ÉSTA SANGRE CULPABLE
—No recordaba que aquí hubiese un sótano —dijo Jace, mirando más allá de Clary al agujero abierto en la pared.
Alzó la luz mágica, y su resplandor rebotó en el túnel que conducía hacia abajo. Las paredes eran negras y resbaladizas, construidas de una piedra lisa y oscura que Clary no reconoció. Los peldaños relucían como si estuviesen húmedos. Un olor extraño emergió a través de la abertura: frío y mohoso, con un raro matiz metálico que le puso los nervios de punta.
—¿Qué crees que podría haber ahí abajo?
—No lo sé.
Jace avanzó en dirección a la escalera; puso un pie sobre el peldaño superior para probarlo, y luego se encogió de hombros como si hubiese tomado una decisión. Empezó a descender los peldaños, moviéndose con cuidado. Descendió unos cuantos, volvió la cabeza y alzó los ojos hacia Clary.
—¿Vienes? Puedes esperarme aquí arriba si lo prefieres.
Ella echó un vistazo a la biblioteca vacía, se estremeció y avanzó presurosa tras él.
La escalera descendía girando sobre sí misma en círculos cada vez más cerrados, como si se estuviesen abriendo paso al interior de una enorme caracola. El olor se intensificó cuando llegaron al pie, y los peldaños se ensancharon finalizando en una gran habitación cuadrada cuyas paredes de piedra estaban surcadas con las marcas dejadas por la humedad… y otras manchas más oscuras. El suelo estaba lleno de marcas garabateadas: un revoltijo de pentagramas y runas con piedras blancas desperdigadas aquí y allá.
Jace dio un paso al frente y los pies aplastaron algo. Él y Clary miraron abajo al mismo tiempo.
—Huesos —susurró Clary.
No se trataba de piedras blancas después de todo, sino de huesos de todas las formas y tamaños desperdigados por el suelo.
—¿Qué debía de hacer él aquí abajo?
La luz mágica brillaba en la mano de Jace, proyectando su fantasmagórico resplandor sobre la habitación.
—Experimentos —contestó Jace en una voz seca y tensa—. La reina seelie dijo…
—¿Qué clase de huesos son éstos? —La voz de Clary se elevó—. ¿Son huesos de animales?
—No —Jace dio una patada a un montón de huesos que tenía a los pies, desperdigándolos—; no todos.
Clary sintió una opresión en el pecho.
—Creo que deberíamos regresar.
En lugar de eso Jace levantó la luz mágica que tenía en la mano. Llameó con fuerza y luego con mayor intensidad aún, iluminando el aire con un crudo fulgor blanco. Las esquinas más alejadas de la habitación quedaron claramente enfocadas. Tres de ellas estaban vacías. La cuarta quedaba tapada por una tela que colgaba. Había algo detrás de la tela, una forma jorobada…
—Jace —musitó Clary—. ¿Qué es eso?
Él no respondió. De pronto tenía un cuchillo serafín en la mano libre; Clary no sabía cuando lo había sacado, pero brillaba en la luz mágica como un cuchillo de hielo.
—Jace, no lo hagas —dijo, pero era demasiado tarde… el joven avanzó con zancadas decididas y dio un brusco tirón lateral a la tela con la punta del arma; luego la agarró y la lanzó al suelo con una violenta sacudida. Cayó en medio de una creciente nube de polvo.
Jace retrocedió tambaleante; la luz mágica se cayó de su mano. Mientras la refulgente luz caía, Clary captó una única visión fugaz de su rostro: era una blanca máscara de horror. La muchacha agarró la luz mágica antes de que pudiese apagarse y la alzó bien arriba, desesperada por ver qué podría haber conmocionado a Jace —al imperturbable Jace— hasta tal extremo.
Al principio todo lo que vio fue la forma de un hombre… un hombre envuelto en un sucio trapo blanco, acurrucado en el suelo. Unos grilletes le rodeaban muñecas y tobillos, sujetos a gruesas argollas clavadas en el suelo de piedra. «¿Cómo puede estar vivo?», pensó Clary, horrorizada, y sintió bilis ascendiéndole por la garganta. La piedra-runa le tembló en la mano, y la luz danzó a retazos sobre el prisionero. Vio unos brazos y piernas demacrados, desfigurados por todas partes con las señales de incontables torturas. Un rostro que era como una calavera se volvió hacia ella, con negras cuencas vacías allí donde deberían haber estado los ojos… y entonces se oyó un crujido seco, y advirtió que lo que había creído que era un trapo blanco en realidad eran unas alas, alas blancas elevándose tras su espalda en dos medias lunas de un blanco inmaculado, lo único inmaculado en aquella habitación inmunda.
Clary lanzó una exclamación.
—Jace. ¿Ves…?
—Lo veo. —Jace, de pie junto a ella, habló en una voz que se resquebrajó igual que cristal roto.
