15

EL DIENTE DE LA SERPIENTE

—Luke —empezó a decir Clary en cuanto la puerta se cerró tras los Lightwood—. ¿Qué vamos a hacer…?

Luke se estaba presionando ambos lados de la cabeza con las manos como impidiendo que se le partiera por la mitad.

—Café —declaró—. Necesito café.

—Ya te has bebido uno.

Él dejó caer las manos y suspiró.

—Necesito más.

Clary le siguió a la cocina, donde él se sirvió más café antes de sentarse ante la mesa de la cocina y pasarse las manos por el cabello.

—Pinta mal —dijo—. Muy mal.

—¿De verdad?

Clary no podía ni pensar en beber café en aquellos instantes. Ya sentía los nervios como si estuviesen tensados tan finos como alambres.

—¿Qué sucederá si le llevan a Idris?

—Un juicio ante la Clave. Probablemente le hallarán culpable. Luego habrá el castigo. Es joven, así que podrían simplemente despojarle de sus Marcas, no maldecirle.

—¿Qué significa eso?

Luke no quiso mirarla a los ojos.

—Significa que le quitarán las Marcas, le depondrán como cazador de sombras y le expulsarán de la Clave. Será un mundano.

—Pero eso le mataría. Seguro. Preferirá morir.

—¿Crees que no lo sé? —Luke se había terminado el café y se quedó mirando el tazón con aire taciturno antes de dejarlo sobre la mesa—. Pero eso a la Clave le da lo mismo. No pueden ponerle las manos encima a Valentine, así que castigarán a su hijo en su lugar.

—¿Qué pasa conmigo? Yo soy su hija.

—Tú no eres de su mundo. Jace sí. Aunque más bien te sugiero que no llames la atención durante un tiempo. Ojalá pudiésemos irnos a la granja…

—¡No podemos dejar a Jace con ellos! —Clary estaba consternada—. No voy a ir a ninguna parte.

—Claro que no. —Luke pasó por alto la protesta de la joven—. Dije que ojalá pudiésemos, no que pensara que deberíamos hacerlo. Existe la cuestión de lo que hará Imogen ahora que sabe dónde está Valentine, por supuesto. Podríamos encontrarnos en medio de una guerra.

—No me importa si quiere matar a Valentine. Puede quedarse con él. Yo sólo quiero recuperar a Jace.

—Eso no es tan fácil —afirmó Luke—, teniendo en cuenta que en este caso, él realmente ha hecho lo que ella le acusa de haber hecho.

Clary estaba escandalizada.

—¿Qué, crees que fue quien mató a los Hermanos Silenciosos? ¿Crees que…?

—No, no creo que matase a los Hermanos Silenciosos. Creo que hizo exactamente lo que Imogen le vio hacer: fue a ver a su padre.

Clary recordó algo.

—¿A qué te refieres cuando ha dicho que le habíamos fallado y no al revés? ¿Te refieres a que no le culpas?

—Sí y no. —Luke parecía fatigado—. Fue una estupidez ir a ver a su padre, no se puede confiar en Valentine. Pero cuando los Lightwood le dieron la espalda, ¿qué esperaban que hiciese? No es más que un chiquillo, todavía necesita padres. Si ellos no quieren tenerle, irá en busca de alguien que sí quiera.

—Yo pensaba que a lo mejor… —repuso Clary—, que a lo mejor esperaba que tú le hicieras de padre.

Luke pareció indescriptiblemente triste.

—Yo también lo pensaba, Clary. Yo también lo pensaba.

Muy débilmente, Maia oía el sonido de las voces procedentes de la cocina. Habían acabado de gritarse unos a otros en la sala de estar. Era hora de marcharse. Dobló la nota que había garabateado a toda prisa, la dejó sobre la cama de Luke y cruzó la habitación en dirección a la ventana a la que había dedicado los últimos veinte minutos hasta conseguir forzarla y abrirla. El aire fresco entró a través de ella; era uno de esos primeros días de otoño en que el cielo parecía increíblemente azul y distante y el aire estaba levemente teñido de aroma a humo.

Se montó rápidamente sobre la repisa de la ventana y miró abajo. Habría sido un salto casi imposible para ella antes de que la cambiaran; en aquellos momentos sólo pensó por un instante en el hombro herido antes de saltar. Aterrizó de cuclillas en el cemento resquebrajado del patio trasero de Luke. Enderezándose, echó una ojeada a la casa, pero nadie abrió una puerta ni la llamó para que regresara.

Reprimió una punzada de decepción. Tampoco era que la hubiesen prestado mucha atención cuando sí estaba dentro de la casa, se dijo, mientras trepaba por la alta valla de tela metálica que separaba el patio trasero de Luke del callejón, así que ¿por qué tenían que advertir que se había ido? Era claramente el último mono, tal y como lo había sido siempre. Simon era el único que la había tratado como si tuviera una cierta consideración.

Pensar en Simon la hizo estremecer mientras saltaba al otro lado de la valla y trotaba por el callejón hasta la avenida Kent. Había dicho a Clary que no recordaba la noche anterior, pero no era cierto. Recordaba la expresión en el rostro del muchacho cuando ella le había rehuido… la recordaba con tanta claridad como si la tuviera impresa en la retina. Lo más extraño era que en aquel momento él todavía le había parecido humano, más humano que cualquiera que hubiese conocido nunca.

Cruzó la calle para evitar pasar justo por delante de la casa de Luke. La calle estaba casi desierta porque la gente de Brooklyn aprovechaba que era domingo para dormir hasta tarde. Marchó en dirección al metro de la avenida Bedford con la mente puesta aún en Simon. Sentía un doloroso vacío en la boca del estómago cuando pensaba en él. Era la primera persona en quien había querido confiar en años, pero Simon había conseguido que eso fuera imposible.

«Desde luego, si confiar en él es imposible, entonces ¿por qué te diriges a verle?» dijo el susurro en el fondo de su mente que siempre le hablaba con la voz de Daniel.

