10

UN LUGAR BONITO E ÍNTIMO

El cementerio estaba en las afueras de Queens, donde los edificios de apartamentos daban paso a hileras de homogéneas casas victorianas pintadas con los colores de las galletas de jengibre: rosa, blanco y azul. Las calles eran amplias y desiertas en su mayor parte, la avenida que conducía al cementerio sin más alumbrado que una solitaria farola. Les llevó un cierto tiempo conseguir abrirse paso con sus estelas a través de las verjas cerradas, y otro poco localizar un lugar lo bastante oculto para que Raphael empezara a cavar. Estaba en lo alto de una pequeña colina, resguardado de la carretera por una espesa hilera de árboles. A Clary, Jace e Isabelle les protegía un glamour, pero no había modo de ocultar a Raphael ni de ocultar el cuerpo de Simon, así que los árboles proporcionaban una bienvenida protección.

Las laderas de la colina que no daban a la carretera estaban densamente cubiertas de lápidas, muchas de ellas con una Estrella de David en lo alto. Relucían blancas y lisas igual que la leche a la luz de la luna. A lo lejos había un lago, la superficie plisada por centelleantes ondulaciones. Un lugar bonito, pensó Clary. Un lugar bonito al que acudir y depositar flores sobre la tumba de alguien, en el que sentarse un rato y pensar en la vida de aquellas personas, en lo que significaban para uno. No un buen lugar al que acudir de noche, al amparo de la oscuridad, para enterrar a tu amigo en una tumba poco profunda sin un ataúd ni oficio religioso.

—¿Sufrió? —preguntó a Raphael.

Este alzó los ojos de la tierra que cavaba, y se apoyó en el mango de la pala, como el enterrador de Hamlet.

—¿Qué?

—Simon. ¿Sufrió? ¿Le hicieron daño los vampiros?

—No. Morir desangrado no es un mal modo de morir —contestó Raphael, con su rítmica voz pausada—. El mordisco te droga. Es agradable, como dormirse.

Una sensación de mareo embargó a Clary, y por un momento creyó que iba a desmayarse.

—Clary. —La voz de Jace la sacó violentamente de su ensoñación—. Vamos, no tienes que presenciar esto.

Le tendió la mano. Al mirar detrás de él, Clary pudo ver a Isabelle de pie con el látigo en la mano. Habían envuelto a Simon en una manta y yacía sobre el suelo a sus pies, como un bulto que ella custodiara. No era un bulto, se recordó Clary con ferocidad. Era él. Era Simon.

—Quiero estar aquí cuando despierte.

—Lo sé. Regresaremos en seguida.

Cuando ella no se movió, Jace la cogió del brazo, que no opuso la menor resistencia, y se la llevó fuera del claro, ladera abajo. Allí había rocas, justo por encima de la primera hilera de sepulturas; él se sentó en una y se subió la cremallera de la cazadora. Hacía un frío sorprendente. Por primera vez en aquella estación del año, Clary pudo ver su propio aliento al respirar.

Se sentó en la roca junto a Jace y clavó la mirada en el lago. Oía el rítmico golpeteo de la pala de Raphael chocando contra la tierra y las paletadas de tierra cayendo al suelo. Raphael no era humano; trabaja de prisa. No le llevaría mucho rato cavar una tumba. Y Simon tampoco era una persona muy grande; la tumba no tendría que ser muy profunda.

Una punzada de dolor le retorció el abdomen. Se inclinó hacia adelante, con las manos abiertas sobre el estómago.

—Tengo nauseas.

—Lo sé. Es por eso que te he traído aquí. Parecía como si estuvieses a punto de vomitar sobre los pies de Raphael.

Ella emitió un gemido quedo.

—Quizá se le hubiese borrado la sonrisita de la cara —comentó Jace, pensativamente—. Es una posibilidad.

—Cállate.

El dolor se había mitigado. Clary echó la cabeza hacia atrás, alzando la mirada hacia la luna, un círculo de desportillado brillo plateado flotando en un mar de estrellas.

—Todo es culpa mía.

—No es culpa tuya.

—Tienes razón. Es culpa nuestra.

Jace volvió la cabeza hacia ella, con la exasperación claramente visible en las líneas de los hombros.

—¿De dónde sacas eso?

