13

UNA HUESTE DE ÁNGELES REBELDES

Gaspard de la Nuit de Ravel se compone de tres partes diferenciadas; Jace había interpretado ya la primera cuando se levantó del piano, entró en la cocina, cogió el teléfono de Luke e hizo una única llamada. Luego regresó al piano y a Gaspard.

Iba por la mitad de la tercera parte cuando vio una luz que barría el césped delantero de Luke. Se apagó al cabo de un momento, sumiendo la vista desde la ventana delantera en la oscuridad, pero Jace ya estaba en pie y alargaba la mano para coger su cazadora.

Cerró la puerta de Luke tras él sin hacer ruido y descendió los escalones saltándolos de dos en dos. En el césped junto a la acera había una motocicleta con el motor todavía retumbando. Poseía una extraña apariencia orgánica: tubos que eran como venas glutinosas ascendían serpenteantes y envolvían el chasis, y el único faro, ahora mortecino, parecía un ojo refulgente. En cierto modo parecía tan viva como el muchacho que estaba apoyado en ella contemplando a Jace con curiosidad. Llevaba una cazadora de cuero marrón y el pelo oscuro se le rizaba hasta el cuello de la prenda y le caía sobre los ojos entrecerrados. Sonreía burlón, dejando al descubierto unos puntiagudos dientes blancos. Desde luego, se dijo Jace, ni el muchacho ni la motocicleta estaban vivos en realidad; ambos se movían gracias a energías demoníacas, alimentados por la noche.

—Raphael —dijo Jace, a modo de saludo.

—Ya ves —repuso este—, la he traído como me pediste.

—Lo veo.

—Aunque, podría añadir, siento mucha curiosidad por saber por qué querrías algo como una motocicleta demoníaca. Para empezar, no son lo que se dice aceptables por parte de la Alianza, y en segundo lugar, se rumorea que ya tienes una.

—Sí que tengo una —admitió Jace, dando vueltas alrededor de la motocicleta para examinarla desde todos los ángulos—, pero está en el tejado del Instituto, y ahora no puedo acceder a ella.

Raphael lanzó una divertida risita.

—Parece que ninguno de los dos es bien recibido en el Instituto.

—¿Vosotros? ¿Los chupasangres estáis aún en la lista de los Más Buscados?

Raphael se inclinó a un lado y escupió, con delicadeza, al suelo.

—Nos acusan de asesinatos —afirmó con ira—. De la muerte del ser lobo, del hada, incluso de la del brujo, aunque les he dicho que no bebemos sangre de brujo. Es amarga y puede obrar extraños cambios en los que la consumen.

—¿Le has dicho esto a Maryse?

—Maryse. —Los ojos de Raphael centellearon—. No podría hablar con ella ni que quisiera. Ahora todas las decisiones pasan por la Inquisidora, todas las indagaciones y peticiones se llevan a través de ella. Es una mala situación, amigo, una mala situación.

—¡Me lo vas a decir a mí! —exclamó Jace—. Y nosotros no somos amigos. Estuve de acuerdo en no contar a la Clave lo sucedido con Simon porque necesitaba tu ayuda. No porque me caigas bien.

Raphael sonrió burlón, los dientes centelleando blancos en la oscuridad.

—Así que no te caigo bien. —Ladeó la cabeza a un lado—. Es curioso —reflexionó—, había pensado que se te veía diferente ahora que has caído en desgracia con la Clave. Que ya no eres su hijo favorito. Pensé que algo de esa arrogancia podría haber desaparecido. Pero sigues siendo el mismo.

—Creo en la coherencia —replicó Jace—. ¿Vas a dejarme la moto o no? Sólo tengo unas pocas horas hasta que salga el sol.

—¿Supongo que eso significa que no vas a llevarme a casa?

Raphael se apartó con elegancia de la motocicleta; mientras se movía, Jace distinguió el brillante destello de la cadena de oro que le rodeaba la garganta.

—No. —Jace montó en la moto—. Pero puedes dormir en el sótano bajo la casa si te preocupa el amanecer.

—Hmmmm.

Raphael se quedó pensativo; era unos pocos centímetros más bajo que Jace, y aunque parecía más joven físicamente, los ojos eran mucho más ancianos.

—¿Así que ahora estamos en paz por Simon, cazador de sombras?

Jace aceleró la moto, haciéndola girar en dirección al río.

—Jamás estaremos en paz, chupasangres, pero al menos esto es un comienzo.

Jace no había conducido una motocicleta desde hacía tiempo, y le cogió desprevenido el viento helado que ascendía del río, traspasando la fina cazadora y la tela vaquera de los pantalones con docenas de gélidas agujas. Se estremeció, contento de haberse puesto al menos guantes de cuero para protegerse las manos.

