UN CORAZÓN CONVERTIDO EN PIEDRA
Clary presionó la tecla para volver a llamar a Simon, pero el teléfono pasó directamente al buzón de voz. Lágrimas ardientes le cayeron por las mejillas y arrojó el teléfono al salpicadero.
—Maldita sea, maldita sea…
—Casi estamos ahí —dijo Luke.
Habían salido de la autovía y ella ni siquiera lo había advertido. Pararon frente a la casa de Simon, una casa de madera unifamiliar cuya fachada estaba pintada de un alegre color rojo. Clary ya había salido del coche y corría por el camino de entrada antes de que Luke hubiese puesto el freno de mano. Le oyó llamarla a gritos mientras ella se precipitaba escaleras arriba y golpeaba frenéticamente la puerta principal.
—¡Simon! —gritó—. ¡Simon!
—Clary, ya basta —Luke la alcanzó en el porche—. Los vecinos…
—Al cuerno con los vecinos.
Buscó a tientas el llavero del cinturón, encontró la llave correcta y la introdujo en la cerradura. Abrió la puerta de golpe y entró cautelosamente en el vestíbulo, con Luke detrás de ella. Miraron por la primera puerta a la izquierda al interior de la cocina. Todo parecía exactamente como había estado siempre, desde la encimera meticulosamente limpia a los imanes de la nevera. Allí estaba el fregadero donde había besado a Simon hacía sólo unos pocos días. La luz del sol penetraba a raudales por las ventanas. Llenando la habitación de una pálida luz amarilla. Una luz que era capaz de dejar a Simon convertido en cenizas.
La habitación del chico era la última al final del pasillo. La puerta estaba entreabierta, aunque Clary no vio más que oscuridad a través de la rendija.
Sacó su estela del bolsillo y la asió con fuerza. Sabía que no era realmente un arma, pero sentirla en la mano le resultaba tranquilizador. Dentro, la habitación estaba oscura, con cortinas negras corridas sobre las ventanas, la única luz surgiendo del reloj digital de la mesilla de noche. Luke ya estiraba la mano para pulsar el interruptor cuando algo, algo que siseaba y escupía como un demonio, se abalanzó sobre él desde la oscuridad.
Clary chilló cuando Luke la asió por los hombros y la empujó violentamente a un lado. La muchacha dio un traspié y estuvo a punto de caer; cuando se enderezó, volvió la cabeza y se encontró con un Luke estupefacto que sujetaba a un gato blanco que maullaba y se revolvía, con el pelo erizado. Parecía una bola de algodón con zarpas.
—¡Yossarian! —exclamó Clary.
Luke soltó al gato. Inmediatamente, Yossarian salió corriendo por entre sus piernas y desapareció por el pasillo.
—Gato estúpido —masculló Clary.
—No es culpa suya. No gusto a los gatos.
Luke alargó la mano hacia el interruptor de la luz y lo pulsó. Clary lanzó un grito ahogado. La habitación estaba totalmente en orden, no había nada fuera de lugar, ni siquiera la alfombra estaba torcida. Incluso la colcha se hallaba pulcramente doblada sobre la cama.
—¿Es un glamour?
—Probablemente no. Probablemente tan sólo magia.
Luke se situó en el centro de la habitación, mirando alrededor pensativo. Al moverse para apartar una de las cortinas, Clary vio algo que relucía sobre la moqueta a sus pies.
—Luke, espera.
Fue hacia donde él estaba parado y se arrodilló para recoger el objeto. Era el móvil plateado de Simon, deformado y con la antena partida. Con el corazón martilleando, abrió la tapa. A pesar de la raja que atravesaba la pantalla, un único mensaje de texto seguía siendo visible: «Ahora los tengo a todos».
Clary se dejó caer sobre la cama aturdida. Vagamente, notó como Luke le arrancaba el teléfono de la mano, y le oyó inhalar con fuerza mientras leía el mensaje.
—¿Qué significa eso? ¿«Ahora los tengo a todos»? —preguntó Clary.
Luke dejó el teléfono de Simon sobre el escritorio y se pasó una mano por la cara.
—Me temo que significa que ahora tiene a Simon y, será mejor que nos enfrentemos a ellos, también a Maia. Significa que tiene todo lo que necesita para el Ritual de Conversión.
Clary lo miró con asombro.
—¿Te refieres a que esto no tiene que ver simplemente con atacarme… y atacarte a ti?
—Estoy seguro de que Valentine considera eso un agradable efecto secundario. Pero no es su objetivo principal. Su objetivo principal es invertir las características de la Espada-Alma. Y para eso necesita…
—La sangre de niños subterráneos. Pero Maia y Simon no son niños. Son adolescentes.
—Cuando se creó ese hechizo, el hechizo para convertir la Espada-Alma en un objeto de las tinieblas, la palabra «adolescente» ni siquiera se había inventado. En la sociedad de los cazadores de sombras, eres un adulto cuando cumples los dieciocho. Antes de eso, eres un niño. Para las intenciones de Valentine, Maia y Simon son niños. Tiene ya la sangre de una niña hada y la de un niño brujo. Lo que le faltaba era la de un ser lobo y la de un vampiro.