Ella le miró en silencio durante un momento. Jace necesitaba un corte de pelo. Los cabellos se le enroscaban del modo en que lo hacían las enredaderas cuando eran demasiado largas, en zarcillos serpenteantes, del color del oro blanco a la luz de la luna. Las cicatrices del rostro y garganta daban la impresión de haber sido dibujadas con tinta metálica. Era hermoso, se dijo con abatimiento, hermoso, y no había nada allí en él, ni una expresión, ni una inclinación del pómulo ni la forma de la mandíbula ni la curva de los labios que denotara en absoluto cualquier parecido de familia con ella o con su madre. Él ni siquiera se parecía a Valentine.

—¿Qué? —preguntó él—. ¿Por qué me miras de ese modo?

Quería arrojarse a sus brazos y sollozar al mismo tiempo que deseaba golpearle con los puños.

—De no ser por lo sucedido en la corte de las hadas —dijo finalmente—, Simon todavía estaría vivo.

Él bajó la mano y arrancó violentamente un manojo de hierba, aún con tierra aferrada a las raíces. Lo arrojó a un lado.

—Nos vimos obligados a hacer lo que hicimos. No fue para divertirnos o para herirle. Además —añadió, con una sonrisa apenas esbozada—, eres mi hermana.

—No lo digas de ese modo…

—¿Qué, «hermana»? —Jace sacudió la cabeza—. Cuando era un niño pequeño comprendí que si dices una palabra una y otra vez lo bastante de prisa pierde todo su significado. Solía permanecer tumbado repitiendo las palabras una y otra vez: «azúcar», «espejo», «susurro», «oscuridad». «Hermana» —dijo en voz baja—. Eres mi hermana.

—No importa cuántas veces lo digas. Seguirá siendo cierto.

—Tampoco importa lo que no me permites decir, eso seguirá siendo cierto también.

—¡Jace!

Se oyó otra voz, llamándole por su nombre. Era Alec, un tanto jadeante por haber corrido. Llevaba una bolsa de plástico negro en una mano. Detrás de él marchaba Magnus, muy digno, imposiblemente alto, delgado y con una mirada colérica, vestido con un largo abrigo de cuero que aleteaba al viento como el ala de un murciélago. Alec fue a detenerse frente a Jace y le tendió la bolsa.

—He traído sangre —dijo—. Como me has pedido.

Jace abrió la parte superior de la bolsa, miró dentro y arrugó la nariz.

—¿Debería preguntarte dónde la conseguiste?

—De una carnicería en Greenpoint —contestó Magnus, reuniéndose con ellos—. Desangran a los animales para que la carne cumpla con la ley musulmana. Es sangre de animal.

—La sangre es sangre —declaró Jace, y se levantó; entonces miró a Clary y vaciló—. Cuando Raphael dijo que esto no sería agradable, no mentía. Puedes quedarte aquí. Enviaré a Isabelle para que espere contigo.

Ella echó la cabeza hacia atrás para mirarle, y la luz de la luna proyectó la sombra de las ramas sobre su rostro.

—¿Has visto alguna vez alzarse a un vampiro?

—No, pero…

—Entonces tampoco lo sabes, ¿verdad?

Clary se puso de pie, y el abrigo azul de Isabelle descendió a su alrededor en susurrantes pliegues.

—Quiero estar allí. Tengo que estar allí —dijo.

Sólo podía verle parte del rostro bajo las sombras, pero se dijo que el muchacho parecía casi… impresionado.

—Sé que no puedo impedírtelo —claudicó él—. Vayamos.

Raphael estaba apisonando un gran rectángulo de tierra cuando ellos regresaron al claro, Jace y Clary un poco por delante de Magnus y Alec, que parecían estar discutiendo sobre algo. El cuerpo de Simon había desaparecido. Isabelle estaba sentada en el suelo, con el látigo enroscado a los tobillos en un círculo dorado. Tiritaba.

—¡Por Dios, qué frío hace! —exclamó Clary, envolviéndose mejor en el grueso abrigo de Isabelle.

El terciopelo era cálido, al menos. Intentó no pensar en que estaba manchado con la sangre de Simon.

—Es como si hubiese llegado el invierno de la noche a la mañana.

—Alégrate de que aún no sea invierno —dijo Raphael, depositando la pala apoyada contra el tronco de un árbol próximo—. El suelo se congela como el hierro en invierno. En ocasiones es imposible cavar, y el polluelo debe aguardar meses, muriéndose de hambre bajo tierra, antes de poder nacer.

—¿Es así como los llamáis? ¿Polluelos? —preguntó Clary.

La palabra parecía equivocada, demasiado afable de algún modo. Le hizo pensar en patitos.

—Sí —contestó Raphael—, significa los que aún no son o los recién nacidos.

Entonces vio a Magnus, y por una fracción de segundo pareció sorprendido antes de borrar la expresión cuidadosamente de sus facciones.

