Muy bien.

Y se fue.

Los Metzgers se habían acercado a Leyster en algún punto del encuentro y estaban allí escuchando en silencio. Bill le observaba asombrado. Cedella agitaba la cabeza: increíble.

—Se ha suavizado —comentó Leyster—. Le teníais que haber visto en la universidad.

Gertrude Salley era una mujer rematadamente guapa. Llevaba un traje de seda verde Nilo con la falda hasta media pierna abotonada a un lado. Leyster nunca había visto ropa de ese corte. Pero no necesitaba que el collar de perlas que rodeaba su cuello le dijera que era impecablemente clásica para su época. Se notaba. Su ponencia se titulaba «El tráfico mueve al policía» y según el listado de las conferencias trataba de la coevolución de los supersaurópodos (los seismosaurios y los titanosaurios de un tamaño tan tremendo que hacían que un camarasaurio pareciera delicado) y de los bosques mesozoicos. A Leyster no le impresionaba mucho el tema.

Pero entonces ella empezó a hablar.

—Sé tantas cosas que ustedes necesitan saber —dijo—. ¡Tantísimo! He leído todos sus libros y miles de sus artículos y en los cuarenta y cinco minutos que me corresponden no tengo ninguna duda de que podría dejar caer suficiente información para ahorrarles décadas de esfuerzo.

»Pero no me está permitido hacerlo y, aunque lo estuviera, no lo haría. ¿Por qué? Porque mucho de lo que yo sé está basado en investigaciones básicas que ustedes harán. La ciencia buena de verdad da mucho trabajo y todo lo que nosotros, los de las generaciones dos y tres, hemos conseguido está construido sobre sus esfuerzos. Si les dijera sus descubrimientos, ¿estarían dispuestos a perder media vida verificándolos? ¿O simplemente pondrían sus iniciales en los datos y los darían a conocer? Acabaríamos teniendo una de las paradojas de Griffin… información que sale de la nada. Y la información que sale de la nada no es de fiar porque no se conecta en ningún punto con los hechos.

»¿Qué les puedo ofrecer, pues? No les puedo ofrecer hechos pero sí formas de pensar. Puedo presentarles algunas teorías mías que, a pesar de ser improbables, tal vez me puedan servir para indicarles unas cuantas maneras fructíferas de mirar a las cosas.

»Consideren a los titanosaurios. Eran los saurópodos que dominaban ampliamente el Cretácico superior y por tanto eran tan importantes ecológicamente que en su tiempo un bosque podía definirse como un grupo de árboles rodeado de herbívoros…

Y continuó así, saltando de idea en idea como un salmón. Su intelecto era rápido y juguetón, del tipo que disfruta arrojando una piedra al estanque de sabiduría heredada, solamente para ver saltar a las ranas. Y como estaba hablando con cincuenta años de ventaja, era imposible distinguir qué ideas suyas eran locuras y cuáles eran resultado de los descubrimientos más novedosos. Cuando hablaba de las montañas bailando al son de los saurópodos, Leyster estaba seguro de que aquello era como mucho una metáfora, pero cuando aseguró que los ceratopsios eran cuidados como ganado por sus depredadores, no estuvo tan seguro. Tampoco le convenció aquel rollo sobre las aves.

Había captado toda la atención de Leyster.

Demasiado pronto, estaba terminando su charla diciendo:

—Pero aunque no pueda añadir nada, puedo decirles lo valioso que es, o más bien será, su trabajo. Sir Isaac Newton dijo: «Si he visto más lejos que los otros hombres es porque me he aupado sobre hombros de gigantes». Bueno, pues yo hoy tengo el raro honor de contar con la presencia de los gigantes. Y cuento con la aún más rara oportunidad de poder darles las gracias. Gracias. Gracias por todo lo que harán.

Se retiró entre un tumulto de aplausos y no se quedó para responder preguntas.

Cedella se acercó y le dijo a Leyster al oído:

—He descubierto quién quiero ser cuando sea mayor.

La tarde transcurrió con la típica algarabía y el apresurado ir y venir de los oyentes entre las distintas sesiones. Había tres segmentos que tenían lugar simultáneamente y no había ni una presentación que no coincidiera por lo menos con otra más a la que Leyster necesitaba asistir. Cuando terminó la última, un poco después de las cinco, paseó hacia el vestíbulo, con la cabeza cargada con todo lo que había aprendido, buscando a alguien con quien juntarse para cenar. Los Metzger, o tal vez Tom Holtz. Pero cuando llegó, el vestíbulo estaba atestado de policía y personal de seguridad.

Estaban arrestando a los Metzger.

Cedella mantenía alta su fina barbilla y los ojos encendidos con desdeñoso desafío. Bill aparecía simplemente desinflado, como un hombre pequeño en un traje que de pronto le iba grande. En las puertas se iban formando corrillos de científicos sorprendidos que observaban cómo los policías estatales se los llevaban.

—Lo siento señor, no puede entrar aquí —dijo un joven oficial cuando, sin pensar, Leyster intentó acercarse a sus amigos. Una mano amonestadora le cerró el paso a la altura de su antebrazo. Al darse la vuelta vio a Monk.