—Dijiste que no había ángeles; que nadie había visto jamás uno…
Jace musitaba algo entre dientes, una retahíla de imprecaciones aterrorizadas. Avanzó tambaleante hacia la criatura que yacía acurrucada en el suelo… y retrocedió, como si hubiese rebotado contra una pared invisible. Al mirar al suelo, Clary vio que el ángel estaba postrado dentro de un pentagrama hecho de runas conectadas talladas profundamente en el suelo; resplandecían con una tenue luz fosforescente.
—Las runas —susurró—. No podemos pasar al otro…
—Pero debe de haber algo… —dijo Jace; su voz casi se le quebraba—, algo que podamos hacer.
El ángel alzó la cabeza. Clary contempló con una piedad terrible y aturdida que tenía ensortijados cabellos rubios como los de Jace, que brillaban débilmente bajo la luz. Unos aros colgaban pegados a los huecos del cráneo. Sus ojos eran hoyos, su rostro estaba acuchillado de cicatrices, como una hermosa pintura destruida por vándalos. Mientras ella le miraba atónita, la boca del ser se abrió y un sonido brotó de su garganta… no fueron palabras sino una desgarradora música dorada, una única nota cantaría, mantenida y mantenida y mantenida tan aguda y dulce que el sonido era como dolor…
Una avalancha de imágenes se alzó ante los ojos de Clary. Ella seguía aferrando la piedra-runa, pero su luz había desaparecido; ella había desaparecido, ya no estaba allí sino en otra parte, donde las imágenes del pasado fluían ante ella en un sueño: fragmentos, colores, sonidos.
Estaba en una bodega, vacía y limpia; había una única runa garabateada en el suelo de piedra. Había un hombre de pie junto a la runa; sostenía un libro abierto en una mano y una llameante antorcha blanca en la otra. Cuando alzó la cabeza, Clary vio que era Valentine: mucho más joven, sin arrugas en el rostro, apuesto, sus oscuros ojos transparentes y brillantes. Mientras salmodiaba, la runa se encendió con una llamarada, y cuando las llamas se retiraron, una figura encogida yacía entre las cenizas: un ángel, con las alas extendidas y ensangrentadas, como una ave derribada del cielo de un disparo…
La escena cambió. Valentine estaba junto a una ventana, y a su lado estaba una joven de brillantes cabellos rojos. Un familiar anillo de plata brillaba en la mano de Valentine cuando lo alargó para rodear a la mujer con los brazos. Con una punzada de dolor, Clary reconoció a su madre; pero ésta era joven, y sus facciones, tersas y vulnerables. Llevaba un camisón blanco y era evidente que estaba embarazada.
—Los Acuerdos no sólo fueron la peor idea que la Clave ha tenido jamás —decía Valentine con voz furiosa—, sino lo peor que les podía suceder a los nefilim. Que nos veamos ligados a los subterráneos, atados a esas criaturas…
—Valentine —le pidió Jocelyn con una sonrisa—, dejemos ya la política, por favor.
Alzó los brazos y los entrelazó alrededor del cuello de Valentine; su expresión estaba llena de amor… y también lo estaba la de él, aunque había algo más en ella, algo que a Clary le provocó un escalofrío en la espalda…
Valentine estaba arrodillado en el centro de un círculo de árboles. En lo alto brillaba una luna refulgente, iluminando el pentagrama negro que había sido garabateado en el suelo despejado del claro. Las copas de los árboles creaban una espesa red en lo alto; donde se extendían sobre el pentagrama, sus hojas se enroscaban y se volvían negras. En el centro de la estrella de cinco puntas estaba sentada una mujer de largos cabellos brillantes; su figura era delgada y exquisita, su rostro permanecía oculto en las sombras, los brazos desnudos y blancos. Tenía la mano derecha extendida al frente, y cuando abrió los dedos, Clary pudo ver que tenía una larga cuchillada en la palma, que un lento riachuelo de sangre goteaba al interior de una copa de plata que descansaba en el borde del pentagrama. La sangre parecía negra a la luz de la luna, o tal vez lo era.
—El niño nacido con esta sangre en su interior —dijo, y su voz era suave y deliciosa— excederá en poder a los Demonios Mayores de los abismos entre los mundos. Será más poderoso que Asmodei, más fuerte que los shedim de las tormentas. Si se le adiestra adecuadamente, no habrá nada que sea incapaz de hacer. Aunque te lo advierto —añadió—, consumirá su humanidad, igual que el veneno le consume la vida a la sangre.
—Mi agradecimiento, dama de Edom —dijo Valentine, y cuando alargó la mano para tomar la copa de sangre, la mujer alzó el rostro, y Clary vio que aunque era hermosa, sus ojos eran huecos agujeros negros de los que serpenteaban ondulantes tentáculos negros, como antenas que sondearan el aire. Clary sofocó un chillido.
La noche, el bosque, desaparecieron. Jocelyn estaba de pie de cara a alguien que Clary no podía ver. Ya no estaba embarazada, y la brillante melena caía desordenadamente alrededor de su rostro acongojado y desesperado.
