8

UNO DE LOS VIVOS

Simon despertó y se encontró con que la luz del sol destellaba en un objeto que habían empujado a través de los barrotes de la ventana. Se puso en pie, con el cuerpo dolorido por el hambre, y vio que era un frasco de metal, aproximadamente del tamaño del termo de una fiambrera. Le habían atado un pedazo enrollado de papel al cuello. Lo arrancó, desenrolló el papel y leyó:

Simon: Esto es sangre de vaca, directamente del carnicero. Espero que sirva. Jace me lo contó todo, y quiero que sepas que creo que eres muy valiente. Aguanta ahí dentro y daremos con un modo de sacarte.

Muac, Isabelle.

Simon sonrió al ver el «muac» garabateado que recorría el final de la página. Era bueno saber que el exuberante cariño de Isabelle no se había visto afectado por las circunstancias actuales. Desenroscó la parte superior del frasco y engulló varios tragos antes de que una aguda sensación hormigueante entre los omóplatos le hiciesen volverse.

Raphael estaba tranquilamente de pie en el centro de la habitación. Tenía las manos cruzadas a la espalda, los menudos hombros rígidos. Llevaba una camisa blanca perfectamente planchada y una cazadora oscura. Una cadena de oro brillaba en su garganta.

Simon casi se atragantó con la sangre que estaba bebiendo. Tragó con dificultad, sin dejar de mirarle con asombro.

—Tú… tú no puedes estar aquí.

La sonrisa de Raphael se las compuso de algún modo para dar la impresión de que le asomaban los colmillos, incluso a pesar de que no era así.

—No te dejes llevar por el pánico, vampiro diurno.

—No me estoy dejando llevar por el pánico.

No era estrictamente cierto. Simon se sentía como si se hubiese tragado algo afilado. No había visto a Raphael desde la noche en que se había desenterrado a sí mismo con las manos, ensangrentado y magullado, fuera de la sepultura cavada a toda prisa en Queens. Todavía recordaba a Raphael arrojándole paquetes de sangre de animal, y el modo en que los había desgarrado con los dientes como si él mismo fuese un animal. No era algo que le gustase recordar. Le habría encantado no volver a ver al joven vampiro nunca más.

—El sol todavía sigue en el cielo. ¿Cómo es que estás aquí?

—No estoy aquí. —La voz de Raphael era suave como la mantequilla—. Soy una proyección. Mira. —Balanceó la mano, pasándola a través de la pared de piedra que tenía al lado—. Soy como humo. No puedo hacerte daño. Desde luego, tampoco tú puedes hacerme daño.

—No quiero hacerte daño. —Simon depositó el frasco sobre el camastro—. Lo que sí quiero saber es qué estás haciendo aquí.

—Abandonaste Nueva York muy repentinamente, vampiro diurno. Sabes que se supone que tienes que informar al vampiro jefe de tu zona cuando abandonas la ciudad, ¿verdad?

—¿Vampiro jefe? ¿Te refieres a ti? Pensaba que el vampiro jefe era otra persona…

—Camille no ha regresado aún junto a nosotros —dijo Raphael sin ninguna emoción aparente—. Yo estoy al frente en su lugar. Sabrías todo esto si te hubieses molestado en familiarizarte con las leyes de los de tu especie.

—Mi partida de Nueva York no fue exactamente planeada de antemano. Y no te ofendas, pero en realidad no pienso en vosotros como los de mi especie.

—Dios. —Raphael bajó los ojos, como ocultando su diversión—. Eres tozudo.

—¿Cómo puedes decir eso?

—Parece evidente, ¿no es así?

—Me refiero… —La garganta de Simon se bloqueó—. Ésa palabra. Tú puedes decirla, y yo no puedo…

«Dios».

Los ojos de Raphael se alzaron veloces hacia el techo; no parecía divertido.

—La edad —respondió—. Y la práctica. Y la fe, o su pérdida… son en cierto sentido la misma cosa. Aprenderás con el tiempo, pequeño polluelo.

—No me llames así.

—Pero es lo que eres. Eres Hijo de la Noche. ¿No es por eso por lo que Valentine te capturó y tomó tu sangre? ¿Debido a lo que eres?

—Pareces muy bien informado —dijo Simon—. Quizás deberías contármelo tú.

Los ojos de Raphael se entornaron.

—También oí un rumor sobre que bebiste la sangre de un cazador de sombras y que eso es lo que te dio tu don, tu capacidad para pasear bajo la luz del sol. ¿Es cierto?

A Simon se le erizaron los cabellos.