«Cállate —repuso ella con firmeza—. Incluso aunque no podamos ser amigos, le debo una disculpa».

Alguien rio. El sonido reverberó en los altos muros de la fábrica situada a su izquierda. Con un repentino temor, Maia giró en redondo, pero la calle estaba vacía. Una anciana paseaba a sus perros por la orilla del río, pero Maia dudó de que estuviese lo bastante cerca para oírla.

Aceleró el paso de todos modos. Podía andar más de prisa que la mayoría de los humanos, se recordó, incluso dejarles atrás. Aún en su estado actual, con el brazo doliéndole igual que si alguien le hubiese golpeado en el hombro con una maza, no tenía nada que temer de un atracador o un violador. Dos chicos adolescentes armados con cuchillos habían intentado agarrarla mientras cruzaba Central Park una noche tras su llegada a la ciudad, y sólo Bat había impedido que los matara.

Así pues ¿por qué sentía tanto pánico?

Echó una ojeada atrás. La anciana había desaparecido; Kent estaba vacía. La vieja y abandonada fábrica de azúcar Domino se alzaba frente a ella. Llevada por un impulso repentino de salir de la calle, se metió en el callejón que pasaba junto a la fábrica.

Se encontró en un espacio angosto entre dos edificios, lleno de basura, botellas vacías y el corretear de las ratas. Los tejados se tocaban en lo alto, cerrando el paso al sol y haciendo que Maia se sintiera como si se hubiese metido en un túnel. Las paredes eran de ladrillo, con pequeñas ventanas sucias, muchas de las cuales estaban rotas. A través de ellas pudo ver el suelo de la fábrica abandonada e hileras de calderas, hornos y cubas de metal. El aire olía a azúcar quemado. Se apoyó en una de las paredes intentando apaciguar el martilleo de su corazón. Casi había conseguido tranquilizarse cuando una voz increíblemente familiar le habló desde las sombras.

—¿Maia?

Giró en redondo. Él estaba de pie en la entrada del callejón, los cabellos iluminados desde atrás, brillando como un halo alrededor del rostro hermoso. Los ojos oscuros, bordeados de largas pestañas, la contemplaban con curiosidad. Llevaba vaqueros y, a pesar de la frialdad del aire, una camiseta de manga corta. Todavía parecía tener quince años.

—Daniel —musitó.

Él fue hacia ella sin que sus pasos emitieran ningún sonido.

—Ha pasado mucho tiempo, hermanita.

Ella quiso correr, pero sentía las piernas como si fuesen bolsas de agua. Se apretó contra la pared como si pudiera desaparecer en su interior.

—Pero… tú estás muerto.

—Y tú no lloraste en mi funeral, ¿verdad, Maia? ¿No hubo lágrimas por tu hermano mayor?

—Eres un monstruo —susurró ella—. Intentaste matarme…

—No en serio.

Había algo largo y afilando en su mano ahora, algo que centelleaba como fuego plateado en la penumbra. Maia no estaba segura de lo que era; el terror le nublaba la vista. Fue resbalando hasta el suelo mientras él avanzaba hacia ella, las piernas incapaces de seguir sosteniéndola.

Daniel se arrodilló a su lado. Entonces pudo ver qué era lo que tenía en la mano: un irregular pedazo de cristal de una de las ventanas destrozadas. El terror creció y la cubrió como una ola, pero no era miedo al arma en la mano de su hermano lo que la abrumaba, era el vacío de los ojos de este. Podía mirar en su interior y a través de ellos, y ver sólo oscuridad.

—¿Recuerdas —dijo él— cuando te dije que te cortaría la lengua antes de dejar que fueses a chivarte de mí a papá y mamá?

Paralizada por el miedo, Maia sólo podía mirarle fijamente. Sentía ya el cristal clavándosele en la carne, el asfixiante sabor de la sangre inundándole la boca, y deseó estar muerta, muerta ya, cualquier cosa era mejor que aquel horror y aquel espantoso…

—Es suficiente, Agramon.

La voz de un hombre cortó la niebla de su cabeza. No era la voz de Daniel; era queda, culta, sin lugar a dudas humana. Le recordó a alguien… pero ¿a quién?

—Como deseéis, lord Valentine.

Daniel soltó un suspiro de desilusión… y a continuación el rostro empezó a desvanecerse y deshacerse. Desapareció en un instante, y con él la sensación de terror paralizante y aplastante que la había amenazado. Tragó una desesperada bocanada de aire.

—Bien. Respira. —Volvió a ser la voz del hombre, irritada ahora—. La verdad, Agramon, unos pocos segundos más y ella habría muerto.

Maia alzó los ojos. El hombre —Valentine— estaba de pie observándola con atención. Era muy alto y vestía de negro, incluso los guantes que llevaba y las botas de suela gruesa que calzaba. Usó precisamente la punta de una de las botas para alzarle la barbilla, y la voz cuando habló era fría, mecánica.

—¿Cuántos años tienes?

El rostro que la contemplaba era estrecho, de huesos prominentes, desprovistos de todo color, con los ojos tan negros y los cabellos tan blancos que parecía una fotografía en negativo. En el lado izquierdo del cuello, justo por encima del borde del abrigo, llevaba una Marca en espiral.

—¿Eres Valentine? —susurró ella—. Pero yo pensaba que tú…

La bota descendió sobre su mano, haciendo que una punzada de dolor le recorriese el brazo. Chilló.

—Te he hecho una pregunta —dijo él—. ¿Cuántos años tienes?

—¿Cuántos años tengo? —El dolor de la mano, mezclado con el olor agrio de la basura que había por todas partes le revolvió el estómago—. ¡Vete a la mierda!