Aunque el sol acababa de ponerse, parecía como si al mundo le hubiesen quitado el color. El río tenía el color del acero; el cuello era gris perla; el horizonte, una gruesa línea negra pintada en la distancia. A lo largo de los arcos de los puentes de Williamsburg y Manhattan centelleaban luces. El aire sabía a nieve, a pesar de que faltaban meses para el invierno.

La última vez que había volado sobre el río, Clary había estado con él, rodeándolo con los brazos y con las manos aferradas a la tela de su cazadora. Él no había sentido frío entonces. Ladeó la moto ferozmente y sintió cómo daba un bandazo lateral; le pareció ver su propia sombra proyectada sobre el agua, peligrosamente ladeada. Mientras se enderezaba, lo vio: un barco con costados de metal negro, sin marcas y casi sin iluminación, la proa como una estrecha cuchilla que segaba el agua ante él. Le recordó a un tiburón, delgado, veloz y mortífero.

Frenó y descendió poco a poco, sin el menor sonido, como una hoja atrapada en la marea. No sentía como si cayera, era más bien como si el barco se alzara para ir a su encuentro, manteniéndose a flote en una corriente ascendente. Las ruedas de la moto aterrizaron en la cubierta, y el muchacho se deslizó lentamente hasta detenerse. No había necesidad de parar el motor; bajó de la moto y su retumbo sordo decreció a un gruñido, luego a un ronroneo y finalmente quedó en silencio. Cuando volvió la cabeza para echarle un vistazo, esta daba un poco la impresión de estarle fulminando con la mirada, como un perro descontento después de decirle que debe quedarse.

Le sonrió de oreja a oreja.

—Regresaré a por ti —dijo—. Tengo que revisar esta nave primero.

Había muchísimo que revisar. Estaba de pie en una amplia cubierta, con el agua a su izquierda. Todo estaba pintando de negro: la cubierta, la barandilla que la rodeaba; incluso las ventanas de la larga y estrecha cabina estaban tapadas. La embarcación era más grande de lo que había esperado que fuera: probablemente tenía la longitud de un campo de fútbol, quizá más. No se parecía a ningún barco que hubiese visto nunca antes: demasiado grande para ser un yate, demasiado pequeño para ser un buque de la marina, y nunca había visto un barco donde todo estuviera pintado de negro. Jace se preguntó de dónde lo habría sacado su padre.

Abandonando la moto, inició un lento recorrido por la cubierta. Las nubes habían desaparecido y las estrellas brillaban con un fulgor increíble. Podía ver la ciudad iluminada a ambos lados, como si estuviera de pie en un callejón vacío hecho de luz. Las botas resonaban sordamente sobre la cubierta. Se preguntó si Valentine estaba allí. Jace raras veces había estado en un lugar que pareciera tan totalmente desierto.

Hizo una pausa momentánea en la proa de la nave, mirando abajo al río que se abría paso entre Manhattan y Long Island como una cicatriz. El agua se agitaba en forma de montículos grises, con trallazos plateados a lo largo de la parte superior, y soplaba un viento fuerte y constante, la clase de viento que sólo sopla sobre el agua. Extendió los brazos y dejó que el viento le echara la cazadora hacia atrás como si fuesen alas, que le azotara el rostro con los cabellos, que le aguijoneara los ojos hasta hacer brotar lágrimas.

Había habido un lago junto a la casa de campo de Idris. Su padre le había enseñado el lenguaje del viento y el agua, de la flotabilidad y el aire. «Todos los hombres deberían saber navegar», le había dicho. Fue una de las pocas veces en que había hablado de aquel modo, diciendo «todos los hombres» y no «todos los cazadores de sombras». Fue un breve recordatorio de que cualquier otra cosa que Jace pudiera ser, todavía formaba parte de la raza humana.

Dio la espalda a la proa con los ojos escociéndole, y vio una puerta en la pared de la cabina, entre dos ventanas oscurecidas. Cruzando la cubierta con paso rápido, probó el picaporte; estaba cerrada con llave. Con la estela, grabó una rápida serie de runas de apertura en el metal y la puerta se abrió de par en par, con los goznes chirriando a modo de protesta y derramando rojas escamas de óxido y a desuso. Dio otro paso al frente y la puerta se cerró tras él con un resonante portazo metálico, dejándole sumido en la oscuridad.

Profirió una palabrota mientras buscaba a tientas la piedra-runa de luz mágica que llevaba en el bolsillo. Los guantes resultaban repentinamente toscos y pesados, y sentía los dedos entumecidos por el frío. Hacía más frío dentro de lo que había hecho fuera en la cubierta. El aire era como hielo. Sacó la mano del bolsillo, tiritando, y no sólo por la temperatura. Los cabellos del cogote se le erizaban y cada uno de sus nervios gritó. Algo no iba bien.

