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Depredación

Washington, D. C.: era Cenozoica. Período Cuaternario.

Época Holoceno. Edad Moderna. 2010 d. C.

Si acaso se pudiera decir que aquel lío tuvo un principio, se diría que todo empezó una tarde fría y muy ventosa de finales de octubre, cuando un hombre con una caja de material blanco aislante entró en la oficina de Richard Leyster. Le dio un firme apretón de manos y, con naturalidad pero sin pedir permiso, dejó la caja encima de la mesa justo entre el Tyrannosaurus inflable verde lima y una bandeja de dientes de hadrosáuridos sin clasificar. Su sonrisa era completamente fría. Dijo que se llamaba Griffin y que había venido a ofrecerle un trabajo.

Leyster se rió y, sentándose en el borde de su escritorio, soltó la tarjeta de visita del hombre sin mirarla.

—No podía haber elegido peor momento para su oferta.

—¿Hummmm? —Griffin pasó una pila de cajas archivadoras de una silla al suelo. Llevaba un traje caro y se levantó las perneras del pantalón al sentarse para proteger la tela. Su cara era grande, inexpresiva—. ¿Y eso?

—El Smithsonian me dio este puesto cuando todavía estaba acabando el doctorado. Fue un honor considerable y quedaría como un ingrato integral si me voy antes de cumplir tres años de servicio. Entiendo que ofrece más dinero…

—Aún no he mencionado un sueldo.

—El Smithsonian es demasiado consciente del honor que representa trabajar para ellos —añadió Leyster secamente—. Uno de nuestros técnicos se pasa las noches vendiendo cerveza en los partidos de los Orioles[1]. Adivine qué trabajo le paga mejor.

—Hay otros incentivos además del dinero.

—Por eso, precisamente, pierde usted el tiempo. Este verano estuve en un yacimiento en Wyoming donde desenterramos unas huellas que eran…, bueno, el típico descubrimiento que sólo aparece una vez en la vida, si tienes esa suerte. Ofrezca lo que ofrezca no creo que merezca renunciar a algo así.

Durante un momento largo, Griffin no dijo nada. Miraba por la ventana girando de un lado a otro en su silla. Cuando siguió su mirada, Leyster solamente vio el cielo oscuro, las tejas naranja brillante de los tejados de enfrente, los taxis dejando senderos de humo gris tras de sí en la avenida de la Constitución y hojas mojadas enganchadas a la hierba. Después, Griffin se volvió preguntando:

—¿Podría verlo?

—¿De verdad le gustaría? —Leyster estaba sorprendido. Griffin no parecía del tipo de personas que se interesan por la investigación original. Un burócrata, un gestor, un organizador, sí. Un político, posiblemente. Pero un científico, jamás. Griffin no había solicitado esa reunión como lo haría un científico, usando el nombre de un colega mutuo y con su afiliación profesional por delante, sino a través de la administración del museo. Un don nadie, ni siquiera recordaba quién, le había llamado diciendo que alguien había presionado a un superior, y dándose cuenta de que era más fácil aceptar el encuentro que tragarse la explicación, había aceptado recibirle.

—Si no me interesara, no se lo pediría.

Encogiéndose de hombros mentalmente, Leyster encendió el ordenador e inició el programa de las huellas, enviando la imagen a un monitor de alta densidad colgado en la pared. La imagen era tan detallada como lo permite la tecnología moderna. Él había proporcionado múltiples fotografías de cada huella y Ralph Chapman, al otro lado del pasillo, había creado para ellos una presentación de imágenes superpuestas en tres dimensiones. El programa empezaba al principio del rastro.

—¿Qué ve? —preguntó.

—Huellas —dijo Griffin— en el barro.

—Eso fueron, una vez. Eso es lo que las hace tan interesantes. Cuando desentierras huesos fósiles dan cuenta de un animal muerto. Pero esto, esto fue hecho por animales vivos. Estaban vivitos y coleando el día que dejaron estas huellas y para uno de ellos fue un día muy significativo. Déjeme que le explique.

Con una mano sujetaba el mando para poder ir avanzando por el programa mientras hablaba.

