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LA LUNA DEL CAZADOR

Maia nunca había confiado en los chicos guapos, motivo por el que odió a Jace Wayland la primera vez que puso los ojos en él.

Su hermano gemelo, Daniel, había nacido con la piel color miel y los enormes ojos oscuros de su madre, y había resultado ser la clase de persona que pega fuego a las alas de las mariposas para contemplar cómo arden y mueren mientras vuelan. También la había atormentado a ella, de modos pequeños y nimios al principio, pellizcándola allí donde los moretones no se verían, cambiando el champú de su botella por lejía. Ella había acudido a sus padres, pero no la habían creído. Nadie lo habría hecho, mirando a Daniel; habían confundido la belleza con la inocencia y la bondad. Cuando le rompió el brazo en noveno, ella huyó de casa, pero sus padres la llevaron de vuelta. En décimo, a Daniel lo atropelló un conductor que lo mató en el acto y se dio a la fuga. Al lado de sus padres junto a la tumba, Maia se había sentido avergonzada por el abrumador alivio que sentía. Dios, se dijo, sin duda la castigaría por alegrarse de que su hermano hubiese muerto.

Al año siguiente, él lo hizo. Maia conoció a Jordan. Cabello largo y oscuro, delgadas caderas en unos vaqueros desgastados, camisetas de rockero indie y pestañas como las de una chica. Jamás se le ocurrió que fuera a interesarse por ella; los de su tipo, por lo general, prefieren a las chicas pálidas y flacuchas con gafas a la última, pero a él pareció gustarle su figura rellenita. Entre un beso y otro le dijo que era hermosa. Los primeros meses fueron como un sueño, los últimos como una pesadilla. Se volvió posesivo, dominante. Cuando se enojaba con ella, gruñía y le soltaba un guantazo en la mejilla con el dorso de la mano, dejándole una marca como si tuviera demasiado colorete. Cuando intentó romper con él, la empujó y la tiró al suelo en su propio patio delantero, antes de que ella corriera adentro y cerrara la puerta de un golpe.

Más tarde, hizo que la viera besando a otro chico, sólo para que quedara claro que todo había terminado entre ellos. Ya ni siquiera recordaba el nombre de aquel chico. Lo que sí recordaba era ir andando a casa aquella noche, con la lluvia cubriéndole los cabellos de delicadas gotitas, y el barro salpicándole las perneras de los pantalones, mientras atajaba por el parque cercano a casa. Recordaba a la figura oscura que había salido como una exhalación de detrás del tiovivo de metal, el salvaje dolor mientras aquellas mandíbulas se le cerraban sobre la garganta. Había chillado y forcejeado, con el sabor de su propia sangre en su boca, y el cerebro aullando: «Esto es imposible. Imposible». No había lobos en Nueva Jersey, no en su vecindario, no en el siglo XXI.

Los gritos hicieron que aparecieran luces en las casas cercanas, encendiéndose una tras otra igual que cerillas. El lobo la soltó, y de las fauces le colgaban hilos de sangre y carne desgarrada.

Veinticuatro puntos de sutura más tarde, Maia estaba de vuelta en su dormitorio rosa, con su madre revoloteando a su alrededor ansiosamente. El doctor de urgencias había dicho que el mordisco parecía el de un perro grande, pero Maia sabía bien lo que era. Antes de que el lobo se hubiera vuelto para huir, había oído a una ardiente y familiar voz que la susurraba al oído.

—Ahora eres mía. Siempre serás mía.

Nunca volvió a ver a Jordan; él y sus padres habían desmontado su piso y se habían mudado. Ninguno de sus amigos sabía o quiso admitir que sabía adónde se habían ido. Sólo se sorprendió a medias la siguiente luna llena, cuando empezaron los dolores: dolores desgarradores que le recorrieron las piernas de arriba abajo, obligándola a caer al suelo, y le doblaron la columna vertebral como un mago doblaría una cuchara. Cuando los dientes se le cayeron de golpe de las encías y tintinearon contra el suelo como canicas derramadas, se desmayó. O creyó que lo había hecho. Despertó a kilómetros de distancia de su casa, desnuda y cubierta de sangre, con la cicatriz del brazo palpitando como un corazón. Aquella noche saltó al tren que iba a Manhattan. No fue una decisión difícil. Si ya era bastante malo ser birracial en un vecindario conservador, a saber qué le harían a una mujer lobo.

No le resultó complicado encontrar una manada a la que unirse. Había varias de ellas sólo en Manhattan. Acabó con la manada del centro, los que dormían en la vieja comisaría de Chinatown.

Los líderes de la manada podían cambiar. Primero había sido Kito, luego Veronique, luego Gabriel y ahora Luke. Le había gustado mucho Gabriel, pero Luke era mejor. Tenía un aspecto que inspiraba confianza y unos afectuosos ojos azules; tampoco era demasiado apuesto, así que no le disgustó ya de entrada. Maia se sentía muy a gusto allí con la manada, durmiendo en la vieja comisaría y jugando a las cartas, comiendo comida china las noches que la luna no estaba llena y cazando por el parque cuando sí lo estaba, y luego bebiendo, para eliminar la resaca del Cambio, en La Luna del Cazador, uno de los mejores bares clandestinos para hombres lobo. Había cerveza a raudales, y nadie te pedía nunca el carnet para ver si tenías menos de veintiún años. Ser un licántropo te hacía crecer deprisa, y mientras te salieran pelos y colmillos una vez al mes, no había inconveniente para que bebieras en La Luna, tuvieras la edad que tuvieras en años mundanos.

Últimamente, ya apenas pensaba en su familia, pero cuando el chico rubio del abrigo largo negro entró todo digno en el bar, Maia se quedó rígida. No se parecía a Daniel, no exactamente, Daniel había tenido cabellos oscuros que se le enroscaban cerca del cogote, y la piel color miel; en cambio este chico era todo blanco y dorado. Pero tenían la misma clase de cuerpo, delgado; el mismo modo de andar, como una pantera en busca de presa, y la misma total seguridad en la propia atracción. Apretó la mano convulsivamente alrededor de la copa y tuvo que recordarse: «Está muerto. Daniel está muerto».