—No puedo permanecer a tu lado, Ragnor —decía—. Ni un día más. Leí el libro. ¿Sabes qué le hizo a Jonathan? Pensaba que ni siquiera Valentine sería capaz de hacer eso. —Sus hombros se estremecieron—. Usó sangre de demonio… Jonathan ya no es un bebé. No es ni siquiera humano; es un monstruo…
Desapareció. Valentine paseaba nerviosamente alrededor del círculo de runas, con un cuchillo serafín brillando en la mano.
—¿Por qué no quieres hablar? —masculló—. ¿Por qué te niegas a darme lo que quiero? —Hincó el cuchillo, y el ángel se contorsionó mientras un líquido dorado brotaba de la herida como luz solar derramada—. Si no quieres darme respuestas —siseó Valentine—, puedes darme tu sangre. Me hará a mí y a los míos más bien del que te hará a ti.
Ahora estaban en la biblioteca de los Wayland. La luz del sol brillaba a través de las ventanas con cristales romboidales, inundando la habitación de azul y verde. Llegaban voces procedentes de otra habitación: los sonidos de risas y conversaciones, una fiesta en pleno auge. Jocelyn estaba arrodillada junto a la librería, mirando a un lado y a otro. Extrajo un grueso libro de su bolsillo y lo deslizó al interior del estante…
Y desapareció. La escena mostró un sótano, el mismo sótano en el que Clary sabía que se encontraban precisamente en aquel momento. El mismo pentagrama garabateado hería profundamente el suelo, y en el interior de la parte central de la estrella yacía un ángel. Valentine estaba de pie a un lado, de nuevo con un llameante cuchillo serafín en la mano. Parecía años más viejo ahora, ya no era un hombre joven.
—Ithuriel —dijo—. Somos ya viejos amigos, ¿no es cierto? Podría haberte dejado enterrado vivo en aquellas ruinas, pero no, te traje aquí conmigo. Todos estos años te he mantenido cerca de mí, esperando que un día me dijeses lo que quería…, necesitaba… saber. —Se acercó más, alargando el cuchillo, cuyo resplandor iluminó la barrera rúnica hasta darle una luz trémula—. Cuando te invoqué a mi lado, soñaba que me explicarías el porqué. Por qué Raziel nos creó, a su raza de cazadores de sombras, aunque sin embargo no nos dio los poderes que tienen los subterráneos: la velocidad de los lobos, la inmortalidad de los seres mágicos, la magia de los brujos, ni siquiera la resistencia física de los vampiros. Nos dejó desnudos ante las huestes del infierno salvo por estas líneas pintadas en nuestra piel. ¿Por qué deberían ser sus poderes mayores que los nuestros? ¿Por qué no podemos participar de lo que ellos tienen? ¿Cómo puede ser eso justo?
En el interior de la estrella prisión el ángel permaneció sentado en silencio como una estatua de mármol, sin moverse, con las alas plegadas. Los ojos no expresaban nada más allá de un terrible y silencioso pesar. Valentine esbozó una mueca.
—Muy bien. Mantén tu silencio. Tendré mi oportunidad. —Valentine alzó el arma—. Tengo la Copa Mortal, Ithuriel, y pronto tendré la Espada… pero sin el espejo no puedo iniciar la invocación. El Espejo es todo lo que necesito. Dime dónde está. Dime dónde está, Ithuriel, y te dejaré morir.
La escena se desmenuzó en fragmentos, y a medida que su visión se desvanecía, Clary captó vislumbres de imágenes que le resultaban familiares de sus propias pesadillas —ángeles con alas tanto blancas como negras, extensiones de agua que eran como espejos, oro y sangre— y Jace, alejándose de ella, siempre alejándose. Clary alargó la mano hacia él, y por primera vez la voz del ángel le habló a su mente con palabras que pudo comprender.
«Éstos son los primeros sueños que te he mostrado».
La imagen de una runa estalló tras sus ojos, como fuegos artificiales…, no era una runa que hubiese visto antes; era fuerte, simple y directa como un nudo apretado. Desapareció en un instante también, y al desvanecerse, el canto del ángel cesó. Clary volvía a estar de regreso en su propio cuerpo, tambaleándose en la mugrienta y apestosa habitación. El ángel permanecía callado, totalmente inmóvil, con las alas plegadas, como una efigie acongojada.
Clary soltó aire con un sollozo.
—Ithuriel.
Alargó la mano hacia el ángel, sabiendo que no podría cruzar las runas, con el corazón dolorido. Durante años el ángel había estado allí abajo, sentado en silencio y solo en la oscuridad, encadenado y muriéndose de hambre pero incapaz de morir…
Jace estaba junto a ella. Pudo ver por su rostro afligido que había visto todo lo que ella había visto. El muchacho bajó los ojos hacia el cuchillo serafín que tenía en la mano y luego volvió a mirar al ángel. Su rostro ciego estaba vuelto hacia ellos en silenciosa súplica.