—Eso es ridículo. Si la sangre de un cazador de sombras pudiera proporcionar a los vampiros la capacidad de pasear bajo la luz del día, todo el mundo lo sabría a estas alturas. La sangre de nefilim estaría de lo más solicitada. Y jamás existiría paz entre vampiros y cazadores de sombras después de eso. Así que es bueno que no sea cierto.

Una tenue sonrisa curvó las comisuras de los labios de Raphael.

—Sí. Hablando de cosas difíciles de conseguir, ¿te das cuenta, verdad, vampiro diurno, de que eres una mercancía valiosa ahora? No hay un subterráneo en esta tierra que no quiera ponerte las manos encima.

—¿Te incluye eso a ti?

—Por supuesto.

—¿Y qué harías si me pusieses las manos encima?

Raphael se encogió de hombros.

—Quizá sea yo el único que piense que la capacidad para deambular a la luz del día podría no ser el don que otros vampiros creen. Somos Hijos de la Noche por un motivo. Es posible que te considere tan abominable como la humanidad me considera a mí.

—¿Ah, sí?

—Quizá. —La expresión de Raphael era neutral—. Creo que eres un peligro para todos nosotros. Un peligro para la raza de los vampiros, si quieres. Y no puedes permanecer en esta celda eternamente, vampiro diurno. Al final tendrás que salir y volver a enfrentarte al mundo. Enfrentarte a mí de nuevo. Pero te diré algo. Juro no hacerte daño y no intentar encontrarte si tú, por tu parte, juras ocultarte lejos una vez que Aldertree te libere. Si juras marchar tan lejos que nadie pueda encontrarte jamás y no volver a ponerte en contacto con nadie que conocieses en tu vida mortal. No puedo ofrecerte más que eso.

Pero Simon negaba ya con la cabeza.

—No puedo abandonar a mi familia. O a Clary.

Raphael emitió un ruidito irritado.

—Ellos ya no forman parte de lo que eres. Ahora eres un vampiro.

—Pero no quiero serlo —dijo Simon.

—Mírate, quejándote —replicó Raphael—. Jamás enfermarás, jamás morirás, y serás fuerte y joven eternamente. Nunca envejecerás. ¿De qué te quejas?

«Eternamente joven», pensó Simon. Sonaba bien, pero ¿quería alguien realmente tener dieciséis años eternamente? Una cosa habría sido quedar congelado para siempre en los veintiuno, pero ¿dieciséis? ¿Ser siempre tan desgarbado, no convertirse realmente en lo que tenía que ser, ni en el rostro ni en el cuerpo? Por no mencionar que, con aquel aspecto, jamás podría entrar en un bar y pedir una bebida alcohólica. Jamás. En toda la eternidad.

—Y ni siquiera tienes que renunciar al sol —añadió Raphael.

Simon no deseaba volver sobre aquello.

—Oí a los otros hablando sobre ti en el Dumort —dijo—. Sé que te pones una cruz cada domingo y vas a ver a tu familia. Apuesto a que ellos ni siquiera saben que eres un vampiro. Así que no me pidas que deje atrás a toda la gente de mi vida. No lo haré, y no mentiré prometiéndote lo contrario.

Los ojos de Raphael centellearon.

—Lo que mi familia crea no importa. Es lo que yo creo. Lo que yo sé. Un auténtico vampiro sabe que está muerto. Acepta su muerte. Pero tú crees que todavía eres uno de los vivos. Es eso lo que te vuelve peligroso. No eres capaz de reconocer que no estás vivo.

El sol se ponía cuando Clary cerró la puerta de casa de Amatis tras ella y corrió los cerrojos. Se recostó en la puerta durante un largo rato en la entrada en sombras, con los ojos entrecerrados. El agotamiento embargaba cada una de sus extremidades, y las piernas le dolían terriblemente.

—¿Clary? —La voz insistente de Amatis hendió el silencio—. ¿Eres tú?

Clary permaneció donde estaba, a la deriva en la tranquilizante oscuridad tras sus ojos cerrados. Deseaba terriblemente estar en casa, casi podía paladear el aire metálico de las calles de Brooklyn. Podía ver a su madre sentada en su silla junto a la ventana, con la luz polvorienta de un amarillo pálido penetrando por las ventanas abiertas del apartamento, iluminando la tela mientras pintaba. La añoranza del hogar se retorció en sus entrañas como una punzada de dolor.

—Clary.

