DONDE LOS ÁNGELES NO SE AVENTURAN
Saliendo de un sueño de sangre y luz solar, Simon despertó de improviso con el sonido de una voz que pronunciaba su nombre.
—Simon. —La voz era un susurro sibilante—. Simon, levanta.
Simon ya estaba en pie —en ocasiones, la rapidez con la que podía moverse ahora le sorprendía incluso a él— y se había dado la vuelta en la oscuridad de la celda.
—¿Samuel? —susurró, clavando la mirada en las sombras—. Samuel, ¿eres tú?
—Date la vuelta, Simon. —Ahora la voz, levemente familiar, tenía un dejo de irritabilidad—. Y acércate a la ventana.
Simon supo inmediatamente de quién se trataba y miró a través de los barrotes de la ventana para encontrar a Jace arrodillado en la hierba del exterior, con una piedra de luz mágica en la mano. Miraba a Simon con una expresión crispada.
—¿Es que pensabas que tenías una pesadilla?
—Quizás aún la tengo.
Simon notó un zumbido en los oídos; de haberle latido el corazón, habría pensando que era la sangre corriéndole por las venas, pero era algo distinto, algo menos corpóreo pero más cercano que la sangre.
La luz mágica proyectaba un mosaico de luz y sombra sobre el rostro pálido de Jace.
—O sea que es aquí donde te metieron. Creía que ya no usaban estas celdas. —Echó una mirada de soslayo—. Me he equivocado de ventana la primera vez. Le di a tu amigo de la celda contigua un buen susto. Un tipo atractivo, con la barba y los andrajos. Me recordó un poco a los vagabundos que tenemos allí en casa.
Y Simon se dio cuenta de qué era el zumbido en sus oídos. Cólera. En algún lejano rincón de su mente notó que tenía los labios tensados hacia atrás, como las puntas de los colmillos arañándole el labio inferior.
—Me alegro de que consideres que todo esto es divertido.
—¿No te alegras de verme, entonces? —dijo Jace—. Debo admitir que me sorprende. Siempre me han dicho que mi presencia iluminaba cualquier habitación. Uno pensaría que eso aún sería más evidente cuando se trata de húmedas celdas bajo tierra.
—Sabías lo que sucedería, ¿verdad? «Te enviarán directamente de vuelta a Nueva York», dijiste. «No hay ningún problema». Pero ellos jamás tuvieron la menor intención de hacerlo.
—No lo sabía. —Jace se encontró con sus ojos a través de los barrotes, y su mirada era clara y firme—. Sé que no me creerás, pero pensaba que te decía la verdad.
—O estás mintiendo o eres estúpido…
—Entonces soy estúpido.
—… o ambas cosas —finalizó Simon—. Me siento inclinado a pensar que ambas.
—No tengo motivos para mentirte. No ahora. —La mirada de Jace permaneció firme—. Y deja de enseñarme los colmillos. Me están poniendo nervioso.
—Estupendo —dijo Simon—. Si quieres saber el motivo, es porque hueles a sangre.
—Es mi colonia. Eau de Herida Reciente.
Jace alzó la mano izquierda. Era un guante de vendajes blancos, manchados en los nudillos, donde la sangre se había filtrado.
Simon frunció el entrecejo.
—Pensaba que los de tu clase no podían tener heridas. No de las que duran.
—Atravesé con él una ventana —explicó Jace—, y Alec me está obligando a curarme como un mundano para enseñarme una lección. ¿Ves?, te conté la verdad. ¿Impresionado?
—No —dijo Simon—; tengo otros problemas mayores que tú. El Inquisidor no deja de hacerme preguntas que no puedo responder. No deja de acusarme de obtener mis poderes como vampiro diurno de Valentine. De ser un espía suyo.
La alarma chispeó en los ojos de Jace.
—¿Aldertree dijo eso?
—Aldertree me dio a entender que toda la Clave lo pensaba.
—Eso no es malo. Si deciden que eres un espía, entonces los Acuerdos no son aplicables. No si pueden convencerse de que has violado la Ley. —Jace miró a su alrededor rápidamente antes de devolver la mirada a Simon—. Será mejor que te saquemos de aquí.
—¿Y luego qué?
Simon casi no podía creer lo que estaba diciendo. Quería salir de aquel lugar tan desesperadamente que podía paladearlo, pero no pudo impedir que las palabras brotaran de su boca.
—¿Dónde planeas ocultarme?
—Hay un Portal aquí en el Gard. Si lo encontramos, puedo enviarte de vuelta por él…
—Y todo el mundo sabrá que me ayudaste. Jace, la Clave no sólo anda tras de mí. De hecho, dudo que sientan el menor interés por un subterráneo. Están intentando demostrar algo sobre tu familia…, sobre los Lightwood. Están intentando demostrar que están conectados con Valentine. Que nunca abandonaron realmente el Círculo.