Clary sintió como si le hubiesen arrancado el aire de un puñetazo.
—Entonces ¿por qué no hicimos nada? ¿Por qué no pensamos en protegerles de algún modo?
—Hasta el momento Valentine ha hecho lo más conveniente. Ninguna de sus víctimas fue elegida por otra razón que estar allí y disponibles. El brujo fue fácil de encontrar; todo lo que Valentine tenía que hacer era controlarle con el pretexto de que quería que invocara a un demonio. Es bastante sencillo localizar hadas en el parque si sabes dónde mirar. Y La Luna del Cazador es exactamente el lugar al que irías si quisieras encontrar a un hombre lobo. Pero correr este peligro extra y tomarse la molestia de ir contra nosotros cuando nada ha cambiado…
—Jace —exclamó Clary.
—¿Qué quieres decir, Jace? ¿Qué sucede con él?
—Creo que es de Jace de quien quiere desquitarse. Jace debió hacer algo anoche en el barco que cabreó a Valentine lo suficiente como para abandonar cualquier plan que tuviera antes y hacer uno nuevo.
Luke pareció desconcertado.
—¿Qué te hace pensar que el cambio de planes de Valentine tiene que ver con tu hermano?
—Porque —respondió ella con sombría certeza— únicamente Jace puede cabrear tanto a alguien.
—¡Isabelle! —Alec aporreó la puerta de su hermana—. Isabelle, abre la puerta. Sé que estás ahí dentro.
La puerta se abrió una rendija. Alec intentó mirar por ella, pero nadie parecía estar al otro lado.
—No quiere hablar contigo —dijo una voz conocida.
Alec bajó la mirada y vio unos ojos grises que le miraban desafiantes desde detrás de un par de gafas.
—Max —exclamó—. Vamos, hermanito, déjame entrar.
—Yo tampoco quiero hablar contigo.
Max empezó a empujar la puerta para cerrarla, pero Alec, veloz como un chasquido de látigo de Isabelle, metió el pie en la abertura.
—No me obligues a derribarte, Max.
—Ni te atrevas. —Max empujó con todas sus fuerzas.
—No, pero podría ir a buscar a nuestros padres, y tengo la sensación de que no es lo que Isabelle quiere. ¿Verdad, Izzy? —preguntó, alzando la voz lo bastante como para que su hermana, dentro de la habitación, lo oyera.
—¡Ah, por el amor de Dios! —exclamó Isabelle furiosa—. De acuerdo, Max. Déjale entrar.
Max se hizo a un lado y Alec entró dejando que la puerta quedara sin cerrar a su espalda. Isabelle estaba arrodillada en el alféizar de la ventana situada junto a la cama, con el látigo de oro enroscado alrededor del brazo izquierdo. Llevaba puesto el equipo de caza, los resistentes pantalones negros y la ceñida camiseta con el plateado dibujo de runas casi invisible. Las botas estaban abrochadas hasta las rodillas y los cabellos negros se agitaban bajo la brisa que penetraba por la ventana abierta. Lo miró iracunda, recordándole por un momento a Hugo, el cuervo negro de Hodge.
—¿Qué diablos haces? ¿Intentas matarte? —exigió él, atravesando furiosamente la habitación en dirección a su hermana.
El látigo culebreó violentamente, enroscándosele alrededor de los tobillos. Alec se detuvo en seco, sabiendo que con un único movimiento de muñeca Isabelle podía derribarle y hacerle caer sobre el parquet.
—No te acerques más a mí, Alexander Lightwood —exclamó ella en su voz más furiosa—. No me siento muy caritativa hacia ti en este momento.
—Isabelle…
—¿Cómo has podido arremeter contra Jace de ese modo? ¿Después de todo por lo que ha pasado? Además, hicimos el juramento de protegernos unos a otros.
—No —le recordó él—, si significa quebrantar la Ley.
—¡La Ley! —soltó Isabelle, asqueada—. Existe una ley que está por encima de la Clave, Alec. La ley de la familia. Jace es tu familia.
—¿La ley de la familia? Jamás he oído hablar de eso —replicó Alec, irritado. Sabía que debería estar defendiéndose, pero era difícil no verse distraído por el sempiterno hábito de corregir a los hermanos pequeños cuando se equivocan—. ¿Quizá acabas de inventarla?
Isabelle hizo un veloz movimiento de muñeca. Alec sintió que los pies ya no le sostenían y se revolvió para absorber el impacto de la caída con las manos y muñecas. Aterrizó, rodó sobre la espalda y al elevar la mirada vio a Isabelle alzándose amenazadora ante él. Max estaba junto a ella.
—¿Qué deberíamos hacer con él, Maxwell? —preguntó Isabelle—. ¿Dejarlo aquí atado para que nuestros padres lo encuentren?