Una barra luminosa pareció saltar entre los dedos del hombre; la descargó hacia abajo y sobre el rostro de la joven a tal velocidad que ella no tuvo tiempo de echarse atrás. Una ardiente línea de dolor se abrió paso por su mejilla; Maia se llevó una mano al rostro y sintió cómo la sangre le embadurnaba los dedos.

—Bien —dijo Valentine, con la misma voz precisa y refinada—. ¿Cuántos años tienes?

—Quince. Tengo quince años.

Percibió, más que vio, que él sonreía.

—Perfecto.

Ya en el Instituto, la Inquisidora se llevó a Jace lejos de los Lightwood, a la sala de entrenamiento del piso superior. El joven se quedó rígido por la impresión al captar la imagen que reflejaba de él los largos espejos que cubrían las paredes. En realidad no se había mirado en días, y la noche anterior había sido mala. Los ojos estaban rodeados de sombras negras, y tenía la camiseta embadurnada de sangre seca y lodo mugriento procedente del East River. El rostro aparecía hundido y demacrado.

—¿Admirándote? —La voz de la Inquisidora se abrió paso a través de su contemplación—. No tendrás un aspecto tan mono cuando la Clave acabe contigo.

—Realmente usted parece obsesionada con mi belleza. —Jace dio la espalda al espejo con cierto alivio—. ¿Podría ser que todo esto se deba a que se siente atraída por mí?

—No seas repugnante. —La Inquisidora había sacado cuatro largas tiras de metal de la bolsa gris que llevaba colgada a la cintura: cuchillos de Ángel—. Podrías ser mi hijo.

—Stephen. —Jace recordó lo que Luke había dicho en la casa—. Así es como se llama, ¿verdad?

—Jamás pronuncies su nombre.

Por un momento, Jace se preguntó si ella llegaría realmente a intentar matarle. No dijo nada mientras la mujer recuperaba el control. Sin mirarle, señaló con uno de los cuchillos.

—Ponte ahí en el centro de la habitación, por favor.

Jace obedeció. Aunque intentaba no mirar los espejos, podía ver su propio reflejo y el de la Inquisidora por el rabillo del ojo. Los espejos multiplicaban los reflejos y un número infinito de Inquisidoras amenazaban a un número infinito de Jaces.

El muchacho echó un vistazo a sus manos atadas. Había pasado de sentir un leve dolor a sentir un dolor fuerte y punzante en las muñecas y hombros, pero no hizo ninguna mueca mientras la Inquisidora contemplaba uno de los cuchillos, al que llamaba Jophiel, y lo clavaba en las lustrosas tablas de madera del suelo a sus pies. Jace aguardó, pero no sucedió nada.

—¿Bum? —dijo finalmente—. ¿Se suponía que debía suceder algo?

—Cállate. —El tono de la Inquisidora era tajante—. Y quédate dónde estás.

Jace se quedó quieto, observando con curiosidad creciente mientras ella se colocaba a su otro lado, nombraba a un segundo cuchillo Harahel, y procedía a clavarlo también en las tablas del suelo.

Con la tercera arma —Sandalphon— el muchacho comprendió lo que estaba haciendo la mujer. El primer cuchillo lo había clavado en el suelo justo al sur de él, el siguiente al este y el tercero al norte. La mujer señalaba los puntos cardinales. Se esforzó por recordar qué podía significar eso, pero no se le ocurrió nada. Era evidente que se trataba de algún ritual de la Clave que iba más allá de cualquier cosa que le hubiesen enseñado. Para cuando ella alargó la mano hacia el último cuchillo, Taharial, Jace tenía las palmas sudorosas, irritadas allí donde rozaban una con otra.

La Inquisidora se irguió, pareciendo sentirse complacida consigo misma.

—Ya está.

—¿El qué? —quiso saber él, pero ella alzó una mano.

—No del todo aún, Jonathan. Hay una cosa más.

Fue hacia el cuchillo situado más al sur y se arrodilló frente a él. Con un rápido movimiento, extrajo una estela y grabó una única runa oscura en el suelo justo debajo del cuchillo. Mientras se incorporaba, sonó un agudo y melodioso repique por toda la habitación, el tañido de una delicada campanilla, y brotó una luz de los cuatro cuchillos de ángel, tan cegadora que Jace apartó la cabeza, medio cerrando los ojos. Cuando la volvió otra vez, al cabo de un momento, vio que estaba de pie en el interior de una jaula cuyas paredes parecían tejidas con filamentos de luz. Estos no eran estáticos, sino que se movían como cortinas de lluvia iluminada.

La Inquisidora era ahora una figura borrosa tras una pared refulgente. Cuando Jace la llamó, incluso la voz le sonó temblorosa y hueca, como si la llamara a través de agua.

—¿Qué es esto? ¿Qué ha hecho?

Ella rio.

Jace dio un enojado paso al frente, y luego otro; el hombro rozó una refulgente pared. Como si hubiese tocado una valla electrificada, la descarga que le recorrió fue como un puñetazo que le derribó. Cayó torpemente al suelo, incapaz de usar las manos para frenar la caída.

La Inquisidora volvió a reír.

—Si intentas atravesar la pared recibirás más que una descarga. La Clave llama a este castigo la Configuración Malachi. Estas paredes no se pueden traspasar mientras los cuchillos serafín permanezcan donde están. Yo no lo haría —añadió cuando Jace, arrodillado, hizo un movimiento hacia el cuchillo que tenía más cerca—. Toca los cuchillos y morirás.

—Pero usted si puede tocarlos —dijo él, incapaz de mantener la aversión fuera de su voz.

—Puedo, pero no lo haré.

—Pero ¿qué pasa con la comida? ¿Agua?

—Todo a su momento, Jonathan.

El muchacho se puso en pie. A través de la pared borrosa, vio cómo se daba la vuelta para irse.

—Pero mis manos…

Bajó los ojos hacia las muñecas atadas. El metal ardiente le corroía la piel igual que ácido. Manaba sangre alrededor de las llameantes esposas.

