6

CIUDAD DE CENIZA

Al final, Isabelle sólo puso dos Marcas en Clary, en el dorso de ambas manos. Una era el ojo abierto que decoraba la mano de todo cazador de sombras. La otra parecía dos hoces cruzadas; Isabelle le dijo que era una runa de protección. Ambas runas le quemaban cuando la estela tocó por primera vez la piel, pero el dolor se fue desvaneciendo mientras Clary, Isabelle y Alec se dirigían al centro en un taxi negro. Para cuando llegaron a la Segunda Avenida y pisaron la calzada, las manos y brazos de Clary le parecían tan ligeros como si llevara flotadores en una piscina.

Los tres permanecieron silenciosos mientras cruzaban el arco de hierro forjado y penetraban en el Cementerio Marble. La última vez que Clary había estado en aquel pequeño patio lo había hecho marchando apresuradamente tras el hermano Jeremiah. Ahora, por primera vez, reparó en los nombres grabados en las paredes: Youngblood, Fairchild, Thrushcross, Nightwine, Ravenscar. Había runas junto a ellos. En la cultura de los cazadores de sombras cada familia tenía su propio símbolo: El de los Wayland era un martillo de herrero, el de los Lightwood una antorcha, y el de Valentine una estrella.

La hierba crecía enmarañada sobre los pies de la estatua del Ángel en el centro del patio. Los ojos del Ángel estaban cerrados, las desgastadas manos cerradas sobre el pie de una copa de piedra, una reproducción de la Copa Mortal. El rostro de piedra estaba impasible, cubierto de mugre y polvo.

—La última vez que estuve aquí —indicó Clary—, el hermano Jeremiah usó una runa de la estatua para abrir la puerta que conduce a la Ciudad.

—No me gusta la idea de usar una de las runas de los Hermanos Silenciosos —dijo Alec con el rostro sombrío—. Deberían haber percibido nuestra presencia antes de que llegásemos hasta aquí. Ahora sí estoy empezando a preocuparme.

Sacó una daga del cinturón y se pasó el filo sobre la palma desnuda. Brotó sangre de la superficie herida y, cerrando la mano sobre la Copa de piedra, dejó que la sangre goteara en el interior.

—Sangre de los nefilim —explicó—. Debería funcionar como una llave.

Los párpados del Ángel de piedra se abrieron de golpe. Por un momento, Clary casi esperó ver unos ojos contemplándola furibundos por entre los pliegues de la piedra, pero sólo había más granito. Al cabo de un segundo, la hierba a los pies del Ángel empezó a separarse. Una sinuosa línea negra, ondulando como el lomo de una serpiente, se alejó de la estatua describiendo una curva, y Clary se apresuró a dar un salto cuando un oscuro agujero se abrió a sus pies.

Miró al interior. Unos escalones se perdían en las sombras. La última vez que había estado allí, la oscuridad había estado iluminada a intervalos por antorchas que alumbraban los peldaños. Pero en estos momentos sólo había oscuridad.

—Algo va mal —dijo Clary.

Ni Isabelle ni Alec parecieron inclinados a discutirlo. Clary sacó del bolsillo la piedra de la luz mágica que Jace le había dado y la alzó. La luz surgió intensa a través de sus dedos extendidos.

—Vamos.

Alec se colocó delante de ella.

—Yo iré primero, luego me sigues tú. Isabelle cerrará la marcha.

Descendieron lentamente; las botas húmedas de Clary le resbalaban sobre los peldaños redondeados por los años. Al pie de la escalera había un túnel que iba a dar a una sala inmensa, un bosquecillo de piedra de arcos blancos incrustados con piedras semipreciosas. Hileras de mausoleos se acurrucaban en las sombras igual que casas-hongo en un cuento de hadas. Los más distantes desaparecían en las sombras; la luz mágica no era lo bastante potente para iluminar toda la sala.

Alec miró sobriamente hacia los pasillos.

—Jamás pensé que estaría en la Ciudad Silenciosa —dijo—. Ni siquiera muerto.

—Yo no lo diría con tanta pena —repuso Clary—. El hermano Jeremiah me contó lo que hacen con vuestros muertos. Los incineran y usan la mayor parte de las cenizas para fabricar el mármol de la Ciudad.