—Gran Brujo —saludó—, no esperaba verte aquí.

—Tenía curiosidad —repuso Magnus, y sus ojos felinos centellearon—. Jamás he visto alzarse a uno de los Hijos de la Noche.

Raphael echó una mirada veloz a Jace, que estaba apoyado contra el tronco de un árbol.

—Andas en compañía de gente sorprendentemente ilustre, cazador de sombras.

—¿Vuelves a hablar de ti? —bromeó Jace, y salió la tierra removida con la punta de una bota—. Eso parece jactancioso.

—A lo mejor se refería a mí —soltó Alec. Todo el mundo le miró con sorpresa. Alec hacía chistes en muy raras ocasiones. Este sonrió nerviosamente—. Lo siento —dijo—. Nervios.

—No tienes que disculparte —intervino Magnus, alargando el brazo para tocar el hombro de Alec.

Alec se movió rápidamente fuera de su alcance, y la mano extendida de Magnus cayó al costado del brujo.

—Entonces, ¿qué es lo que hacemos ahora? —quiso saber Clary, abrazándose para entrar en calor.

El frío parecía habérsele filtrado por cada poro del cuerpo. Sin duda hacía demasiado frío para estar a finales de verano.

Raphael, advirtiendo el gesto, mostró una diminuta sonrisa.

—Siempre hace frío en un renacimiento —indicó—. El polluelo extrae fuerza de las cosas vivas que le rodean, tomando de ellas la energía para alzarse.

Clary le dirigió una mirada llena de resentimiento.

—Tú no pareces notar el frío.

—Yo no estoy vivo.

El vampiro se apartó un poco del borde de la tumba. Clary se obligaba a pensar en ella como una tumba, puesto que eso era exactamente lo que era e hizo un gesto a los demás para que hicieran lo mismo.

—Dejad espacio —indicó—, Simon difícilmente podrá alzarse si todos estáis de pie encima de él.

Retrocedieron apresuradamente. Clary se encontró con Isabelle aferrada a su codo y al volverse vio que la otra muchacha tenía blancos incluso los labios.

—¿Qué sucede?

—Todo —contestó Isabelle—. Clary; quizá deberíamos haber dejado que se fuese…

—Dejarle morir, quieres decir. —Clary se soltó violentamente de la mano de Isabelle—. Claro que eso es lo que tú piensas. Piensas que todos los que no son como tú están mejor muertos.

El rostro de Isabelle era la imagen de la desdicha.

—Eso no es…

Se oyó un sonido en el claro, un sonido que no se parecía a ninguno que Clary hubiese oído antes; una especie de martilleo rítmico que surgía de las profundidades, como si de improviso el latido del mundo resultase audible.

«¿Qué sucede?», pensó Clary, y entonces el suelo se combó y alzó bajo ella, haciéndola caer de rodillas. La tumba se agitaba como la superficie de un océano. Apareciendo ondulaciones en la superficie y, de repente, reventó, con terrones de tierra volando por los aires. Una pequeña montaña de tierra, como un hormiguero, se levantó penosamente. En el centro de la montaña había una mano, los dedos abiertos y separados, arañando la tierra.

—¡Simon! —Clary intentó lanzarse hacia adelante, pero Raphael tiró de ella hacia atrás—. ¡Suéltame! —Intentó desasirse, pero Raphael la sujetaba con manos férreas—. ¿No te das cuenta de que necesita nuestra ayuda?

—Debería hacerlo por sí mismo —contestó él, sin aflorar la presión—. Es mejor de ese modo.

—¡Es tu modo! ¡No el mío!

Clary se soltó violentamente y corrió hacia la tumba justo cuando esta se alzó, arrojándola de nuevo al suelo. Una figura encorvada iba saliendo con dificultad de la sepultura cavada a toda prisa, unos dedos que parecían garras mugrientas se hundieron profundamente en la tierra. Los brazos desnudos estaban cubiertos de negros surcos de mugre y sangre. La cosa se liberó violentamente de la succión de la tierra, gateó unos pocos metros y se desplomó sobre el suelo.

—Simon —susurró Clary.

Porque desde luego era Simon. Simon, no una cosa. Clary se puso en pie apresuradamente y corrió hacia él, las deportivas de lona hundiéndose profundamente en la tierra removida.

—¡Clary! —gritó Jace—. ¿Qué haces?

Ella dio un traspié, el tobillo se le torció al hundirse la pierna en la tierra y cayó de rodillas junto a Simon, que yacía tan inmóvil como si estuviera realmente muerto. Tenía los cabellos mugrientos y apelmazados por grumos de tierra, las gafas habían desaparecido, la camiseta estaba desgarrada por el costado y había sangre en la piel que se veía bajo ella.