—Hace ciento cuarenta millones de años, un apatosaurus, lo que solíamos llamar brontosaurus antes de que le fuese reatribuido el taxón, salió a pasear por la orilla de un lago poco profundo. Mire qué constantes son las icnitas del apatosaurus que deambula plácidamente. Todavía no es consciente de que le siguen.

Griffin se puso serio y juntó las manos mientras Leyster avanzaba por las huellas. Sus manos eran enormes, incluso para un hombre tan corpulento, y extrañamente expresivas.

—Mire este camino de huellas más pequeñas aquí y aquí, salen del bosque y siguen las huellas del apatosaurus por ambos lados. Éstas pertenecen a una pareja cazadora de alosaurus fragilis, dinosaurios asesinos de doce metros de largo con enormes garras afiladas en manos y pies, y dientes tan largos como puñales de hoja aserrada. Se mueven más rápidamente que su presa, todavía no corren pero acechan. Fíjese en como ya se han colocado para poder surgir de cualquiera de los dos lados.

»Aquí el apatosaurus se percata del peligro. Tal vez el viento cambia de dirección y puede oler a los alosáuridos. O tal vez estas criaturas gritan cuando atacan. Nunca lo sabremos. Lo que sea que le alertó no ha dejado constancia en el registro fósil.

»Está corriendo.

»Mire cómo crece la distancia entre las zancadas. Y observe cómo aquí atrás pasa lo mismo con las huellas de alosáurido. Están forzando al máximo su carrera. Atacando como un león ataca a su presa. Sólo que su presa es tan grande como una montaña y ellos mismos son tan grandes y feroces que podrían desayunar leones.

»Ahora mire, ¿ve que hay un salto en estas huellas de uno de los alosáuridos y otro idéntico en las del otro? Están imitando las zancadas del apatosaurus. Durante el resto de la persecución, los tres corren al unísono. Los alosáuridos están en posición para lanzarse.

No estaba prestando ninguna atención a su oyente, atrapado una vez más en el drama de las huellas fósiles. La vida persiguiendo la muerte. Era una experiencia común a todas las criaturas, pero de algún modo siempre se las arreglaba para sorprender cuando ocurría.

—¿Podrá el apatosaurus escapar? Es posible. Si pudiera aumentar su velocidad lo suficientemente aprisa. Pero algo tan grande simplemente no puede acelerar tan rápido como los alosáuridos. Así que tiene que dar la vuelta, y justo aquí es donde las tres huellas convergen y luchan.

Cliqueó dos veces en el botón derecho del mando para alejarse de la imagen y poder ver una zona mayor en la pantalla.

—Aquí es donde las cosas se ponen interesantes. Mire cuánta confusión hay en las huellas, todos estos lugares pisoteados, todo este barro levantado. Esto es lo que hace único a este fósil. Es una prueba física de la pelea en sí. Mire estas icnitas, cientos de ellas, en el lugar donde el apatosaurus lucha con sus atacantes. ¿Ve qué profundo es este par de icnitas? Todavía no he calculado la ergonomía pero es posible que la bestia se pusiera de pie sobre sus patas traseras para dejarse caer intentando aplastar a sus verdugos. Si tan sólo pudiera aprovechar su inmenso peso, aún podría ganar la batalla.

»Pero a nuestro pobre amigo le es imposible. En este punto, donde el barro se esparce en todas direcciones, es donde la pobre Patty cae. ¡Pum! Y, por cierto, deja una huella de su cuerpo la mar de buena. Esto y esto son claras marcas de la cola. Esta Patty sigue coleando con fuerza. Pero la lucha ha terminado, le quede el tiempo que le quede. Una vez el apatosaurus ha caído, se acabó. Estos monstruos nunca van a dejarla volver a levantarse.

Usó de nuevo el zoom para revelar aún más superficie del barro solidificado que una vez fue la orilla de un lago arcaico. En total, el rastro de huellas medía aproximadamente un kilómetro. Todavía le dolía la espalda al pensar en el trabajo que había costado, primero el dejarlo al descubierto, quitando la tierra de las muestras representativas de los primeros dos tercios, probando segmentos alternadamente hasta que al final la cosa se puso emocionante y tuvieron que excavar todo el puñetero rastro. Y después, una vez fotografiadas y medidas, hubieron de volver a enterrarlo en capas de Paleomat y arena estéril para proteger las huellas de la lluvia, la nieve y los comerciantes de fósiles.