«La sangre y los huesos de los cazadores de demonios son en sí mismos una poderosa protección contra el mal. Incluso en la muerte, la Clave sirve a la causa», recordó.

—¡Uh! —asistió Isabelle—. Se considera un honor. Además, no es como si vosotros, mundis, no quemaseis a vuestros muertos.

«Eso no hace que no resulte escalofriante», pensó Clary. El olor a cenizas y humo flotaba con fuerza en el aire, y lo recordaba de la última vez que estuvo allí; pero había algo más bajo aquellos olores, un hedor más fuerte y denso. Como a fruta podrida.

Frunciendo el entrecejo como si él también lo oliera, Alec sacó uno de sus cuchillos ángel del cinturón.

Arathiel —musitó, y el resplandor del cuchillo se unió a la luz mágica de Clary. Localizaron la segunda escalera y descendieron a una penumbra aún más espesa.

La luz mágica parpadeó en la mano de Clary como una estrella moribunda; la muchacha se preguntó si las piedras de luz mágica alguna vez se quedaban sin energía, como las linternas se quedaban sin pilas. Esperó que no. La idea de verse sumida en una oscuridad total en aquel lugar escalofriante la llenaba de un terror visceral.

El olor a fruta podrida aumentó en intensidad cuando llegaron al final de la escalera y se encontraron en otro largo túnel. Este daba a un pabellón rodeado por agujas de hueso tallado: un pabellón que Clary recordaba muy bien. Incrustaciones de estrellas de plata salpicaban el suelo a modo de valioso confeti. En el centro del pabellón había una mesa negra. Un fluido oscuro se había reunido en su resbaladiza superficie y goteaba en el suelo formando riachuelos.

Cuando Clary se había presentado ante el Consejo de Hermanos, había habido una gruesa espada de plata colgando en la pared situada tras la mesa. La Espada había desaparecido, y en su lugar, un gran abanico escarlata manchaba la pared.

—¿Es eso sangre? —susurró Isabelle; su voz no sonó asustada, sólo atónita.

—Lo parece. —Los ojos de Alec escrutaron la habitación.

Las sombras eran espesas como pintura, y parecían llenas de movimiento. Alec asía con fuerza el cuchillo serafín.

—¿Qué puede haber sucedido? —se preguntó Isabelle—. Los Hermanos Silenciosos…, creía que eran indestructibles…

Su voz se fue apagando mientras Clary, con la luz mágica de su mano, captaba extrañas sombras entre las agujas del techo. Una tenía una forma más extraña que las demás. Clary deseó que la luz mágica ardiera con más fuerza, y esta lo hizo, lanzando un rayo de claridad a los lejos.

Atravesado en una de las agujas, como un gusano en un anzuelo, estaba el cuerpo sin vida de un Hermano Silencioso. Las manos, cubiertas de sangre, colgaban justo por encima del suelo de mármol. El cuello del hombre parecía partido. La sangre había formado un charco bajo él, coagulada y negra bajo la luz mágica.

Isabelle lanzó una exclamación ahogada.

—Alec. ¿Ves…?

—Lo veo. —La voz del muchacho era sombría—. Y he visto cosas peores. Es Jace quien me preocupa.

Isabelle se adelantó y tocó la mesa de basalto negro, rozando la superficie con los dedos.

—Esta sangre es casi fresca. Lo que haya sucedido ha pasado no hace mucho.

Alec fue hacia el cadáver empalado del Hermano. Unas marcas de sangre se alejaban del charco que había en el suelo.

—Pisadas —dijo—. De alguien corriendo.

Alec indicó con un gesto de la mano que las muchachas debían seguirlo. Estas lo hicieron, Isabelle deteniéndose sólo para limpiarse las manos ensangrentadas en los suaves protectores de cuero de las piernas.

La senda de pisadas les condujo fuera del pabellón y por un túnel estrecho, que bajaba desapareciendo en la oscuridad. Cuando Alec se detuvo, mirando a su alrededor, Clary se adentró en él con impaciencia, dejando que la luz mágica abriera un sendero de luz blanca plateada ante ellos. Alcanzó a ver unas puertas dobles al final del túnel; estaban entornadas.