Tras la llegada del muchacho, un torrente de murmullos recorrió rápidamente el bar, como la espuma de una ola salpicando desde la popa de un barco. El muchacho hizo como si no notara nada, arrastró hacia sí un taburete de la barra con un pie calzado en una bota y se acomodó en él con los codos sobre la barra. En el silencio que siguió a los murmullos, Maia le oyó pedir malta sin mezclar y le vio engullir la mitad de la copa en un diestro movimiento de muñeca. El licor tenía el mismo color dorado oscuro de su pelo. Cuando alzó la mano para dejar el vaso sobre la barra, Maia vio las gruesas Marcas negras enroscadas de las muñecas y el dorso de las manos.

Bat, el tipo sentado junto a ella y con quien había salido en una ocasión, aunque ahora sólo eran amigos, masculló algo por lo bajo que sonó como «nefilim».

«Así que es eso», pensó Maia.

El muchacho no era un hombre lobo. Era un cazador de sombras, un miembro de la policía secreta del mundo arcano. Mantenía la ley, respaldados por la Clave, y no podías llegar a ser uno de ellos. Había que nacer. La sangre los convertía en lo que eran. Corrían un montón de rumores sobre ellos, la mayoría nada halagadores: eran soberbios, orgullosos y crueles; menospreciaban a los subterráneos. Había pocas cosas que a un licántropo le gustaran menos que un cazador de sombras…, tal vez sólo un vampiro.

La gente también decía que los cazadores de sombras mataban demonios. Maia recordaba la primera vez que había oído que los demonios existían y que le habían contado lo que hacían. Le habían producido dolor de cabeza. Los vampiros y los hombres lobos sólo eran personas con una enfermedad, eso lo comprendía, pero ¿esperar que creyera en todas aquellas estupideces sobre el cielo y el infierno, los demonios y los ángeles, y aún así que nadie fuera capaz de decirle con seguridad si había un Dios o no, a dónde iba uno cuando se moría? No era justo. Ahora creía en los demonios, había visto suficiente de lo que hacían para ser incapaz de negarlo, pero deseaba no haber tenido que hacerlo.

—Supongo —dijo el muchacho, apoyando los codos sobre la barra— que no sirven Bala de Plata aquí. ¿Demasiadas asociaciones penosas? —Los ojos le brillaron, entrecerrados y relucientes como la luna en cuarto creciente.

El camarero, Freaky Pete, se limitó a echar una mirada al chico y meneó la cabeza con desagrado. Si el chico no hubiese sido un cazador de sombras, imaginó Maia, Pete lo habría arrojado fuera de La Luna, pero se limitó a irse al otro extremo de la barra y dedicarse a sacar brillo a los vasos.

—En realidad —dijo Bat, que era incapaz de mantenerse al margen en nada—, no la servimos porque lo cierto es que es una porquería de cerveza.

El muchacho volvió su reluciente mirada hacia Bat, y sonrió encantado. La mayoría de las personas no sonreían encantadas cuando Bat las miraba con aquella mirada especial suya: Bat medía metro noventa y ocho y tenía una gruesa cicatriz que le desfiguraba la mitad del rostro, allí donde el polvo de plata le había quemado la carne. Bat no era uno de los que se quedaban a pasar la noche con la manada que vivía en la comisaría y dormía en las viejas celdas. Tenía su propio apartamento, incluso un empleo. Había sido un novio bastante bueno, hasta el momento en que había plantado a Maia por una bruja pelirroja llamada Eve, que vivía en Yonkers y tenía una tienda de quiromancia en su propio garaje.

—¿Y tú que estás bebiendo? —inquirió el muchacho, acercando tanto el rostro a Bat que fue como un insulto—. ¿Un cóctel Luna Llena… bueno, lo que os gusta a todos?

—Te crees que eres muy gracioso. —El resto de la manada se inclinaba para escucharlos, listos para respaldar a Bat si este decidía partirle la cara al odioso crío de un puñetazo—, ¿no es cierto?

—Bat —dijo Maia. Se preguntó si ella era el único miembro de la manada que dudaba de la capacidad de Bat para partirle la cara al crío de un puñetazo. No es que dudara de Bat, pero había algo en los ojos del muchacho que la inquietaba—. Déjalo.

Bat no le hizo el menor caso.

—Contesta.

—¿Quién soy yo para negar lo evidente? —los ojos del muchacho resbalaron sobre Maia como si fuese invisible y regresaron a Bat—. ¿Supongo que no te gustaría contarme que le pasó a tu cara? Parece…

Entonces le dijo algo a Bat en una voz tan baja que Maia no lo oyó. Lo siguiente que esta vio fue que Bat le lanzaba al muchacho un puñetazo que le habría hecho pedazos la mandíbula, sólo que el chico ya no estaba allí. Estaba de pie a un buen metro y medio de distancia, riendo, mientras el puño de Bat alcanzaba su abandonado vaso y lo enviaba volando por la barra hasta chocar contra la pared del fondo, donde cayó una lluvia de fragmentos de cristal.

Antes de que Maia pudiera pestañear siquiera, Freaky Pete ya había salido de la barra y tenía el enorme puño cerrado sobre la camisa de Bat.

—Ya es suficiente —dijo Pete—. Bat, ¿por qué no das un paseo para tranquilizarte?

Bat se retorció para soltarse de Pete.

—¿Dar un paseo? Has oído…

—Sí. —La voz de Pete era queda—. Es un cazador de sombras. Sal a tranquilizarte, cachorro.