—Y entonces, aquí… —Había llegado a la parte clave y subió la voz sin querer. Nada le gustaba tanto como un puzzle científico, y estas huellas eran la madre de todos los rompecabezas. Además de las huellas de los alosáuridos, las había de carroñeros secundarios, aves, dinosaurios más pequeños, incluso de unos pocos mamíferos, cruzándose con tan exuberante profusión que parecía que nunca pudieran ser desenredadas—. En esta sección es donde nuestra desafortunada Patty muere y es devorada por los alosáuridos. Lo increíble es, sin embargo, que algunos de los huesos esparcidos quedaron enterrados en el barro con tanta profundidad y fuerza que han dejado impresiones nítidas. Con ellas pudimos hacer moldes de goma de un cúbito, de partes de un fémur, de tres vértebras: lo suficiente para identificarlo con seguridad. ¡La primera identificación directa, no inferida, de la icnita de un dinosaurio jamás llevada a cabo!

—Eso explica cómo saben que se trata de un apatosaurus. Pero ¿y los aleosáuridos?

Leyster sonrió satisfecho y agrandó la imagen para que la huella dejada por una sola vértebra llenara la pantalla. Después de cliquear dos veces en el botón izquierdo del mando (y gracias al bendito Ralph) la huella del hueso se invirtió pasando del negativo al positivo. Entonces, enfocó el proceso articular caudal.

—Si mira con detenimiento, podrá ver un diente de alosáurido arrancado a su dueño y clavado en el hueso. No hay señal de cicatrización. Uno de esos diablillos lo perdió en el ataque o mientras roía el cadáver.

»Es como un libro abierto, mejor que el mejor libro. Nunca ha habido nada igual. Me pasaré años estudiándolo.

Leyster ya había consultado a ganaderos que habían perdido reses por culpa de lobos y pumas y estaban familiarizados con las marcas físicas dejadas por los depredadores. El Museo Nacional de Indios Americanos le había prometido ponerle en contacto con un guía profesional, un navajo que según su contacto era capaz de seguir a una trucha por el agua y a un halcón a través de las nubes. No era posible saber cuánta información más se podía sonsacar del espécimen que habían descubierto.

—A decir verdad, cuando lo encontré, cuando me di cuenta de lo que tenía, fue el momento más importante de mi vida. —Eso fue en las cumbres Burning Woman, con las montañas a un lado y los pastos pedregosos al otro, debajo del cielo más cálido y azul de toda la creación. Leyster sintió que todo (el animado murmullo de su equipo, las palas chirriando contra el suelo) se separaba de él dejándole solo en un silencio sagrado. No había ni un sonido ni un movimiento, ni siquiera una pizca de viento. Notó la presencia de Dios—. Y pensé que el solo hecho de haberlo encontrado justifica mi existencia en este mundo. ¿Y quiere que renuncie a ello? Oh, no. Creo que no.

—Al contrario —dijo Griffin—. Tengo una idea mucho más clara que usted del valor de su hallazgo. Y lo que yo le ofrezco es mejor. Mucho mejor.

—Con todos los respetos, señor Griffin…

Griffin levantó ambas manos con las palmas hacia arriba.

—Por favor. Escuche lo que tengo que decir.

—De acuerdo.

La habitación estaba vacía y Griffin había cerrado la puerta tras de sí al entrar. Pero de todos modos miró despacio a su alrededor antes de hablar. Después carraspeó, se disculpó por haberlo hecho y dijo:

—Déjeme que empiece detallando las condiciones del contrato, para ahorrarme la molestia más tarde. Usted podrá mantener su puesto actual y haremos las gestiones pertinentes para que podamos pedir prestados sus servicios para nuestro proyecto un total de seis meses al año. Le continuará pagando el Estado, pero me temo que no se le subirá el sueldo. Lo siento.