Alec ya había tenido suficiente, extrajo a toda velocidad un cuchillo de la funda de la muñeca, se dobló y cortó el látigo que le rodeaba los tobillos. El alambre de electro se rompió con un chasquido, y él se incorporó de un salto, al mismo tiempo que Isabelle echaba el brazo hacia atrás, con el hilo metálico siseando a su alrededor.
Una risita queda rompió la tensión.
—Ya está bien, ya está bien, ya le has torturado suficiente. Estoy aquí.
Los ojos de Isabelle se abrieron de par en par.
—¡Jace!
—El mismo. —Jace entró en la habitación de Isabelle, cerrando la puerta tras él—. No hay necesidad de que os peleéis… —Hizo una mueca de dolor cuando Max se arrojó a toda velocidad contra él, aullando su nombre—. Con cuidado —pidió. Zafándose con suavidad del chiquillo—. Ahora mismo no estoy en la mejor de las formas.
—Ya me doy cuenta —indicó Isabelle, observándole con inquietud.
El muchacho tenía las muñecas ensangrentadas, el pelo rubio pegado al cuello y la frente por el sudor, y el rostro y las manos manchados de mugre e icor.
—¿Te ha hecho daño la Inquisidora?
—No demasiado. —Los ojos de Jace se encontraron con los de Alec a través de la habitación—. Sólo me ha encerrado en la sala de armas. Alec me ayudó a salir.
Isabelle dejó caer el látigo igual que una flor marchita.
—Alec, ¿es cierto?
—Sí. —Su hermano se limpió el polvo de las ropas con deliberada ostentación, y no pudo resistirse a añadir—: Para que lo sepas.
—Bien, podrías haberme dicho…
—Y tú podrías haber tenido algo de fe en mí…
—Ya basta. No hay tiempo para discusiones —intervino Jace—. Isabelle, ¿qué clase de armas tienes aquí dentro? ¿Y vendas, tienes vendas?
—¿Vendas? —Isabelle dejó el látigo y sacó su estela de un cajón—. Puedo curarte con un iratze…
Jace alzó las muñecas.
—Un iratze servirá para mis magulladuras, pero no ayudará con esto. Son quemaduras de runa.
La quemadura tenía un aspecto aún peor bajo la luz brillante de la habitación de Isabelle; las cicatrices circulares estaban negras y agrietadas en algunos lugares, rezumando sangre y un líquido transparente. Bajó las manos a la vez que Isabelle palidecía.
—Y necesitaré algunas armas, también —añadió Jace—. Antes de que…
—Vendas primero. Armas luego.
La muchacha dejó el látigo encima del tocador y condujo a Jace al interior del cuarto de baño con un cesto lleno de pomadas, gasas y vendas. Alec los observó a través de la puerta entreabierta; Jace se apoyaba en el lavamanos mientras su hermana adoptiva le pasaba una esponja por las muñecas y se las envolvía en gasa blanca.
—Bien, ahora quítate la camiseta.
—No sabía yo que querrías algo más.
Jace se sacó la cazadora y se pasó la camiseta por la cabeza, haciendo una mueca de dolor. La piel era de un dorado pálido, extendida como una capa sobre una fuerte musculatura. Marcas de tinta negra rodeaban unos brazos delgados. Un mundano podría haber pensado que las cicatrices blancas que salpicaban la piel de Jace, restos de viejas runas, le convertían en menos que perfecto, pero Alec no lo pensaba. Todos ellos tenían aquellas cicatrices; eran insignias de honor, no defectos.
—Alec, ¿puedes coger el teléfono? —dijo Jace viendo que Alec le contemplaba por la puerta entreabierta.
—Está sobre el tocador.
Isabelle no alzó los ojos, Jace y ella conversaban en voz baja; Alec no podía oírles, pero sospechó que lo hacían porque intentaban no asustar a Max.
Alec miró.
—No está en el tocador.
Isabelle, trazando un iratze en la espalda de Jace, soltó una irritada palabrota.
—Maldita sea. Me he dejado el teléfono en la cocina. Mierda. No quiero ir a buscarlo por si la Inquisidora anda por ahí.
—Yo lo traeré —se ofreció Max—. A mí no me hace ningún caso. Soy demasiado pequeño.
—Supongo. —Isabelle no pareció muy convencida—. ¿Para qué necesitas el teléfono, Alec?
—Sólo lo necesitamos —respondió él con impaciencia—. Izzy…
—Si vas a enviarle un mensaje de texto a Magnus para decirle «creo k rs guay», te mato.
—¿Quién es Magnus?
—Un brujo.
—Un brujo sexy, sexy —añadió Isabelle a Max, haciendo caso omiso de la mirada de auténtica furia de Alec.
—Pero los brujos son malos —protestó Max, con expresión de perplejidad.
—Exactamente —dijo Isabelle.
—No lo comprendo —respondió Max—. Pero voy a buscar el teléfono. Regreso en seguida.
Salió sigilosamente por la puerta mientras Jace volvía a ponerse la camiseta y la cazadora, pasaba al dormitorio, donde empezó a buscar armas entre los montones de pertenencias de Isabelle que había desperdigadas por todo el suelo. La muchacha le siguió meneando la cabeza.