—Deberías haber pensado en eso antes de ir a ver a Valentine.

—No me está haciendo temer la venganza del Consejo precisamente. No pueden ser peores que usted.

—Bueno, no vas a ir al Consejo —respondió la Inquisidora, y había una sosegada calma en su tono que a Jace no le gustó nada.

—¿Qué quiere decir con que no voy a ir al Consejo? Pensaba que había dicho que iba a llevarme a Idris mañana.

—No. Pienso devolverte a tu padre.

El impacto de las palabras casi volvió a derribarle.

—¿Mi padre?

—Tu padre. Estoy planeando cambiarte por los Instrumentos Mortales.

Jace la miró atónito.

—Debe de estar bromeando.

—En absoluto. Es más sencillo que un juicio. Desde luego, quedarás excluido de la Clave —añadió, como si se le acabara de ocurrir—, pero supongo que ya esperabas eso.

Jace negaba con la cabeza.

—Se ha equivocado de hombre. Espero que se dé cuenta.

Una expresión de fastidio pasó rauda por la cara de la mujer.

—Pensaba que habíamos prescindido ya de tu pretensión de inocencia, Jonathan.

—No me refería a mí. Me refería a mi padre.

Por primera vez desde que la había conocido, la mujer pareció sorprendida.

—No entiendo qué quieres decir.

—Mi padre no cambiará los Instrumentos Mortales por mí. —Las palabras eran amargas, pero el tono de Jace no lo era; era realista—. Preferiría que me matara ante él antes que entregarle ni la Espada ni la Copa.

La Inquisidora negó con la cabeza.

—No lo comprendes —replicó, y había un desconcertante vestigio de resentimiento en su voz—. Los niños nunca lo hacen. No hay ninguna otra cosa que se parezca al amor que un progenitor siente por un hijo, no hay ninguna otra cosa que se le parezca. Ningún otro amor es tan devorador. Ningún padre, ni siquiera Valentine, sacrificaría a su hijo por un pedazo de metal, por muy poderoso que este pueda ser.

—No conoce a mi padre. Se le reirá en la cara y le ofrecerá dinero para que envíe mi cuerpo de vuelta a Idris.

—No seas absurdo…

—Tiene razón —se burló Jace—. Bien pensado, probablemente le hará pagar a usted los gastos de envío.

—Ya veo que sigues siendo hijo de tu padre. No quieres que pierda los Instrumentos Mortales; sería una pérdida de poder también para ti. No quieres vivir tu vida como el hijo deshonrado de un criminal, así que dirás cualquier cosa para influir en mi decisión. Pero no me engañas.

—Oiga. —El corazón de Jace latía violentamente, pero intentó hablar con calma; aquella mujer tenía que creerle—. Sé que me odia. Sé que piensa que soy un mentiroso como mi padre. Pero le estoy diciendo la verdad. Mi padre cree absolutamente en lo que está haciendo. Usted opina que es malvado. Pero él piensa que tiene razón. Piensa que lleva a cabo la obra de Dios. No renunciará a eso por mí. Usted me siguió la pista cuando fui allí, tuvo que haber oído lo que me dijo…

—Te vi hablar con él —respondió la Inquisidora—. No oí nada.

Jace soltó una palabrota entre dientes.

—Mire, le haré cualquier juramento que quiera para probar que no miento. Está usando la Espada y la Copa para invocar demonios y controlarlos. Cuanto más tiempo desperdicie usted conmigo, más puede él aumentar su ejército. Para cuando se de cuenta de que él no hará el intercambio, ya no tendrá ninguna posibilidad contra él…

La Inquisidora se apartó con un resoplido de repugnancia.

—Estoy cansada de tus mentiras.

Jace contuvo el aliento con incredulidad mientras ella le daba la espalda y se marchaba a grandes zancadas en dirección a la puerta.

—¡Por favor! —gritó el chico.

Ella se detuvo en la puerta y volvió la cabeza para mirarle. Jace sólo pudo ver la sombra angulosa de la cara, la barbilla puntiaguda y unos huecos oscuros en las sienes. Las ropas grises se perdían entre las sombras, lo que le hacía parecer una calavera incorpórea flotante.

—No creas —dijo ella— que devolverte a tu padre es lo que realmente quiero hacer. Es algo mejor de lo que Valentine Morgenstern merece.

—¿Qué se merece?

—Sostener el cuerpo sin vida de su hijo en brazos. Ver a su hijo muerto y saber que no hay nada que pueda hacer, ningún hechizo, ningún ensalmo, ningún trato con el infierno que pueda traerle de vuelta… —Se interrumpió—. Debería saberlo —siguió en un susurro, y empujó la puerta, las manos raspando sobre la madera.

La puerta se cerró tras ella con un chasquido dejando a Jace con las muñecas ardiendo y la mirada fija en el hueco de la puerta con expresión desconcertada.

Clary colgó el teléfono enfadada.

—No responde.

—¿A quién intentabas llamar?

Luke iba por la quinta taza de café y Clary empezaba a preocuparse por él. ¿Existía el envenenamiento por cafeína? Él no parecía estar al borde de un ataque ni nada así, pero, disimuladamente, Clary desenchufó la cafetera al volver hacia la mesa, sólo por si acaso.

—¿Simon?

—No, me siento rara despertándole durante el día, aunque dijo que no le molesta siempre y cuando no tenga que ver la luz.

—Entonces…

—Llamaba a Isabelle. Quiero saber qué está pasando con Jace.

—¿No ha contestado?

—No.

A Clary le gruñía el estómago, así que fue a la nevera, sacó un yogurt de melocotón y se lo comió mecánicamente, sin saborearlo. Iba por la mitad cuando recordó algo.

—Maia —dijo—. Deberíamos ver si está bien. —Dejó el yogur—. Ya voy yo.

—No, yo soy su jefe de manada. Confía en mí. Puedo tranquilizarla si está alterada —indicó Luke—. Regresaré en seguida.

