AL ESTE DEL EDÉN
—¿Cómo has hecho eso? —quiso saber Clary mientras la camioneta marchaba a toda velocidad hacia el distrito residencial, con Luke encorvado sobre el volante.
—¿Te refieres a cómo me he subido al tejado?
Jace estaba echado hacia atrás en el asiento, con los ojos medio cerrados. Llevaba vendajes blancos atados alrededor de las muñecas y motas de sangre seca en el nacimiento del pelo.
—Primero he salido por la ventana de Isabelle y he subido por la pared. Hay varias gárgolas que resultan unos asideros magníficos. Además, me gustaría dejar constancia de que mi motocicleta ya no está donde la dejé. Apuesto a que la Inquisidora se la llevó para dar una vuelta por Hoboken.
—Me refiero —insistió Clary— a cómo has saltado desde el tejado de la catedral sin matarte.
—No lo sé. —Su brazo rozó el de ella cuando alzó las manos para frotarse los ojos—. ¿Cómo creaste tú aquella runa?
—Tampoco lo sé —musitó ella—. La reina seelie tenía razón, ¿verdad? Valentine, él… él nos hizo cosas. —Echó una ojeada en dirección a Luke, que fingía estar concentrado en girar a la izquierda—. ¿No es cierto?
—Este no es el momento de hablar de eso —repuso Luke—. Jace, ¿tenías algún punto de destino concreto en mente o simplemente querías alejarte del Instituto?
—Valentine se ha llevado a Maia y a Simon a la nave para realizar el Ritual. Querrá hacerlo lo antes posible. —Jace tiró de uno de los vendajes de su muñeca—. Tengo que llegar allí y detenerle.
—Jace, no voy a permitir que regreses a ese barco. Es demasiado peligroso.
—Has visto lo que acabo de hacer —replicó él, con la incredulidad creciendo en su voz—, ¿y estás preocupado por mi?
—Pues sí.
—No hay tiempo para eso. En cuanto mi padre mate a vuestros amigos, invocará a un ejército de demonios que no podéis ni imaginar. Después de eso, será imparable.
—Entonces la Clave…
—La Inquisidora no hará nada —explicó Jace—. Ha bloqueado el acceso de los Lightwood a la Clave. No ha querido pedir refuerzos, ni siquiera cuando le conté lo que Valentine ha planeado. Está obsesionada con ese plan insensato que tiene.
—¿Qué plan? —preguntó Clary.
La voz de Jace estaba cargada de amargura.
—Quería canjearme por los Instrumentos Mortales. Le dije que Valentine jamás aceptaría, pero no me creyó. —Lanzó una carcajada, un agudo ladrido entrecortado—. Isabelle y Alec van a contarle lo que ha sucedido con Simon y Maia. Pero no me siento demasiado optimista. Ella no me cree respecto a Valentine y no va a alterar su precioso plan simplemente para salvar a un par de subterráneos.
—De todos modos no podemos limitarnos a esperar sus noticias —repuso Clary—. Tenemos que ir al barco ahora. Si puedes llevarnos a él…
—Odio tener que decíroslo, pero necesitamos una embarcación para llegar a otra embarcación —indicó Luke—. No estoy seguro de que ni siquiera Jace pueda andar sobre las aguas.
En aquel momento el teléfono de Clary sonó. Era un mensaje de texto de Isabelle. Clary frunció el entrecejo.
—Es una dirección. En la zona del río.
Jace miró por encima del hombro de la joven.
—Ahí es donde tenemos que ir para encontrarnos con Magnus. —Le leyó la dirección a Luke, que efectuó un violento cambio de sentido y se encaminó al sur—. Magnus nos ayudará a cruzar el río —explicó Jace—. El barco está rodeado de salvaguardas. Subí a él la otra vez porque mi padre quería que subiese. En esta ocasión no querrá. Necesitaremos a Magnus para que se ocupe de las protecciones.
—Eso no me gusta nada. —Luke tamborileó con los dedos sobre el volante—. Creo que debería ir yo y vosotros dos deberíais quedaros con Magnus.
Los ojos de Jace centellearon.
—No, tengo que ser yo quien vaya.
—¿Por qué? —preguntó Clary.
—Porque Valentine está usando un demonio del miedo —explicó él—. Así es como consiguió matar a los Hermanos Silenciosos. Es lo que mató a aquel brujo, al chico lobo en el callejón de la Luna del Cazador y probablemente lo que eliminó a la niña hada en el parque. Y es el motivo de que los Hermanos tuviesen aquellas expresiones en los rostros. Murieron aterrados. Literalmente los mataron de miedo.
—Pero la sangre…
—Les quitó la sangre luego. Pero en el callejón le interrumpió uno de los licántropos. Es por eso que no tuvo tiempo suficiente para conseguir la sangre que necesitaba. Y es por eso por lo que todavía necesita a Maia. —Jace se pasó una mano por los cabellos—. Nadie puede enfrentarse al demonio del miedo. Se te mete en la cabeza y te destruye la mente.
—Agramon —dijo Luke.
Había permanecido silencioso, mirando por el parabrisas. Tenía el rostro ceniciento y crispado.
—Sí, así es como lo llamó Valentine.
—No es un demonio del miedo. Es el demonio del miedo. El Demonio del Miedo. ¿Cómo habrá conseguido Valentine que Agramon le obedezca? Incluso un brujo tendría problemas para controlar a un Demonio Mayor, y fuera del pentagrama… —Luke inhaló con fuerza—. Así es como murió el chiquillo brujo, ¿verdad? ¿Invocando a Agramon?
Jace asintió con la cabeza, y explicó rápidamente el truco que Valentine había empleado con Elias.
—La Copa Mortal —finalizó— le permite controlar a Agramon. Al parecer te concede cierto poder sobre los demonios. Pero no como el que te concede la Espada.
—Ahora todavía me siento menos inclinado a dejarte ir —insistió Luke—. Es un Demonio Mayor, Jace. Harían falta tantos cazadores de sombras como habitaciones tiene esta ciudad para acabar con él.
—Sé que es un Demonio Mayor. Pero su arma es el miedo. Si Clary puede colocarme la runa que elimina el miedo, puedo acabar con él. O al menos intentarlo.
—¡No! —protestó Clary—. No quiero que tu seguridad dependa de mi estúpida runa. ¿Y si no funciona?