La voz le llegó desde mucho más cerca esta vez. Los ojos de Clary se abrieron de golpe. Amatis estaba frente a ella, los cabellos canosos recogidos atrás austeramente, los brazos en jarra.

—Tu hermano ha venido a verte. Te espera en la cocina.

—¿Jace está aquí?

Clary luchó por mantener la cólera y la estupefacción fuera del rostro. No serviría de nada mostrar lo enojada que estaba delante de la hermana de Luke.

Amatis la contemplaba con curiosidad.

—¿No debería haberle dejado entrar? Pensé que querrías verle.

—No te preocupes, está bien —dijo Clary, manteniendo el tono ecuánime con cierta dificultad—. Es sólo que estoy cansada.

—Ya. —Amatis dio la impresión de que no la creía—. Bueno, estaré arriba si me necesitas. Debería dormir un poco.

A Clary no se le ocurría para qué podría necesitar a Amatis, pero asintió y renqueó pasillo adelante hasta entrar en la cocina, que estaba inundada de brillante luz. Había un cuenco de fruta sobre la mesa —naranjas, manzanas y peras—, una hogaza de grueso pan junto con mantequilla y queso y una bandeja al lado con lo que parecían… ¿galletitas? ¿Había hecho galletas Amatis?

Jace estaba sentado ante la mesa, inclinado al frente sobre los codos, los cabellos dorados repeinados, la camisa ligeramente abierta en el cuello. Pudo ver los tupidos ribetes de Marcas negras que le recorrían la clavícula. Sostenía una galleta en la mano vendada. Así que Sebastian tenía razón; se había hecho daño. No es que a ella le importara.

—Bueno —dijo él—, estás de vuelta. Empezaba a pensar que te habías caído a un canal.

Clary se limitó a mirarle fijamente, muda. Se preguntó si él podía leer la cólera en sus ojos. Jace se recostó en la silla, echando un brazo informalmente sobre el respaldo. De no haber sido por el veloz latido de la base de la garganta, ella casi podría haberse creído su aire de indiferencia.

—Pareces agotada —añadió él—. ¿Dónde has estado todo el día?

—Estuve por ahí con Sebastian.

—¿Sebastian? —Su expresión de total estupefacción fue momentáneamente gratificante.

—Me acompañó a casa anoche —dijo Clary, y en su mente las palabras «A partir de ahora seré sólo tu hermano, solo tu hermano» redoblaron como el ritmo de un corazón dañado—. Por ahora, es la única persona en esta ciudad que ha sido remotamente amable conmigo. De modo que sí, salí con Sebastian.

—Ya veo. —Jace depositó la galleta de nuevo en la bandeja, con el rostro inexpresivo—. Clary, he venido a disculparme. No debería haberte hablado del modo en que lo hice.

—No —dijo ella—; no deberías haberlo hecho.

—También he venido a preguntarte si reconsiderarías regresar a Nueva York.

—Cielos —replicó Clary—. Otra vez…

—No es seguro para ti permanecer aquí.

—¿Qué te preocupa? —preguntó ella en voz apagada—. ¿Qué me encarcelen como han hecho con Simon?

La expresión de Jace no cambió, pero se balanceó hacia atrás en la silla, las patas delanteras alzándose del suelo, casi como si hubiese sido empujado.

—¿Simon…?

—Sebastian me ha contando lo que le sucedió —prosiguió ella en el mismo tono de voz sin inflexión—. Lo que hiciste. Cómo lo trajiste aquí y permitiste que lo metieran en prisión. ¿Estás intentando conseguir que te odie?

—¿Y tú confías en Sebastian? —preguntó Jace—. Apenas lo conoces, Clary.

Ella le miró fijamente.

—¿No es verdad?

Él le devolvió la mirada, pero su rostro se había quedado inmóvil, como el de Sebastian cuando ella lo había apartado.

—Sí.

Clary agarró un plato de la mesa y se lo arrojó. Él lo esquivó, haciendo que la silla girara sobre sí misma, y el plato golpeó la pared por encima del fregadero y se hizo añicos en un estallido de porcelana rota. Jace saltó de la silla cuando ella cogió otro plato y se lo arrojó, sin la menor puntería: éste rebotó en la nevera y golpeó el suelo a los pies de Jace, donde se partió en dos pedazos iguales.

—¿Cómo pudiste? Simon confiaba en ti. ¿Dónde está ahora? ¿Qué le están haciendo?

—Nada —respondió Jace—. Está bien. Le vi anoche…

—¿Antes o después de que yo te viera? ¿Antes o después de que fingieras que todo estaba bien y que tú estabas perfectamente?