—¿Cuál es el plan? ¿Nos vamos todos? La Inquisidora se va a poner como una loca cuando descubra que ya no estás aquí.
—No tanto como se enfurecerá cuando Valentine rechace su plan. —Jace les dio una idea general del plan de la Inquisidora—. El único problema es que él jamás lo aceptará.
—¿El… el único problema? —Isabelle estaba tan furiosa que casi tartamudeaba, algo que no había hecho desde los seis años—. ¡No puede hacer eso! ¡No puede canjearte a un psicópata! ¡Eres un miembro de la Clave! ¡Eres nuestro hermano!
—La Inquisidora no piensa así.
—No me importa lo que piense. Es una bruja horrenda y hay que detenerla.
—En cuanto descubra que su plan no tiene la menor posibilidad de éxito, tal vez se la pueda convencer —observó Jace—. Pero no voy a quedarme por aquí para descubrirlo. Me voy.
—No va a ser fácil —indicó Alec—. La Inquisidora ha cerrado este lugar más rigurosamente que con un pentagrama. ¿Sabes que hay guardianes abajo? Ha hecho venir a la mitad del Cónclave.
—Debe de tener muy buena opinión de mí —bromeó Jace, arrojando a un lado un montón de revistas.
—Tal vez no esté equivocada. —Isabelle lo miró pensativa—. ¿En serio has saltado nueve metros por encima de una Configuración Malachi? ¿De verdad, Alec?
—Sí —confirmó este—. Nunca he visto nada igual.
—Y yo nunca he visto nada como esto.
Jace alzó una daga de veinticinco centímetros del suelo. Uno de los sujetadores rosa de Isabelle estaba ensartado en la afilada punta. Isabelle lo retiró de allí violentamente, poniendo cara de pocos amigos.
—Esa no es la cuestión. ¿Cómo lo has hecho? ¿Lo sabes?
—Salté.
Jace extrajo dos discos de bordes afilados como cuchillas de debajo de la cama. Estaban cubiertos de pelo gris de gato. Sopló sobre ellos, dispersando el pelaje.
—Chakhrams. Fabuloso. Es especial si tropiezo con demonios con serios problemas de caspa.
Isabelle le golpeó con el sujetador.
—¡No me estás contestando!
—Porque no lo sé, Izzy. —Jace se incorporó apresuradamente—. Quizás la reina seelie tenía razón. Quizá tengo poderes de los que no sé nada porque nunca los he puesto a prueba. Clary ciertamente los tiene.
Isabelle arrugó la frente.
—¿Los tiene?
Los ojos de Alec se abrieron de par en par de repente.
—Jace… ¿esa moto vampiro está todavía en el tejado?
—Posiblemente. Pero es de día, así que no sirve de gran cosa.
—Además —indicó Isabelle—, no cabemos todos.
Jace se metió los chakhrams en el cinturón, junto con la daga de veinticinco centímetros. Varios cuchillos de ángel pasaron al interior de los bolsillos de la cazadora.
—Eso no importa —repuso—. No vais a venir conmigo.
Isabelle empezó a farfullar indignada.
—¿Qué quieres decir con que no vamos a…? —Se interrumpió cuando Max regresó, sin aliento y aferrando con fuerza su maltrecho teléfono rosa—. Max, eres un héroe. —Le cogió rápidamente el teléfono, lanzando una mirada iracunda a Jace—. Regresaré contigo en un minuto. Entretanto, ¿a quién vamos a llamar? ¿Clary?
—Yo la llamaré… —empezó a decir Alec.
—No. —Isabelle lo apartó de un manotazo—. Yo le caigo mejor. —Marcó el número y le sacó la lengua a su hermano mientras se llevaba el teléfono a la oreja—. ¿Clary? Soy Isabelle. Quer… ¿Qué? —El color de su rostro desapareció como si lo hubiesen borrado, dejándolo con un aspecto ceniciento y atónito—. ¿Cómo es eso posible? Pero ¿por qué…?
—¿Cómo es posible qué? —Jace se colocó junto a ella en dos zancadas—. Isabelle, ¿qué ha sucedido? ¿Está Clary…?
Isabelle apartó el teléfono de la oreja, con los nudillos blancos.
—Es Valentine. Se ha llevado a Simon y a Maia. Va a usarlos para realizar el Ritual.
Con un gesto suave, Jace alargó la mano y le quitó el teléfono a Isabelle de la mano. Se lo llevó al oído.
—Venid con el coche al Instituto —dijo—. No entréis. Esperadme. Me reuniré con vosotros fuera. —Cerró el teléfono de golpe y se lo pasó a Alec—. Llama a Magnus —dijo—. Dile que se reúna con nosotros en la zona del río, en Brooklyn. Puede elegir el lugar, pero debería ser algún lugar desierto. Vamos a necesitar su ayuda para llegar al barco de Valentine.
—¿Vamos? —Isabelle se animó visiblemente.
—Magnus, Luke y yo —aclaró Jace—. Vosotros dos os quedaréis aquí y os ocuparéis de la Inquisidora por mí. Cuando Valentine no cumpla su parte del trato, sois vosotros los que vais a tener que convencerla de que envíe todos los refuerzos que tenga el Cónclave tras Valentine.