Jace. De algún modo le sentía, percibía que se hallaba cerca. Avanzó a paso ligero, con las botas taconeando con fuerza contra el duro suelo. Oyó que Isabelle la llamaba, y en seguida Alec e Isabelle también corrían, pegados a sus talones. Cruzó como una exhalación las puertas del final del corredor y se encontró en una enorme sala de piedra dividida en dos por una hilera de barrotes de metal profundamente hundidos en el suelo. Distinguió apenas una figura desplomada al otro lado de los barrotes. Justo en el exterior de la celda estaba tendida la forma inerte de un Hermano Silencioso.

Clary supo de inmediato que estaba muerto. Fue por el modo en el que estaba caído, como una muñeca a la que han retorcido los miembros hasta rompérselos. La túnica color pergamino estaba medio desgarrada. El rostro desfigurado, contraído en una expresión de terror absoluto, era aún reconocible. Era el hermano Jeremiah.

La muchacha pasó junto al cuerpo y llegó a la puerta de la celda. Estaba hecha de barrotes colocados a muy poca distancia unos de otros. Y asegurados con bisagras en un lado. No parecía haber ni cerradura ni pomo del que pudiera tirar. Detrás de ella oyó a Alec llamarla, pero su atención no estaba puesta en él: estaba en la puerta. No había un modo visible de abrirla; los Hermanos no trataban con aquello que era visible, sino más bien con lo que no lo era. Así que sujetando la luz mágica con una mano, buscó desesperadamente la estela de su madre con la otra.

Del otro lado de los barrotes llegó un sonido. Una especie de jadeo o susurro ahogado; no estaba segura de qué, pero reconoció el origen: Jace. Golpeó la puerta de la celda con la punta de la estela, e intentó mantener la runa de abrir en su mente hasta que esta apareció, negra e irregular sobre el duro metal. El electro chisporroteó al tocarlo la estela. «Ábrete —deseó Clary—, ábrete, ábrete, ¡ÁBRETE!».

Un sonido como el de una tela al desgarrarse resonó por la sala. Clary oyó que Isabelle gritaba, al mismo tiempo que la puerta saltaba de sus goznes por completo y se desplomaba hacia el interior de la celda como un puente levadizo al descender. Clary oyó otros ruidos de metal rascando contra metal, un sonoro repiqueteo como el de un puñado de guijarros arrojados al suelo. Se coló al interior de la celda, pisando sobre la puerta caída.

Una luz mágica inundó la pequeña estancia, iluminándola como si fuese de día. Clary apenas reparó en las hileras de esposas —todas de distintos metales: oro, plata, acero y hierro— que iban soltándose de los pernos de las paredes y caían al suelo de piedra con un repiqueteo. Tenía los ojos puestos en el cuerpo desplomado del rincón; caído a poca distancia. La muñeca estaba desnuda y ensangrentada, la piel rodeada de un brazalete de feos cardenales.

Se arrodilló, dejando la estela a un lado, y lo giró con suavidad. Sí, era Jace. Tenía otro cardenal en la mejilla, y estaba muy pálido pero Clary pudo ver el veloz movimiento bajo los párpados y una vena latiéndole en la garganta. Estaba vivo.

El alivio la recorrió como una oleada ardiente, deshaciendo las tirantes cuerdas de tensión que la habían mantenido de una pieza todo aquel tiempo. La luz mágica cayó al suelo junto a ella, donde siguió resplandeciendo. Clary le apartó el cabello de la frente con una ternura que le pareció ajena; jamás había tenido hermanos o hermanas, ni siquiera un primo; nunca había tenido ocasión de vendar heridas o besar rodillas arañadas u ocuparse de nadie.

Pero estaba bien sentir ese tipo de ternura hacia Jace, se dijo, reacia a apartar la mano incluso cuando los párpados de este se agitaron bruscamente y el muchacho gimió. Era su hermano, ¿por qué no iba a importarle lo que le sucediera?

Los ojos de Jace se abrieron. Las pupilas estaban enormes, dilatadas. ¿Quizás se había golpeado la cabeza? Sus ojos se clavaron en ella. Con una expresión de aturdido desconcierto.

—¿Clary? —preguntó—. ¿Qué haces aquí?

—He venido a buscarte —dijo ella, porque era la verdad.