—Funcionó antes —replicó Jace mientras abandonaban el puente y marchaban de vuelta a Brooklyn.
Conducían por la estrecha calle Van Brunt, entre elevadas fábricas de ladrillo cuyas ventanas tapiadas y puertas cerradas con candados no delataban nada de lo que había en el interior. A lo lejos, la zona ribereña brillaba con luz trémula entre los edificios.
—¿Y si lo echo todo a perder esta vez?
Jace volvió la cabeza hacia ella, y por un momento los ojos de ambos se encontraron. Los de él tenían el dorado de la lejana luz solar.
—No lo harás —aseguró.
—¿Estás seguro de que esta es la dirección? —preguntó Luke, deteniendo lentamente la furgoneta—. Magnus no está aquí.
Clary miró a su alrededor. Se habían detenido frente a una fábrica enorme, que parecía haber sido destruida por algún terrible incendio. Las paredes de ladrillo hueco y yeso todavía permanecían en pie, pero asomaban puntales de metal a través de ellas, doblados y requemados. A lo lejos, Clary podía ver el distrito financiero del sur de Manhattan, y el montículo negro que era de Governors Island, más dentro del mar.
—Vendrá —dijo—. Si le dijo a Alec que iba a venir, lo hará.
Bajaron de la furgoneta. Aunque la fábrica se alzaba en una calle bordeada de edificios similares, era un lugar tranquilo, incluso para ser un domingo. No había nadie más por allí ni ninguno de los sonidos del comercio —camiones retrocediendo, hombres que gritaban— que Clary asociaba con las zonas de almacenes. En su lugar había silencio, una brisa fresca que soplaba procedente del río y los gritos de las aves marinas. Clary se subió la capucha, cerró la cremallera de la chaqueta y tiritó.
Luke cerró la portezuela de la furgoneta con un golpe y se subió la cremallera de la chaqueta de franela. En el silencio, ofreció a Clary un par de gruesos guantes de lana. Ella se los puso y meneó los dedos. Eran demasiado grandes para ella y era igual que llevar puestas unas zarpas. Paseó la mirada alrededor.
—Aguarda… ¿dónde está Jace?
Luke señaló con el dedo. Jace estaba arrodillado junto a la orilla, una figura oscura que se recortaba en el cielo azul grisáceo y el río de aguas marrones.
—¿Crees que quiere intimidad? —preguntó ella.
—En esta situación, la intimidad es un lujo que ninguno de nosotros puede permitirse. Vamos.
Luke avanzó a grandes zancadas, y Clary le siguió. La fábrica se extendía justo hasta la línea de agua, pero había una amplia playa de grava junto a ella. Un oleaje superficial lamía las rocas infestadas de malas hierbas. Había unos troncos colocados formando un tosco cuadrado alrededor de un hoyo negro en el que en una ocasión había ardido una hoguera. Había latas oxidadas y botellas tiradas por todas partes. Jace estaba de pie en el borde del agua, sin la cazadora. Mientras Clary observaba, arrojó algo pequeño y blanco en dirección al agua; lo que fuera chocó con ella con un chapoteo y desapareció.
—¿Qué haces? —preguntó Clary.
Jace se volvió hacia ellos, con el viento haciendo que los rubios cabellos le azotaran el rostro.
—Enviar un mensaje.
Por encima del hombro del chico, a Clary le pareció ver un zarcillo reluciente, como un pedazo vivo de alga, que emergía de las aguas grises del río con algo blanco enganchado. Al cabo de un momento se desvaneció, y ella quedó parpadeando.
—¿Un mensaje a quién?
Jace torció el gesto.
—A nadie.
Se apartó del agua y se puso a andar a grandes zancadas por la playa de guijarros hasta el lugar donde había extendido la cazadora. Tres largos cuchillos estaban colocados sobre ella. Cuando Jace se dio la vuelta, Clary vio los afilados discos de metal metidos en su cinturón.
Jace pasó los dedos a lo largo de los cuchillos, planos y de un gris blanco, que aguardaban a que se les diera un nombre.
—No tuve oportunidad de acceder al arsenal, así que estas son las armas que tenemos. Pensaba que podríamos prepararnos cuanto podamos antes de que Magnus llegue aquí. —Alzó el primer cuchillo—. Abrariel.
Al recibir un nombre, el cuchillo serafín titiló y cambió de color. Se lo tendió a Luke.
—Yo ya tengo —dijo Luke, y apartó a un lado la chaqueta para mostrar el kindjal metido en el cinturón.
Jace entregó Abrariel a Clary, que tomó el arma en silencio. Tenía un tacto cálido, como si una vida secreta vibrara en su interior.
—Camael —nombró Jace al siguiente cuchillo, haciendo que se estremeciera y resplandeciera—. Telantes —dijo al tercero.
—¿Usáis alguna vez el nombre de Raziel? —preguntó Clary mientras Jace se metía los cuchillos en el cinturón y volvía a ponerse la cazadora.
—Jamás —respondió Luke—. Es impensable.
Escudriñó con la mirada la calzada detrás de Clary buscando a Magnus. Ella podía percibir su ansiedad, sin embargo, antes de que pudiera decir nada más, sonó su teléfono. Lo abrió y se lo entregó a Jace sin decir una palabra. Este leyó el mensaje de texto, enarcando las cejas.
—Parece ser que la Inquisidora le ha dado a Valentine hasta la puesta de sol para que decida si me quiere más a mí o a los Instrumentos Mortales —dijo—. Ella y Maryse llevan peleando desde hace horas, así que aún no han notado que me he ido.
Devolvió el teléfono a Clary. Los dedos de ambos se rozaron y Clary retiró la mano violentamente, a pesar del grueso guante de lana que la cubría la piel. Vio como una sombra pasaba por las facciones del muchacho, pero él no le dijo nada. En su lugar, se volvió hacia Luke:
—¿La Inquisidora tiene un hijo muerto? —inquirió con brusquedad—. ¿Por eso es así?
Luke suspiró e introdujo las manos en los bolsillos de la chaqueta.
—¿Cómo lo has averiguado?
—Por el modo en que reacciona cuando alguien pronuncia su nombre. Es la única vez que la he visto mostrar cualquier sentimiento humano.
Luke soltó aire. Se había subido las gafas, y tenía los ojos entrecerrados para protegerse del fuerte viento proveniente del río.
—La Inquisidora es como es por muchas razones. Stephen es únicamente una de ellas.