—¿Te fuiste pensando que yo estaba perfectamente? —Jace se atragantó con algo que era casi una carcajada—. Debo de ser mejor actor de lo que pensaba.

Una sonrisa retorcida apareció en su cara. Fue como una cerilla para la yesca que era la cólera de Clary. ¿Cómo se atrevía él a reírse de ella en aquellos momentos? Pensó en agarrar el cuenco de fruta, pero de improviso no le pareció suficiente. Pateó la silla con fuerza del paso y se arrojó sobre él, sabiendo que sería lo último que él esperaría que hiciese.

La fuerza del repentino ataque le cogió desprevenido. Se estrelló contra Jace y éste se tambaleó hacia atrás, yendo a parar violentamente contra el borde de la encimera. Ella casi cayó sobre él, le oyó lanzar un grito ahogado y echó el brazo atrás ciegamente, sin siquiera saber qué tenía intención de hacer…

Había olvidado lo rápido que era él. Su puño no le alcanzó el rostro, sino que se estrelló contra su mano alzada; Jace cerró los dedos alrededor de los de ella, obligándola a bajar el brazo de nuevo al costado. Clary reparó de improviso en lo cerca que estaban el uno del otro; ella estaba apoyada contra él, presionándole hacia atrás contra la encimera con el ligero peso de su cuerpo.

—Suéltame la mano.

—¿Vas a pegarme si te suelto? —Su voz era áspera y queda, y sus ojos llameaban.

—¿No crees que te lo mereces?

Percibió como el pecho de Jace ascendía y descendía pegado al suyo mientras él reía sin ganas.

—¿Crees que planee todo esto? ¿Realmente crees que lo haría?

—Bueno, a ti no te gusta Simon, ¿verdad? Quizá nunca te ha gustado.

Jace emitió un sonido discordante e incrédulo y le soltó la mano. Cuando Clary retrocedió, extendió el brazo derecho con la palma hacia arriba. Ella tardó un momento en comprender lo que le estaba mostrando: la irregular cicatriz a lo largo de la muñeca.

—Aquí —dijo con voz tirante como un alambre—. Es donde me corté la muñeca para dejar que tu amigo vampiro bebiera mi sangre. Casi me mató. ¿Y ahora todavía crees que simplemente le abandoné sin más?

Ella miró fijamente la cicatriz de la muñeca de Jace…, una de las muchas que tenía en todo el cuerpo, cicatrices de todas formas y tamaños.

—Sebastian me contó que trajiste a Simon aquí, y luego Alec lo condujo al Gard. Dejó que la Clave se hiciera con él. Debías haber sabido…

—Lo traje aquí por accidente. Le pedí que viniera al Instituto para poder hablar con él. Sobre ti, en realidad. Pensaba que tal vez él podría convencerte de abandonar la idea de venir a Idris. Si te sirve de consuelo, él no quiso ni considerarlo. Mientras estaba allí nos atacaron los repudiados. Tuve que arrastrarlo a través del Portal conmigo. Era eso o dejarlo allí para que muriera.

—Pero ¿por qué llevarle a la Clave? Tenías que haber sabido…

—Le enviamos allí porque el único Portal de Idris está en el Gard. Nos dijeron que iban a enviarlo de vuelta a Nueva York.

—¿Y les creíste? ¿Después de lo sucedido con la Inquisidora?

—Clary, la Inquisidora fue una anomalía. Ésa quizá fue tu primera experiencia con la Clave, pero no en mi caso, la Clave somos nosotros. Los nefilim. Ellos acatan la Ley.

—Excepto que no lo hicieron.

—No —dijo Jace—. No lo hicieron. —Sonó muy cansado—. Y lo peor de todo —añadió— es recordar a Valentine despotricando contra la Clave, sobre lo corrupta que es y cómo necesita que la purifiquen. Y por el Ángel si no estoy de acuerdo con él.

Clary permaneció en silencio, en primer lugar porque no se le ocurría nada que decir, y luego con alarma cuando Jace alargó las manos —casi como sin pensar en lo que hacía— y la atrajo hacia él. Ante su sorpresa, ella le dejó. A través de la tela blanca de la camisa pudo ver los contornos de sus Marcas, negras y enroscadas, acariciándole la piel como lengüetazos de fuego. Deseó recostar la cabeza contra él, deseó sentir sus brazos alrededor del cuerpo del modo en que había deseado aire cuando se estaba ahogando en el lago Lyn.

—Puede que Valentine tenga razón sobre la necesidad de arreglar las cosas —dijo Clary por fin—. Pero no sobre el modo en que se deberían arreglar. Lo ves, ¿verdad?