—No digas eso —suplicó Clary—. No lo soporto cuando la gente dice eso.

Él le dedicó una sonrisa torcida y fue hacia el vestíbulo. Al cabo de pocos minutos estaba de vuelta, con expresión anonadada.

—Se ha ido.

—¿Ido? ¿Qué quieres decir?

—Se ha marchado a hurtadillas de la casa. Ha dejado esto.

Arrojó un pedazo de papel doblado sobre la mesa. Clary lo recogió y leyó las frases garabateadas con el entrecejo fruncido:

Perdón por todo. He ido a reparar el daño. Gracias por lo que has hecho. Maia.

—«¿Ido a reparar el daño»? ¿Qué significa?

—Esperaba que tú lo supieras. —Dijo Luke con un suspiro.

—¿Estás preocupado?

—Los demonios raum son rastreadores —respondió Luke—. Encuentran a la gente y se la llevan a quienquiera que los haya invocado. Aquel demonio aún podía estar buscándola.

—¡Ah! —exclamó Clary en un hilo de voz—. Bueno, creo que quiere decir que iba a ver a Simon.

Luke pareció sorprendido.

—¿Sabe dónde vive?

—No lo sé —admitió Clary—. A veces parece como si fuesen íntimos. Quizá. —Metió la mano en el bolsillo en busca del teléfono—. Le llamaré.

—Pensaba que llamarle te hacía sentir rara.

—No tan rara con todo lo que está sucediendo.

Hizo avanzar la pantalla de la agenda en busca del número de Simon. El teléfono sonó tres veces antes de que él contestara, con voz atontada.

—¿Diga?

—Soy yo.

Se apartó de Luke mientras hablaba, más por costumbre que por deseo de ocultarle la conversación.

—Ya sabes que ahora soy una criatura nocturna —repuso él con un gemido, y ella le oyó volverse en la cama—. Eso significa que duermo todo el día.

—¿Estás en casa?

—Sí, ¿en qué otro sitio podría estar? —Su voz se agudizó, mientras el sueño se desvanecía—. ¿Qué sucede Clary, qué pasa?

—Maia ha huido. Ha dejado una nota sugiriendo que podría dirigirse a tu casa.

—Bueno, no lo ha hecho —respondió Simon, perplejo—. O en todo caso, no ha aparecido aún.

—¿Hay alguien en casa aparte de ti?

—No, mi madre está en el trabajo y Rebecca tiene clases. ¿Por qué? ¿Realmente crees que Maia se presentará aquí?

—Sólo llámanos si…

Simon la interrumpió.

—Clary —el tono de voz era apremiante—, aguarda un instante. Creo que alguien está intentando entrar en mi casa.

Transcurría el tiempo dentro de la prisión, y Jace contemplaba cómo la horrorosa lluvia plateada caía a su alrededor con una especie de interés distante. Los dedos se le habían empezado a entumecer, lo que sospechaba era una mala señal, pero no conseguía que le importase. Se preguntó si los Lightwood sabían que estaba allí arriba, o si alguien que entrase a la sala de entrenamiento se llevaría una sorpresa desagradable al encontrarle allí encerrado. Pero no, la Inquisidora no era tan descuidada. Les habría dicho que la habitación tenía prohibido el acceso hasta que ella se deshiciera del prisionero del modo que creyera conveniente. Supuso que debería estar enojado, incluso asustado, pero no conseguía que eso le importara tampoco. Nada parecía real: ni la Clave, ni la Alianza, ni la Ley, ni siquiera su padre.

Una pisada queda le alertó de la presencia de alguien más en la habitación. Había estado tumbado sobre la espalda, con la vista fija en el techo; ahora se sentó en el suelo, pasando una mirada rápida por la estancia. Distinguió una forma oscura más allá de la reluciente cortina de lluvia. «Debe de ser la Inquisidora», de vuelta para burlarse de él un poco más. Se preparó para ello… y entonces vio, con un sobresalto, el cabello oscuro y el rostro familiar.

Quizá todavía había algunas cosas que le importaban, después de todo.

—¿Alec?

—Sí.

Alec se arrodilló al otro lado de la pared reluciente. Era como mirar a alguien a través del agua transparente rizada por la corriente; había momentos en que Jace podía ver a Alec con claridad, pero de vez en cuando las facciones parecían tambalearse y disolverse mientras la lluvia ardiente relucía y se ondulaba.

Era suficiente para marear a cualquiera, se dijo Jace.

—¿Qué, en el nombre del Ángel, es esta cosa? —Alec alargó la mano para tocar la pared.

—No lo hagas. —Jace alargó la suya, luego la retiró a toda prisa antes de entrar en contacto con la cortina luminosa—. Te dará una descarga, tal vez te mate si intentas atravesarla.

Alec echó la mano hacia atrás con un silbido quedo.

—La Inquisidora no estaba de broma.

—Desde luego que no. Soy un criminal peligroso. ¿O es que no te has enterado?

Jace oyó el tono ácido de su propia voz, vio cómo Alec se encogía, y se sintió mezquino y momentáneamente complacido.

—No te llamó criminal, exactamente…

—No, simplemente soy un niño travieso. Hago toda clase de cosas malas. Pateo gatitos. Hago gestos groseros a las monjas.

—No bromees. Esto es algo serio. —Los ojos de Alec estaban sombríos—. ¿En qué diablos estabas pensando, yendo a ver a Valentine? Quiero decir, en serio, ¿qué te pasó por la cabeza?

A Jace se le ocurrieron varios comentarios agudos, pero descubrió que no quería hacer ninguno de ellos. Estaba demasiado cansado.

—Pensaba en que era mi padre.

Alec dio la impresión de estar contando mentalmente hasta diez para conservar la paciencia.

—Jace…

—¿Y si fuese tu padre? ¿Qué harías?

—¿Mi padre? Mi padre jamás haría las cosas que Valentine…

Jace alzó violentamente la cabeza.