Está disfrutando, pensó Leyster. La ciencia le aburre mortalmente pero le encanta que se le resistan. Normalmente a Leyster nadie le resultaba interesante. Pero Griffin era diferente. Estudió los rasgos inmutables de la cara del hombre, buscando un hueco por el que colarse, un ápice de comprensión, el destello de una pista de lo que le hacía funcionar. Leyster se sabía un investigador metódico: si le daban un trozo de cuerda enredado no pararía hasta haber deshecho el nudo siempre que tuviera el tiempo suficiente y un extremo de cuerda del que tirar.

Entonces Griffin hizo algo extraordinario. Fue un gesto insignificante, del que Leyster no se hubiera percatado en circunstancias normales pero que en aquel momento le pareció fascinante. Sin mirar hacia abajo, Griffin se subió la manga hasta mostrar un grueso reloj de acero inoxidable. Lo agarró con la mano, escondiendo por completo la esfera. Entonces se miró el reverso de la mano.

No soltó el reloj hasta que dejó de mirar.

Leyster había encontrado una fisura. Pinchándole con cautela dijo:

—De momento no está siendo muy persuasivo.

—Y la cosa se pone peor —dijo Griffin; ¡tenía sentido del humor!; increíble—. Existen restricciones. No se le permitirá publicar. Bueno, lo que descubra por su cuenta, por supuesto que sí —añadió descalificando con la mano la pantalla de alta densidad—, esas cosas las puede publicar siempre que quiera. Aunque primero tiene que ser autorizado por un comité interno que se asegure de que no está aprovechando la información obtenida mientras trabaja con nosotros. Además, no se le permitirá hablar del trabajo que realice con nosotros. Se considerará alto secreto. También necesitaremos su permiso para que el FBI le investigue. Pura rutina. Le aseguro que no saldrá nada que pueda incomodarle.

—¿Investigar? ¿A un paleontólogo? ¿De qué diablos habla?

—También debo mencionar que existe una gran posibilidad de muerte violenta.

—¿Muerte violenta? Todo esto tiene una explicación lógica, ¿no?

—Un hombre entra en su despacho —Griffin se dobló hacia adelante para hacerle una confidencia— y le sugiere que tiene una oferta de trabajo muy especial para usted. Debido a su naturaleza, no puede contarle mucho hasta que no se haya comprometido en cuerpo y alma. Pero le indica, o mejor le sugiere sutilmente, que se trata de su oportunidad para participar en la mayor aventura científica desde el viaje de Darwin en el Beagle. ¿Qué le parecería?

—Bueno, por supuesto que me interesaría.

—¿Y si fuera verdad? —dijo Griffin con marcada ironía.

—Aceptaría —asintió Leyster— si fuera verdad.

Griffin sonrió. Pero los rasgos duros de su rostro hicieron que la sonrisa pareciera triste.

—Entonces creo que le he dicho todo lo que debe saber.

Leyster esperó, pero el otro no añadió nada.

—Perdone que le diga, pero ésta es la oferta más extraña que he oído en mi vida. No ha dicho ni una sola cosa para que me resulte atractiva, al contrario. Que si necesitaré el visto bueno del FBI, que si no podré publicar, que si puede que me… Francamente, no puedo pensar en otros argumentos menos seductores para ir a trabajar con usted.

Había un brillo de satisfacción en la mirada de Griffin cuando la reacción de Leyster fue precisamente la que había intentado provocar.

¿O era eso lo que quería que Leyster pensara?

No, su razonamiento estaba siendo paranoico. Leyster no solía pensar de esa manera, no le gustaba hacerlo. Estaba acostumbrado a preguntarse cosas sobre un universo esencialmente indiferente. El mundo físico podía guardar un silencio enloquecedor sobre sus secretos, pero no mentía y jamás intentaba engañarte activamente.

Sin embargo, la influencia corruptiva de aquel hombre era tal que resultaba difícil no pensar así.

Una vez más, Griffin se agarró el reloj. Echándole un vistazo, dijo:

—De todos modos, aceptará el trabajo.

—¿Y en qué razonamiento se basa para llegar a tan extraordinaria conclusión?

Griffin puso la caja blanca sobre la mesa de Leyster.