Alzó la piedra-runa y esta se encendió con un centelleo, haciendo que los ojos le lloraran aún más. A través de las lágrimas vio la borrosa figura delgada de una muchacha ante él con las manos apretadas contra el pecho y los cabellos como una mancha de color rojo sobre el metal negro que los rodeaba por todas partes.

La mano le tembló, desperdigando dardos de luz mágica, que brincaron como si una hueste de luciérnagas se hubiese alzado de la oscuridad.

—¿Clary?

Ella le miró fijamente, pálida, con los labios temblorosos. Las preguntas murieron en la garganta de Jace: ¿Qué hacía ella allí? ¿Cómo había llegado al barco? Un arrebato de dolor le dominó, peor que cualquier otro miedo que hubiese sentido jamás por sí mismo. Algo le pasaba a ella, a Clary. Dio un paso al frente justo cuando la chica apartaba las manos del pecho y las extendía hacia él. Estaban cubiertas de sangre pegajosa, que también cubría la parte delantera del vestido blanco como un babero escarlata.

La sostuvo con un brazo cuando ella se desplomó hacia adelante y casi soltó la luz mágica al recibir todo el peso de la joven sobre él. Notó el latido de su corazón, la caricia de sus suaves cabellos contra la barbilla, todo tan familiar. No obstante, el aroma que surgía de ella era distinto. El aroma que asociaba con Clary, una mezcla de jabón floral y algodón limpio, había desaparecido; olió sólo a sangre y a metal. La cabeza de la joven se ladeó hacia atrás, los ojos se quedaron en blanco. El salvaje latir del corazón perdía velocidad… se detenía…

—¡No!

La zarandeó con tanta fuerza que la cabeza se bamboleó contra su brazo.

—¡Clary! ¡Despierta!

Volvió a zarandearla, y en esta ocasión las pestañas aletearon; sintió su propio alivio como un repentino sudor frío. Entonces, los ojos de la muchacha volvieron a abrirse, pero ya no eran verdes; eran de un blanco denso y refulgente, blancos y cegadores como faros en una carretera oscura, blancos como el vociferante ruido en el interior de su mente. «He visto esos ojos antes», pensó, y entonces la oscuridad le invadió como una ola, trayendo el silencio con ella.

Había agujeros perforados en la oscuridad, centelleantes puntos de luz recortados en la sombra. Jace cerró los ojos intentando calmar su respiración. Tenía un regusto a cobre en la boca, como a sangre, y era consciente de que estaba tumbado sobre la superficie de metal frío y que el frío se le filtraba a través de la ropa y le penetraba la carne. Contó hacia atrás desde cien mentalmente hasta que su respiración se normalizó. Luego volvió a abrir los ojos.

La oscuridad seguía allí, pero se había transformado en un familiar cielo nocturno salpicado de estrellas. Estaba en la cubierta del barco, tumbado sobre la espalda a la sombra del Puente de Brooklyn, que se alzaba imponente ante la proa como una montaña gris de metal y piedra. Jace gimió y se alzó sobre los codos… y se quedó totalmente inmóvil al advertir la presencia de otra sombra, esta evidentemente humana, inclinada sobre él.

—Fue un golpe bastante feo el que has recibido en la cabeza —dijo la voz que atormentaba sus pesadillas—. ¿Cómo te encuentras?

Jace se incorporó e inmediatamente lo lamentó al sentir un retortijón en el estómago. De haber comido cualquier cosa en las últimas diez horas, estaba casi seguro de que lo habría vomitado. En cualquier caso, el sabor amargo de la bilis le inundó la boca.

—Me siento fatal.

Valentine sonrió. Estaba sentado sobre un montón de cajas vacías aplanadas, vestido con un pulcro traje gris y corbata, como si estuviese sentado tras el elegante escritorio de caoba de la casa Wayland en Idris.

—Tengo otra pregunta obvia para ti ¿Cómo me encontraste?

—Se lo saqué a tu demonio raum —contestó Jace—. Fuiste tú quién me enseñó donde tienen el corazón. Lo amenacé y me lo contó; bueno, no son muy espabilados, pero se las arregló para decirme que venía de un barco que estaba en el río. Alcé los ojos y vi la sombra de tu embarcación en el agua. También me contó que tú le habías invocado, pero yo ya lo sabía.

—Ya veo. —Valentine pareció estar ocultando una sonrisa—. La próxima vez que vengas a visitarme deberías avisarme antes. Te habría ahorrado un desagradable encuentro con mis guardas.

—¿Guardas? —Jace se apoyó contra la fría barandilla de metal y aspiró profundas bocanadas de limpio aire frío—. Te refieres a demonios ¿verdad? Has usado la Espada para llamarlos.