—¡Tu padre sí que hizo esas cosas! ¡Estaba en el Círculo junto con mi padre! ¡También tu madre! Nuestros padres eran todos iguales. ¡La única diferencia es que a los tuyos los cogieron y castigaron, y al mío no!

El rostro de Alec se puso tenso. Pero «¿La única diferencia?» fue todo lo que dijo.

Jace bajó la mirada hacia las manos. Las esposas ardientes no estaban pensadas para dejarlas puestas tanto tiempo. La piel de debajo estaba salpicada de gotas de sangre.

—Sólo quería decir —repuso Alec— que no veo por qué querías verle, no después de lo que ha hecho en general, sino después de lo que te hizo a ti.

Jace no dijo nada.

—Todos estos años —siguió Alec— dejó que pensara que estabas muerto. Quizás no recuerdes cómo era cuando tenías diez años, pero yo sí. Nadie que te amase podría hacer… podría hacer algo como aquello.

Finas líneas de sangre empezaban a descender por las manos de Jace, igual que una cuerda roja deshilándose.

—Valentine me dijo —repuso él en voz baja— que si le apoyaba contra la Clave, si lo hacía, se aseguraría de que nadie que me importase resultase herido. Ni tú, ni Isabelle, ni Max. Ni tus padres. Dijo…

—¿Nadie saldría herido? —repitió Alec con sorna—. Quieres decir que no les haría daño él personalmente. Qué bonito.

—Vi lo que puede hacer, Alec. La clase de fuerza demoníaca que puede invocar. Si lanza su ejército contra la Clave, habrá guerra. Y la gente muere en las guerras. —Vaciló—. Si tuvieses la posibilidad de salvar a todos a los que quieres…

—Pero ¿qué clase de posibilidad es? ¿Qué valor tiene la palabra de Valentine, además?

—Si jura por el Ángel que hará algo, lo hará. Lo conozco.

—Si le apoyas contra la Clave.

Jace asintió.

—Se enojaría una barbaridad cuando le dijiste que no —comentó Alec.

Jace alzó la mirada de las sangrantes muñecas y miró a Alec de hito en hito.

—¿Qué?

—He dicho…

—Ya sé lo que has dicho. Pero ¿qué te hace suponer que le dije que no?

—Bueno, lo hiciste. ¿No es cierto?

Muy despacio, Jace asintió.

—Te conozco —repuso Alec, con total seguridad, y se puso en pie—. Le hablaste a la Inquisidora sobre Valentine y sus planes, ¿verdad? ¿Y no le importó?

—Yo no diría eso. Más bien no me creyó. Tiene un plan con el que cree que se encargarán de Valentine. El único problema es que su plan es una porquería.

Alec asintió.

—Puedes ponerme al corriente más tarde. Primero, lo más importante: tenemos que averiguar cómo sacarte de aquí.

—¿Qué? —La incredulidad hizo que Jace se sintiera levemente mareado—. Creía que tú estabas directamente del lado de los de «vaya directamente a la cárcel, sin pasar por la Salida, y sin cobrar los doscientos dólares». «La Ley es la Ley, Isabelle». ¿Qué era toda esa perorata que soltaste?

Alec parecía atónito.

—¡No puedes haber pensado que lo decía en serio! Sólo quería que la Inquisidora confiase en mí para que no estuviese vigilándome todo el tiempo como está vigilando a Izzy y a Max. Sabe que ellos están de tu lado.

—¿Y tú? ¿Estás tú de mi lado?

Jace pudo oír la aspereza de su propia pregunta y se sintió casi abrumado por lo mucho que significaba la respuesta para él.

—Estoy contigo —respondió Alec—, siempre. ¿Por qué tienes que preguntarlo siquiera? Puede que yo respete la Ley, pero lo que la Inquisidora te ha estado haciendo no tiene nada que ver con la Ley. Es personal. No tiene nada que ver con la Clave.

—La provoco —dijo Jace—. No puedo evitarlo. Los burócratas maliciosos me crispan los nervios.

Alec sacudió la cabeza.

—Tampoco es eso. Es un odio ancestral. Puedo percibirlo.

Jace iba a contestar cuando las campanas de la catedral empezaron a sonar. Estando tan cerca del tejado, el sonido resultaba ensordecedor. Miró fugazmente a lo alto… medio esperando ver a Hugo volando por entre las vigas de madera con sus lentos círculos meditabundos. Al cuervo siempre le había gustado estar allí arriba entre las vigas y el techo abovedado de piedra. En aquella época, Jace había pensado que al pájaro le gustaba clavar las garras en la madera blanda; ahora comprendía que las vigas le habían proporcionado un excelente mirador desde el que espiar.

Una idea oscura y amorfa empezó a tomar forma en lo recóndito de la mente de Jace, pero se limitó a decir en voz alta:

—Luke dijo algo sobre que la Inquisidora tenía un hijo llamado Stephen. Dijo que ella intentaba desquitarse por él. Le pregunté a la Inquisidora por él y casi le da un ataque. Creo que podría ser el motivo por el que me odia tanto.

Las campanas habían dejado de sonar.

—Es posible —respondió Alec—. Puedo preguntar a mis padres, pero dudo que me lo digan.

—No, no les preguntes a ellos. Pregunta a Luke.

—¿Te refieres a que vaya hasta Brooklyn? Oye, escabullirse de aquí va a ser casi imposible…

—Usa el teléfono de Isabelle. Envía un mensaje de texto a Clary. Pídele que le pregunte a Luke.

—De acuerdo. —Alec hizo una pausa—. ¿Quieres que le diga algo más de tu parte? A Clary, quiero decir, no a Isabelle.

—No —contestó Jace—, no tengo nada que decirle.

—¡Simon! —Aferrando el teléfono, Clary se volvió hacia Luke—. Dice que alguien está intentando entrar en la casa.