—No lo entiendo —exclamó Alec—. ¿Cómo planeas salir de aquí?
Jace sonrió de oreja a oreja.
—Observad —contestó, y saltó sobre el alféizar de la ventana de Isabelle.
Isabelle lanzó un grito, pero Jace ya estaba pasando por la abertura de la ventana. Se mantuvo en equilibrio durante un momento en el alféizar exterior… y luego desapareció.
Alec corrió a la ventana y miró fuera horrorizado, pero no había nada que ver: sólo el jardín del Instituto allá abajo, marrón y vacío, y el sendero estrecho que conducía hasta la puerta principal. No había peatones que gritaran en la calle Noventa y seis, ni coches parados en la acera ante la visión de un cuerpo que caía. Era como si Jace se hubiese desvanecido sin dejar rastro.
El sonido de agua le despertó. Era un sonido repetitivo, sordo; agua que chapoteaba contra algo sólido, una y otra vez, como si estuviese tumbado en el fondo de una piscina que se vaciara y volviera a llenar rápidamente. Tenía un sabor metálico en la boca, y era consciente de un dolor persistente en la mano izquierda. Con un gemido, Simon abrió los ojos.
Yacía sobre un duro y abollado suelo de metal verde. Había una única ventana redonda y alta en una pared, que permitía el paso sólo de un poco de luz solar, pero que era suficiente. Había estado tumbado con la mano expuesta a aquel rayo de luz y tenía los dedos enrojecidos y llenos de ampollas. Con otro gemido, rodó fuera de la luz y se sentó en el suelo.
Y vio que no estaba solo en la habitación. Aunque las sombras eran espesas, podía ver perfectamente en la oscuridad. Frente a él, con las manos atadas y encadenadas a una enorme tubería, estaba Maia. Tenía las ropas desgarradas y un moretón enorme en la mejilla izquierda. Vio los claros del cuero cabelludo donde le habían arrancado trenzas en un lado, los cabellos enmarañados y apelmazados con sangre. En cuanto él se sentó, ella le miró fijamente y se echó a llorar.
—Pensaba —hipó entre sollozos— que estabas… muerto.
—Es que estoy muerto —replicó Simon.
El muchacho se miró fijamente la mano. Mientras la observaba, las ampollas fueron desapareciendo a la vez que el dolor menguaba y la piel recuperaba su palidez normal.
—Lo sé, pero quiero decir… realmente muerto.
Simon intentó ir hacia ella, pero algo le detuvo en seco. Tenía una argolla de metal alrededor del tobillo, sujeta a una gruesa cadena clavada en el suelo. Valentine no corría riesgos.
—No llores —dijo, e inmediatamente lo lamentó, pues no era como si la situación no justificase las lágrimas—. Estoy perfectamente.
—Por ahora —repuso Maia, restregándose el rostro contra la manga—. Ese hombre… el del cabello blanco… ¿se llama Valentine, verdad?
—¿Le viste? —preguntó Simon—. Yo no vi nada. Sólo la puerta de mi habitación hacerse añicos y luego una forma enorme que venía hacia mí como un mercancías.
—Es el auténtico Valentine, ¿verdad? Ese del que todo el mundo habla. El que inició el Levantamiento.
—Es el padre de Jace y Clary —respondió Simon—. Es todo lo que sé sobre él.
—Ya me pareció que la voz resultaba conocida. Suena igual que Jace. —Pareció momentáneamente compungida—. No me extraña que Jace sea tan imbécil.
Simon no podía más que darle la razón.
—Así que tú no… —Maia se quedó sin voz. La muchacha volvió a intentarlo—. Mira, sé que esto suena raro, pero cuando Valentine fue a por ti, ¿viste a alguien que reconocieses con él, alguien que esté muerto? ¿Cómo un fantasma?
Simon negó con la cabeza, perplejo.
—No. ¿Por qué?
Maia vaciló.
—Yo vi a mi hermano. Al fantasma de mi hermano. Creo que Valentine me hizo alucinar.
—Bueno, no intentó nada de eso conmigo. Yo estaba hablando por teléfono con Clary. Recuerdo haberlo dejado caer cuando la cosa esa cayó sobre mí… —Simon se encogió de hombros—. Eso es todo.
—¿Con Clary? —Maia pareció casi esperanzada—. Entonces a lo mejor deducirán dónde estamos. A lo mejor vendrán a buscarnos.
—Tal vez —dijo Simon—. ¿Dónde estamos, de todos modos?
—En un barco. Yo seguía consciente cuando me subieron a él. Es un enorme trasto de metal negro. No hay luces y hay… cosas por todas partes. Una de ellas saltó sobre mí y yo empecé a gritar. Fue entonces cuando él me agarró la cabeza y me la golpeó contra la pared. Perdí el conocimiento.
—¿Cosas? ¿Qué quieres decir con cosas?