—No lo niego —respondió Valentine—. Las bestias de Lucian destrozaron a mi ejército de repudiados, y no tenía ni tiempo ni ganas de crear más. Ahora que tengo la Espada Mortal ya no los necesito. Tengo a otros.

Jace pensó en Clary, ensangrentada y muriendo en sus brazos. Se llevó una mano a la frente. Estaba fresca allí donde la barandilla de metal la había tocado.

—Esa cosa en el hueco de la escalera —dijo— no era Clary, ¿verdad?

—¿Clary? —Valentine sonó levemente sorprendido—. ¿Es eso lo que viste?

—¿Por qué no iba a ver lo que vi?

Jace luchó por mantener la voz sin inflexión, despreocupada. No le resultaba desconocida ni incómoda la presencia de secretos, tanto propios como de otras personas, pero sus sentimientos hacia Clary eran algo que sólo podía soportar si no los examinaba con demasiada atención.

Pero se trataba de Valentine. Él lo examinaba todo con atención, estudiándolo, analizando cómo podía aprovecharse de lo que fuera. Le recordó a Jace a la reina de la corte seelie: fría, amenazadora, calculadora.

—Lo que te encontraste en el hueco de la escalera —explicó Valentine— fue a Agramon: el Demonio del Miedo. Agramon adopta la forma de lo que sea que más nos aterra. Cuando ha acabado de alimentarse de su terror, te mata, suponiendo que aún sigas vivo. La mayoría de los hombres… y las mujeres… mueren de miedo antes de eso. Debo felicitarte por aguantar tanto rato como lo hiciste.

—¿Agramon? —Jace estaba atónito—. Ese es un Demonio Mayor. ¿De dónde lo has sacado?

—Pagué a un brujo joven y lleno de presunción para que lo invocara para mí. Él pensaba que si el demonio permanecía dentro de su pentagrama, podría controlarlo. Por desgracia para él, su mayor temor era que un demonio invocado rompiera las salvaguardas del pentagrama y le atacara, y eso fue exactamente lo que sucedió cuando Agramon llegó.

—De modo que fue así como murió —dijo Jace.

—¿Cómo murió quién?

—El brujo —contestó Jace—. Se llamaba Elias. Tenía dieciséis años. Pero tú ya lo sabías, ¿verdad? El Ritual de la Conversión Infernal…

Valentine lanzó una carcajada.

—Has estado ocupado, ¿no es cierto? Así que sabes por qué envié a esos demonios a casa de Lucian, ¿verdad?

—Querías a Maia —respondió Jace—. Porque es una mujer loba adolescente. Necesitas su sangre.

—Envié a los demonios drevak a averiguar lo que pudieran en casa de Lucian e informarme —explicó Valentine—. Lucian mató a uno de ellos, pero cuando el otro me informó de la presencia de una joven licántropa…

—Enviaste a los demonios raum a por ella. —Jace se sintió repentinamente muy cansado—. Porque Luke la aprecia y tú querías hacerle daño si podías. —Hizo una pausa, y luego añadió, en un tono controlado—: Lo que es bastante mezquino, incluso para ti.

Por un momento, una chispa de cólera se encendió en los ojos de Valentine; luego echó la cabeza atrás y rio alegremente.

—Admito tu terquedad. Es tan parecida a la mía. —Se puso en pie y le extendió una mano a Jace—. Ven. Da una vuelta por la cubierta conmigo. Hay algo que quiero mostrarte.

Jace quiso rechazar la mano que le ofrecía, pero no estaba seguro, teniendo en cuenta su dolor de cabeza, de poder ponerse en pie sin ayuda. Además, probablemente sería mejor no enojar a su padre demasiado pronto; dijera lo que dijera Valentine sobre valorar la rebeldía de Jace, jamás había tenido mucha paciencia con la desobediencia.

La mano de Valentine era fría y seca, su apretón curiosamente tranquilizador. Cuando Jace estuvo en pie, Valentine le soltó y sacó una estela del bolsillo.

—Deja que elimine esas heridas —dijo, alargando la mano hacia su hijo.

Jace se apartó… tras un segundo de vacilación que Valentine sin duda había advertido.

—No quiero tu ayuda.

Valentine guardó la estela.

—Como quieras.

Empezó a andar, y Jace le siguió al cabo de un instante, trotando para alcanzarle. Conocía lo suficiente a su padre como para saber que él jamás se volvería para ver si Jace le había seguido, sino que simplemente supondría que lo había hecho y empezaría a hablar.