Él entrecerró los ojos. Había media luna de sombra gris bajo ellos, advirtió Clary, los restos de noches en blanco.

—No estoy tan seguro. Tienes motivos para estar enojada, Clary. No debería haber confiado en la Clave. Quería con tanto ahínco pensar que la Inquisidora fue una anomalía, que actuaba sin su autoridad, que todavía existía alguna parte de ser cazador de sombras en la que podía confiar.

—Jace —susurró ella.

Él abrió los ojos y los bajó hacia ella. Estaban muy cerca el uno del otro; advirtió que estaban tan pegados que incluso sus rodillas se tocaban, y podía sentir los latidos del corazón del muchacho. «Apártate de él», se dijo, pero las piernas no quisieron obedecer.

—¿Qué? —dijo él, con la voz muy queda.

—Quiero ver a Simon —respondió ella—. ¿Puedes llevarme a verle?

Con la misma brusquedad con que la había abrazado, la soltó.

—No; ni siquiera tendrías que estar en Idris. No puedes entrar así como así en el Gard.

—Pero pensará que todo el mundo le ha abandonado. Pensará…

—Fui a verle —dijo Jace—. Iba a sacarlo. Iba a arrancar los barrotes de la ventana con las manos. —Lo dijo con toda naturalidad—. Pero no me dejó.

—¿No te dejó? ¿Quería quedarse en la prisión?

—Dijo que el Inquisidor andaba tras mi familia, tras de mí. Aldertree quiere cargarnos con la culpa de lo sucedido en Nueva York. No puede coger a uno de nosotros y sacarnos la confesión con torturas, la Clave no se lo permitiría, pero está intentando conseguir que Simon le cuente una historia en la que todos estemos conchabados con Valentine. Simon dijo que si lo sacaba de allí, entonces el Inquisidor sabría que yo lo había hecho, y sería aún peor para los Lightwood.

—Eso es muy noble por su parte, pero ¿cuál es su plan a largo plazo? ¿Permanecer en prisión para siempre?

—No lo hemos resuelto exactamente —repuso Jace, encogiéndose de hombros.

Clary soltó una exasperada bocanada de aire.

—Chicos… —dijo—. De acuerdo, mira. Todo lo que necesitáis es una coartada. Nos aseguraremos de que estás en un lugar donde todo el mundo te pueda ver, y que los Lightwood estén allí también, y entonces haremos que Magnus saque a Simon de la prisión y lo lleve de vuelta a Nueva York.

—Odio decirte esto, Clary, pero no hay modo de que Magnus haga eso. No importa lo atraído que se sienta por Alec, no va a enfrentarse a la Clave como un favor hacia nosotros.

—Lo haría —dijo ella— por el Libro de lo Blanco.

Jace pestañeó.

—¿Qué?

Rápidamente, Clary le habló sobre la muerte de Ragnor Fell, sobre cómo Magnus había aparecido en lugar de él, y sobre el libro de hechizos. Jace la escuchó con anonadada atención hasta que acabó.

—¿Demonios? —inquirió—. ¿Magnus te ha dicho que a Fell lo han asesinado demonios?

Clary rememoró la entrevista.

—No… dijo que el lugar apestaba a algo demoníaco en origen. Y que a Fell lo mataron «sirvientes de Valentine». Eso fue todo lo que me dijo.

—Existen magias arcanas que dejan un aura que apesta igual que los demonios —indicó Jace—. Si Magnus no se mostró preciso, probablemente sea porque no le complace en absoluto que haya algún brujo por ahí practicando magia arcana, violando la Ley. Pero no sería la primera vez que Valentine consigue que uno de los hijos de Lilith obedezca sus repugnantes órdenes. ¿Recuerdas al chaval brujo que mató en Nueva York?

—Valentine usó su sangre para el Ritual. Lo recuerdo. —Clary se estremeció—. Jace, ¿quiere Valentine el libro por el mismo motivo que lo quiero yo? ¿Para despertar a mi madre?

—Podría ser. Aunque si es cierto lo que Magnus dice, Valentine podría quererlo simplemente por el poder que conseguiría de él. En cualquier caso, sería mejor que lo encontráramos antes de que lo haga él.

—¿Crees que existe alguna posibilidad de que esté en la casa solariega de los Wayland?

—Sé que está allí —respondió él, ante su sorpresa—. Ése libro de cocina, Recetas para amas de casa o como se llame… Lo he visto. En la biblioteca de la casa. Era el único libro de cocina que había allí.