—Demonios —respondió ella, y se estremeció—. Tiene a toda clase de demonios aquí. Grandes, pequeños y de los que vuelan. Hacen cualquier cosa que les diga.
—Pero Valentine es un cazador de sombras. Y por lo que he oído, odia a los demonios.
—Bueno, pues ellos no parecen saberlo —replicó Maia—. Lo que no entiendo es lo que quiere de nosotros. Sé que odia a los subterráneos, pero esto parece mucho esfuerzo simplemente para matar a dos de ellos. —Había empezado a tiritar, y los dientes le castañeteaban como los de esas mandíbulas andantes que se pueden comprar en los Todo a cien—. Tiene que querer algo de los cazadores de sombras. O de Luke.
«Ya sé lo que quiere», pensó Simon, pero de nada servía contárselo a Maia; la muchacha ya estaba bastante alterada. Se quitó la chaqueta.
—Toma —dijo, y se la lanzó con fuerza para que ella la cogiera.
Retorciéndose en las esposas, la joven consiguió colocársela torpemente sobre los hombros. Le dedicó a Simon una sonrisa pálida y agradecida.
—Gracias. Pero ¿no tienes frío?
Simon negó con la cabeza. La quemadura de la mano había desaparecido por completo.
—No noto el frío. Ya no.
Ella abrió la boca, luego volvió a cerrarla. Se libraba una pelea tras sus ojos.
—Lo siento. Siento el modo en que me porté ayer contigo. —Hizo una pausa, casi conteniendo la respiración—. Los vampiros me aterran —susurró finalmente—. Al principio de llegar a la ciudad solía ir con una manada: Bat, y otros dos chicos, Steve y Gregg. Un día estábamos en el aparque y nos tropezamos con unos vampiros chupando unas bolsas de sangre bajo un puente; hubo una pelea y casi lo único que recuerdo es a uno de los vampiros levantando a Gregg, sólo lo levantó, y lo partió en dos… —Su voz se elevó, y temblorosa, se llevó una mano a la boca—. Por la mitad —musitó—. Las tripas se le cayeron. Y entonces ellos empezaron a devorarlas.
Simon sintió que le invadía una sorda punzada de náuseas. Casi le alegró de que el relato le produjera ganas de vomitar, en lugar de hambre.
—Yo nunca lo haría —aseguró—. Me caen bien los hombres lobo. Me cae bien Luke…
—Lo sé —repuso la muchacha—. Es sólo que cuando te conocí, parecías tan humano. Me recordaste a como era yo antes.
—Maia —dijo él—. Sigues siendo humana.
—No, no lo soy.
—En los aspectos que importan, lo eres. Justo igual que yo.
Ella intentó sonreír. Él se dio cuenta de que no le creía, y no pudo culparla por ello. No estaba seguro ni de creérselo él mismo.
El cielo había adquirido un tono plomizo, cargado de espesas nubes. Bajo la luz gris, el Instituto se alzaba imponente, enorme como la ladera enlosada de una montaña. El tejado de pizarra brillaba igual que plata sin bruñir. A Clary le pareció haber captado el movimiento de figuras encapuchadas en la puerta principal, pero no estaba segura. Era difícil distinguir nada con claridad estando aparcados a una manzana de distancia y teniendo que mirar a través de las ventanillas manchadas de la furgoneta de Luke.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó, por cuarta o quinta vez.
—Cinco minutos más que la última vez que me has preguntado —respondió Luke.
Este se hallaba recostado en el asiento, con la cabeza echada hacia atrás y con aspecto de estar totalmente agotado. La barba de tres días que le cubría mandíbula y mejillas era canosa, y los ojos estaban enmarcados por unas sombras negras. Todas las noches pasadas en el hospital, el ataque del demonio y ahora eso, se dijo Clary, repentinamente preocupada. Podía comprender por lo que él y su madre se habían ocultado de aquella vida durante tanto tiempo. Deseó poder ocultarse también ella.
—¿Quieres entrar?
—No. Jace dijo que esperásemos fuera.
La muchacha volvió a mirar por la ventanilla. Ahora sí que estaba segura de que había figuras en la entrada. Cuando una de ellas se volvió, le pareció distinguir un destello de cabellos canosos…
—Mira —Luke se había sentado muy tieso y bajaba la ventanilla apresuradamente.
Clary miró. Nada parecía haber cambiado.
—¿Te refieres a la gente de la entrada?
—No. Los guardianes estaban allí antes. Mira al tejado. —Señaló con un dedo.
Clary apretó el rostro contra la ventanilla de la furgoneta. El tejado de pizarra de la catedral era una profusión de torrecillas y chapiteles góticos, ángeles esculpidos y troneras en forma de arco. Estaba a punto de replicar de mal humor que lo único que veía eran unas gárgolas en estado de desintegración cuando un destello de movimiento atrajo su mirada. Había alguien en el tejado. Una figura delgada y oscura que se movía velozmente por entre las torrecillas, corriendo como una flecha de un saliente a otro, y se dejaba caer plano al suelo de vez en cuando, para descender lentamente por la increíble pendiente del tejado; alguien de cabellos claros que centelleaban en la luz plomiza igual que latón…
Jace.