No se equivocó. Para cuando Jace llegó junto a su padre, Valentine ya había empezado a hablar. Tenía las manos a la espalda y se movía con una gracia natural y despreocupada, poco corriente en un hombretón tan grande. Se inclinaba hacia adelante mientras hablaba, casi como si avanzara a grandes zancadas contra un viento intenso.

—… si recuerdo correctamente —estaba diciendo Valentine—, ¿tú estás familiarizado con El paraíso perdido de Milton?

—Únicamente me lo hiciste leer unas diez o quince veces —replicó Jace—. Es mejor reinar en el infierno que servir en el cielo, etcétera, y todo eso.

Non serviam —citó Valentine—. «No seré un siervo». Eso es lo que Lucifer tenía grabado en su estandarte cuando cabalgó con su hueste de ángeles rebeldes contra una autoridad corrupta.

—¿Qué es lo que intentas decirme? ¿Qué estás del lado del demonio?

—Algunos dicen que el mismo Milton estaba del lado del demonio. Su Satán es ciertamente una figura más interesante que su Dios.

Casi habían llegado a la proa de la nave. Valentine se detuvo y se apoyó en la barandilla.

Jace se unió a él allí. Habían dejado atrás los puentes del East River y se encaminaban a la zona sur de mar abierto entre Staten Island y Manhattan. Las luces del distrito financiero relucían igual que luz mágica sobre el agua. El cielo estaba cubierto de polvo de diamante, y el río ocultaba sus secretos bajo una oleosa capa negra, rota aquí y allí por un destello plateado que podría haber sido la cola de un pez…, o de una sirena. «Mi ciudad», pensó Jace, experimentalmente, pero las palabras todavía trajeron a su mente Alacante y sus torres de cristal, no los rascacielos de Manhattan.

—¿Por qué estás aquí, Jonathan? —preguntó Valentine tras un momento—. Después de verte en la Ciudad de Hueso me pregunté si tu odio hacia mí era implacable. Casi me había dado por vencido contigo.

El tono de voz era uniforme, como lo era casi siempre, pero había algo en él…, no vulnerabilidad, pero al menos una especie de genuina curiosidad, como si hubiese comprendido que Jace era capaz de sorprenderle.

Jace miró el agua.

—La reina de la corte seelie quería que te hiciera una pregunta —dijo—. Me pidió que te preguntara qué sangre corre por mis venas.

La sorpresa recorrió el rostro de Valentine igual que una mano, suavizando toda expresión.

—¿Has hablado con la reina?

Jace no dijo nada.

—Así es como actúa el Pueblo Mágico. Todo lo que dicen tiene más de un significado. Dile, cuando vuelva a preguntarte, que la sangre del Ángel corre por tus venas.

—Y por las venas de todo cazador de sombras —repuso Jace, desilusionado, pues había esperado una respuesta mejor—. Tú no le mentirías a la reina de la corte seelie, ¿verdad?

—No. —El tono de Valentine fue tajante—. Y tú no vendrías aquí simplemente para hacerme esta pregunta ridícula. ¿Por qué estás aquí realmente, Jonathan?

—Tenía que hablar con alguien. —No era tan bueno controlando la voz como su padre; podía oír su propio dolor en ella, como una herida sangrante justo bajo la superficie—. Los Lightwood…, no soy otra cosa que problemas para ellos. Luke debe de odiarme a estas alturas. La Inquisidora me quiere muerto. Hice algo que hirió a Alec y ni siquiera sé qué fue.

—¿Y tu hermana? —quiso saber Valentine—. ¿Qué hay de Clarissa?

«¿Por qué tienes que estropearlo todo?».

—Tampoco está demasiado contenta conmigo. —Vaciló—. Recordé lo que dijiste en la Ciudad de Hueso. Que jamás tuviste una oportunidad de contarme la verdad. No confío en ti —añadió—, quiero que lo sepas. Pero pensé que podría darte la oportunidad de contarme el porqué.

—Tienes que preguntar más que los porqués, Jonathan. —Había una nota en la voz de su padre que sorprendió a Jace; una humildad feroz que parecía templar el orgullo de Valentine, igual que el acero podía templarse con fuego—. Existen tantos porqués…

—¿Por qué mataste a los Hermanos Silenciosos? ¿Por qué cogiste la Espada Mortal? ¿Qué planeas? ¿Por qué no era suficiente para ti la Copa Mortal?

Jace se contuvo antes de que se le escaparan otras preguntas. «¿Por qué me abandonaste una segunda vez? ¿Por qué me dijiste que ya no era tu hijo, para luego regresar a por mí de todos modos?».

—Sabes lo que quiero. La Clave está irremediablemente corrompida y debe ser destruida y reconstruida de nuevo. Hay que liberar a Idris de la influencia de las razas degeneradas, y hacer a la Tierra inmune a la amenaza demoníaca.