—Dile que salga de ahí.

—No puedo salir —contestó Simon con voz tensa—. No, a menos que quiera convertirme en una antorcha.

—Es de día —explicó la muchacha a Luke, pero vio que él ya había comprendido el problema y rebuscaba en los bolsillos.

Eran las llaves del coche. Las alzó.

—Dile que vamos para allá, que se encierre en la habitación hasta que lleguemos.

—¿Has oído? Enciérrate en la habitación.

—Vale. —La voz de Simon sonaba tensa; Clary oyó un quedo sonido chirriante, luego un fuerte golpe sordo.

—¡Simon!

—Estoy bien. Sólo estoy apilando cosas contra la puerta.

—¿Qué clase de cosas?

La muchacha estaba ya fuera en el porche, tiritando de frío en su fino suéter. Luke, detrás de ella, cerraba la casa con llave.

—Un escritorio —respondió Simon con cierta satisfacción—. Y mi cama.

—¿Tu cama?

Clary montó en la furgoneta junto a Luke, forcejeando con una sola mano con el cinturón de seguridad mientras el vehículo salía disparado y avanzaba como un bólido por Kent. Alargó una mano hacia ella y le abrochó el cinturón.

—¿Cómo has levantado tu cama? —preguntó Clary.

—Lo olvidas. Fuerza supervampírica.

—Pregúntale qué ha oído —indicó Luke.

Descendían a toda velocidad por la calle, lo que habría sido estupendo si la zona del río en Brooklyn hubiese tenido un mejor mantenimiento. Clary lanzaba una exclamación cada vez que daban un bache.

—¿Qué es lo que has oído? —preguntó, recuperando el aliento.

—La puerta de la calle se ha abierto de golpe. Alguien debe de haberla abierto de una patada. Entonces Yossarian ha entrado como una exhalación en mi habitación y se ha escondido bajo la cama. Así es como he sabido que seguro hay alguien en la casa.

—¿Y ahora?

—Ahora no oigo nada.

—Eso es bueno, ¿verdad? —Clary volvió la cabeza hacia Luke—. Dice que ahora no oye nada. A lo mejor se ha ido.

—A lo mejor. —Luke sonó dubitativo.

En aquellos momentos iban por la autovía dirigiéndose al vecindario de Simon a toda velocidad.

—Mantenle al teléfono de todos modos.

—¿Qué es lo que estás haciendo en este instante, Simon?

—Nada. He empujado todo lo de mi habitación contra la puerta e intento sacar a Yossarian de detrás del conducto de la calefacción.

—Déjale donde está.

—Esto va a ser muy difícil de explicar a mi madre —comentó Simon, y el teléfono se desconectó.

Se escuchó un clic y luego nada. LLAMADA DESCONECTADA centelleó en la pantalla.

—No. ¡No! —Clary presionó el botón de rellamada con los dedos temblorosos.

Simon contestó al instante.

—Lo siento. Yossariam me ha arañado y se me ha caído el teléfono.

La garganta de Clary ardió de alivio.

—No pasa nada, mientras sigas bien y…

Un sonido como de un maremoto se oyó a través del teléfono, ahogando la voz de Simon. Clary apartó violentamente el teléfono de la oreja. En la pantalla todavía se leía LLAMADA DESCONECTADA.

—¡Simon! —chilló al teléfono—. Simon, ¿me oyes?

El estrépito cesó. Se oyó el ruido de algo que se hacía pedazos y un maullido agudo y sobrenatural… ¿Yossarian? Luego el golpe de algo pesado contra el suelo.

—¿Simon? —susurró.

Hubo un clic y a continuación una voz burlona que arrastraba las palabras le habló al oído.

—Clarissa, debería de haber sabido que tú estarías al otro extremo de esta llamada.

Clary cerró los ojos con fuerza, y sintió que se le encogía el estómago como si estuviera bajando una montaña rusa.

—Valentine.

—Quieres decir «padre» —replicó él, sonando genuinamente molesto—. Deploro esta moderna costumbre de llamar a los padres por el nombre de pila.

—Lo que en realidad quiero llamarte es mucho más pronunciable que tu nombre —soltó ella—. ¿Dónde está Simon?

—¿Te refieres al chico vampiro? Una compañía cuestionable para una joven cazadora de sombras de buena familia, ¿no crees? A partir de ahora espero tener algo que decir en tu elección de amigos.

—¿Qué le has hecho a Simon?

—Nada —respondió Valentine, jocoso—. Todavía.

Y colgó.

Para cuando Alec regresó a la sala de entrenamiento, Jace estaba tumbado en el suelo imaginando hileras de chicas que bailaban en un esfuerzo por hacer olvidar el dolor de las muñecas. No funcionaba.

—¿Qué haces? —preguntó Alec, arrodillándose todo lo cerca que pudo de la reluciente pared de la prisión.

Jace intentó recordar que cuando Alec hacía aquella clase de pregunta realmente lo decía en serio, y que era algo que en el pasado había encontrado más cautivador que molesto. Fracasó.

—Se me ocurrió que podría tumbarme en el suelo y retorcerme de dolor durante un rato —gruñó—. Me relaja.

—¿De verdad? ¡Ah… estás siendo sarcástico! Esa es una buena señal, probablemente —repuso Alec—. Si puedes sentarte, tal vez deberías. Voy a tratar de deslizar algo a través de la pared.

Jace se incorporó con tal rapidez que la cabeza le dio vueltas.

—Alec, no…

Pero este se movía ya para empujar algo hacia él con ambas manos, como si hiciera rodar una pelota hacia un niño. Una esfera roja se abrió paso a través de la reluciente cortina y rodó hasta Jace, chocando suavemente contra su rodilla.

—Una manzana. —La levantó con cierta dificultad—. Qué apropiado.

—Pensé que podrías tener hambre.