—¿Qué ha pasado?

—Se llama «pasarse notitas» —dijo Monk—. Pillaron a la mujer con las manos en la masa. Se apoyó de espaldas al buzón y coló la carta mientras su marido simulaba que le daba un ataque al corazón. Muy triste, ¿verdad?

Había un buzón de latón empotrado al mostrador de recepción. El jefe recepcionista lo estaba abriendo supervisado por dos agentes del FBI y un representante de correos.

—He estado hablando con uno de los hombres de Griffin. Me ha dicho que recibieron un memorando la semana pasada explicándoles cómo tender la trampa. Lo que hacen es que Griffin junta los informes de todos los participantes, los resume en un memorando y se lo pasa a su gente para que les llegue siete días antes. Muy astuto, realmente.

—No lo entiendo. Parecían buena gente. No los imagino haciendo algo así.

—Bueno, por eso es tan triste. La madre de ella tiene esquizofrenia. Según dicen, un caso agudo. Se suicidó hace ocho, quizá nueve años, justo unas semanas antes de que salieran al mercado los nuevos mediadores neuronales. Irónico, ¿no? Cuando se enteraron de que iban a regresar, el marido se agenció unas pocas pastillas y la mujer las metió en un sobre junto con una carta a ella misma más joven, y… bueno, lo que has visto.

Leyster se quedó mirando a Monk fijamente.

—¿Cómo has tenido tiempo de enterarte de todo esto?

—Éste no es mi primer viaje. La gente cotillea. Ya te lo he dicho.

—Hijo de puta. Lo sabías. Sabías que esto ocurriría y no has hecho nada para evitarlo.

—Oye. No podía, ¿te acuerdas? Habría creado una paradoja.

—Se lo podías haber dicho a Bill. Sólo unas palabras al oído: «Griffin sabe lo que planeáis».

—Sí, eso hubiera funcionado a la perfección. Hubiera evitado que lo hicieran y también hubiera paralizado todo el puñetero proyecto. ¿Es eso lo que quieres? Yo, ni de coña.

Leyster dio media vuelta y se fue al bar.

El camarero le sirvió un whisky de malta en una mesa oscura del fondo. Pensó en los Metzger y en Monk. Pensó en su propia culpabilidad. Finalmente, para evitar seguir pensando en esas cosas, sacó un bolígrafo y empezó a escribir palabras en la servilleta. Burning Woman. Depredadores. Cretácico. Muerte.

Una mujer se sentó en la mesa de enfrente.

Era Gertrude Salley. Era más de dos décadas mayor que él pero no pudo evitar pensar que era una mujer muy guapa. La penumbra le sentaba bien.

—Estás buscando un título para tu libro.

—¿Cómo sabes eso?

Su mirada era penetrante y lustrosa como la de un halcón. Sus increíbles ojos no le decían nada de la gran inteligencia que ardía dentro de su cráneo.

—Sé bastante sobre ti. No se me permite decirte cómo lo sé. —Pronunció la palabra «permite» con un toque irónico para hacerle saber lo poco que respetaba reglas como ésa—. Ni qué fuimos, o seremos, el uno del otro.

—¿Quiénes somos, pues?

Junto a la comisura de los labios tenía una pequeña cicatriz plateada con forma de luna creciente. Subía y bajaba junto a su sonrisa depredadora.

—En una semana irás al pasado por primera vez. Te envidio por ello. Los nervios de empezar de cero, de saber que todo lo que ves, todo lo que descubras es nuevo e importante.

—¿Es…? —No lograba plantear la pregunta. No le salía—. ¿Es… tan bueno como quiero que sea?

—Oh, sí. —Cerró los ojos brevemente y cuando se abrieron volvieron a ser increíbles—. El aire es más rico y lo verde es más verde y por la noche hay tantas estrellas en el firmamento que es terrorífico. El Mesozoico rebosa vida. No puedes apreciar lo diluido y empobrecido que está nuestro tiempo hasta que no vas. La selva tropical no es nada. Ni siquiera le llega a la suela de los zapatos. Estira el brazo.

Él obedeció.

—He visto con mis propios ojos cómo una plesiosauria daba a luz. Esta mano —la subió para mostrársela y después la sacó para recorrer despacio su brazo— acarició su cuello vivo mientras descansaba temblando en la orilla tras parir. —Le ofreció la mano con la palma hacia arriba—. Puedes tocarla, si quieres.

Casi bromeando, le tocó la palma con las puntas de los dedos. Ella cerró la mano atrapándolos dentro. Su rodilla rozó la de él. Por un segundo, Leyster creyó que había sido por accidente.

—Tócame la cara —dijo ella.

Él le tocó la cara. Su carne estaba más mullida que la de una mujer joven, no tan tirante. Ella levantó la barbilla y movió la cabeza contra su mano, como un gato, y él sintió que se tensaba. La deseaba.

Salley sonrió. Esos labios gruesos moviéndose en lenta sincronía con sus parpadeos. Sintió la pasión salir de ella como el calor de una llama. Quería mirar hacia otro lado. No podía mirar hacia otro lado.