Clary tuvo una sensación de mareo. Casi no se había permitido creer que podría ser cierto.

—Jace… si me llevas allí y conseguimos el libro, regresaré a casa con Simon. Hazlo por mí y volveré a Nueva York, y no regresaré, lo juro.

—Magnus tenía razón; en la casa hay salvaguardas que te llevan en la dirección equivocada —dijo despacio—. Te llevaré, pero no está cerca. Andando puede llevarnos cinco horas.

Clary alargó la mano y le sacó la estela de la trabilla del cinturón. La sostuvo en alto entre ellos, donde resplandeció con una tenue luz blanca no muy distinta de la luz de las torres de cristal.

—¿Quién dijo nada sobre andar?

—Recibes unos visitantes muy curiosos, vampiro diurno —dijo Samuel—. Primero Jonathan Morgenstern, y ahora el vampiro jefe de Nueva York. Estoy impresionado.

«¿Jonathan Morgenstern?». Simon necesitó un instante para comprender que se trataba, por supuesto, de Jace. Estaba sentado en el centro de la habitación, dando vueltas ociosamente, una y otra vez, al frasco vacío que tenía en las manos.

—Imagino que soy más importante de lo que creía.

—E Isabelle Lightwood trayéndote sangre —repuso Samuel—. Eso es un servicio de reparto a domicilio de primera.

Simon alzó la cabeza.

—¿Cómo sabes que Isabelle la trajo? Yo no dije nada…

—La vi por la ventana. Es idéntica a su madre —dijo Samuel—, al menos, a como era su madre hace años. —Hubo una pausa incómoda—. Ya sabes que la sangre es sólo un recurso provisional —añadió—. Muy pronto el Inquisidor empezará a preguntarse si ya estás muerto de hambre. Si te encuentran perfectamente sano, se imaginará que sucede algo y te matará de todos modos.

Simon miró al techo. Las runas talladas en la piedra se solapaban unas a otras como arena compuesta por guijarros en una playa.

—Tendré que confiar en Jace cuando dice que encontrarán un modo de sacarme de aquí —contestó, y como Samuel no dijo nada en respuesta, agregó—: Le pediré que te saque también a ti, lo prometo. No te dejaré aquí abajo.

Samuel emitió un sonido estrangulado, como una carcajada que no consiguió salir del todo de la garganta.

—Bueno, no creo que Jace Morgenstern vaya a querer rescatarme —dijo—. Además, morirte de hambre aquí abajo es el menor de tus problemas, vampiro diurno. Muy pronto Valentine atacará la ciudad, y entonces es probable que acabemos todos muertos.

Simon pestañeó.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Durante un tiempo estuve muy unido a él. Conocía sus planes. Sus objetivos. Tiene intención de destruir las salvaguardas de Alacante y atacar a la Clave desde el corazón mismo de su poder.

—Pero yo pensaba que ningún demonio podía pasar a través de las salvaguardas. Pensaba que eran impenetrables.

—Eso se dice. Hace falta sangre de demonio para desactivas las salvaguardas, ¿sabes?, y sólo se puede hacer desde dentro de Alacante. Pero como ningún demonio puede cruzar las salvaguardas… bueno, es una paradoja perfecta, o debería serlo. Pero Valentine afirmaba que había encontrado un modo de sortear eso, un modo de abrirse paso al interior. Y yo le creo. Encontrará un modo de derribar las salvaguardas, entrará en la ciudad con su ejército de demonios y nos matará a todos.

La categórica certeza en la voz de Samuel provocó en Simon un escalofrío en la espalda.

—Es terrible lo resignado que pareces. ¿No deberías hacer algo? ¿Advertir a la Clave?

—Les advertí. Cuando me interrogaron. Les conté que Valentine pensaba destruir las salvaguardas, pero no me hicieron caso. La Clave cree que las salvaguardas resistirán eternamente porque han resistido durante mil años. Pero lo mismo pasó con Roma, hasta que llegaron los bárbaros. Todo cae algún día. —Rio: era un sonido amargo y enojado—. Considéralo una carrera para ver quién te mata primero, vampiro diurno: Valentine, los subterráneos o la Clave.

En algún punto del camino la mano de Clary fue arrancada de la de Jace. Cuando el huracán la escupió fuera y golpeó contra el suelo, lo golpeó sola, con fuerza, y rodó jadeando hasta detenerse.