—Sí, ya, respecto a esa amenaza demoníaca —Jace echó un vistazo alrededor, como si medio esperara ver la negra sombra de Agramon avanzar penosamente hacia él—, creía que odiabas a los demonios. Ahora los usas como siervos. Los demonios rapiñadores, los drevak, Agramon… son tus empleados. Guardas, mayordomo… chef personal, por lo que yo sé.

Valentine tamborileó con los dedos sobre la barandilla.

—No soy amigo de los demonios —explicó—. Soy nefilim, sin importar lo mucho que pueda pensar que la Alianza es inútil y la Ley fraudulenta. Un hombre no tiene necesariamente que estar de acuerdo con su gobierno para ser un patriota, ¿no es cierto? Es necesario ser un auténtico patriota para discrepar, para decir que uno ama más a su país de lo que le importa su propio puesto en el orden social. Se me ha vilipendiado por mi elección, se me ha obligado a ocultarme, se me ha desterrado de Idris. Pero soy… y siempre lo seré… nefilim. No puedo cambiar la sangre que corre por mis venas aunque quisiera hacerlo… y no quiero.

«Yo sí». Jace pensó en Clary. Volvió a echar una ojeada a las aguas oscuras, sabiendo que no era cierto. Renunciar a la caza, a la captura de la presa, al conocimiento de la propia velocidad vertiginosa e infalibles habilidades, eso era imposible. Él era un guerrero. No podía ser nada más.

—¿Tú quieres? —preguntó Valentine.

Jace desvió la mirada rápidamente, preguntándose si su padre podía leerle el rostro. Habían estado ellos dos solos durante tantos años, que hubo un tiempo en el que él había llegado a conocer el rostro de su padre mejor que el suyo propio. Valentine era la única persona a quién sentía que no podía ocultar sus sentimientos. O la primera persona, al menos. En ocasiones sentía como si Clary pudiera mirar justo a través de él como si fuera de cristal.

—No —contestó—. No quiero.

—¿Eres un cazador de sombras para siempre?

—Soy —respondió Jace—, al fin y al cabo, lo que tú me hiciste.

—Estupendo —exclamó Valentine—. Eso es lo que quería oír.

Su padre se recostó en la barandilla, alzando la mirada al cielo nocturno. Había canas grises en sus cabellos de un blanco plateado; Jace nunca antes había reparado en ellas.

—Esto es una guerra —siguió Valentine—. La única cuestión es, ¿de qué lado pelearás?

—Pensaba que estábamos todos del mismo lado. Pensaba que éramos nosotros contra los mundos de los demonios.

—Ojalá pudiera ser así. ¿No comprendes que si sintiera que la Clave se preocupaba realmente por este mundo, si pensara que lo hacen lo mejor que pueden…? Por el Ángel, ¿por qué iba yo a pelear contra ellos? ¿Qué motivo podría tener yo?

«Poder», pensó Jace, pero no dijo nada. Ya no estaba seguro de qué decir, y mucho menos de qué creer.

—Si la Clave sigue actuando como lo hace —siguió Valentine—, los demonios verán su debilidad y actuarán, y la Clave, distraída con su interminable cortejo de las razas degeneradas, no estará en condiciones de combatirles. Los demonios atacarán y destruirán y no quedará nada.

«Las razas degeneradas». Las palabras transportaban una incómoda familiaridad; le recordaron a Jace su infancia, en un modo que no era del todo desagradable. Cuando pensaba en su padre y en Idris siempre acudía el mismo recuerdo borroso de la calurosa luz solar abrasando las verdes extensiones de césped frente a su casa en el campo, y de una enorme figura oscura de amplias espaldas inclinándose para alzarle de la hierba y llevarle adentro. Debía de haber sido muy pequeño entonces, y nunca lo había olvidado, no había olvidado el modo en que había olido la hierba verde y brillante y recién segada, ni el modo en que el sol había transformado los cabellos de su padre en un halo blanco, ni tampoco la sensación de ser llevado en brazos. De estar a salvo.

—Luke —replicó Jace, con cierta dificultad—. Luke no es un degenerado…

—Lucian es diferente. Fue un cazador de sombras en el pasado. —El tono de Valentine carecía de inflexión y era terminante—. Esto se refiere a subterráneos específicos, Jonathan. Esto tiene que ver con la supervivencia de toda criatura viva de este mundo. El Ángel eligió a los nefilim por un motivo. Somos los mejores de este mundo, y sé que existe… y debemos usar ese poder para salvar a este mundo de la destrucción, sea cual sea el precio que debamos pagar.

Jace apoyó los codos en la barandilla. Hacía frío allí; el viento gélido le atravesaba la ropa, y tenía las yemas de los dedos entumecidas. Pero mentalmente, veía colinas verdes, agua azul y las piedras color miel de la casa solariega de los Wayland.