—¿Qué somos el uno del otro? ¿Somos…?

—Chist. —El sonido era tan suave y grave como una caricia—. Siempre haces demasiadas preguntas, Richard.

—Necesito saberlo.

—Entonces averigualo —dijo ella—. Ven a mi habitación. Sé lo que te gusta. Sé dónde tocarte. Sé que puedo hacerte feliz.

Como en un sueño, salió con ella del bar. Subieron juntos en el ascensor con los dedos entrelazados y los cuerpos sin tocarse todavía. De la mano, se dejaron llevar por el pasillo hacia la habitación de ella. La diferencia de edad entre ellos le daba al asunto un toque perverso que, cosa rara, él notó que le gustaba. Leyster no era muy amigo de las aventuras sexuales. Tenía relaciones veraniegas cuando estaba en los yacimientos y cintas de vídeo para sobrevivir a los inviernos. A decir verdad, jamás había hecho nada así.

Se preguntaba cuán seria había sido su relación durante el futuro de él y el pasado de ella. Era suficientemente seria como para que ella fuera a su prehistoria en busca de él. Tal vez estaban casados. Tal vez ella era su viuda. Quería que fuera real. Lo quería todo de ella.

Ya en la puerta, Salley le soltó la mano para sacar su llave. Leyster la agarró y la hizo girar hacia él. Se besaron, la lengua de él entró en la boca de ella y la de ella en la de él. Su cuerpo estaba mullido y maduro; lo clavó con fuerza en el de él. Él le tocó la cara, la mágica cicatriz de la luna plateada. Ella no cerró los ojos, ni siquiera por un instante.

Él vio cómo ella le miraba. Le dejó sin aliento.

Por fin, con un suspiro de satisfacción, ella se apartó de él:

—Tengo un regalo para ti.

—¿Hummm?

—El título de tu libro. He traído conmigo un ejemplar.

Abrió la puerta.

Había una mesita preparada para que fuera lo primero que él viera al entrar en el cuarto. Una luz iluminaba el libro que había sido colocado de pie en ella.

Primero vio su nombre y después la tira de cinta aislante negra tapando el título. Después comprobó que había un hombre detrás sentado en una silla.

Era Griffin. Parecía bastante más joven que por la mañana.

Tres guardas de seguridad aparecieron en el pasillo tras ellos. Dos cogieron a Salley por los brazos. El tercero empujo a Leyster al interior de la habitación y tiró de la puerta para cerrarla tras de sí.

—Una vez más, señor Leyster, está estropeando las cosas. —Griffin tiró el libro al suelo y se puso de pie—. Dejando que otros tengan que limpiar lo que ensucia.

Amortiguada tras la puerta, se oía la voz enfadada de Salley desapareciendo por el pasillo.

—¿Qué van a hacer con ella? —preguntó Leyster. Se movió hacia la puerta. Pero el guarda de seguridad se interpuso en su camino, competente y con los ojos tristes. Leyster nunca había sido un buen alborotador. Se volvió hacia Griffin.

—Nada malo. Una limusina viene a llevársela de vuelta al Pentágono. La devolverán a su tiempo y ya está. Ah, y le colocarán un aviso en su ficha por haber intentado colar información en el pasado. Pero a la señorita Salley no le importa mucho eso.

—¡No tiene ningún derecho! —Leyster se dio cuenta de que estaba temblando de miedo, de ira—. Ningún derecho en absoluto.

—Usted, señor, es un jodido estúpido. —Griffin metió la mano en su chaqueta y sacó una hoja de papel doblada—. Una mujer que le dobla la edad le dice un par de mentiras y la sigue como un corderito hasta su habitación. ¿Cree que la profesora Salley es amiga suya? Bueno, piénselo. —Desdobló el papel y se lo tiró a Leyster—. Léalo y llore.

Era una fotocopia de una página de la revista Science de abril de 2032. En la parte superior de la página aparecía el titulo: «Reevaluación de la depredación en el yacimiento de Burning Woman». El articulo estaba firmado por G. C. Salley.

Leyster leyó el sumario, incrédulo, mientras la habitación bailaba a su alrededor. Le chirriaba algo en los oídos, como si todo el universo estuviera riéndose de él.

—Ese trabajo es la refutación más virulenta de su libro que jamás se ha publicado. Y la mujer que lo ha escrito ha estado a punto de joderle dos veces. Ya puedes abrir la puerta, Jimmy.

Leyster ni se movió hacia la puerta.

—Me deja marchar con un aviso. ¿Por qué no hizo eso con los Metzger?

—¿Los…?

—Marido y mujer, intentaron violar la causalidad —replicó rápidamente el guarda de seguridad—. Capturados en 2012, condenados en 2022, puestos en libertad en 2030.

Griffin se agarró la muñeca y se la quedó mirando fijamente.

—El mundo no es un lugar justo, señor Leyster. —Alzó de nuevo la vista—. Lo hicimos como lo hicimos porque, según los registros, así es como lo hicimos. Las reglas contra la paradoja nos atan tanto como a usted.