Bat lanzó una palabrota y se apartó bruscamente del camarero. Se fue a grandes zancadas hacia la salida, con los hombros agarrotados por la ira. La puerta se cerró ruidosamente a su espalda.

El muchacho había dejado de sonreír y observaba a Freaky Pete con una especie de oscuro resentimiento, como si el camarero se hubiese llevado el juguete con el que él tenía intención de jugar.

—Eso no era necesario —dijo—, puedo cuidarme solo.

Pete contempló al cazador de sombras.

—Es mi bar lo que me preocupa —repuso por fin—. Tal vez sería conveniente que te fueras con tus asuntos a otro lugar, cazador de sombras, si no quieres tener problemas.

—No dije que no quisiera tener problemas. —El muchacho volvió a sentarse en el taburete—. Además, no he acabado mi copa.

Maia echó una ojeada detrás de ella, donde la pared del bar estaba empapada de alcohol.

—A mí me parece que sí —dijo ella.

Por un segundo, el muchacho se quedó inexpresivo, luego una curiosa chispa de diversión iluminó sus ojos dorados. En ese momento, se parecía tanto a Daniel que Maia quiso echarse hacia atrás.

Pete le puso otro vaso de líquido ambarino sobre la barra antes de que el muchacho pudiera responder.

—Aquí tienes —dijo. Sus ojos se clavaron en Maia, censurándola.

—Pete… —empezó a decir.

No llegó a terminar. La puerta del bar se abrió de golpe, y Bat apareció en la entrada. Maia necesitó un momento para darse cuenta de que la pechera de su camisa y las mangas estaban empapadas de sangre.

Se bajó del taburete y corrió hacia él.

—¡Bat! ¿Estás herido?

El rostro del hombre estaba gris, y la plateada cicatriz le resaltaba en la mejilla igual que un pedazo de alambre retorcido.

—Un ataque —respondió Bat—. Hay un cuerpo en el callejón. Un chaval muerto. Hay sangre… por todas partes. —Sacudió la cabeza y bajó los ojos para mirarse—. No es mi sangre. Estoy bien.

—¿Un cuerpo? Pero quién…

La respuesta de Bat quedó ahogada en la conmoción. Los asientos quedaron vacíos mientras la manada marchaba en tropel hacia la puerta. Pete salió de detrás de la barra y se abrió paso a través del gentío. Únicamente el muchacho cazador de sombras permaneció donde estaba, con la cabeza inclinada sobre su bebida.

A través de la gente amontonada alrededor de la puerta, Maia pudo ver fugazmente el pavimento del callejón, salpicado de sangre. Estaba todavía húmeda y se había escurrido entre las grietas del pavimento como los zarcillos de una planta roja.

—¿La garganta cortada? —decía Pete a Bat, que había recuperado el color—. Como…

—Había alguien en el callejón. Alguien arrodillado sobre él —explicó Bat con voz tensa—. No como una persona… como una sombra. Salieron huyendo al verme. Él estaba todavía vivo. Moribundo. Me incliné sobre él, pero… —Se encogió de hombros; fue un movimiento espontáneo, pero las venas del cuello le sobresalían como gruesas raíces envolviendo el tronco de un árbol—. Murió sin decir nada.

—Vampiros —exclamó una hembra rolliza de licántropo llamada Amabel que estaba junto a la puerta—. Los Hijos de la Noche. No puede haber sido otra cosa.

Bat la miró, luego se volvió y cruzó majestuoso la estancia en dirección a la barra. Agarró al cazador de sombras por la espalda de la cazadora… o alargó la mano como si esa fuese su intención, pero el muchacho estaba ya de pie, volviéndose hacia él.

—¿Qué problema tienes, hombre lobo?

La mano de Bat seguía extendida.

—¿Estás sordo, nefilim? —gruñó—. Hay un chico muerto en el callejón. Uno de los nuestros.

—¿Te refieres a un licántropo o a alguna otra clase de subterráneo? —El muchacho alzó las cejas rubias—. Todos me parecéis iguales.

Sonó un rugido sordo… procedente de Freaky Pete, advirtió Maia con cierta sorpresa. Este había vuelto a entrar en el bar y estaba rodeado por el resto de la manada, todos los ojos estaban fijos en el cazador de sombras.

—Sólo era un cachorro —dijo Pete—. Se llamaba Joseph.

El nombre no le sonó a Maia, pero vio lo apretadas que tenía Pete las mandíbulas y sintió un aleteo en el estómago. La manada estaba en pie de guerra ahora, y si el cazador de sombra tenía algo de sentido común, empezaría a dar marcha atrás como loco. Pero no. Se limitaba a permanecer allí de pie, mirándolos con aquellos ojos dorados y aquella sonrisa curiosa en el rostro.

—¿Un muchacho licántropo? —preguntó.

—Era un miembro de la manada —replicó Pete—. Sólo tenía quince años.

—Y exactamente ¿qué esperas que haga yo? —inquirió el muchacho.

Pete le miró fijamente, incrédulo.

—Eres nefilim —respondió—. La Clave nos debe protección en estas circunstancias.

El muchacho paseó la mirada por el bar, lentamente y con tal insolencia que el rostro de Pete comenzó a enrojecer.

—No veo nada de lo que necesitéis protegeros —replicó el muchacho—. Excepto de una decoración más bien fea y un posible problema de moho. Pero, por lo general, eso se puede eliminar con lejía.

—Hay un cuerpo sin vida ante la puerta de este bar —insistió Bat, vocalizando cuidadosamente—. No crees que…

—Creo que es demasiado tarde para que él necesite protección —replicó el muchacho—, si ya está muerto.

Pete seguía mirándole de hito en hito. Las orejas se le habían vuelto puntiagudas, y cuando habló, la voz quedó ahogada por unos caninos cada vez más grandes.

—No te pases, nefilim —dijo—. No te pases.

El muchacho le miró con ojos opacos.

—¿Me estoy pasando?