Se sentó en el suelo despacio y miró a su alrededor. Estaba en el centro de una alfombra persa extendida sobre el suelo de una enorme habitación de paredes de piedra. Había muebles cubiertos de sábanas blancas que lo convertían en fantasmas jorobados y abultados. Cortinas de terciopelo se combaban sobre ventanales enormes; el terciopelo de un tono gris blanquecino debido al polvo, y las motas de polvo danzaban a la luz de la luna.

—¿Clary? —Jace emergió de detrás de una inmensa forma cubierta con una sábana blanca; podría haber sido un piano de cola—. ¿Estás bien?

—Perfectamente. —La muchacha se incorporó, haciendo una pequeña mueca. Le dolía el codo—. Aparte de que Amatis probablemente me matará cuando regrese. Si tenemos en cuenta que acabé con todos sus platos y abrí un Portal en su cocina.

Él le alargó la mano.

—Por si sirve de algo —dijo, ayudándola a ponerse en pie—, me has impresionado.

—Gracias. —Clary miró en derredor—. ¿Así que aquí es donde creciste? Parece sacado de un cuento.

—Yo pensaba en una película de terror —dijo Jace—. Cielos, han pasado años desde que vi este lugar por última vez. No acostumbraba a estar tan…

—¿Tan frío?

Clary tiritó un poco. Se abotonó el abrigo, pero el frío de la casa, era tan solo un frío físico: el lugar producía una sensación de frío como si nunca hubiese habido calidez ni luz ni risas en su interior.

—No —respondió Jace—; siempre fue frío. Iba a decir polvoriento.

Sacó una piedra de luz mágica del bolsillo y ésta se encendió entre sus dedos. El resplandor blanco resaltó las sombras bajo sus pómulos, los huecos en las sienes.

—Esto es el estudio, y nosotros necesitamos encontrar la biblioteca. Vamos.

La condujo fuera de la habitación por un largo pasillo cubierto de espejos que les devolvieron su reflejo. Clary no había advertido lo desaliñada que estaba: el abrigo repleto de polvo, el cabello enmarañado por el viento. Intentó alisárselo discretamente y captó la sonrisa burlona de Jace en el siguiente espejo. Por algún motivo, debido sin duda a una misteriosa magia de cazador de sombras que ella no tenía la menos esperanza de llegar a comprender, el pelo del joven permanecía perfecto.

El pasillo estaba bordeado de puertas, algunas de las cuales estaban abiertas; a través de ellas Clary pudo vislumbrar otras habitaciones, de aspecto tan polvoriento y sin usar como el del estudio. Michael Wayland no había tenido parientes, según Valentine, así que supuso que nadie había heredado el lugar tras su «muerte»; había dado por supuesto que Valentine había seguido viviendo allí, pero parecía evidente que no era así. Todo respiraba pesar y desuso. En Renwick, Valentine había llamado «hogar» a este lugar, se lo había mostrado a Jace en el espejo Portal, un recuerdo con marco dorado de campos verdes y piedras acogedoras; pero eso, se dijo Clary, también había sido una mentira. Estaba claro que Valentine no había vivido realmente allí en años… quizás simplemente lo había dejado allí para que se pudriera, o había acudido sólo muy de vez en cuando, para recorrer los débilmente iluminados pasillos como un fantasma.

Llegaron a una puerta en el extremo del pasillo y Jace la abrió con un empujón del hombro; luego dejó pasar primero a Clary al interior de la habitación. Ella se había estado imaginando la biblioteca del Instituto, y esa habitación no era muy diferente: las mismas paredes repletas con una hilera tras otra de libros, las mismas escalas montadas sobre ruedecitas para poder alcanzar los estantes elevados. El techo era plano y con vigas, aunque no cónico, y no había escritorio. Cortinas de terciopelo verde con los pliegues espolvoreados de polvo blanco colgaban sobre ventanas que alternaban vidrios de cristal verde y azul. A la luz de la luna centelleaban como escarcha de colores. Al otro lado del cristal todo estaba negro.

—¿Esto es la biblioteca? —preguntó a Jace en un susurro, aunque no estaba seguro de por qué susurraba.

Aquélla enorme casa vacía transmitía una sensación de profunda quietud.

Él miraba más allá de ella, con los ojos oscurecidos por los recuerdos.