—En el antiguo relato —dijo—, Satán dijo a Adán y Eva: «Seréis como dioses», cuando les tentó para que pecaran. Y les arrojaron fuera del jardín debido a ello.

Hubo una pausa antes de que Valentine se riera:

—¿Lo ves?, es por eso que te necesito Jonathan. Me mantienes alejado del pecado del orgullo.

—Existen toda clase de pecados. —Jace se irguió y se volvió de cara a su padre—. No has respondido a mi pregunta sobre los demonios, padre. ¿Cómo puedes justificar invocarlos, el asociarte incluso a ellos? ¿Planeas enviarlos contra la Clave?

—Por supuesto que sí —respondió él, sin vacilar, sin detenerse ni un momento a considerar si sería sensato revelar sus planes a alguien que quizás los compartiría con sus enemigos.

Nada podría haber impresionado más a Jace que darse cuenta de lo seguro que estaba su padre de su éxito.

—La Clave no cederá a la razón —siguió este—, únicamente a la fuerza. Intenté crear un ejército de repudiados; con la Copa, podría crear un ejército de nuevos cazadores de sombras, pero eso llevaría años. No dispongo de años. Nosotros, la raza humana, no disponemos de años. Con la Espada puedo hacer que acuda a mí un ejército obediente de demonios. Me servirán como herramientas, harán cualquier cosa que les exija. No tendrán elección. Y cuando haya acabado con ellos, les ordenaré que se destruyan, y lo harán. —Su voz carecía de emoción.

Jace aferraba la barandilla con tanta fuerza que los dedos habían empezado a dolerle.

—No puedes masacrar a todo cazador de sombras que se oponga a ti. Eso es asesinato.

—No tendré que hacerlo. Cuando la Clave vea el poder desplegado contra ellos, se rendirán. No son unos suicidas. Y existen algunos entre ellos que me apoyan. —No había arrogancia en la voz de Valentine, sólo una tranquila certeza—. Se mostrarán cuando llegue el momento.

—Creo que subestimas a la Clave. —Jace intentó que su voz sonara firme—. No creo que comprendas lo mucho que te odian.

—El odio no es nada cuando se contrapone a la supervivencia. —La mano de Valentine se dirigió al cinturón, donde la empuñadura de la Espada brillaba pálidamente—. Pero no es necesario que me creas sin más. Te he dicho que había algo que quería mostrarte. Aquí está.

Extrajo la Espada de la vaina y se la tendió al muchacho. Jace había visto a Maellartach antes, en la Ciudad de Hueso, colgada de la pared del pabellón de las Estrellas Parlantes. Y había visto su empuñadura sobresaliendo de la funda que Valentine llevaba al hombro, pero nunca la había examinado realmente de cerca. «La Espada del Ángel». Era de una plata oscura y pesada, que rielaba con un brillo apagado. La luz parecía moverse sobre ella y a través de ella, como si estuviese hecha de agua. En la empuñadura florecía una llameante rosa de luz.

Jace tenía la boca reseca cuando habló.

—Muy bonita.

—Quiero que la empuñes.

Valentine ofreció el arma a su hijo, del modo en que siempre le había enseñado a hacerlo, con la empuñadura por delante. La Espada parecía titilar oscuramente a la luz de las estrellas.

Jace vaciló.

—No…

—Cógela. —Valentine se la puso en la mano.

En cuanto los dedos de Jace se cerraron sobre el mango, un rayo de luz salió disparado por la empuñadura de la Espada y descendió por su centro al interior de la hoja. Jace miró rápidamente a su padre, pero Valentine permanecía inexpresivo.

Un dolor oscuro ascendió por el brazo de Jace y le atravesó el pecho. No era que la Espada fuese pesada; no lo era. Lo que sucedía era que parecía querer tirar de él hacia abajo, arrastrarle a través del barco, a través de las verdes aguas de océano, a través de la frágil corteza de la misma tierra. Jace sintió como si le arrancaran el aire de los pulmones. Alzó violentamente la cabeza y miró alrededor…

Y vio que la noche había cambiado. Había extendido una red centelleante de finos alambres dorados a lo largo del cielo, y las estrellas brillaban a través de ella, relucientes como cabeza de remaches clavados en la oscuridad. Jace vio la curva del mundo a medida que este se alejaba de él, y por un momento le dejó anonadado la belleza de todo ello. Entonces el cielo nocturno pareció resquebrajarse como un espejo y fluyendo entre los fragmentos llegaba una horda de formas oscuras, encorvadas y deformes, retorcidas y sin rostro, profiriendo un alarido mudo que abrasó el interior de la mente de Jace. Un viento gélido le quemó mientras caballos de seis patas pasaban a toda velocidad, los cascos arrancaron chispas ensangrentadas de la cubierta del barco. Los seres que les montaban, describían círculos, aullando y rezumando una venenosa baba verde.