—Esto es un regalo. Pero con una condición: que no se lo enseñe a nadie ni le hable a nadie de ello. Por lo demás… —Torció la boca despectivamente—. Haga lo crea conveniente para convencerse de que es auténtica. Secciónela. Destrócela. Hay muchas más en su lugar de procedencia. Pero, por favor, no haga fotos. O nunca recibirá otra para seguir jugando.

Entonces se fue.

Una vez solo, Leyster pensó: no la abriré. La mejor medida al respecto era tirar la caja al basurero más próximo. Lo que fuera que Griffin estuviera tramando, solamente podía traer problemas. El FBI, comités internos, censura, muerte… no necesitaba ese tipo de tormento. Por esta vez iba a reprimir su curiosidad y a darse por satisfecho.

Abrió la caja.

Durante un largo y silencioso momento, miró fijamente su contenido rodeado de hielo. Entonces, deslumbrado, metió la mano y la sacó. Sintió en sus manos el frío de la carne. La piel se movió ligeramente; debajo podía notar los huesos y músculos.

Era la cabeza de un stegosaurus.

Una ráfaga de viento hizo vibrar ligeramente la ventana. Un chorro de lluvia repiqueteó en el cristal. El suave murmullo de los coches se oía abajo en la calle. Alguien se reía en el pasillo.

Poco a poco recuperó la voluntad. Sacó el objeto de la caja y lo colocó en el banco de trabajo sobre un montón de ediciones del Journal of Vertebrate Paleontology. Medía aproximadamente cuarenta centímetros de largo, quince de alto y quince de ancho. Pasó las manos lentamente por su superficie.

La carne estaba fresca y blanda. Podía notar los músculos cediendo y, más abajo, la dureza del hueso. Un pulgar se deslizó sin querer entre los labios de la criatura y notó la suavidad de los dientes. El pico era como un cuerno, con la punta afilada. Casi de pasada, se fijó en que, efectivamente, tenía pómulos.

Levantó un párpado. Sus ojos eran dorados.

Leyster se descubrió llorando.

Sin molestarse en limpiarse las lágrimas, sin importarle si estaba o no llorando, abrió un cuaderno y empezó a preparar las herramientas. Un escalpelo del número cuatro con una cuchilla del veinte. Un sólido fórceps corta huesos Stille-Horsley. Una sierra. Unos cinceles y un mazo pesado. Eran sobras del verano, de cuando Susan como-se-llame, una becaria de la Universidad Johns Hopkins, pasó sentada en silencio semana tras semana trabajando con un dragón de Komodo que había muerto recientemente en el zoológico, para preparar un mapa de sus tejidos blandos. Exactamente la clase de trabajo pesado y necesario que uno reza para que lo haga otra persona.

Barrió los contenidos de la mesa de trabajo (libros y disquetes, un compás, un cúter, bolsas de galletitas saladas, instantáneas del yacimiento) y colocó la cabeza en el centro.

Dispuso las herramientas con cuidado. Escalpelo, fórceps, sierra. ¿Qué ha sido del compás que andaba por aquí? Lo recogió del suelo. Después de un momento de duda, puso a un lado el mazo y el cincel. Eran para trabajos rápidos. Sería mejor tomárselo con calma.

¿Por dónde empezar?

Empezó realizando una sola incisión larga en la cabeza, desde la punta del pico hasta el foramen magnun, el agujero donde la médula espinal sale de la cavidad cerebral. Entonces, retiró la piel con cuidado, dejando ver los músculos rojo oscuro con un ligero brillo plateado.

«Musculatura dorsal posterior», escribió en el cuaderno, y la esbozó rápidamente.

Cuando ya había tomado nota de toda la estructura muscular, cogió otra vez el escalpelo y cortó los músculos hasta llegar al cráneo. Tomó la sierra especial para huesos. La dejó y cogió el fórceps. Se sentía como un vándalo, como quien se lía a martillazos con La Piedad de Miguel Ángel. Pero, qué carajo, él ya sabía qué aspecto tenía el cráneo de un Stegosaurus.

Empezó a serrar el hueso. Sonó un crujido seco, como el plástico duro al romperse.