—¿No vas a hacer nada? —preguntó Bat—. ¿De verdad?

—Me voy a terminar la copa —contestó él, mirando el vaso medio vacío que seguía sobre el mostrador—, si me dejáis.

—¿Así que esta es la actitud de la Clave, una semana después de los Acuerdos? —preguntó Pete con repugnancia—. ¿La muerte de los subterráneos no significa nada para vosotros?

El muchacho sonrió, y Maia sintió un cosquilleo en la espalda. Tenía exactamente la misma expresión que Daniel justo antes de que le arrancara las alas a una mariquita.

—Qué típico de los subterráneos —replicó el muchacho— esperar que la Clave limpie vuestra porquería por vosotros. Como si fuese de nuestra incumbencia el que algún jovenzuelo estúpido decidiera esparcirse a sí mismo en forma de pintada por todo vuestro callejón…

Antes de que nadie más pudiera moverse, Bat se abalanzó sobre el cazador de sombras; pero el muchacho ya no estaba allí. Bat dio un traspié y se volvió en redondo, con los ojos desorbitados. La manada lanzó una exclamación ahogada.

Maia se quedó boquiabierta. El cazador de sombras estaba sobre la barra, con los pies bien separados. Realmente parecía un ángel vengador disponiéndose a impartir justicia divina desde lo alto, como se suponía debían hacer los cazadores de sombras. Entonces alargó una mano y cerró los dedos, rápidamente, en un gesto que ella conocía desde el patio del colegio como «Ven y cógeme», y la manada se abalanzó sobre él.

Bat y Amabel treparon a la barra, el muchacho se volvió hacia ellos tan deprisa que su reflejo en el espejo de detrás de la barra fue borroso. Maia le vio lanzar una patada, y a continuación los dos licántropos estaban gimiendo en el suelo bajo una cascada de cristales rotos. Oyó que el muchacho reía mientras otra persona alzaba la mano y tiraba de él hacia abajo; el cazador de sombras se sumergió en la multitud con una facilidad que indicaba buena disposición. Luego ya no pudo verle, perdido en medio de un maremágnum de brazos y piernas en movimientos. Con todo, le pareció que podía oírle reír, incluso a la vez que centelleaba el metal, el filo de un cuchillo, y se oía a sí misma inspirar violentamente.

—Ya es suficiente.

Era la voz de Luke, sosegada, firme como un latido. Era extraño como siempre se reconocía la voz del líder de la manada. Maia volvió la cabeza y le vio justo en la entrada del bar, con una mano apoyada en la pared. No parecía simplemente cansado, sino deshecho, como si algo le estuviera demoliendo desde dentro; con todo, la voz era serena cuando volvió a hablar.

—Ya es suficiente. Dejad en paz al chico.

Inmediatamente la manada se separó del cazador de sombras, dejando sólo a Bat de pie allí, desafiante, con una mano sujetando aún la parte posterior de la camiseta del cazador de sombras y la otra empuñando un cuchillo de hoja corta. El muchacho tenía el rostro ensangrentado, pero no parecía precisamente alguien que necesitara que lo salvasen; sonreía con una mueca tan peligrosa como el cristal roto que cubría el suelo.

—No es un chico —replicó Bat—. Es un cazador de sombras.

—Son bienvenidos aquí —repuso Luke con tono neutral—. Son nuestros aliados.

—Dijo que no le importaba —insistió Bat enfurecido—. Lo de Joseph…

—Lo sé —indicó Luke en voz queda, y sus ojos se desviaron hacia el muchacho rubio—, ¿has venido aquí sólo para buscar pelea, Jace Wayland?

El muchacho, Jace, sonrió, tensando el labio partido de modo que un hilillo de sangre le corrió por la barbilla.

—Luke.

Bat, sobresaltando al oír el nombre de pila de su líder de la boca del cazador de sombras, soltó la parte posterior de la camiseta de Jace.

—No sabía…

—No hay nada que saber —repuso Luke mientras el cansancio de sus ojos le iba penetrando en la voz.

Freaky Pete habló entonces con voz grave.

—Dijo que a la Clave no le importaría la muerte de un licántropo, aunque fuera un crío. Y no hace ni una semana de los Acuerdos, Luke.

—Jace no habla por la Clave —respondió Luke—, y no hay nada que pudiera haber hecho, incluso aunque quisiera. ¿No es cierto?

Miró a Jace que estaba muy pálido.

—¿Cómo…?

—Sé lo que ha pasado —explicó Luke—, con Maryse.

Jace se quedó rígido, y por un momento Maia vio, a través de la expresión de burla salvaje al estilo de Daniel, lo que había debajo, y era algo sombrío y cargado de angustia; le recordó más a sus propios ojos en el espejo que a los de su hermano.

—¿Quién te lo ha contado, Clary?

—Clary no.

Maia jamás había oído a Luke pronunciar aquel nombre antes, pero lo dijo en un tono que daba a entender que se trataba de alguien especial para él, y también para el cazador de sombras.

—Soy el líder de la manada, Jace. Oigo cosas. Vamos, vayamos al despacho de Pete y charlemos.

Jace vaciló un instante antes de encogerse de hombros.

—Muy bien —repuso—, pero me debéis ese whisky que no me he bebido.

—Esa era mi última idea —dijo Clary con un suspiro de derrota, dejándose caer sobre los peldaños del exterior del Museo Metropolitano de Arte y clavando una desconsolada mirada en la Quinta Avenida.

—Ha sido buena. —Simon se sentó en el suelo a su lado, las largas piernas despatarradas ante él—. Quiero decir, es un tipo al que le gustan las armas y matar, así que ¿por qué no la mayor colección de armas de toda la ciudad? Y yo siempre estoy dispuesto a hacer una visita a Armas y Armaduras, de todos modos. Me da ideas para mi campaña.

Ella le miró sorprendida.

—¿Todavía estás jugando con Eric, Kirk y Matt?