Jace se inclinó sobre la barandilla presa de incontrolables arcadas, con la Espada sujeta aún en la mano. Debajo de él, el agua se agitaba llena de demonios igual que un estofado venenoso. Vio criaturas con púas de ojos sanguinolentos como platos que forcejeaban al ser arrastradas por hirvientes masas de resbaladizos tentáculos negros. Una sirena atrapada en las garras de una araña acuática de diez patas chilló impotente mientras la criatura le hundía los colmillos en la palpitante cola, los ojos rojos del ser brillando igual que cuentas de sangre.

La Espada cayó de la mano de Jace y chocó contra la cubierta con un tintineo. Súbitamente, el sonido y el espectáculo desaparecieron y la noche quedó silenciosa. Él se aferró con todas sus fuerzas a la barandilla, mirando fijamente el mar con incredulidad. Estaba vacío, la superficie rizada tan sólo por el viento.

—¿Qué ha sido eso? —musitó.

Sentía la garganta áspera, como si se la hubiesen raspado con papel de lija. Miró con los ojos desorbitados a su padre, que se había inclinado para recuperar la Espada-Alma de la cubierta donde Jace la había dejado caer.

—¿Son esos los demonios que ya has invocado?

—No —Valentine envaino a Maellartach—, esos son los demonios a los que la espada ha atraído a los bordes de este mundo. He traído mi barco a este lugar porque las salvaguardas son pobres aquí. Lo que viste es mi ejército, aguardando al otro lado de las salvaguardas; aguardando a que les llame a mi lado. —Sus ojos tenían una expresión seria—. ¿Todavía piensas que la Clave no capitulará?

Jace cerró los ojos.

—No todos… Los Lightwood no… —dijo.

—Tú podrías convencerlos. Si te pones de mi lado, juro que no les ocurrirá ningún daño.

La oscuridad tras los ojos de Jace empezó a tornarse roja. Había estado imaginando las cenizas de la vieja casa de Valentine, los huesos ennegrecidos de los abuelos que nunca había conocido. En aquellos momentos veía otros rostros. El de Alec. El de Isabelle. El de Max. El de Clary.

—Ya les he hecho tanto daño —murmuró—. Nada más debe sucederle a ninguno de ellos. Nada.

—Desde luego. Lo comprendo. —Y Jace se dio cuenta, con asombro, de que Valentine sí comprendía, que de algún modo valía lo que nadie más parecía capaz de comprender—. Crees que es culpa tuya, todo el daño que ha acaecido a tus amigos, a tu familia.

—Sí que es mi culpa.

—Tienes razón. Lo es.

Al oír aquello, Jace alzó los ojos con total estupefacción. La sorpresa de ver que le daban la razón peleó con el horror y el alivio en igual medida.

—¿Lo es?

—El daño no es deliberado, por supuesto. Pero eres como yo. Envenenamos y destruimos todo lo que amamos. Existe una razón para eso.

—¿Qué razón?

Valentine echó una ojeada al cielo.

—Estamos hechos para un propósito más elevado, tú y yo. Las distracciones del mundo son simplemente eso, distracciones. Si permitimos que estas nos desvíen de nuestro rumbo, somos castigados.

—¿Y nuestro castigo cae sobre todas las personas que nos importan? Eso parece un poco cruel.

—El destino jamás es justo. Estás atrapado en una corriente mucho más fuerte de lo que tú eres, Jonathan; lucha contra ella y te ahogarás no sólo tú sino también aquellos a quienes tratas de salvar. Nada con ella, y sobrevivirás.

—Clary…

—Ningún daño le ocurrirá a tu hermana si te unes a mí. Iría hasta el fin del mundo para protegerla. La llevaré a Idris, donde nada puede sucederle. Te prometo eso.

—Alec. Isabelle. Max…

—Los pequeños Lightwood también tendrán mi protección.

—Luke… —dijo Jace con voz queda.

—Todos tus amigos serán protegidos —aseguró Valentine tras una pequeña vacilación—. ¿Por qué no quieres creerme, Jonathan? Este es el único modo en que puedes salvarlos. Lo juro.

Jace no podía hablar. En su interior, el frío del otoño combatía el recuerdo del verano.

—¿Has tomado tu decisión? —quiso saber Valentine.

Jace no podía verle, pero podía oír la irrevocabilidad de la pregunta. Su padre parecía impaciente.

Jace abrió los ojos. La luz de las estrellas fue un estallido blanco sobre sus iris; por un momento no pudo ver nada más.

—Sí, padre. He tomado mi decisión.