Un espasmo cruzó el rostro del muchacho.

—¿Realmente estás aquí? No estoy… No estoy muerto, ¿verdad?

—No —respondió ella, acariciándole el rostro con la mano—. Te has desmayado, eso es todo. Seguramente también te golpeaste la cabeza.

Jace alzó la mano para cubrir la de ella.

—Ha valido la pena —repuso él en una voz tan queda que Clary no estuvo segura de qué era lo que había dicho.

—¿Qué?

Era Alec, que se metía por la abertura con Isabelle justo detrás de él. Clary apartó a toda prisa la mano, luego se maldijo en silencio. No había estado haciendo nada malo.

Jace se incorporó penosamente hasta quedar sentado. Tenía el rostro ceniciento y la camiseta salpicada de sangre. La expresión de Alec se convirtió en una de preocupación.

—¿Te encuentras bien? —quiso saber, arrodillándose—. ¿Qué ha pasado? ¿Puedes recordarlo?

Jace alzó la mano ilesa.

—Una pregunta cada vez Alec. Creo que la cabeza está a punto de estallarme.

—¿Quién te ha hecho esto? —Isabelle sonó a la vez perpleja y furiosa.

—Nadie me ha hecho nada. Me lo hice yo intentando quitarme las esposas. —Se miró la muñeca, de la que parecía casi haberse arrancado toda la piel, e hizo una mueca de dolor.

—Dame —dijeron a la vez Clary y Alec, yendo a cogerle la mano.

Los ojos de ambos se encontraron, y Clary fue la primera en detenerse. Alec sujetó la muñeca de Jace y sacó su estela; con unos pocos y veloces giros de muñeca, dibujó un iratze —una runa curativa— justo debajo del aro de piel sangrante.

—Gracias —dijo Jace, retirando la mano; la parte lastimada de la muñeca empezaba a volver a soldarse—. El hermano Jeremiah…

—Está muerto —informó Clary.

—Lo sé. —Desdeñando la ayuda que le ofrecía Alec, Jace se incorporó hasta apoyarse en la pared—. Lo han asesinado.

—¿Se han matado los Hermanos Silenciosos entre sí? —preguntó Isabelle—. No lo entiendo…, no comprendo por qué harían eso…

—No lo han hecho —respondió Jace—. Algo los mató. No sé qué. —Un espasmo de dolor le crispó el rostro—. Mi cabeza…

—Tal vez deberíamos irnos —propuso Clary nerviosamente—. Antes de que lo que fuera que los mató…

—¿Regrese a por nosotros? —inquirió Jace, y bajó la mirada hacia la camisa ensangrentada y la mano magullada—. Creo que se ha ido. Pero supongo que él todavía podría hacerlo regresar.

—¿Quién podría hacer regresar qué? —quiso saber Alec, pero Jace no dijo nada.

El rostro del muchacho había pasado de gris a blanco como el papel. Alec le sujetó cuando empezó a resbalarse por la pared.

—Jace…

—Estoy bien —protestó él, pero se sujetó a la manga de Alec con fuerza—. Puedo aguantarme en pie.

—A mí me parece que estás usando la pared para sostenerte. Esa no es mi definición de «aguantarse en pie».

—Es estar apoyado —le contestó Jace—. Estar apoyado viene justo antes de aguantarme en pie.

—Para de discutir —intervino Isabelle, apartando una antorcha apagada de una patada—. Tenemos que salir de aquí. Si hay algo ahí fuera lo bastante malo para matar a los Hermanos Silenciosos, nos hará picadillo.

—Izzy tiene razón. Deberíamos marcharnos. —Clary recuperó la luz mágica y se levantó—. Jace… ¿estás bien para andar?

—Puede apoyarse en mí. —Alec pasó el brazo de Jace sobre sus hombros, este se apoyó pesadamente en él—. Vamos —indicó Alec con suavidad—. Te curaremos cuando estemos fuera.

Fueron lentamente hacia la puerta de la celda, donde Jace se detuvo un instante para contemplar fijamente el cuerpo del hermano Jeremiah, que yacía retorcido sobre las losas. Isabelle se arrodilló y bajó la capucha de lana marrón del Hermano Silencioso para cubrirle el rostro contorsionado. Cuando se incorporó, todos los semblantes estaban serios.