—Acostumbraba a sentarme en ese asiento empotrado bajo la ventana y leía lo que mi padre me hubiera asignado ese día. Idiomas diferentes en días diferentes… francés el sábado, inglés el domingo… aunque no consigo recordar ahora qué día era el del latín, si el lunes o el martes…

Clary tuvo una repentina imagen fugaz de Jace de niño, con un libro en equilibrio sobre las rodillas mientras permanecía sentado en el alféizar de la ventana, mirando al exterior a… ¿A qué? ¿Quizá había jardines? ¿Vistas? ¿Un alto muro de espinos como el muro que rodeaba el castillo de la Bella Durmiente? Le vio mientras leía; la luz que penetraba por la ventana proyectaba cuadrados de azul y verde sobre sus cabellos rubios y el menudo rostro se mostraba más serio de lo que debería estar el rostro de cualquier niño de diez años.

—No puedo recordarlo —volvió a decir él, clavando la vista en la oscuridad.

—No importa, Jace —le dijo ella, tocándole el hombro.

—Supongo que no.

Se sacudió, como si despertara de un sueño, y cruzó la habitación, con la luz mágica iluminándole el camino. Se arrodilló para inspeccionar una hilera de libros y se enderezó con uno de ellos en la mano.

Recetas sencillas para amas de casa —dijo—. Aquí está.

Ella cruzó a toda prisa la habitación y lo tomó de sus manos. Era un libro de aspecto corriente con una tapa azul, polvoriento, como todo en la casa. Cuando lo abrió, el polvo se levantó en masa desde las páginas igual que una congregación de polillas.

Habían cortado un agujero grande y cuadrado en el centro del libro y, encajado en el agujero igual que una gema en un engaste, había un volumen más pequeño, del tamaño aproximado de un libro de bolsillo, encuadernado en cuero blanco con el título en latín impreso en letras doradas. Clary reconoció las palabras que significaban «blanco» y «libro», pero cuando lo alzó fuera de allí y lo abrió, descubrió con sorpresa que las páginas estaban cubiertas de una escritura tenue de trazos largos y delgados en un idioma que no consiguió comprender.

—Griego —dijo Jace, mirando por encima de su hombro—. De la variedad antigua.

—¿Puedes leerlo?

—No con facilidad —admitió él—. Han pasado años. Pero Magnus podrá, imagino.

Cerró el libro y lo deslizó dentro del bolsillo del abrigo verde de la joven antes de volverse de nuevo hacia los estantes y rozar apenas con los dedos las hileras de libros, mientras las yemas reseguían los lomos.

—¿Hay alguno que quieras llevarte? —preguntó ella con delicadeza—. Si quieres…

Jace rio y dejó caer la mano.

—Sólo se me permitía leer lo que se me asignaba —dijo—. Algunos de los estantes contenían libros que ni siquiera se me permitía tocar. —Señaló una hilera de libros, más arriba, encuadernados en idéntico cuero marrón—. Leí uno de ellos en una ocasión, cuando tenía unos seis años, simplemente para ver a qué venía tanto alboroto. Resultó ser un diario que mantenía mi padre. Sobre mí. Notas sobre «Mi hijo, Jonathan Christopher». Me azotó con su cinturón cuando descubrió que lo había leído. En realidad, fue la primera vez que supe que tenía un segundo nombre.

Una repentina punzada de odio hacia su padre recorrió a Clary.

—Bueno, Valentine no está aquí ahora.

—Clary… —Empezó a decir Jace, con una nota de advertencia en la voz: pero ella ya había alargado el brazo arriba y sacado de un violento tirón uno de los libros del estante prohibido, arrojándolo al suelo. Chocó contra él con un satisfactorio golpe sordo.

—¡Clary!

—¡Ah, vamos!

Volvió a hacerlo, derribando otro libro, y luego otro. Volutas de polvo se alzaban de las páginas a medida que chocaban contra el suelo.

—Ahora tú.

Jace la contempló durante un instante, y luego una media sonrisa asomó burlona en la comisura de su boca. Alzó el brazo, lo pasó por el estante y arrojó al suelo el resto de libros con un fuerte estrépito. Rio… y luego se interrumpió, alzando la cabeza, como un gato que irguiera las orejas ante un sonido distante.

—¿Oyes eso?

«Oír, ¿qué?», estuvo a punto de preguntar Clary, pero se contuvo. Sí que había un sonido, que aumentaba en intensidad: un runruneo y un chirrido agudos, como el sonido de una maquinaria poniéndose en marcha. El sonido parecía provenir del interior de la pared. Dio un involuntario paso atrás justo en el momento en que las piedras que tenían delante se deslizaban hacia atrás con un chillido quejoso y herrumbroso. Una abertura apareció tras las piedras: una especie de entrada, toscamente abierta en la pared.

Más allá de la entrada había una escalera que descendía a la oscuridad.