Jace dio un paso al frente, y luego otro. Tenía los ojos fijos en el ángel, y fue como si existiera una silenciosa comunicación entre ellos, se dijo Clary, un lenguaje que ella no podía oír. Los ojos de Jace brillaban como discos de oro, llenos de luz reflejada.
—Ithuriel —musitó.
El cuchillo que sostenía llameó como una antorcha. El resplandor era cegador. El ángel alzó el rostro, como si la luz fuese visible a sus ojos ciegos. Alargó las manos, las cadenas que le sujetaban las muñecas tintinearon como música discordante.
Jace volvió la cabeza hacia ella.
—Clary —dijo—. Las runas.
Las runas. Por un momento le miró fijamente, desconcertada, pero sus ojos la instaron a seguir. Entregó a Jace la luz mágica, sacó la estela del muchacho que tenía en el bolsillo y se arrodilló junto a las runas garabateadas. Parecía como si las hubiesen tallado en la piedra con algo afilado.
Echó un vistazo a Jace. Su expresión la sobresaltó, el fulgor de sus ojos: estaban llenos de esperanza en ella, de seguridad en sus habilidades. Con la punta de la estela grabó varias líneas en el suelo, cambiando las runas de ligazón por runas de liberación, de encierro a apertura. Llamearon mientras las dibujaba, como si estuviese arrastrando la punta de una cerilla sobre azufre.
Una vez acabó, se puso en pie. Las runas titilaron ante ella. Súbitamente, Jace se movió para colocarse junto a ella. La piedra de luz mágica había desaparecido, la única iluminación provenía del cuchillo serafín al que él había dado el nombre del ángel, que llameaba en su mano. Lo alargó al frente, y en esta ocasión la mano pasó a través de la barrera de las runas como si no hubiese nada allí.
El ángel alargó las manos y tomó el arma en las suyas. Cerró los ojos ciegos, y Clary pensó por un momento que sonreía. Hizo girar el arma en las manos hasta que colocó la punta afilada justo debajo del esternón. Clary soltó una leve exclamación de sorpresa y se adelanto, pero Jace la agarró del brazo con mano férrea y tiró de ella hacia atrás… justo en el momento en que el ángel hundía el cuchillo.
La cabeza del ángel cayó hacia atrás y sus manos soltaron la empuñadura del cuchillo, que sobresalía justo del lugar donde debía de estar el corazón… Si es que los ángeles tenían corazón; Clary no lo sabía. Estallaron llamas de la herida, que se propagaron hacia fuera desde la hoja. El cuerpo del ángel titiló convertido en una llama blanca, las cadenas de la muñeca ardían escarlatas, como hierro dejado demasiado tiempo al fuego. Clary recordó pinturas medievales de santos consumidos por la llama del sagrado éxtasis… y las alas del ángel se abrieron de par en par y blancas antes de que, también ellas, prendieran y llamearan, en un entramado de reluciente fuego.
Clary no pudo seguir mirando. Se volvió y enterró la cabeza en el hombro de Jace. El brazo de éste la rodeó, sujetándola de un modo tenso y fuerte.
—Todo va bien —le dijo, hablándole entre el cabello—, todo va bien. —Pero el aire estaba lleno de humo y el suelo daba la impresión de balancearse bajo los pies de la muchacha.
Hasta que Jace no dio un traspié Clary no se dio cuenta de que no era efecto de la conmoción recibida: el suelo se movía. Soltó a Jace y se tambaleó; las piernas rechinaban entre sí bajo sus pies, y una fina lluvia de polvo se desprendía del techo. El ángel era una columna de humo; las runas a su alrededor brillaban con dolorosa intensidad. Clary las contempló con atención, descifrando su significado, y luego miró a Jace con ojos desorbitados.
—La casa… estaba ligada a Ithuriel. Si el ángel muere, la casa…
No terminó la frase. Él ya la había agarrado de la mano y corría en dirección a la escalera, tirando de ella tras de sí. La escalera misma se levantaba y combaba; Clary cayó, golpeándose la rodilla dolorosamente contra un escalón, pero la mano de Jace sobre su brazo no se aflojó. La muchacha siguió corriendo, ignorando el dolor de la pierna, con los pulmones llenos de asfixiante polvo.
Llegaron arriba y salieron disparados a la biblioteca. Detrás de ellos Clary pudo oír el quedo rugido cuando el resto de la escalera se desplomó. La situación arriba no era mucho mejor; la habitación se estremecía, los libros caían de sus estantes. Había una estatua tumbada allí donde se había desplomado, convertida en un montón de fragmentos irregulares. Jace soltó la mano de Clary, agarró una silla, y, antes de que ella pudiese preguntarle qué pensaba hacer, la estrelló contra la ventana emplomada.
La silla pasó a través de una cascada de vidrios rotos. Jace se volvió y le tendió una mano. Detrás de él, a través del marco irregular que quedaba, ella pudo ver una extensión de hierba empapada de luz de luna y una línea de copas de árboles a lo lejos. Parecían estar mucho más abajo. «No puedo saltar esa altura», pensó, y estaba a punto de decirle que no con la cabeza a Jace cuando vio que los ojos de éste se abrían de par en par y su boca formulaba una advertencia. Uno de los pesados bustos de mármol que flanqueaban las estanterías superiores se había desprendido y caía hacia ella; Clary lo esquivó echándose a un lado, y éste golpeó el suelo a centímetros de donde ella había estado, dejando una buena marca en el suelo.