Clary estaba ya fuera de la furgoneta antes de darse cuenta siquiera de lo que hacía, corriendo calle abajo en dirección a la iglesia, mientras Luke la llamaba a gritos. El enorme edificio parecía oscilar en lo alto, con una altura de centenares de metros, convertido en un precipicio vertical de piedra. Jace ya estaba en el borde del tejado, mirando abajo, y Clary pensó: «No puede ser; él no lo haría, no haría esto, no Jace», y entonces él dio un paso al vacío con la misma tranquilidad que si descendiera de un porche. Clary lanzó un sonoro chillido mientras él caía a plomo…
Y aterrizaba suavemente justo frente a ella, con las rodillas ligeramente dobladas. Clary le miró boquiabierta mientras él se enderezaba y le sonreía burlón.
—Si hiciera un chiste sobre dejarme caer por aquí —dijo—, ¿pensarías que soy muy poco original?
—¿Cómo… cómo has… cómo has hecho eso? —musitó ella, sintiéndose como si estuviese a punto de vomitar.
Podía ver a Luke fuera de la furgoneta, de pie con las manos entrelazadas detrás de la cabeza y mirando fijamente más allá de ella. Giró en redondo y vio que los dos guardias de la puerta principal corrían hacia ellos. Uno era Malik; el otro era la mujer de pelo canoso.
—Mierda.
Jace la agarró de la mano y tiró de ella. Corriendo en dirección a la furgoneta y se metieron dentro con Luke, que aceleró y salió a toda velocidad mientras la portezuela del pasajero seguía aún abierta. Jace pasó la mano por delante de Clary y la cerró de un tirón. La furgoneta esquivó a los dos cazadores de sombras. Clary vio que Malik tenía lo que parecía un cuchillo arrojadizo en la mano. El hombre apuntaba a uno de los neumáticos. Clary oyó a Jace soltar una palabrota mientras hurgaba en su cazadora en busca de una arma. Malik echó el brazo atrás, el cuchillo centelleando, y entonces la mujer de cabellos canosos se le lanzó a la espalda, agarrándole el brazo. Mientras él luchaba por sacársela de encima, Clary se dio la vuelta en su asiento, jadeando, y a continuación la furgoneta dobló una esquina a toda velocidad y se perdió entre el tráfico de la avenida York, con el Instituto perdiéndose a lo lejos detrás de ellos.
Maia había vuelto a sumirse en un sueño irregular apoyada en la tubería de vapor, con la chaqueta de Simon echada alrededor de los hombros. Simon observó como la luz del ojo de buey se movía por la habitación e intentó en vano calcular las horas. Por lo general usaba el móvil para saber la hora, pero no lo tenía; se había registrado los bolsillos en vano. Debía de habérsele caído cuando Valentine irrumpió en el dormitorio.
Sin embargo tenía preocupaciones mayores. Sentía la boca reseca y acartonada, la garganta le dolía. Estaba sediento hasta tal punto que era como si toda la sed y el hambre que había sentido jamás se hubieran juntado para crear una especie de sofisticada tortura. Y no hacía más que empeorar.
Sangre era lo que necesitaba. Pensó en la sangre de la nevera que tenía junto a la cama de casa, y las venas le ardieron como abrasadores alambres de plata discurriendo justo bajo la piel.
—¿Simon?
Era Maia, alzando la cabeza aturdida. Tenía marcas blancas en la mejilla, allí donde la había tenido presionada contra la tubería irregular. Mientras él la observaba, el blanco se convirtió en rosa a medida que la sangre le regresaba al rostro.
Sangre. Se pasó la lengua reseca por los labios.
—¿Sí?
—¿Cuánto rato he dormido?
—Tres horas. Puede que cuatro. Probablemente ya es por la tarde.
—Ah. Gracias por montar guardia.
No lo había hecho, y se sintió vagamente avergonzado.
—Por supuesto ¡No pasa nada! —dijo de todos modos.
—Simon…
—¿Sí?
—Espero que me entiendas si te digo que lamento que estés aquí, pero que me alegra tenerte conmigo.
Simon sintió como una sonrisa hendía su rostro. El labio reseco inferior se le abrió, y notó el sabor de la sangre en la boca. El estómago profirió un quejido.
—Gracias.
Ella se inclinó hacia él, y la chaqueta resbaló de sus hombros. Los ojos de la joven eran de un gris ambarino claro que cambiaba cuando se movía.
—¿Puedes llegar hasta mí? —preguntó ella, extendiendo las manos.
Simon alargó el brazo hacia ella. La cadena que le sujetaba el tobillo tintineó mientras estiraba la mano tanto como podía Maia sonrió cuando las yemas de los dedos de ambos se rozaron…
—¡Qué conmovedor!
Simon echó la mano hacia atrás violentamente, sobresaltado. La voz que había surgido de las sombras era fría, culta y vagamente extranjera en un modo que no podía identificar exactamente. Maia dejó caer las manos y se volvió; el color le desapareció del rostro mientras alzaba los ojos hacia el hombre de la puerta, que había entrado tan silenciosamente que ninguno de ellos le había oído.