La cavidad cerebral se abrió ante él.

El cerebro del stegosaurus era de un marrón anaranjado claro tan delicadamente pálido que era casi color marfil, con marcas brillantes de vasos sanguíneos cruzando su superficie. Era muy pequeño, por supuesto (incluso para ser dinosaurio, el stegosaurus era una bestia extremadamente estúpida), y estaba familiarizado con su forma por haber examinado detenidamente moldes cerebrales extraídos de cráneos fósiles de su clase.

Se encontraba en la Terra Incógnita científica. No se sabía nada del interior del cerebro de un dinosaurio ni de su microestructura. ¿Sería este cerebro parecido al de pájaros y cocodrilos o sería más como el de los mamíferos? ¡Había tanto que aprender al respecto! Tenía que registrar y tabular los datos de las estructuras neumáticas de la cavidad craneal. ¡Y la lengua! ¿Cómo era de musculosa? Debería diseccionar un ojo para ver cuántos tipos de receptores cromáticos tenía.

También debía averiguar si tenía huesos nasales turbinados. ¿Había suficiente espacio para éstos? Su función era atrapar y recuperar la humedad de cada expiración. Un animal de sangre caliente con un ritmo respiratorio tan alto necesitaría turbinados complejos para que no se le secasen los pulmones. Un animal de sangre fría precisaría menos rehidratación y podría no tener ningún hueso nasal turbinado.

La discusión sobre si los dinosaurios eran animales de sangre caliente o de sangre fría duraba décadas, desde incluso antes de nacer Leyster. Tal vez él iba a poder zanjar el tema allí mismo.

Pero primero estaba el cerebro. Se sintió como Colón, observando el horizonte largo y oscuro de un nuevo continente: «Adelante, mis valientes». Su escalpelo tembló sobre la cabeza partida.

Descendió.

El cansancio hizo que Leyster se tambaleara y perdiera el sentido momentáneamente para recuperarse al instante.

Agitó la cabeza, se había quedado en blanco y se preguntó dónde estaba y por qué se sentía tan cansado. Entonces se fijó en la habitación y notó el silencio del edificio a su alrededor. El reloj de Elvis con cazadora rosa y caderas giratorias que le había regalado una antigua novia decía que eran las 3.12 de la madrugada. Llevaba más de doce horas trabajando en el cerebro sin comer ni descansar.

Había varios tarros de muestras delante de él, cada uno con un trozo de cerebro preservado en formaldehído. Su cuaderno estaba casi lleno de notas y dibujos. Lo cogió y echó un vistazo a una página del principio:

Al abrir la cavidad craneal se descubre que el cerebro es pequeño y grueso con pliegos cerebrales y parietales muy cerrados y un profundo borde caudodorsal. El diámetro transversal de los pequeños lóbulos cerebrales es un poco mayor que la médula oblonga. Aunque las esferas visual y sensitiva son bastante grandes, el cerebelo es sorprendentemente pequeño.

Reconoció su letra limpia y escueta, pero no recordaba en absoluto haber escrito aquellas palabras o ninguna de las que llenaban las docenas de páginas siguientes.

—He de parar —dijo en voz alta—. En estas condiciones, no confío en que no meta la pata.

Escuchó sus palabras con atención y decidió que tenían sentido. Cansinamente, envolvió la cabeza en papel de aluminio y la metió en la nevera, sacando un cartón de zumo de uva de hacía un mes y seis latas de Pepsi Light para hacer sitio. No tenía candado pero tras efectuar un pequeño registro encontró un alargador naranja que enrolló varias veces a la nevera. Con un rotulador escribió en un papel: «¡¡¡PELIGRO!!! Experimento sobre botulismo. ¡¡¡NO ABRIR!!!», y pegó la nota con celo a la puerta.

Ahora podía irse a casa.

Pero ahora que la cabeza —la imposible y gloriosa cabeza— ya no estaba delante de él absorbiendo todos sus pensamientos, se enfrentó al problema de su existencia.

¿De dónde había salido? ¿Qué podía explicar tal milagro? ¿Cómo podía existir algo así?

¿Un viaje en el tiempo? No.