Al cabo de un segundo los brazos de Jace la rodeaban y la alzaban ya del suelo. La joven se sintió demasiado sorprendida para forcejear cuando él la llevó hasta la ventana rota y la arrojó sin miramientos al exterior.
Golpeó una elevación cubierta de hierba justo debajo de la ventana y rodó por la fuerte pendiente, ganando velocidad hasta que fue a detenerse contra un altozano con fuerza suficiente como para quedarse sin aliento. Se sentó en el suelo, sacudiéndose hierba de los cabellos. Al cabo de un segundo Jace se detuvo a su lado; a diferencia de ella, rodó inmediatamente a una posición agazapada, mirando con atención colina arriba hacia la casa solariega.
Clary se volvió para mirar hacia donde él miraba, pero ya la había agarrado y la empujaba contra el suelo en el interior de la depresión entre las dos colinas. Más tarde encontraría oscuros moretones en la parte superior de los brazos, allí donde él la había sujetado; en aquellos momentos se limitó a lanzar una exclamación de sorpresa cuando la derribó y rodó sobre ella, protegiéndola con el cuerpo a la vez que se oía un enorme rugido. Sonó como si la tierra se desgajara, como un volcán en erupción. Un chorro de polvo blanco salió disparado hacia el cielo. Clary oyó un agudo tamborileo a su alrededor y durante un desconcertante momento pensó que había empezado a llover; entonces advirtió que eran cascotes y tierra y cristales rotos: los desechos de la destrozada casa cayendo a su alrededor como mortífero granizo.
Jace la apretó con más fuerza contra el suelo, con su cuerpo estirado sobre el de ella; los latidos de su corazón sonaban casi tan fuertes en los oídos de la muchacha como el sonido de las ruinas de la casa mientras caían.
El rugido del derrumbe se fue apagando poco a poco, como humo que se disipase en el aire. Fue reemplazado por un sonoro piar de pájaros sobresaltados; Clary pudo verlos por encima del hombro de Jace, describiendo círculos, llenos de curiosidad, recortados en el cielo oscuro.
—Jace —dijo en voz queda—, creo que he dejado caer tu estela en alguna parte.
Él se echó hacia atrás ligeramente, sosteniéndose sobre los codos, y bajó los ojos hacia ella. Incluso en la oscuridad pudo verse reflejada en sus ojos; el rostro de Jace estaba surcado de hollín y tierra, y el cuello de su camisa estaba roto.
—No pasa nada. Mientras no estés herida.
—Estoy perfectamente.
Sin pensar, alzó la mano y sus dedos acariciaron levemente sus cabellos. Sintió cómo él se tensaba y sus ojos se oscurecían.
—Tienes hierba en el pelo —dijo.
Clary sentía la boca seca; la adrenalina zumbaba por sus venas. Todo lo que acababa de suceder —el ángel, la casa haciéndose pedazos— parecía menos real de lo que veía en los ojos de Jace.
—No deberías tocarme —dijo él.
La mano de la muchacha se quedó paralizada donde estaba, la palma contra su mejilla.
—¿Por qué no?
—Sabes por qué —dijo él, y se movió para apartarse de ella, rodando sobre la espalda—. Has visto lo mismo que yo, ¿verdad? El pasado, el ángel. Nuestros padres.
Era la primera vez, se dijo ella, que él los había llamado así. «Nuestros padres». Giró sobre el costado, deseando alargar la mano para tocarlo pero sin estar segura de si debía hacerlo. Él miraba ciegamente arriba, al cielo.
—Sí.
—Sabes lo que soy. —Las palabras fueron musitadas en un susurro angustiado—. Soy en parte demonio, Clary. En parte demonio. Has comprendido eso al menos, ¿verdad? —Los ojos la perforaron como taladros—. Has visto lo que Valentine intentaba hacer. Usó sangre de demonio… la usó en mí antes siquiera que yo naciera. Soy en parte un monstruo. Formo parte de todo aquello que he intentando con tanto ahínco extinguir, destruir.
Clary apartó el recuerdo de la voz de Valentine diciendo: «Me abandonó porque convertí a su primer hijo en un monstruo».
—Pero los brujos son en parte demonios. Como Magnus. Y eso no los convierte en malvados…
—Pero no un Demonio Mayor. Has oído lo que la mujer demonio dijo.
«Consumirá su humanidad, igual que el veneno le consume la vida a la sangre». La voz de Clary tembló.
—No es cierto. No puede ser. No tiene sentido…
—Sí que lo tiene.
Había una desesperación furiosa en la expresión de Jace. Ella pudo ver el destello de la cadena de plata que rodeaba su garganta desnuda, iluminada en forma de llamarada blanca por la luz de las estrellas.