—Los hijos de la Luna y de la Noche, congeniando al fin.
—Valentine —musitó Maia.
Simon no dijo nada. No podía dejar de mirarlo de hito en hito. Así que ese era el padre de Clary y Jace. Con su mata de pelo blanco canoso y los ardientes ojos negros, no se parecía demasiado a ninguno de ellos, aunque había algo de Clary en la angulosa estructura ósea y la forma de los ojos, y algo de Jace en la perezosa insolencia con la que se movía. Era un hombretón, de hombros anchos y con un cuerpo fornido que no se parecía tampoco al de ninguno de sus hijos. Entró en la habitación de metal verde sin hacer ruido, como un gato, a pesar de ir cargado con lo que parecía armamento suficiente para equipar a un regimiento. Unas gruesas correas de cuero negro con hebillas plateadas le cruzaban el pecho y sostenían una espada de plata de ancha empuñadura atravesada sobre la espalda. Otra correa gruesa le rodeaba la cintura; metida en ella había una colección de cuchillos, dagas y estrechas cuchillas refulgentes como agujas enormes.
—Levanta —ordenó a Simon—. Mantén la espalda contra la pared.
Simon alzó la barbilla. Podía ver a Maia observándole, lívida y asustada, y sintió un momento de feroz impulso protector. Impediría que Valentine la lastimara aunque fuese lo último que hiciese.
—Así que tu eres el padre de Clary —dijo—. No es mi intención ofender, pero diría que puedo ver por qué te odia.
El rostro de Valentine estaba impasible, casi inmóvil.
—¿Y por qué? —preguntó sin apenas mover los labios.
—Porque está claro que eres un psicótico —respondió Simon.
Entonces, Valentine sonrió. Fue una sonrisa que no le movió ninguna parte del rostro a excepción de los labios, que se torcieron muy levemente. Alzó el puño apretado y Simon pensó que Valentine iba a asestarle un puñetazo. Se encogió instintivamente, pero el hombre no le golpeó. En su lugar, abrió los dedos, dejando ver un reluciente montón de lo que parecía purpurina en el centro de la amplia palma. Se volvió hacia Maia, inclinó la cabeza y sopló el polvo sobre ella en una grotesca parodia de un beso. El polvillo cayó sobre la muchacha como un enjambre de abejas refulgentes.
Maia chilló. Jadeando y dando violentas sacudidas, se revolvió de un lado a otro intentando evitar el polvo, y su voz se elevó en un grito sollozante.
—¿Qué le has hecho? —gritó Simon, incorporándose de un salto. Se abalanzó sobre Valentine, pero la cadena de la pierna tiró violentamente de él hacia atrás—. ¿Qué le has hecho?
La fina sonrisa de Valentine se ensanchó.
—Polvo de plata —contestó—. Quema a los licántropos.
Maia había dejado de retorcerse y estaba enroscada en una posición fetal en el suelo, llorando en silencio. Manaba sangre de las desangradas marcas rojas que se le veían a lo largo de los brazos y de las manos. A Simon el estómago se le revolvió otra vez y se dejó caer contra la pared, asqueado de sí mismo y de todo.
—Cabrón —exclamó mientras Valentine se sacudía despreocupadamente los últimos restos de polvo de los dedos—. Sólo es una niña, no iba a hacerte ningún daño; está encadenada, por el…
Se atragantó, sintiendo que le ardía la garganta.
Valentine lanzó una carcajada.
—¿Por el amor de Dios? —inquirió—. ¿Es eso lo que ibas a decir?
Simon no dijo nada. Valentine alargó la mano por encima del hombro y extrajo la pesada Espada de plata de su vaina. La luz discurrió por la hoja como agua resbalando por una pared de plata, como la misma luz del sol refractada. A Simon le escocieron los ojos y volvió la cabeza.
—La Espada del Ángel te quema, igual que el nombre de Dios te asfixia —explicó Valentine, con la voz fría y cortante como cristal—. Dicen que los que mueren atravesados por su punta alcanzarán las puertas del cielo. En cuyo caso, vampiro, te estoy haciendo un favor.
Bajó la hoja hasta que la punta tocó a Simon en la garganta. Los ojos de Valentine eran del color del agua negra y no había nada en ellos: ni ira, ni compasión, ni siquiera odio. Estaban vacíos como una sepultura saqueada.
—¿Unas últimas palabras?
Simon sabía lo que se suponía que debía de decir. Sh’ma Yisrael, adonai elohanu, adonai echod. «Escucha, Israel, El Señor nuestro Dios, es el único Señor». Intentó pronunciar las palabras, pero un dolor abrasador le quemó la garganta.
—Clary —musitó en su lugar.
Una expresión de enojo cruzó por el rostro de Valentine, como si el sonido del nombre de su hija en boca de un vampiro le disgustara. Con un brusco movimiento de muñeca, colocó la Espada horizontal y con un único y grácil gesto le cortó la garganta a Simon.