—Es raro —comentó Jace—. No parece alguien a quien le gusten los niños.
—No los de otras personas —repuso Luke—. Era diferente con el suyo. Stephen era un niño mimado. De hecho, lo era de todo el mundo… de todos los que le conocían. Era una de esas personas que era buena en todo, indefectiblemente amable sin resultar aburrido, apuesto sin que nadie le odiara por eso. Bueno, a lo mejor le odiábamos un poco.
—¿Fue a la escuela contigo? —preguntó Clary—. ¿Y mi madre… y Valentine? ¿Es así como le conocéis?
—Los Herondale estaban al frente de la dirección del Instituto de Londres y Stephen fue a la escuela allí. Después de que todos acabásemos los estudios, cuando regresó a vivir a Alacante, empecé a verle más. Y hubo un tiempo en que le veía muy a menudo, ya lo creo. —Los ojos de Luke se habían vuelto distantes, del mismo azul gris del río—. Después de que se casara.
—¿Así que estaba en el Círculo? —preguntó Clary.
—No entonces —respondió Luke—. Se unió al Círculo después de que yo… bueno, después de lo que me sucedió. Valentine necesitaba un segundo al mando y quiso a Stephen. Imogen, que era totalmente leal a la Clave, se puso histérica; le suplicó a Stephen que lo reconsiderara, pero él la dejó de lado. Dejó de hablarles tanto a ella como a su padre. Estaba totalmente subyugado por Valentine. Le seguía a todas partes como una sombra. —Luke hizo una pausa—. Y Valentine no consideraba que la esposa de Stephen fuese apropiada para él. No para alguien que iba a ser el número dos del círculo. Ella tenía… conexiones familiares indeseables.
El dolor en la voz de Luke sorprendió a Clary. ¿Tanto le habían importado aquellas personas?
—Valentine obligó a Stephen a divorciarse de Amatis y a volverse a casar; su segunda esposa era una muchacha muy joven, de sólo dieciocho años, llamada Céline. También ella estaba totalmente bajo la influencia de Valentine, hacía todo lo que él le pedía, sin importar lo extravagante que fuese. Entonces a Stephen lo mataron en una incursión del Círculo a una guarida de vampiros. Céline se suicidó cuando se enteró. Estaba embarazada de ocho meses. Y el padre de Stephen murió, también, de un infarto. Así que toda la familia de Imogen desapareció de golpe. Ni siquiera pudieron enterrar las cenizas de su nuera y nieto en la Ciudad de Hueso, porque Céline era una suicida. La enterraron en una encrucijada fuera de Alacante. Cuando mataron al Inquisidor durante el Levantamiento, le ofrecieron el puesto a Imogen. Regresó de Londres a Idris… pero jamás, por lo que oí, volvió a hablar sobre Stephen. Eso explica por qué odia tanto a Valentine.
—Porque mi padre envenena todo lo que toca ¿no? —preguntó Jace con amargura.
—Porque tu padre, a pesar de todos sus pecados, todavía tiene un hijo, y ella no. Y porque le culpa de la muerte de Stephen.
—Y tiene razón —repuso Jace—. Fue culpa suya.
—No del todo —repuso Luke—. Ofreció a Stephen una elección y este eligió. Sean cuales sean sus otros defectos, Valentine jamás chantajeó ni amenazó a nadie para que se uniera al Círculo. Sólo quería seguidores bien dispuestos. La responsabilidad por las elecciones de Stephen recae únicamente sobre este.
—Libre albedrío —indicó Clary.
—No hay nada de libre en él —repuso Jace—. Valentine…
—Te ofreció una elección, ¿no es cierto? —dijo Luke—. Cuando fuiste a verle. Quería que te quedases, ¿verdad? Que te quedases y te unieras a él.
—Sí. —Jace miró al otro lado del agua, en dirección a Governors Island—. Así fue.
Clary pudo ver el río reflejado en los ojos de Jace; estos parecían acerados, como si el agua gris hubiese ahogado todo su dorado.
—Y tú le dijiste que no —continuó Luke.
Jace le miró con ira.
—Ojalá la gente dejara de adivinarlo. Me hace sentir predecible.
Luke se volvió para ocultar una sonrisa, y se detuvo.
—Alguien viene.
Una persona se acercaba, efectivamente, alguien muy alto con cabellos negros que se agitaban al viento.
—Magnus —dijo Clary—. Pero parece… distinto.
A medida que el brujo se acercaba, la muchacha vio que su pelo, normalmente peinado de forma de púas y cubierto de purpurina como una bola de discoteca, le colgaba limpiamente por encima de las orejas como una cortina de seda negra. Los pantalones multicolores de cuero habían sido reemplazados por un pulcro y anticuado traje oscuro y una levita negra con refulgentes botones de plata. Sus ojos de gato brillaban ambarinos y verdes.
—Parecéis sorprendidos de verme —dijo.
Jace echó un vistazo a su reloj.
—Lo cierto es que nos preguntábamos si vendrías.
—Dije que vendría, así que vine. Simplemente necesitaba tiempo para prepararme. Esto no es un simple juego de prestidigitación, cazador de sombras. Esto necesitará nagua de verdad. —Volvió la cabeza hacia Luke—. ¿Cómo va ese brazo?
—Estupendamente. Gracias. —Luke era siempre educado.
—Es tu furgoneta la que está aparcada junto a la fábrica, ¿verdad? —señaló Magnus—. Es terriblemente varonil para un librero.
—Bueno, no sé —repuso Luke—. Todo ese ir y venir con pesadas cajas de libros a cuestas, subirte a estanterías, la dura tarea de colocar los volúmenes por orden alfabético…
Magnus lanzó una carcajada.
—¿Puedes abrirme la furgoneta? Quiero decir, podría hacerlo yo mismo —meneó los dedos—, pero me parece de mala educación.
—Por supuesto.
Luke se encogió de hombros y se dirigieron de nuevo hacia la fábrica. Cuando Clary fue a seguirles, Jace la agarró del brazo.
—Espera. Quiero hablar contigo un segundo.
Clary observó que Magnus y Luke marchaban hacia la furgoneta. Resultaban una pareja curiosa, el brujo alto con un abrigo negro largo y el hombre más bajo y fornido en vaqueros y franela, pero ambos eran subterráneos, ambos atrapados en el mismo espacio entre el mundo de los mundanos y el de lo sobrenatural.