—Claro. ¿Por qué no iba a hacerlo?

—Pensé que jugar ya no parecía tan atractivo desde que…

«Desde que nuestras vidas empezaron a parecerse a una de vuestras campañas» incluidos chicos buenos, chicos malos, magia realmente repugnante y objetos hechizados importantes que uno tenía que encontrar si quería ganar el juego.

Excepto que en un juego, los buenos siempre ganaban; derrotaban a los chicos malos y se iban a casa con el tesoro. En cambio en la vida real, ellos habían perdido el tesoro, y a veces Clary todavía no tenía claro quiénes eran los buenos y quiénes los malos.

Miró a Simon y sintió una oleada de tristeza. Si él renunciaba a jugar sería culpa suya, igual que todo lo que le había sucedido a su amigo en las últimas semanas había sido culpa suya. Recordó su rostro blanco ante el fregadero esa mañana, justo antes de que la besara.

—Simon… —empezó a decir.

—En estos momentos soy un clérigo medio troll que quiere vengarse de los orcos que mataron a su familia —explicó él alegremente—. Es imponente.

Clary lanzó una carcajada justo cuando sonaba su móvil. Lo sacó del bolsillo y abrió la tapa; era Luke.

—No le hemos encontrado —dijo, antes de que él pudiera decir hola.

—No, pero yo sí.

Clary se incorporó muy tiesa.

—Estás de broma. ¿Está ahí? ¿Puedo hablar con él? —Advirtió que Simon la miraba incisivamente y bajó la voz—. ¿Está bien?

—Más o menos.

—¿Qué quieres decir con «más o menos»?

—Se metió en una pelea con una manada de hombres lobo. Tiene unos cuantos cortes y moretones.

Clary entrecerró los ojos. ¿Por qué, ah, por qué se había metido Jace en una pelea con una manada de lobos? ¿Qué le había llevado a hacer eso? Aunque claro, era Jace. Se metería en una pelea con un camión de gran tonelaje si le venía en gana.

—Creo que deberías venir —continuó Luke—. Alguien tiene que razonar con él, y yo no estoy teniendo mucha suerte.

—¿Dónde estás? —preguntó Clary.

Él se lo dijo. Un bar llamado La Luna del Cazador en la calle Hester. Ella se preguntó si le habrían puesto un halo de glamour mágico para camuflarlo. Cerró la tapa del teléfono con un golpecito que se volvió hacia Simon, que la miraba fijamente con las cejas enarcadas.

—¿El hijo pródigo regresa?

—Algo así.

Clary se puso en pie rápidamente y sacudió las piernas, calculando mentalmente cuánto tardarían en llegar a Chinatown en el metro, o si valía la pena apoquinar el dinero que Luke le había dado para un taxi. Probablemente no, decidió; si quedaban atrapados en el tráfico, tardarían más que en el metro.

—¿… ir contigo? —oyó terminar de decir a Simon, que estaba poniéndose en pie. El muchacho estaba un peldaño por debajo de ella, lo que hacía que tuvieran casi la misma estatura—. ¿Qué te parece?

Clary abrió la boca, luego la volvió a cerrar rápidamente.

—Esto…

—No has oído ni una palabra de lo que he dicho durante los últimos dos minutos, ¿verdad? —Simon sonaba resignado.

—No —admitió ella—, estaba pensando en Jace. Parecía como si estuviese mal. Lo siento.

Los ojos castaños de Simon se oscurecieron.

—¿Debo entender que vas a ir corriendo a vendarle las heridas?

—Luke me ha pedido que vaya —contestó ella—. Esperaba que vinieras conmigo.

Simon dio una patada al peldaño situado sobre el suyo.

—Lo haré, pero… ¿por qué? ¿No puede devolver Luke a Jace al Instituto sin tu ayuda?

—Probablemente. Pero cree que Jace puede estar dispuesto a hablar conmigo sobre lo que está sucediendo.

—Pensaba que a lo mejor podríamos hacer algo esta noche —protestó Simon—. Algo divertido. Ver una película. Cenar en el centro.

Ella le miró. A lo lejos podía oír el chapoteo del agua en una fuente del museo. Pensó en la cocina de casa de Simon, en las manos húmedas de este sobre su cabello, pero todo parecía muy lejano, incluso a pesar de que podía verlo mentalmente del modo en que se podía recordar la fotografía de un incidente sin realmente recordar ya el incidente mismo.

—Es mi hermano —dijo—, tengo que ir.

Simon pareció demasiado cansado incluso para suspirar.

—Entonces voy contigo.

El despacho de la trastienda de La Luna del Cazador estaba al final de un pasillo estrecho sobre el que habían esparcido serrín. Aquí y allí el serrín estaba revuelto por las pisadas y manchado con un líquido oscuro que no parecía cerveza. Todo el lugar olía a humo y apestaba, un poco como a… perro mojado, tuvo que admitir Clary, aunque nunca se lo habría dicho a Luke.

—No está de muy buen humor —informó Luke, deteniéndose frente a una puerta cerrada—. Lo encerré en el despacho de Freaky Pete después de que casi matara a la mitad de mi manada con sólo las manos. No ha querido hablar conmigo, así que —se encogió de hombros— pensé en ti. —Pasó la mirada del rostro desconcertado de Clary al de Simon—. ¿Qué?

—No puedo creer que haya venido aquí —repuso Clary.

—Y yo no puedo creer que conozcas a alguien llamado Freaky Pete —bromeó Simon.

—Conozco a muchas personas —respondió Luke—. No es que Freaky Pete sea estrictamente una persona, pero yo no soy quién para hablar.

Empujó la puerta del despacho y la abrió de par en par. Dentro se veía una habitación sencilla, sin ventanas, con banderines de deporte colgados en las paredes. Había un escritorio repleto de papeles sobre el que descansaba un televisor pequeño, y detrás de él, en un sillón cuya piel estaba tan cuarteada que parecía mármol veteado, estaba Jace.