—Eso explica todo.
—¿Quieres decir que explica por qué eres un cazador de sombras tan asombroso? ¿Por qué eres leal e intrépido y honesto y todo lo que los demonios no son?
—Explica —dijo él, sin perder la calma— por qué siento lo que siento por ti.
—¿Qué quieres decir?
Él permaneció en silencio un largo rato, mirándola fijamente a través del diminuto espacio que los separaba. Pudo sentirlo, incluso a pesar de que no la tocaba, como si todavía estuviese tumbado son el cuerpo contra el suyo.
—Eres mi hermana —dijo por fin—. Mi hermana, mi sangre, mi familia. Debería querer protegerte… —Lanzó una carcajada muda—. Protegerte de la case de chicos que quieren hacer contigo exactamente lo que yo quiero hacer.
Clary se quedó sin aliento.
—Dijiste que querías ser sólo mi hermano a partir de ahora.
—Mentí —dijo él—. Los demonios mienten, Clary. Ya lo sabes, hay algunas clases de heridas que pueden recibir cuando eres un cazador de sombras… Heridas internas producto del veneno de demonio. Ni siquiera sabes qué es lo que te sucede, pero te desangras internamente poco a poco hasta morir. Eso es ser sólo tu hermano.
—Pero Aline…
—Tenía que intentarlo. Y lo hice. —La voz carecía de inflexión—. Pero Dios sabe que no quiero a nadie excepto a ti. Ni siquiera quiero querer a nadie que no seas tú. —Alargó la mano, arrastró los dedos ligeramente por sus cabellos, acariciando la mejilla con las yemas—. Ahora al menos conozco el motivo.
La voz de Clary había descendido hasta convertirse en un susurro.
—Yo tampoco quiero a nadie que no seas tú.
Vio cómo se le entrecortaba la respiración. Lentamente, Jace se irguió sobre los codos. La miraba ya desde más arriba, y su expresión había cambiado; nunca le había visto aquella cara; había una luz aletargada, casi mortífera, en sus ojos. Dejó que los dedos se arrastraran por su mejilla hasta los labios, trazando la forma de la boca con la punta de su dedo.
—Probablemente —dijo— deberías decirme que no hiciese esto.
Ella no dijo nada. No quería decirle que parara. Estaba cansada de decirle no a Jace… de no permitirse sentir lo que todo su corazón quería que sintiese. No le importaba el precio.
Él se inclinó hacia abajo, los labios contra su mejilla, rozándola ligeramente… y con aquel leve contacto le envió escalofríos a través de los nervios, escalofríos que hicieron que le temblara todo el cuerpo.
—Si quieres que pare, dímelo ahora —susurró él.
Ella siguió callada, y entonces le acarició con la boca el hueco de la sien.
—O ahora.
Trazó la línea de su pómulo.
—O ahora.
Tenía los labios posados en los de ella.
—O…
Pero ella ya había alzado las manos y tirado de él hacia sí, y el resto de las palabras se perdieron en su boca. La besó con delicadeza, con cuidado, pero no era delicadeza lo que ella quería, no en aquel momento, no después de todo aquel tiempo, y cerró los puños sobre su camisa, acercándolo más a ella. Él gruñó suavemente, apretándola contra él, y rodaron sobre la hierba, enredados, sin dejar de besarse. A Clary se le clavaban rocas en la espalda y le dolía el hombro allí donde se había golpeado al caer de la ventana, pero no le importaba. Todo lo que existía era Jace; todo lo que sentía, esperaba, respiraba, quería y veía era Jace. Nada más importaba.
A pesar del abrigo, podía sentir su calor ardiendo a través de sus ropas y las de ella. Les despojó de la cazadora, y luego le quitó también la camisa. Le exploró el cuerpo con los dedos mientras su boca exploraba la de ella: piel suave sobre músculo delgado, con cicatrices que eran como alambres finos. Tocó la cicatriz en forma de estrella de su hombro; era suave y plana, como si formara parte de la piel, no en relieve como las otras cicatrices. Supuso que aquellas marcas eran imperfecciones, pero a ella no le daban esa impresión; eran una historia tallada en su cuerpo: el mapa de una vida de guerra incesante.
Él intentó desabrocharle torpemente los botones del abrigo, le temblaban las manos. Ella no creía haber visto jamás temblar las manos de Jace.
—Yo lo haré —dijo, y acercó las manos al último botón; mientras se incorporaba, algo frío y metálico le golpeó la clavícula, y lanzó una exclamación ahogada de sorpresa.
—¿Qué es? —Jace se quedó paralizado—. ¿Te he hecho daño?
—No. Ha sido esto.
Tocó la cadena de plata que rodeaba el cuello del muchacho. En el extremo colgaba un pequeño aro plateado de metal. Había chocado contra ella al inclinarse al frente. Se lo quedó mirando fijamente.
Aquél anillo —el metal desgastado por el tiempo con su dibujo de estrellas—, conocía aquel anillo.