—Clary —llamó Jace—. La Tierra a Clary. ¿Dónde estás?
Ella volvió la cabeza para mirarle. El sol se ponía en el agua en aquel momento, detrás de él, dejándole el rostro en las sombras y convirtiendo sus cabellos en un halo de oro.
—Lo siento.
—No pasa nada. —Le acarició el hombro con dulzura, con el dorso de la mano—. A veces te abstraes por completo —comentó—. Ojalá pudiera seguirte.
«Lo haces —quiso decir—. Vives en mi mente todo el tiempo». En su lugar respondió:
—¿Qué querías decirme?
Él dejó caer la mano.
—Quiero que me pongas la runa que quita el miedo. Antes de que Luke regrese.
—¿Por qué antes de que regrese?
—Porque dirá que es una mala idea. Pero es la única posibilidad de derrotar a Agramon. Luke no se ha tropezado con él, no sabe lo que es. Pero yo sí.
Clary le escudriñó el rostro.
—¿Cómo fue?
Los ojos del muchacho eran inescrutables.
—Ves lo que más temes en el mundo.
—Yo ni siquiera sé lo que es.
—Te aseguro que más vale que no lo sepas. —Bajó los ojos—. ¿Tienes tu estela?
—Sí, la tengo aquí. —Se quitó el guante de lana de la mano derecha y buscó la estela. La mano le temblaba un poco cuando la sacó—. ¿Dónde quieres la Marca?
—Cuanto más cerca esté del corazón, más efectiva será. —Se volvió hacia el otro lado y se sacó la cazadora, dejándola caer al suelo. Se subió la camiseta para descubrirse la espalda—. En el omóplato estaría bien.
Clary posó una mano en el hombro del muchacho para tranquilizarse. La piel era de un dorado más pálido que la de las manos y el rostro, y tersa donde no tenía cicatrices. Pasó la punta de la estela a lo largo del omóplato, y sintió cómo él se encogía y los músculos se le tensaban.
—No presiones tan fuerte…
—Perdona.
Disminuyó la presión, permitiendo que la runa fluyera desde su mente, descendiera por el brazo y pasara a la estela. La línea negra que dejó tras ella parecía carbonilla, una línea de cenizas.
—Ya está. Ya la tienes.
Él se dio la vuelta, volviendo a colocarse la camiseta.
—Gracias.
El sol se consumía más allá del horizonte, inundando el cielo de sangre y rosas, convirtiendo la orilla del río en oro líquido y suavizando la fealdad de los desechos urbanos que les rodeaban.
—¿Y tú?
—¿Yo qué?
Él dio un paso hacia ella.
—Súbete las mangas. Te pondré Marcas.
—Ah. De acuerdo.
Hizo lo que le pedía, subiéndose las mangas, tendiéndole los brazos desnudos.
El pinchazo de la estela sobre la piel era como el leve roce de la punta de una aguja, arañando sin perforar. Contempló cómo aparecían las líneas negras con una especie de fascinación. La Marca que había recibido en el sueño seguía siendo visible, sólo había perdido un poco de intensidad en los bordes.
—«Y le respondió el Señor: Ciertamente cualquiera que matara a Caín, siete veces será castigado. Entonces el Señor puso una marca a Caín, para que no lo matase cualquiera que le hallara».
Clary giró en redondo, bajándose las mangas. Magnus estaba allí de pie, contemplándolos; el abrigo negro parecía flotar alrededor de él impulsado por el aire que soplaba del río. Esbozaba una leve sonrisa.
—¿Eres capaz de citar la Biblia? —preguntó Jace, inclinándose para recuperar la cazadora.
—Nací en un siglo profundamente religioso, muchacho —respondió Magnus—. Siempre he pensado que la de Caín podría haber sido la primera Marca de la que existe constancia. Ciertamente le protegió.
—Pero él no era precisamente uno de los ángeles —indicó Clary—. ¿No mató a su hermano?
—¿Acaso no estamos planeando matar a nuestro padre? —inquirió Jace.
—Eso es diferente —replicó Clary, pero no tuvo oportunidad de explicar con detalle en qué era diferente, porque en ese momento la furgoneta de Luke se detuvo en la playa, con las ruedas salpicando grava.
Luke sacó la cabeza por la ventanilla.
—De acuerdo —dijo Magnus—. Vamos allá. Subid.
—¿Vamos a ir en coche hasta el bote? —preguntó Clary, perpleja—. Pensaba que…
—¿Qué bote?
Magnus lanzó una risita, a la vez que se montaba en el vehículo junto a Luke. Indicó detrás de él con un dedo.
—Vosotros dos, subid detrás.
Jace subió a la parte trasera de la furgoneta y se inclinó para ayudar a Clary a subir tras él. Mientras se acomodaba contra la rueda de recambio, la joven vio que había un pentagrama negro dentro de un círculo pintado en el suelo de metal de la furgoneta. Los brazos del pentagrama estaban decorados con símbolos que describían alocadas florituras. No eran exactamente las runas con las que estaba familiarizada; su contemplación producía una sensación parecida a intentar comprender a una persona hablando un idioma que se parecía al propio, pero que no lo fuera del todo.
Luke sacó la cabeza por la ventanilla y miró atrás hacia ellos.
—Ya sabéis que no me gusta esto —aclaró, con el viento amortiguándole la voz—. Clary, tú te quedarás en la furgoneta con Magnus. Jace y yo subiremos al barco, ¿entendido?
Clary asintió y se acurrucó en un rincón de la plataforma de la furgoneta. Jace se sentó junto a ella, apuntalando los pies.
—Esto va a ser interesante.
—Qué… —empezó a decir Clary, pero la furgoneta arrancó, con los neumáticos rugiendo sobre la grava y ahogando sus palabras.
El vehículo avanzó entre sacudidas hasta las aguas poco profundas del borde del río. Clary se vio arrojada contra la ventanilla posterior de la cabina cuando la furgoneta se metió en el agua… ¿Es que Luke planeaba ahogarles a todos? Miró hacia adelante y vio que la cabina del conductor estaba llena de mareantes columnas azules de luz que serpenteaban y se retorcían. El vehículo pareció traquetear sobre algo voluminoso, como si hubiese pasado sobre un tronco. Acto seguido avanzaba suavemente, casi deslizándose.
Clary se puso de rodillas y miró por el lateral de la furgoneta, ya segura de lo que vería.