Había leído una vez un estudio de física que intentaba demostrar la posibilidad teórica de viajar en el tiempo. Requería que se construyese un cilindro extremadamente largo, grande y denso con la misma masa que la Vía Láctea y que rotara a la mitad de la velocidad de la luz. Pero aunque tal monstruo pudiera construirse —y no se podía—, todavía sería de dudosa utilidad. Un objeto disparado más allá de su superficie con el ángulo exacto sí viajaría al pasado o al futuro, dependiendo de si lo hacía con o contra la rotación del cilindro. Pero no se podía predecir lo lejos que llegaría. Y una excursión corta al Mesozoico era impensable porque nada podría viajar a un tiempo anterior a la construcción del cilindro o posterior a su destrucción.

En cualquier caso, la física actual no estaba a la altura de construir una máquina del tiempo ni lo iba a estar hasta dentro de al menos otro milenio; si se conseguía algún día…

¿Podrían haber usado la ingeniería de recombinación genética para juntar fragmentos de ADN de dinosaurio como en aquella película que le encantaba cuando era pequeño? Tampoco. Era una fantasía agradable pero el ADN era muy frágil. Se rompía demasiado rápido. Lo máximo que se había recuperado dentro de ámbar fosilizado habían sido diminutos fragmentos de genes de insecto. ¿Lo de pegar los fragmentos? Ridículo. Sería como intentar reconstruir las obras de Shakespeare a partir de las cenizas de una página quemada, una que sólo contuviera las palabras «nunca», «mancillar» y «de». Y, además, que las cenizas no sólo fueran de esa página sino de una biblioteca de cien mil volúmenes que incluyeran a Mikel Spillane y Dorothy Sayers, a Horace Walpole y a Jeane Dixon, las Actas del Congreso y las obras completas de Stephen King.

No funcionaría.

Se aprovecharía mejor el tiempo, por ejemplo, intentando restaurar la Venus de Milo buscando por las playas del Mediterráneo los granitos de marfil que una vez fueron sus brazos.

¿Podría ser falsa?

Ésa era la posibilidad más probable. Él mismo había diseccionado al animal, se había manchado las manos con su sangre, había sentido la textura y la resistencia de sus músculos. La criatura había estado viva no hacía mucho.

Por trabajo, Leyster seguía las publicaciones sobre biología con atención. Sabía exactamente qué era posible y qué no. ¿Fabricar un pseudodinosaurio? ¿Desde cero? Los científicos tenían suerte si lograban formar un virus. La ameba más simple les pillaba a años luz.

Así que eso era todo. Había sólo tres explicaciones posibles y cada una era más imposible que la anterior.

¡Pero Griffin sabía la respuesta! Griffin la sabía y se la podría dar y había dejado su tarjeta. ¿Dónde estaba? En algún lugar de su escritorio. Cogió la tarjeta. Decía:

H. JAMISON GRIFFIN

Administrador

Nada más. No había dirección. Ni teléfono. Ni fax. Ni e-mail. Ni siquiera incluía la organización a la que pertenecía.

Griffin no había dejado modo de ponerse en contacto con él.

Leyster cogió el teléfono y tras obtener línea externa marcó el número de información. Al mismo tiempo se conectó a Internet. Hay millones de datos por ahí. Los días en que una persona podía desaparecer sin dejar rastro habían acabado hacía tiempo. Seguro que encontraría a Griffin.

Pero tras una hora tuvo que admitir su derrota. El nombre de Griffin no figuraba en ningún listado que Leyster pudiera localizar. No trabajaba para ninguna agencia del gobierno conocida. Que Leyster supiera, nunca había enviado comentarios sobre ningún tema, ni había sido mencionado aunque fuera brevemente por nadie.

El hombre parecía no existir.

Finalmente, Leyster sólo podía esperar. Esperar y confiar en que el cabrón volviera.

¿Y si no lo hacía? ¿Y si nunca regresaba?

Esto es lo que Leyster se preguntaría cien veces todos los días, durante un año y medio. Ése es el tiempo que tardó Griffin en encontrar un momento para poner fin a su silencio con una llamada telefónica.