—Jamás he visto a un Hermano Silencioso asustado —comentó Alec—. No creía que les fuese posible sentir miedo.

—Todo el mundo siente miedo —afirmó Jace tajante.

El muchacho seguía muy pálido y mantenía la mano herida apoyada contra el pecho, aunque Clary pensó que no se debía al dolor físico. Parecía distante, como si se hubiese retraído, ocultándose de algo.

Retrocedieron sobre sus pasos por los oscuros corredores y ascendieron los estrechos peldaños que conducían al pabellón de las Estrellas Parlantes. Cuando lo alcanzaron, Clary notó el denso olor a sangre y a quemado con mucha mayor intensidad que al pasar por allí antes. Jace, apoyado en Alec, miró a su alrededor con una expresión mezcla de horror y confusión. Clary vio que miraba fijamente la pared opuesta, que estaba profusamente salpicada de sangre.

—Jace. No mires —dijo.

Y en seguida se sintió estúpida; él era un cazador de demonios al fin y al cabo, y seguro que había visto cosas peores.

Jace meneó la cabeza.

—Algo va mal…

—Todo va mal aquí. —Alec ladeó la cabeza en dirección al bosque de arcos que conducía lejos del pabellón—. Ese es el camino más rápido para salir de aquí. Vámonos.

No hablaron demasiado mientras emprendían el camino de vuelta a través de la Ciudad de Hueso. Cada sombra parecía ocultar un movimiento, como si la oscuridad cubriera criaturas que aguardaban para saltar sobre ellos. Isabelle musitaba algo por lo bajo y, aunque Clary no podía oír las palabras, sonaba como otro idioma, algo antiguo… latín, tal vez.

Cuando alcanzaron las escaleras que conducían fuera de la Ciudad, Clary emitió un silencioso suspiro de alivio. La Ciudad de Huesos quizá hubiera sido hermosa en alguna ocasión, pero ahora resultaba aterradora. Cuando llegaron al último tramo de escalones, una fuerte luz le hirió los ojos y le hizo lanzar un grito de sorpresa. Distinguió débilmente la estatua del Ángel, que se alzaba en lo alto de la escalera, iluminada por detrás con una refulgente luz dorada, brillante como el sol. Echó una rápida mirada a los demás; estos parecían tan confusos como ella.

—No puede haber amanecido ya… ¿verdad? —murmuró Isabelle—. ¿Cuánto tiempo hemos estado ahí abajo?

Alec miró su reloj.

—No tanto como eso.

Jace farfulló algo, demasiado quedo para que nadie más le oyera. Alec inclinó la cabeza hacia él.

—¿Qué has dicho?

—Luz mágica —contestó Jace, esta vez en voz más alta.

Isabelle corrió escalera arriba, con Clary detrás de ella y Alec a la cola, luchando para ayudar a Jace por los escalones. En lo alto de la escalera, Isabelle se detuvo de golpe como paralizada. Clary la llamó, pero ella no se movió. Al cabo de un momento, Clary estuvo a su lado y entonces le tocó a ella mirar a su alrededor con asombro.

El jardín estaba repleto de cazadores de sombras; veinte, quizá treinta, con las oscuras vestiduras de caza, cubiertos de Marcas y cada uno sosteniendo una refulgente piedra de luz mágica.

A la cabeza del grupo se encontraba Maryse, con una armadura negra de cazadora de sombras y una capa, la capucha estaba echada hacia atrás. Detrás de ella se alineaban docenas de desconocidos, hombres y mujeres que Clary no había visto nunca, pero que lucían Marcas de los nefilim en los brazos y los rostros. Uno de ellos, un apuesto hombre de piel negra como el ébano, miró fijamente a Clary e Isabelle… y junto a ellas, a Jace y a Alec, que habían salido de la escalera y pestañeaban bajo la inesperada iluminación.

—Por el Ángel —exclamó el hombre—. Maryse… ya había alguien ahí abajo.

La boca de Maryse se abrió en una silenciosa exclamación de sorpresa al ver a Isabelle. Luego la cerró, apretando los labios en una fina línea blanca, como una cuchilla dibujada en tiza sobre la cara.

—Lo sé, Malik —contestó—. Estos son mis hijos.