Avanzaban sobre las aguas oscuras, con los neumáticos del coche apenas rozando la superficie del río y formando diminutas ondas salpicadas esporádicamente de chispas azules creadas por Magnus. Súbitamente sólo se oyó el tenue rugido del motor y los gritos de las aves marinas en lo alto. Clary miró a Jace, en el otro extremo de la plataforma de la furgoneta, que sonreía burlón.
—Realmente esto va a impresionar a Valentine.
—No lo sé —repuso ella—. Otros equipos de rescate tienen boomerangs murciélago y poderes que les permiten trepar por las paredes; nosotros tenemos la camioneta acuática.
—Si no te gusta, nefilim —oyó decir a Magnus, tenuemente, desde la cabina—, puedes probar a andar sobre las aguas.
—Creo que deberíamos entrar —dijo Isabelle, con la oreja presionada contra la puerta de la biblioteca, mientras hacía una seña a Alec para que se acercara más—. ¿Puedes oír algo?
Alec se inclinó hacia adelante junto a su hermana, teniendo cuidado de no dejar caer el teléfono que sostenía. Magnus había dicho que llamaría si tenía noticias o si sucedía algo. Hasta el momento, no lo había hecho.
—No.
—Exactamente. Han dejado de chillarse. —Los ojos oscuros de Isabelle brillaron—. Ahora están esperando a Valentine.
Alec se apartó de la puerta y recorrió a grandes zancadas el pasillo hasta la ventana más próxima. El cielo tenía el color del carbón medio hundido en cenizas color rubí.
—Se está poniendo el sol.
Isabelle alargó la mano hacia el picaporte.
—Vamos.
—Isabelle, espera…
—No quiero que pueda mentirnos sobre lo que diga Valentine —replicó ella—. O lo que suceda. Además, quiero verle. Al padre de Jace. ¿No quieres tú?
Alec retrocedió hasta la puerta de la biblioteca.
—Sí, pero esto no es una buena idea, porque…
Isabelle empujó hacia abajo el picaporte de la puerta de la biblioteca. Esta se abrió de par en par. Con una ojeada burlona por encima del hombro de su hermano, la muchacha pasó al interior; maldiciendo entre dientes, Alec la siguió.
Su madre y la Inquisidora estaban de pie en extremos opuestos del enorme escritorio, como boxeadores enfrentándose en un cuadrilátero. Maryse tenía las mejillas de un rojo intenso y los cabellos desordenados, caídos alrededor del rostro. Isabelle dirigió una veloz mirada a Alec, como para decir: «Quizá no deberíamos haber entrado aquí. Mamá parece furiosa».
Por otra parte, si Maryse parecía enojada, la Inquisidora estaba, sin lugar a dudas, enfurecida. Giró en redondo cuando la puerta de la biblioteca se abrió, con la boca crispada en un modo horrible.
—¿Qué hacéis vosotros aquí? —gritó.
—¡Imogen! —exclamó Maryse.
—¡Maryse! —El tono de la Inquisidora se elevó—. Ya os he soportado más que suficiente a ti y a los delincuentes de tus hijos…
—Imogen —repitió Maryse.
Había algo en la voz, una especie de urgencia, que hizo que incluso la Inquisidora se volviera y mirara.
El aire junto al globo terráqueo de latón rielaba igual que el agua, y algo empezaba a tomar forma en él, igual que pintura negra extendida a pinceladas sobre tela blanca, que fue evolucionando hasta convertirse en una figura de un hombre de hombros anchos. La imagen oscilaba, demasiado para que Alec pudiera ver algo más aparte de que el hombre era alto y tenía una mata de pelo muy corto de un color blanco como la sal.
—Valentine.
La Inquisidora parecía sorprendida, se dijo Alec, aunque sin duda debía de haber estado esperándole.
El aire junto al globo terráqueo rieló con más fuerza, e Isabelle lanzó un grito ahogado cuando un hombre surgió del oscilante aire, como si ascendiera a través de capas de agua. El padre de Jace era un hombre imponente, con más de un metro ochenta de estatura, un amplio pecho y brazos fornidos rodeados de músculos fibrosos. La cara era casi triangular, afilándose para terminar en una dura barbilla. Podría habérsele considerado apuesto, pensó Alec, pero era sorprendentemente distinto a Jace y carecía de toda la belleza de su hijo. La empuñadura de una espada resultaba visible justo por encima del hombro izquierdo: la Espada Mortal. No necesitaba ir armado, ya que no estaba presente de un modo corpóreo, así que debía de llevarla para irritar a la Inquisidora. Aunque tampoco era que esta necesitase que la irritasen más de lo que ya estaba.
—Imogen —saludó Valentine; los oscuros ojos miraron a la Inquisidora con una expresión de satisfecha diversión.
«Eso es Jace de pies a cabeza, esa mirada», pensó Alec.
—Y Maryse, mi Maryse…, ha pasado mucho tiempo.
—No soy tu Maryse, Valentine —dijo esta con cierta dificultad tragando saliva con fuerza.
—Y estos deben ser tus hijos —prosiguió Valentine como si ella no hubiese hablado.
Posó los ojos en Isabelle y Alec. Un leve escalofrío recorrió al chico, como si algo le hubiese tirado de los nervios. Las palabras del padre de Jace eran totalmente normales, incluso corteses, pero había algo en su mirada inexpresiva y rapaz que hizo que Alec quisiera colocarse frente a su hermana y ocultarla de la vista de Valentine.
—Son iguales que tú.
—Deja a mis hijos fuera, Valentine —replicó Maryse, esforzándose a todas luces por mantener la voz serena.
—Bueno, eso no me parece muy justo —repuso él—, teniendo en cuenta que tú no has dejado a mi hijo fuera. —Volvió la cabeza hacia la Inquisidora—. Recibí tu mensaje. ¿Es eso lo mejor que puedes hacer?
La mujer no se había movido; pestañeó lentamente, como un lagarto.
—Espero que los términos de mi oferta estuviesen perfectamente claros.
—Mi hijo a cambio de los Instrumentos Mortales. Era eso, ¿correcto? De lo contrario le matarás.
—¿Matarle? —replicó Isabelle—. ¡MAMÁ!
—Isabelle —exclamó Maryse con voz serena—. Cállate.
La Inquisidora lanzó a Isabelle y a Alec una mirada cargada de veneno por entre los entrecerrados párpados.