En cuanto la puerta se abrió, Jace agarró un lápiz amarillo que descansaba sobre el escritorio y lo lanzó. Voló por los aires y golpeó la pared justo al lado de la cabeza de Luke, donde quedó clavado, vibrando. Los ojos de Luke se abrieron de par en par.

Jace sonrió débilmente.

—Lo siento, no me he dado cuenta de que eras tú.

Clary sintió que se le encogía el corazón. Hacía días que no había visto a Jace, y de algún modo parecía distinto; no era sólo la cara ensangrentada y los moretones, que eran nuevos, sino que la piel de su rostro parecía más tensa, los huesos más prominentes.

Luke señaló a Simon y a Clary con un gesto de la mano.

—Te he traído a alguien.

Los ojos de Jace fueron hacia ellos. Eran tan inexpresivos como si se los hubieran pintado en el rostro.

—Por desgracia —dijo—, sólo tenía ese lápiz.

—Jace… —empezó a decir Luke.

—No quiero que él esté aquí. —Jace movió violentamente la barbilla en dirección a Simon.

—Eso no es justo. —Clary estaba indignada.

¿Es que había olvidado que Simon había salvado la vida a Alec, y que posiblemente les había salvado la vida a todos?

—Fuera, mundano —exclamó Jace, indicando la puerta.

Simon movió la mano.

—No pasa nada. Esperaré en el pasillo.

Salió sin dar un portazo, aunque Clary notó que deseaba hacerlo.

La muchacha volvió la cabeza hacia Jace.

—¿Tienes que ser tan…? —empezó, pero calló al ver su rostro, que parecía atormentado y curiosamente vulnerable.

—¿Desagradable? —finalizó él por ella—. Únicamente los días en los que mi madre adoptiva me echa de casa con instrucciones de no volver a ensombrecer su puerta otra vez. Por lo general, soy extraordinariamente bonachón. Ponme a prueba cualquier otro día que no esté entre el lunes y el domingo.

Luke frunció el ceño.

—Maryse y Robert Lightwood no son mis seres favoritos, pero no puedo creer que Maryse haya hecho eso.

Jace parecía sorprendido.

—¿Los conoces? ¿A los Lightwood?

—Estaban en el Círculo conmigo —respondió Luke—. Me sorprendió cuando me enteré de que dirigían el Instituto aquí. Al parecer hicieron un trato con la Clave, tras el Levantamiento, para asegurarse algún tipo de indulgencia, mientras que Hodge… bueno, ya sabemos lo que le sucedió a Hodge. —Permaneció en silencio un momento—. ¿Ha dicho Maryse por qué te «exiliaba», por así decirlo?

—No se cree que yo pensara que era el hijo de Michael Wayland. Me acusó de estar de parte de Valentine todo el tiempo… diciendo que le ayudé a escapar con la Copa Mortal.

—Entonces, ¿por qué ibas a seguir aquí? —preguntó Clary—. ¿Por qué no has huido con él?

—No quiso decirlo, pero sospecho que piensa que me quedé para ser su espía. Una víbora en su seno. No es que ella usara la palabra «seno», pero la idea estaba ahí.

—¿Un espía de Valentine? —Luke parecía consternado.

—Cree que Valentine supuso que, debido al afecto que me tenían, ella y Robert creerían cualquier cosa que yo les dijera. Así que Maryse ha decidido que la solución es no sentir ningún afecto por mí.

—El afecto no funciona de ese modo. —Luke meneó la cabeza—. No puedes cerrarlo como un grifo. Especialmente si eres padre.

—No son realmente mis padres.

—La paternidad es más que un lazo de sangre. Han sido tus padres durante siete años en todos los aspectos que importan. Maryse simplemente se siente dolida.

—¿Dolida? —Jace sonó incrédulo—. ¿Ella, dolida?

—Quería a Valentine, recuérdalo —explicó Luke—. Como le quisimos todos. Él le hizo mucho daño. No quiere que su hijo se lo haga también. Le preocupa que les hayas mentido. Que la persona que creyó que eras todos estos años fuese una mentira, un truco. Tienes que tranquilizarla.

La expresión de Jace era una perfecta mezcla de obstinación y asombro.

—¡Maryse es una adulta! No debería necesitar que yo la tranquilizara.

—Ah, vamos, Jace —exclamó Clary—. No puedes esperar que todo el mundo se comporte perfectamente. Los adultos también meten la pata. Regresa al Instituto y habla con ella. Sé un hombre.

—No quiero ser un hombre —replicó Jace—, quiero ser un adolescente dominado por la angustia que no puede enfrentarse a sus demonios interiores y por eso ataca verbalmente a otras personas.

—Bueno —se burló Luke—, pues lo estás haciendo de maravilla.

—Jace —se apresuró a decir Clary, antes de que pudieran empezar a pelearse en serio—, tienes que volver al Instituto. Piensa en Alec y en Izzy, piensa en cómo les afectará esto.

—Maryse inventará algo para calmarlos. Quizá les diga que he huido.

—No funcionará —replicó ella—. Isabelle estaba de los nervios cuando me ha llamado por teléfono.

—Isabelle siempre está de los nervios —replicó Jace, pero pareció complacido.

Se recostó en el sillón. Los cardenales de la mandíbula y el pómulo destacaban igual que oscuras Marcas informes sobre la piel.

—No regresaré a un lugar donde no se confía en mí. Ya no tengo diez años. Puedo cuidar de mí mismo.

La expresión de Luke pareció indicar que no estaba muy seguro de eso.

—¿Adónde irás? ¿Cómo vivirás?

Los ojos de Jace relucieron.