El anillo de los Morgenstern. Era el único anillo que había centelleado en la mano de Valentine en el sueño que el ángel les había mostrado. Le había pertenecido a él, y se lo había entregado a Jace como se había transmitido siempre, de padre a hijo.
—Lo siento —dijo Jace; le recorrió la línea de la mejilla con la yema del dedo, con una soñadora intensidad en la mirada—. Había olvidado que llevaba esta maldita cosa.
Un frío repentino inundó las venas de Clary.
—Jace —dijo en voz baja—. Jace, no.
—No ¿qué? ¿Que no lleve el anillo?
—No, no…, no me toques. Para durante un segundo.
El rostro del joven quedó totalmente inmóvil. Las preguntas habían ahuyentado la ensoñadora confusión de sus ojos, pero no dijo nada, se limitó a retirar la mano.
—Jace —volvió a decir ella—. ¿Por qué? ¿Por qué ahora?
Los labios de Jace se abrieron sorprendidos y ella pudo ver una línea oscura allí donde se había mordido el labio inferior, o a lo mejor había sido ella quien le había mordido.
—¿Por qué ahora qué?
—Dijiste que no había nada entre nosotros. Que si nosotros…, si nosotros nos permitíamos sentir lo que deseábamos sentir, estaríamos haciendo daño a todas las personas que nos importaban.
—Te lo dije. Mentía. —Sus ojos se dulcificaron—. ¿Crees que no quiero…?
—No —dijo ella—. No, no soy estúpida, sé que sí. Pero cuando has dicho que ahora finalmente comprendes por qué sientes de ese modo por mí, ¿qué querías decir?
No era que ella no lo supiese, se dijo, pero tenía que preguntarle, tenía que oírle decirlo.
Jace le agarró las muñecas y le alzó las manos hasta su rostro, entrelazando sus dedos con los de él.
—¿Recuerdas lo que te dije en casa de los Penhallow? —preguntó—. ¿Qué jamás piensas en lo que haces antes de hacerlo, y que es por eso que destrozas todo lo que tocas?
—No, lo había olvidado. Gracias por recordármelo.
Él apenas pareció advertir el sarcasmo en su voz.
—No estaba hablando sobre ti, Clary. Hablaba de mí. Así es como soy yo. —Volvió levemente la cabeza y los dedos de Clary resbalaron por su mejilla—. Al menos ahora sé por qué. Sé qué es lo que me sucede. Y quizá…, quizá por eso te necesito tanto. Porque si Valentine me convirtió en un monstruo, entonces supongo que a ti te convirtió en una especie de ángel. Y Lucifer amaba a Dios, ¿no es cierto? Eso dice Milton, al menos.
Clary inhaló profundamente.
—Yo no soy un ángel. Tú ni siquiera sabes para qué usó Valentine la sangre de Ithuriel; a lo mejor la quería para sí mismo…
—Dijo que la sangre era para «mí y los míos» —dijo Jace en voz baja—. Eso explica por qué tú puedes hacer lo que puedes hacer, Clary. La reina seelie dijo que ambos éramos experimentos. No sólo yo.
—No soy un ángel, Jace —repitió ella—. No devuelvo los libros a la biblioteca. Me bajo música de Internet. Le miento a mi madre. Soy totalmente corriente.
—Para mí no.
Bajó los ojos hacia ella y su rostro flotó contra un telón de fondo de estrellas. No había nada de su acostumbrada arrogancia en su expresión; jamás le había parecido tan indefenso, pero incluso aquella indefensión estaba mezclada con un odio a sí mismo que discurría tan profundo como una herida.
—Clary…
—Aparta de mí —dijo ella.
—¿Qué?
El denso de sus ojos se resquebrajó en un millar de pedazos como los fragmentos del Portal espejo de Renwick, y por un momento su expresión fue de desconcertada sorpresa. Ella apenas podía soportar mirarle y seguir negándose. No podía mirarle… Incluso aunque no hubiese estado enamorada de él, aquella parte de ella que era la hija de su madre, que amaba todas las cosas hermosas simplemente por su belleza, le habría querido de todos modos.
Y era precisamente por ser la hija de su madre que aquello era imposible.
—Ya me has oído —dijo—. Y deja en paz mis manos.
Las retiró violentamente, cerrándolas en crispados puños para impedir que temblaran.
Él no se movió. Sus labios se tensaron, y por un momento ella volvió a ver aquella luz de depredador en sus ojos, aunque ahora estaba mezclada con cólera.
—Supongo que no querrás decirme por qué…
—Crees que sólo me quieres porque eres malvado, no humano. Sólo buscas otro motivo para odiarte. No dejaré que me utilices para demostrar lo despreciable que eres.
—Yo nunca he dicho eso. Jamás he dicho que te estuviese utilizando.
—Estupendo —replicó ella—. Ahora dime que no eres un monstruo. Dime que no hay nada de malo en ti. Y dime que me querrías incluso si no tuvieses sangre de demonio.
«Porque no tengo sangre de demonio. Y sin embargo te quiero».