—Simon —dijo Clary, y alargó la mano para tocarle el hombro—. Simon, ¿estás… —El cuerpo del muchacho se tensó bajo sus dedos, con todos los músculos rígidos, la carne dura como el hierro— bien?

Él volvió la cabeza, y ella le vio los ojos. Carecían de expresión, de vida. Con un grito agudo, Simon rodó sobre sí mismo y saltó sobre ella, veloz como una serpiente al atacar. La golpeó de pleno, volviendo a derribarla sobre la tierra.

—¡Simon! —chilló ella, pero él no parecía oír.

El muchacho tenía el cuerpo crispado, irreconocible, mientras se erguía sobre ella, curvando los labios hacia atrás. Clary vio los afilados caninos, los colmillos, centellear a la luz de la luna igual que agujas de hueso blanco. Repentinamente aterrada, le pateó, pero él la agarró por los hombros y la inmovilizó contra el suelo. Tenía las manos ensangrentadas y las uñas rotas, pero era increíblemente fuerte, más fuerte incluso que los músculos de cazadora de sombras de la muchacha. Los huesos de los hombros le rechinaron dolorosamente cuando él se inclinó sobre ella…

Y fue arrancado de allí y lanzado por los aires como si no pesara más que un guijarro. Clary se puso en pie de un salto, sin aliento, y se encontró con la mirada sombría de Raphael.

—Te dije que te mantuvieras lejos de él —la riñó este, y se volvió para arrodillarse junto a Simon, que había aterrizado a poca distancia y estaba enroscado en el suelo en medio de fuertes convulsiones.

Clary inspiró con fuerza, pero sonó igual que si sollozara.

—No me conoce.

—Te conoce. No le importa. —Raphael miró por encima del hombro a Jace—. Está hambriento. Necesita sangre.

Jace, que había permanecido de pie al borde de la tumba, lívido y paralizado, se adelantó y le tendió la bolsa de plástico en silencio, como una ofrenda. Raphael la cogió y la desgarró. Varios paquetes de plástico conteniendo un líquido rojo cayeron fuera. Tomó uno, mascullando, y lo desgarró con uñas afiladas, salpicando de sangre la parte delantera de su camisa blanca ya manchada de tierra.

Simon, como si olfateara la sangre, se hizo un ovillo y profirió un gemido lastimero. Seguía retorciéndose; las manos de uñas rotas abrían surcos en el suelo y tenía los ojos en blanco. Raphael alargó el paquete de sangre, dejando que un poco de fluido rojo goteara sobre el rostro de Simon, manchando de escarlata la piel blanca.

—Ahí tienes —dijo, casi en un canturreo suave—. Bebe, pequeño polluelo. Bebe.

Y Simon, que había sido vegetariano desde los diez años, que no quería beber leche que no fuese orgánica, que se desmayaba con sólo ver agujas… Simon arrancó el paquete de sangre de la delgada mano morena de Raphael y lo desgarró con los dientes. Consumió la sangre en unos pocos tragos y arrojó el paquete a un lado con otro gemido; Raphael tenía preparado un segundo paquete, y se lo puso en la mano.

—No bebas demasiado de prisa —advirtió—. Te entrarán ganas de vomitar.

Simon, por supuesto, no le hizo el menor caso; había conseguido abrir el segundo paquete sin ayuda y engullía con glotonería el contenido. La sangre le corría por las comisuras de los labios, le descendía por la garganta y le salpicaba las manos con gruesas gotas rojas. Tenía los ojos cerrados.

Raphael miró a Clary. Esta pudo sentir que también Jace la miraba fijamente, al igual que los demás, todos con expresiones idénticas de horror y repugnancia.

—La próxima vez que se alimente —dijo Raphael con calma—, no resultará tan chapucero.

«Chapucero». Clary abandonó el claro a trompicones, oyendo como Jace la llamaba, pero sin prestarle atención. Echó a correr al llegar a los árboles y había descendido la mitad de la ladera cuando el dolor la acometió. Cayó de rodillas, dando arcadas, mientras todo el contenido de su estómago salía al exterior en una avalancha desgarradora. Cuando finalizó, se alejó gateando un corto trecho y se desplomó sobre el suelo. Sabía que probablemente yacía sobre la tumba de alguien, pero no le importó. Descansó el rostro ardiente en la tierra fresca y pensó, por primera vez, que tal vez los muertos no fueran tan desafortunados después de todo.