—Tengo diecisiete años. Soy prácticamente un adulto. Cualquier cazador de sombras adulto tiene derecho a…

—Cualquier adulto. Pero tú no lo eres. No puedes obtener una remuneración de la Clave porque aún eres demasiado joven, y de hecho, los Lightwood están obligados por la Ley a cuidar de ti. Si ellos no quieren, se debería nombrar a alguna otra persona o…

—¿O qué? —Jace saltó del asiento—. ¿Iré a un orfanato en Idris? ¿Me meterán con una familia a la que nunca he visto? Puedo conseguir trabajo en el mundo de los mundanos durante un año, vivir como uno de ellos…

—No, no puedes —replicó Clary—. Yo debería saberlo, yo era uno de ellos. Eres demasiado joven para cualquier empleo, y además, con las habilidades que posees…, bueno, la mayoría de asesinos profesionales son mayores que tú. Y son criminales.

—No soy un asesino.

—Si vivieras en el mundo de los mundanos —repuso Luke—, eso es todo lo que serías.

Jace se quedó rígido, apretando la boca, y Clary supo que las palabras de Luke le habían dado donde dolía.

—No lo comprendéis —insistió él con una repentina desesperación en la voz—. No puedo regresar. Maryse quiere que diga que odio a Valentine. Y no puedo hacerlo.

Jace alzó la barbilla, la mandíbula apretada con obstinación, los ojos puestos en Luke como si medio esperara que el adulto respondiera con desdén o incluso con horror. Al fin y al cabo, Luke tenía más motivos para odiar a Valentine que casi ninguna otra persona en el mundo.

—Lo sé —dijo Luke—; hubo un tiempo en que yo también le quise.

Jace soltó aire, fue casi un sonido de alivio, y Clary pensó de repente: «Es por esto que ha venido aquí, a este lugar. No sólo para empezar una pelea, sino para llegar hasta Luke. Porque Luke le comprendería». No todo lo que Jace hacía era descabellado o suicida, se recordó a sí misma. Simplemente lo parecía.

—No deberías tener que afirmar que odias a tu padre —repuso Luke—. Ni siquiera para tranquilizar a Maryse. Ella debería comprenderlo.

Clary miró a Jace con atención, intentando leer el rostro. Era como un libro escrito en un idioma extranjero que hubiese estudiado durante demasiado poco tiempo.

—¿De verdad dijo que no quería que regresases nunca? —preguntó Clary—. ¿O simplemente supusiste que era eso lo que quería decir, y te largaste?

—Me dijo que probablemente sería mejor si encontraba algún otro lugar durante un tiempo —respondió Jace—. No dijo dónde.

—¿Le diste la oportunidad de hacerlo? —inquirió Luke—. Oye, Jace, no hay ningún problema para que te quedes conmigo todo el tiempo que necesites. Quiero que lo sepas.

A Clary le dio un vuelco el estómago. La idea de tener a Jace en la misma casa en la que vivía, siempre cerca, la llenaba de una mezcla de júbilo y horror.

—Gracias —dijo el muchacho.

La voz era ecuánime, pero los ojos se habían dirigido al instante, impotentes hacia Clary, y esta pudo ver en ellos la misma terrible mezcla de emociones que sentía ella. «Luke —pensó ella—, en ocasiones desearía que no fueras tan generoso. O tan ciego».

—Pero —siguió Luke—, creo que al menos deberías regresar al Instituto el tiempo suficiente para charlar con Maryse y descubrir qué está sucediendo en realidad. Suena como si hubiese más en todo esto de lo que te está contando. Más, quizás, de lo que estuviste dispuesto a escuchar.

Jace apartó violentamente la mirada de la de Clary.

—De acuerdo. —Tenía la voz ronca—. Pero con una condición. No quiero ir solo.

—Iré contigo —dijo rápidamente Clary.

—Lo sé. —La voz de Jace era queda—. Y quiero que lo hagas. Pero quiero que Luke venga también.

El hombre pareció sorprendido.

—Jace…, he vivido aquí quince años y jamás he ido al Instituto. Ni una sola vez. Dudo que Maryse sienta más cariño por mí que…

—Por favor —insistió el muchacho, y aunque la voz carecía de inflexión y habló en tono bajo, Clary casi pudo sentir, como algo palpable, el orgullo que había tenido que reprimir para pronunciar aquellas dos palabras.

—De acuerdo —Luke asintió con la cabeza, con el gesto de un líder de manada acostumbrado a hacer lo que tenía que hacer, tanto si quería como si no—, iré contigo.

Simon se apoyó en la pared del pasillo del despacho de Pete e intentó no sentir lástima de sí mismo.

El día había empezado bien. Bastante bien, por lo menos. Primero había habido aquel incidente desagradable con la película de Drácula de la televisión, que le había producido náuseas y mareo y le había sacado al exterior todas las emociones y los anhelos que había estado intentando reprimir y olvidar. Luego, de algún modo, la náusea había eliminado la tensión de sus nervios y se había encontrado besando a Clary del modo en que había deseado hacerlo durante tantos años. La gente siempre decía que las cosas nunca resultaban como uno se las imaginaba que serían. La gente se equivocaba.

Y ella le había devuelto el beso…

Pero en esos momentos ella estaba allí dentro con Jace, y Simon sentía un nudo y unos retortijones en el estómago, igual que si se hubiese tragado un tazón lleno de gusanos. Una sensación de angustia a la que se había acostumbrado últimamente. No siempre había sido así, incluso después de haber comprendido lo que sentía por Clary. Nunca la había presionado, jamás la había abrumado con sus sentimientos. Siempre había estado seguro de que un día ella despertaría de su sueño de príncipes de dibujos animados y héroes de Kung fu, y se daría cuenta de lo que era evidente para ambos: se pertenecían el uno al otro. Y si bien ella nunca había parecido interesada en Simon, al menos tampoco había parecido interesada en nadie más.