Las miradas de ambos se trabaron, la de él ciegamente enfurecida; por un momento ninguno respiró, y entonces él se apartó violentamente de ella, maldiciendo, y se puso en pie a toda prisa. Recogió su camisa de la hierba y se la pasó por la cabeza, con la mirada iracunda aún. Tiró de la prenda hacia abajo sobre los tejanos y le dio la espalda para buscar la cazadora.
Clary se puso en pie, tambaleándose un poco. El cortante aire hizo que se le pusiera en carne de gallina los brazos. Sentía las piernas como si estuviesen hechas de cera medio derretida. Abrochó los botones del abrigo con los dedos entumecidos, reprimiendo el impulso de echarse a llorar. Llorar no ayudaría a nadie en aquel momento.
El aire seguía lleno de polvo y cenizas en movimiento, la hierba a su alrededor estaba cubierta de escombros desperdigados: trozos de muebles destrozados, las hojas de libros volando lastimeramente en el viento, astillas de madera dorada, un pedazo de casi media escalera, misteriosamente intacta. Clary se volvió para mirar a Jace; éste pateaba trozos de desechos con salvaje satisfacción.
—Bueno —dijo—, la hemos fastidiado bien.
No era lo que ella habría esperado. Pestañeó.
—¿Qué?
—¿Recuerdas? Perdiste mi estela. Ahora no hay ninguna posibilidad de que dibujes un Portal. —Pronunció las palabras con amargo placer, como si la situación le satisficiera de algún modo extraño—. No tenemos otro modo de regresar. Vamos a tener que andar.
No habría sido una caminata placentera ni bajo circunstancias normales. Acostumbrada a las luces de la ciudad, Clary no podía creer lo oscuro que estaba Idris por la noche. Las espesas sombras negras que bordeaban la carretera a ambos lados parecían plagadas de elementos apenas visibles, e incluso con la luz mágica de Jace sólo podía ver a unos pocos metros por delante de ellos. Echaba de menos sonidos de la ciudad. Todo lo que podía oír en aquellos momentos era el continuo crujir de las botas de ambos sobre la grava y, de vez en cuando, su propio aliento resoplando sorprendido cuando tropezaba con una roca suelta.
Al cabo de unas pocas horas los pies le empezaron a doler y sintió la boca seca como un pergamino. El aire se había tornado muy frío, y marchaba encogida, tiritando, con las manos bien metidas en los bolsillos. Pero incluso todo aquello habría resultado soportable si al menos Jace le hubiese estado hablando. No le había dicho ni una palabra desde que habían abandonado la casa solariega salvo para darle indicaciones en tono brusco, diciéndole en qué dirección girar en una encrucijada del camino, u ordenándole que rodeara un bache. Incluso entonces dudaba de que a él le hubiese importado mucho que ella se hubiese caído en el bache, excepto porque los habría retrasado.
Finalmente, el cielo empezó a aclarar por el este. Clary, dando traspiés medio dormida, alzó la cabeza sorprendida.
—Es temprano para que amanezca.
Jace la contempló con desabrido desdén.
—Eso es Alacante. El sol no saldrá hasta dentro de tres horas al menos. Ésas son las luces de la ciudad.
Demasiado aliviada ante la idea de que ya estaban casi en casa para que le importase su actitud, Clary apresuró el paso. Doblaron un recodo y se encontraron andando por un amplio sendero de tierra abierto en la ladera de una colina. Serpenteaba siguiendo la curva de la ladera y desparecía tras un recodo a lo lejos. Aunque la ciudad todavía no era visible, el aire se había vuelto más luminoso, y un peculiar resplandor rojizo surcaba el cielo.
—Debemos de estar muy cerca —dijo Clary—. ¿Hay algún atajo colina abajo?
Jace tenía el ceño fruncido.
—Algo no va bien —dijo súbitamente.
Se adelantó, medio corriendo carretera adelante, las botas lanzando volutas de polvo que brillaban ocres bajo la extraña luz. Clary corrió para mantenerse a su altura, haciendo caso omiso de las protestas de los ampollados pies. Doblaron la siguiente curva y Jace se detuvo de golpe. Provocando que Clary chocara contra él. En otras circunstancias podría haber resultado cómico. Pero no en aquel momento.
La luz rojiza era más potente ahora, y proyectaba un resplandor escarlata hacia el cielo nocturno, iluminando la colina en la que se encontraban como si fuese de día. Columnas de humo ascendían en espiral desde el valle situado abajo como las plumas de un pavo real negro desplegándose. Por encima del negro vapor estaban las torres de los demonios de Alacante, sus estructuras cristalinas perforaban igual que flechas de fuego el aire humeante. Por entre el espeso humo, Clary consiguió vislumbrar el saltarín color escarlata de las llamas, desperdigadas por la ciudad como un puñado de refulgentes joyas sobre una tela oscura.
Parecía increíble, pero así era: estaban de pie en la ladera de una colina muy por encima de Alacante, y a sus pies la ciudad ardía.