—Son los términos correctos, Morgenstern.
—Entonces mi respuesta es no.
—¿No? —Pareció como si la Inquisidora hubiese dado un paso al frente sobre tierra firme y esta hubiese cedido bajo sus pies—. No puedes marcarte un farol conmigo, Valentine. Haré exactamente lo que he dicho que haría.
—No dudo de ti en absoluto, Imogen. Siempre has sido una mujer con una voluntad inquebrantable e implacable. Reconozco estas cualidades en ti porque yo también las poseo.
—No me parezco en nada a ti. Sigo la Ley…
—¿Incluso cuando te ordena que mates a un chico todavía adolescente simplemente para castigar a su padre?
—Esto no tiene nada que ver con la Ley, Imogen. Es porque tú me odias y me culpas por la muerte de tu hijo, y este es tu modo de recompensarme. No servirá de nada. No renunciaré a los Instrumentos Mortales, ni siquiera por Jonathan.
La Inquisidora se limitó a mirarle de hito en hito.
—Pero es tu hijo —repuso—. Tu niño.
—Los niños efectúan sus propias elecciones —replicó Valentine—. Esto es algo que jamás comprendiste. Ofrecí seguridad a Jonathan si permanecía a mi lado; la rechazó y regresó con vosotros, y tú te vengarás de él como le dije que harías. Si algo eres, Imogen, es previsible.
La Inquisidora no pareció reparar en el insulto.
—La Clave insistirá en su muerte, en el caso de que no me entregues los Instrumentos Mortales —replicó como alguien atrapado en una pesadilla—. No podré detenerles.
—Me doy perfecta cuenta de eso —repuso Valentine—. Pero no hay nada que yo pueda hacer. Le ofrecí una oportunidad. No la aceptó.
—¡Cabrón! —gritó Isabelle de improviso, e hizo ademán de lanzarse sobre él; Alec la agarró del brazo y la arrastró hacia atrás, sujetándola allí—. Es un imbécil —siseó. Luego alzó la voz, gritando a Valentine—: ¡Eres un…!
—¡Isabelle!
Alec le tapó la boca a su hermana con la mano mientras Valentine les dedicaba a ambos una única y divertida ojeada.
—Tú… le ofreciste… —La Inquisidora empezaba a recordar a Alec un robot al que se le están fundiendo los circuitos—. ¿Y él te rechazó? —Meneó la cabeza—. Pero él es tu espía…, tu arma…
—¿Eso es lo que pensabas? —inquirió él, con una sorpresa aparentemente genuina—. No estoy precisamente interesado en espiar los secretos de la Clave. Sólo estoy interesado en su destrucción, y para alcanzar ese fin poseo armas muchísimo más poderosas que un muchacho.
—Pero…
—Cree lo que quieras —replicó Valentine con un encogimiento de hombros—. No eres nada, Imogen Herondale. El mascarón de proa es un régimen cuyo poder pronto quedará hecho añicos, su reinado finiquitado. No hay nada que tengas que ofrecerme que yo pudiese desear.
—¡Valentine!
La Inquisidora se lanzó hacia él, como si pudiera detenerle, atraparle, pero sus manos sólo lo atravesaron como si fuera agua. Con una expresión de suprema repugnancia, él retrocedió y desapareció.
El cielo estaba recorrido por los últimos lametones de un fuego que se extinguía, y el agua había adquirido un color hierro. Clary se arrebujó mejor en la chaqueta y tiritó.
—¿Tienes frío?
Jace había estado de pie en el extremo de la furgoneta, contemplando la estela que el vehículo dejaba tras de sí: dos líneas blancas de espuma hendiendo el agua. Ahora se acercó y se dejó resbalar junto a ella, con la espalda contra la ventanilla que daba a la cabina. La ventanilla misma estaba casi totalmente empañada por el humo azulado.
—¿Tú no?
—No.
Negó con la cabeza, se quitó la cazadora y se la pasó. Clary se la puso, agradeciendo la suavidad del cuero. Era demasiado grande pero le resultaba muy reconfortante.
—Te quedarás en la furgoneta tal y como Luke te dijo que hicieras, ¿de acuerdo? —dijo él.
—¿Tengo elección?
—No en el sentido literal, no.
Clary se quitó el guante y le tendió la mano. Él se la tomó, agarrándola con fuerza, y ella bajó la mirada hacia los dedos entrelazados de ambos, los suyos tan pequeños, cuadrados en las puntas, y los de él largos y delgados.
—Encontrarás a Simon por mí —dijo ella—. Sé que lo harás.
—Clary… —Ella pudo ver el agua que les rodeaba reflejada en los ojos de Jace—. Puede que esté… quiero decir, puede ser que…
—No. —Su tono no dejaba lugar a la duda—. Estará bien. Tiene que estarlo.
Jace suspiró. Sus iris ondularon con agua azul oscuro… como si fuesen lágrimas, se dijo Clary, pero no eran lágrimas, sólo reflejos.
—Hay algo que quiero preguntarte —dijo él—. Temía preguntártelo antes. Pero ahora no temo a nada.
Cubrió la mejilla de Clary con la mano, la palma cálida sobre la piel fría, y ella descubrió que su propio miedo había desaparecido, como si él pudiera traspasarle el poder de la runa que impedía sentir miedo a través del tacto. Alzó la barbilla, entreabriendo los labios expectante; la boca de Jace rozó la suya levemente, tan levemente que pareció la caricia de una pluma, el recuerdo de un beso, y luego él se echó atrás, abriendo los ojos de par en par; Clary vio la pared negra reflejada en ellos, alzándose hasta ocultar el incrédulo tono dorado: la sombra del barco.
Jace la soltó con una exclamación y se incorporó apresuradamente. Clary se levantó con torpeza, con la pesada cazadora de Jace haciéndole perder el equilibrio. Chispas azules salían volando de la ventanilla de la cabina, y a su luz pudo ver que el costado del barco era de chapa de metal negro, que había una fina escala descendiendo por un lado y que una barandilla de hierro recorría la parte superior. Sobre la barandilla estaban posadas lo que parecían enormes aves de extraño aspecto. Oleadas de frío parecían emanar del barco igual que el aire gélido de un iceberg. Cuando Jace le gritó, su aliento surgió en blancas volutas, y las palabras quedaron ahogadas en el repentino rugir de motores del enorme barco.
Ella le miró arrugando el cejo.