Hasta Jace. Simon recordó estar sentado en los escalones del porche de la casa de Luke, observando a Clary mientras ella le explicaba quién era Jace y lo que hacía, mientras Jace se examinaba las uñas y mostraba un aire de superioridad. Simon apenas la había oído. Había estado demasiado ocupado fijándose en cómo miraba ella al chico rubio de los tatuajes extraños y el hermoso rostro anguloso. «Demasiado guapo», se había dicho Simon, pero era evidente que Clary no había pensado lo mismo: le miraba como si fuese uno de sus héroes de cómic que hubiera cobrado vida. Nunca antes la había visto mirar a nadie de aquel modo, y siempre había pensado que si alguna vez lo hacía, sería a él. Pero no había sido así, y eso le había dolido más de lo que jamás había imaginado que algo podía doler.

Descubrir que Jace era el hermano de Clary había sido como ser llevado ante un pelotón de fusilamiento y luego recibir un indulto en el último momento. De repente el mundo volvía a parecer lleno de posibilidades.

Sin embargo, en esos momentos, ya no estaba tan seguro.

—Eh, tú. —Alguien se acercaba por el pasillo, un alguien no demasiado alto que se abría paso por el pasillo, un alguien no demasiado alto que se abría paso con cuidado por entre las salpicaduras de sangre—. ¿Esperas para ver a Luke? ¿Está ahí dentro?

—No exactamente. —Simon se apartó de la puerta—. Quiero decir, más o menos. Está ahí dentro con una amiga mía.

La persona, que acababa de llegar junto a él, se detuvo y lo miró fijamente. Simon pudo ver que se trataba de una chica de unos dieciséis años, con una piel tersa de un moreno claro. Los cabellos de color castaño dorado estaban recogidos en una docena de trenzas pequeñas y el rostro tenía casi la forma exacta de un corazón. El cuerpo era compacto y curvilíneo, con amplias caderas que se abrían desde una estrecha cintura.

—¿Ese tipo del bar? ¿El cazador de sombras?

Simon se encogió de hombros.

—Bueno, pues odio tener que decirlo —dijo ella—, pero tu amigo es un imbécil.

—No es mi amigo —replicó Simon—. Y no podría estar más de acuerdo contigo, la verdad.

—Pero creía que habías dicho…

—Dije amiga. Estoy esperando a su hermana —repuso Simon—. Es mi mejor amiga.

—¿Y está ahí dentro con él ahora? —La chica indicó la puerta con el pulgar.

Llevaba anillos en todos los dedos, aros de aspecto primitivo en bronce y oro. Los vaqueros estaban desgastados pero limpios, y cuando volvió la cabeza, le vio la cicatriz que le cruzaba el cuello, justo por encima de la camiseta.

—Bueno —repuso ella de mala gana—, tengo experiencia sobre hermanos imbéciles. Supongo que ella no tiene la culpa.

—No la tiene —replicó Simon—. Pero puede que sea la única persona a la que él escuche.

—No me pareció de los que escuchan —indicó la muchacha, y atrapó su mirada de reojo; una expresión divertida le pasó rauda por el rostro—. Me estás mirando la cicatriz. Es donde me mordieron.

—¿Mordieron? Quieres decir que eres…

—Una mujer lobo —concluyó ella—. Como todos los demás aquí. Excepto tú, y el imbécil. Y la hermana del imbécil.

—Pero tú no has sido siempre una mujer lobo… Quiero decir, no naciste así, ¿no?

—La mayoría de nosotros no hemos nacido así —respondió la muchacha—. Eso es lo que nos hace diferentes de tus compinches cazadores de sombras.

—¿El qué?

—Antes hemos sido humanos —respondió, y sonrió fugazmente.

Simon no dijo nada a eso. Al cabo de un momento, la muchacha le tendió la mano.

—Maia.

—Simon.

Le estrechó la mano. Era seca y suave. Ella alzó los ojos hacia él, mirándole por entre unas pestañas de un castaño dorado, el color de una tostada de mantequilla.

—¿Cómo sabes que Jace es un imbécil? —preguntó—. O quizás debería decir, ¿cómo lo has averiguado?

Ella retiró la mano.

—Ha destrozado el bar. Le ha dado una paliza a mi amigo Bat. Incluso ha dejado inconscientes a un par de los de la manada.

—¿Están todos bien? —Simon se sintió alarmado. Jace no le había parecido alarmado, pero conociéndole, Simon no tenía ninguna duda de que podía matar a varias personas en una sola mañana y luego ir a tomarse unos gofres—. ¿Les ha visto un médico?

—Un brujo —respondió la muchacha—. Los nuestros no tienen mucha relación con los médicos mundanos.

—¿Los subterráneos?

La joven arqueó las cejas.

—Alguien te ha enseñado la jerga, ¿eh?

Simon se sintió irritado.

—¿Cómo sabes que no soy uno de ellos? ¿O de los tuyos? ¿Un cazador de sombras o un subterráneo, o…?

Maia negó con la cabeza hasta que las trenzas le saltaron.

—Simplemente brilla en ti —dijo, un tanto amargamente— tu humanidad.

La intensidad de su voz casi le produjo a Simon un escalofrío.

—Podría llamar a la puerta —sugirió este, sintiéndose repentinamente tonto—. Si quieres hablar con Luke.

Ella se encogió de hombros.

—Sólo dile que Magnus está aquí, averiguando qué ha pasado en el callejón. —Sin duda Simon debió de parecer sobresaltado, porque ella dijo—: Magnus Bane. Es un brujo.

«Lo sé», quiso decir Simon, pero no lo hizo. Toda la conversación ya había sido suficientemente fantástica.

—Vale.

Maia comenzó a marcharse, pero se detuvo a mitad del pasillo, con una mano en la puerta.

—¿Crees que su hermana será capaz de hacerle entrar en razón? —preguntó.

—Si le hace caso a alguien, será a ella.

—Eso es bonito —repuso Maia—. Que quiera a su hermana de ese modo.

—Sí —respondió Simon—. Es una maravilla.