—La tengo. —Jace dio un mordisco a la manzana; un poco de jugo le corrió por las manos y chisporroteó en las llamas azules que le esposaban las muñecas—. ¿Has enviado el mensaje a Clary?

—No. Isabelle no quiere dejarme entrar en su habitación. Se limita a arrojar cosas contra la puerta y a chillar. Dijo que si yo entraba saltaría por la ventana. Y lo haría.

—Probablemente.

—Tengo la sensación —continuó Alec, y sonrió— de que no me ha perdonado por traicionarte, tal y como ella lo ve.

—Buena chica —repuso Jace en un tono agradecido.

—Yo no te traicioné, idiota.

—Es la intención lo que cuenta.

—Bien, porque te he traído algo más. No sé si funcionará, pero vale la pena probarlo.

Deslizó algo pequeño y metálico a través de la pared. Era un disco plateado aproximadamente del tamaño de una moneda de veinticinco centavos. Jace dejó la manzana en el suelo y cogió el disco con curiosidad.

—¿Qué es eso?

—Lo he sacado del escritorio de la biblioteca. He visto a mis padres usarlo para retirar sujeciones. Creo que es una runa de apertura. Vale la pena probar…

Se interrumpió cuando Jace se acercó el disco a las muñecas, sosteniéndolo con torpeza entre los dedos. En cuanto este tocó la línea de llama azul, las esposas parpadearon y desaparecieron.

—Gracias.

Jace se frotó las muñecas, cada una rodeada por una línea de irritada piel sanguinolenta. Empezaba a volver a ser capaz de sentir las yemas de los dedos.

—No es una lima escondida en un pastel de cumpleaños, pero impedirá que se me caigan las manos.

Alec le miró. Las líneas fluctuantes de la cortina de lluvia hacían que su rostro apareciera alargado, preocupado… o tal vez sí que estaba preocupado.

—¿Sabes?, se me ha ocurrido algo cuando estaba hablando con Isabelle hace un rato. Le he dicho que no podía saltar por la ventana… y que no lo intentara o se mataría.

Jace asintió.

—Un buen consejo de hermano mayor.

—Pero entonces empecé a preguntarme si eso sería cierto en tu caso: quiero decir, te he visto hacer cosas que eran prácticamente volar. Te he visto caer desde tres pisos y aterrizar como un gato, saltar del suelo a un tejado…

—Oírte recitar mis logros es ciertamente gratificador, pero no estoy seguro de a dónde quieres ir a parar, Alec.

—A lo que me refiero es que hay cuatro paredes en esta prisión, no cinco.

Jace le miró fijamente.

—Así que Hodge no mentía cuando dijo que usaríamos la geometría en nuestra vida diaria. Tienes razón, Alec. Hay cuatro paredes en esta jaula. Ahora bien, si la Inquisidora se hubiese conformado con dos, yo podría…

—¡Jace! —exclamó Alec, perdiendo la paciencia—. Lo que quiero decir es que no hay parte superior en la jaula. Nada entre tú y el techo.

Jace tiró la cabeza hacia atrás. Las vigas parecieron oscilar a una altura vertiginosa por encima de él, sumidas en penumbra.

—Estás loco.

—Tal vez —repuso Alec—. Tal vez simplemente sé que puedes hacerlo. —Se encogió de hombros—. Podrías intentarlo, al menos.

Jace miró a Alec; vio su rostro franco y honesto, y los serenos ojos azules. «Está loco», pensó Jace. Era cierto que en el ardor del combate había realizado cosas extraordinarias, pero lo mismo habían hecho todos ellos. Sangre de cazador de sombras, años de adiestramiento…, pero no podía saltar nueve metros directamente hacia arriba.

«¿Cómo sabes que no puedes —dijo una voz en su cabeza—, si nunca lo has intentando?».

La voz de Clary. Pensó en ella y en sus runas, en la Ciudad Silenciosa y la esposa saltando de su muñeca con un chasquido como si se hubiese quebrado bajo una presión enorme. Clary y él compartían la misma sangre. Si Clary podía hacer cosas que no deberían ser posibles…

Se puso en pie, casi de mala gana, y miró a su alrededor, evaluando la estancia. Seguía pudiendo ver los espejos que llegaban hasta el suelo y la multitud de armas colgadas de las paredes, las hojas centelleando débilmente a través de la cortina de fuego plateado que lo rodeaba. Se inclinó y recuperó la manzana a medio comer del suelo, la contempló durante un momento, reflexionando; luego ladeó el brazo hacia atrás y la lanzó con toda la fuerza que le fue posible. La manzana voló por los aires, golpeo contra una reluciente pared plateada y estalló en una corona de derretida llama azul.

Jace oyó cómo Alec lanzaba una exclamación ahogada. Así que la Inquisidora no había estado exagerando. Si golpeaba con una de las paredes de la prisión, moriría.

Alec se puso en pie, titubeando de repente.

—Jace, no sé si…

—Cállate, Alec. Y no me observes. No ayuda.

Lo que fuese que Alec respondió, Jace no lo oyó. Se dedicaba a girar lentamente sobre los talones allí donde estaba, con los ojos concentrados en las vigas. Las runas que le proporcionaban una excelente visión de lejos entraron en acción, y vio las vigas con mayor claridad; podía distinguir los bordes astillados, las espirales y nudosidades, e incluso las manchas negras dejadas por el tiempo. Pero eran sólidas. Habían sostenido el tejado del Instituto durante cientos de años. Podrían sostener a un adolescente. Flexionó los dedos, tomando lentas y controladas bocanadas de aire, tal y como su padre le había enseñado. Mentalmente, se vio saltando, elevándose, asiéndose a una viga con facilidad e izándose sobre ella. Era una persona ligera, se dijo, ligera como una flecha, que volaba sin dificultad por el aire, veloz e imparable. Sería fácil, se dijo. Fácil.

—Soy la flecha de Valentine —musitó Jace—. Tanto si él lo sabe como si no.

Y saltó.