—¿Qué? ¿Qué has dicho?
Él metió una mano bajo la chaqueta de la joven y le rozó la piel desnuda con las yemas de los dedos. Clary lanzó un chillido de sorpresa, pero Jace le sacó rápidamente del cinturón el cuchillo serafín que le había entregado antes, se lo puso en la mano y la soltó.
—He dicho que sacases a Abrariel, porque ya vienen.
—¿Quién viene?
—Los demonios.
Señaló hacia arriba. Al principio, Clary no vio nada. Entonces reparó en las enormes aves extrañas que había visto antes. Estas se tiraban desde la barandilla una a una, cayendo como piedras por el costado del barco… para a continuación enderezarse y marchar directas hacia donde la furgoneta flotaba sobre las olas. A medida que se acercaban, Clary vio que no eran aves en absoluto, sino horrendas criaturas voladoras parecidas a pterodáctilos, con amplias alas correosas y huesudas cabezas triangulares. Tenían la boca repleta de serrados dientes de tiburón, una hilera tras otra de ellos, y sus zarpas centelleaban igual que rectas cuchillas.
Jace trepó como pudo al techo de la cabina, con Telantes llameando en la mano. Cuando la primera de las criaturas voladoras llegaba a ellos, Jace lanzó el cuchillo. Este alcanzó al demonio y le rebanó la parte superior del cráneo. Con un agudo y asustado chirrido, la criatura cayó hacia el lado, moviendo las alas espasmódicamente. Cuando chocó con el océano, el agua hirvió.
El segundo demonio golpeó el capó de la furgoneta y las zarpas dejaron largos surcos sobre el metal. Se estrelló contra el parabrisas dejando el cristal convertido en una telaraña de vidrio agrietado. Clary gritó a Luke, pero otro de los seres caía en picado sobre ella descendiendo desde el cielo plomizo como una flecha. La muchacha tiró hacia arriba de la manga de la cazadora de Jace y extendió el brazo para mostrar la runa defensiva. El demonio chirrió como había hecho el otro, moviendo las alas para retroceder… pero ya se había acercado demasiado y estaba al alcance de Clary. Mientras le hundía Abrariel en el pecho vio que no tenía ojos, únicamente unas hendiduras a ambos lados del cráneo. El ser estalló en mil pedazos dejando una voluta de humo negro tras él.
—Bien hecho —exclamó Jace.
Este había bajado de un salto de la cabina de la furgoneta para despachar a otra de las chirriantes criaturas voladoras. Había desenvainado también una daga y la empuñadura ya estaba cubierta de sangre negra.
—¿Qué son estas cosas? —jadeó Clary, blandiendo a Abrariel en un amplio arco que abrió un tajo en el pecho de uno de los demonios voladores.
El ser graznó e intentó golpearla con una ala. A tan poca distancia, la muchacha pudo ver que las alas terminaban en huesudas crestas afiladas como cuchillas. La criatura enganchó la manga de la cazadora de Jace y la desgarró.
—Mi cazadora —protestó Jace enfurecido, y la apuñaló cuando esta se alzaba, perforándole la espalda y haciendo que el ser desapareciera con un chirrido—. Adoraba esa cazadora.
Clary le miró atónita, luego giró en redondo cuando el desgarrador chirrido del metal le atacó los oídos. Dos de los demonios voladores habían agarrado entre las zarpas el techo de la cabina y lo estaban arrancando. El chirrido del metal desgarrándose inundó el aire. Luke estaba sobre el capó, acuchillando a las criaturas con su kindjal. Una cayó por el costado del vehículo y desapareció antes de tocar el agua. La otra alzó veloz el vuelo con el techo de la furgoneta firmemente sujeto entre las garras, lanzando agudos chillidos de triunfo, y fue de vuelta al barco.
Por el momento el cielo estaba despejado. Clary corrió al frente y miró en el interior de la cabina. Magnus se hallaba desplomado en su asiento, con el rostro ceniciento. Estaba demasiado oscuro para poder ver si estaba herido.
—¡Magnus! —gritó—. ¿Estás herido?
—No. —El brujo se esforzó por incorporarse, pero volvió a dejarse caer en el asiento—. Sólo estoy… exhausto. Los hechizos de protección del barco son fuertes. Contrarrestarlos, desactivarlos, es… difícil. —La voz se debilitó—. Pero si no lo hago, cualquiera que pise ese barco que no sea Valentine, morirá.
—Tal vez deberías venir con nosotros —suspiró Luke.
—No puedo trabajar en las salvaguardas si estoy en el barco. Tengo que hacerlo desde aquí. Así es como funciona. —La sonrisa de Magnus fue dolorosa—. Además, no sirvo en una pelea. Mis talentos se hallan en otras partes.
—Pero y si necesitamos… —empezó a decir Clary, todavía inclinada hacia el interior de la cabina.
—¡Clary! —chilló Luke, pero era demasiado tarde.
Ninguno de ellos había visto a la criatura alada aferrada, totalmente inmóvil, al costado de la furgoneta. De repente esta se alzó hacia arriba, moviendo las alas en un vuelo lateral, y hundió con fuerza las garras en la parte posterior de la cazadora de Clary, toda ella una masa borrosa de alas oscuras y dientes apestosos e irregulares. Con un aullante chirrido de triunfo, el ser alzó el vuelo, con Clary colgando impotente en sus garras.
—¡Clary! —volvió a chillar Luke, y corrió a toda velocidad hasta el borde del capó de la furgoneta. Se detuvo allí, mirando con desesperación hacia la menguante figura alada con su colgante carga flácida.
—No la matará —dijo Jace, reuniéndose con él en el capó—. Le está llevando la pieza a Valentine.
Hubo algo en el tono de la voz que hizo que a Luke se le helara la sangre. Volvió la cabeza para mirar sorprendido al muchacho.
—Pero…
No acabó la frase. Jace ya se había zambullido en el agua, saltando desde la furgoneta de un único y grácil movimiento. Cayó a las sucias aguas del río y empezó a nadar hacia el barco con poderosas patadas que creaban remolinos de espuma en el agua.
Luke se volvió hacia Magnus, cuyo pálido rostro era apenas visible a través del parabrisas agrietado. Alzó una mano y le pareció ver que Magnus asentía en respuesta.
Enfundando el kindjal, se zambulló en el río en pos de Jace.
Alec soltó a Isabelle, medio esperando que esta empezara a chillar en cuanto le quitara la mano de la boca. No lo hizo. Permaneció quieta junto a él y se quedó mirando fijamente cómo la Inquisidora se erguía, tambaleándose ligeramente, con el rostro de un blanco grisáceo.
—Imogen —llamó Maryse, y no había sentimiento en la voz, ni siquiera ira.
La Inquisidora no pareció oírla. Su expresión no cambió mientras se dejaba caer sin fuerzas en el viejo sillón de Hodge.
—Dios mío —exclamó, clavando la mirada en el escritorio—. ¿Qué he hecho?
Maryse hizo una seña a su hija.
—Trae a tu padre.
Isabelle, con una expresión tan asustada como Alec no le había visto nunca, asintió y abandonó la habitación.
Maryse cruzó la estancia hacia la Inquisidora y la miró.
—¿Qué has hecho, Imogen? —dijo—. Le has entregado la victoria a Valentine. Eso es lo que has hecho.
—No —musitó ella.
—Sabías exactamente lo que Valentine planeaba cuando encerraste a Jace. Te negaste a permitir que la Clave interviniera porque habría interferido en tu plan. Querías hacer sufrir a Valentine como él te ha hecho sufrir a ti; mostrarle que tenías el poder de matar a su hijo como él había matado al tuyo. Querías humillarle.
—Sí…
—Pero Valentine no se deja humillar —continuó Maryse—. Yo podría habértelo dicho. Jamás le tuviste controlado. Sólo fingió considerar tu oferta para tener la absoluta certeza de que no tendríamos tiempo de pedir refuerzos a Idris, Y ahora es demasiado tarde.
La Inquisidora alzó los ojos con expresión enloquecida. Los cabellos se le habían soltado del moño y le colgaban en mechones lacios alrededor del rosto. Su aspecto era el más humano que Alec le había visto nunca, pero no le produjo la menor satisfacción. Las palabras de su madre le dejaron helado: «demasiado tarde».
—No, Maryse —repuso la mujer—. Todavía podemos…
—¿Todavía qué? —La voz de Maryse se quebró—. ¿Llamar a la Clave? No disponemos de los días, las horas que necesitarían para llegar aquí si vamos a enfrentarnos a Valentine… y Dios sabe que no tenemos elección.
—Vamos a tener que hacerlo ahora —interrumpió una voz profunda.
Detrás de Alec, con expresión sumamente sombría, estaba Robert Lightwood.
Alec contempló boquiabierto a su padre. Hacía años que no le había visto vestido con el equipo de caza; había estado ocupado en tareas administrativas, en dirigir el Cónclave y en ocuparse de cuestiones referentes a los subterráneos. Algo en el hecho de ver a su padre con sus gruesas y acorazadas ropas oscuras, con el sable sujeto a la espalda, devolvió a Alec a su infancia, cuando su padre había sido el hombre más imponente, fuerte y aterrador que podía imaginar. Y seguía resultando aterrador. No había visto a su padre desde que se había puesto en ridículo a sí mismo en casa de Luke, así que intentó captar su mirada ahora, pero Robert miraba a Maryse.
—El Cónclave está listo —informó—. Los botes aguardan en el muelle.
Las manos de la Inquisidora aletearon alrededor de su rostro.
—No sirve de nada —farfulló—. No somos suficientes… no podemos de ningún modo…
Robert hizo caso omiso de ella.
—Deberíamos marcharnos en seguida —sugirió, y en su tono había el respeto del que había carecido al dirigirse a la Inquisidora.
—Pero la Clave… —empezó a decir esta— deberían ser informados.
Maryse empujó el teléfono del escritorio en dirección a la mujer, con energía.
—Cuéntaselo tú. Cuéntales lo que has hecho. Es tu trabajo, al fin y al cabo.
La Inquisidora no dijo nada, se limitó a contemplar fijamente el teléfono, con una mano sobre la boca.
Antes de que Alec pudiera empezar a compadecerse de ella, la puerta volvió a abrirse y entró Isabelle ataviada con su equipo de cazadora de sombras, con el largo látigo de plata y oro en una mano y una naginata de asta de madera en la otra. Miró a su hermano ceñuda.
—Ve a prepararte —dijo—. Partimos hacia el barco de Valentine inmediatamente.
Alec no pudo evitarlo; la comisura de los labios se le crispó hacia arriba. ¡Isabelle era siempre tan resuelta!
—¿Eso es para mí? —le preguntó, indicando la naginata.
Su hermana la apartó violentamente de él.
—¡Ve a buscar la tuya!
«Algunas cosas no cambian nunca». Alec marchó en dirección a la puerta, pero le detuvo una mano que se posó en su hombro. Alzó los ojos sorprendido.
Era su padre. Contemplaba a Alec, y aunque no sonreía, había una expresión de orgullo en su rostro arrugado y cansado.
—Si necesitas un acero, Alexander; mi guisarme está en la entrada. Si quieres usarla.
Alec tragó saliva y asintió, pero antes de que pudiera dar las gracias a su padre oyó a Isabelle detrás de él.
—Aquí tienes, mamá —dijo.
Alec se volvió y vio a su hermana entregar la naginata a su madre, que la tomó y la hizo girar expertamente en la mano.
—Gracias, Isabelle —dijo Maryse, y con un movimiento tan veloz como cualquiera de los de su hija bajó la espada para apuntar directamente al corazón de la Inquisidora.
Imogen Herondale alzó la mirada hacia Maryse con los ojos inexpresivos y destrozados de una estatua estropeada.
—¿Vas a matarme, Maryse?
Maryse siseó por entre los cerrados dientes.
—Frío, frío —replicó—. Necesitamos a todo cazador de sombras que esté en la ciudad, y justo ahora, eso te incluye a ti. Levanta, Imogen, y prepárate para la batalla. A partir de ahora, las órdenes las doy yo. —Sonrió sombría—. Y lo primero que vas a hacer es liberar a mi hijo de esa maldita Configuración Malachi.
Su aspecto era magnífico mientras lo decía, pensó Alec con orgullo, una auténtica guerrera cazadora de sombras, cada una de sus arrugas llameando con justa furia.
Odiaba tener que estropear el momento… pero no tardarían en descubrir por sí mismos que Jace se había ido. Era mejor que alguien amortiguara el golpe.
Carraspeó.
—Lo cierto es —comenzó— que hay algo que probablemente deberíais saber…