Incluso en la oscuridad, fue posible ver cómo el color afloraba a las mejillas de Jace.
—Pero eso es ridículo. Pelearon contra Valentine en el barco, Robert casi murió…
—El Inquisidor quiere creer que sacrificaron a los otros nefilim que lucharon en el barco para proteger la ilusión de que estaban en contra de Valentine. Pero aún así perdieron la Espada Mortal, y eso es lo que le importa. Mira, tú intentaste advertir a la Clave, y ellos no te hicieron el menor caso. Ahora el Inquisidor busca a alguien a quien cargarle todas las culpas. Si puede tachar a tu familia de traidores, entonces nadie culpará a la Clave por lo que sucedió, y él podrá llevar a cabo cualquier política que desee sin oposición.
Jace hundió la cabeza en las manos; los largos dedos tiraban alocadamente de los cabellos.
—Pero no puedo dejarte aquí. Si Clary lo descubre…
—Debería haber sabido que era eso lo que te preocupaba. —Simon lanzó una áspera carcajada—. Pues no se lo digas. Está en Nueva York, de todos modos, gracias a… —Se interrumpió, incapaz de pronunciar la palabra—. Tenías razón —dijo en su lugar—. Me alegro de que no esté aquí.
Jace alzó el rostro de las manos.
—¿Qué?
—La Clave ha perdido el juicio. Quién sabe lo que harían si supiesen lo que puede hacer. Tenías razón —repitió Simon, y cuando Jace no dijo nada en respuesta, añadió—: Y será mejor que disfrutes lo que acabo de decirte. Probablemente no volveré a decirlo.
Jace le miró fijamente con el rostro inexpresivo, y Simon rememoró con una desagradable sacudida el aspecto que tenía Jace en el barco, ensangrentado y moribundo sobre el suelo de metal. Finalmente, Jace habló.
—¿Así que me estás diciendo que planeas quedarte aquí? ¿En prisión? ¿Hasta cuándo?
—Hasta que se nos ocurra una idea mejor —respondió Simon—. Pero hay una cosa.
—¿Qué? —preguntó Jace, enarcando las cejas.
—Sangre —dijo Simon—. El Inquisidor está intentando matarme de hambre para que hable. Ya me siento muy débil. Cuando llegue mañana estaré…, bueno, no sé cómo estaré. Pero no quiero ceder ante él. No volveré a beber tu sangre, ni la de ningún otro —añadió rápidamente, antes de que Jace pudiera ofrecerse—. Sangre de animal servirá.
—Te puedo conseguir sangre —repuso Jace; luego vaciló—. ¿Le dijiste al Inquisidor que te dejé beber mi sangre? ¿Qué te salvé?
Simon negó con la cabeza.
Los ojos de Jace brillaron con luz reflejada.
—¿Por qué no?
—Supongo que no quería meterte en más problemas.
—Mira, vampiro —dijo Jace—. Protege a los Lightwood si quieres. Pero no me protejas a mí.
—¿Por qué no? —Simon alzó la cabeza.
—Supongo —dijo Jace, y por un momento, mientras miraba abajo a través de los barrotes, Simon pudo casi imaginar que él estaba fuera y era Jace quien estaba dentro de la celda— que no lo merezco.
Clary despertó al oír un sonido como de granizo sobre un tejado de metal. Se sentó en la cama, mirando a su alrededor como atontada. El sonido se repitió, un agudo golpeteo que surgía de la ventana. Echó la manta atrás de mala gana y fue a investigar.
Abrir de par en par la ventana dejó entrar una ráfaga de aire frío que traspasó el pijama como un cuchillo. Tiritó y se inclinó hacia fuera por encima del alféizar.
Había alguien de pie en el jardín situado abajo, y por un momento, con el corazón dándole un brinco, todo lo que vio fue que la figura era esbelta y alta, con despeinados cabellos juveniles. Entonces él alzó la cara y vio que el cabello era oscuro, no rubio, y se dio cuenta de que, por segunda vez, había esperado a Jace y Sebastian había aparecido en su lugar.
El muchacho sostenía un puñado de guijarros en una mano. Sonrió al verla asomar la cabeza, y se señaló así mismo y luego al enrejado del rosal. «Baja».
Ella negó con la cabeza y señaló en dirección a la parte delantera de la casa. «Reúnete conmigo en la puerta principal». Cerró la ventana y corrió escaleras abajo. Era entrada la mañana; la luz que penetraba por las ventanas era fuerte y dorada, pero todas las luces estaban apagadas y la casa estaba en silencio. «Amatis debe dormir aún», pensó.
Clary fue a la puerta principal, descorrió el cerrojo, y la abrió. Sebastian estaba allí, de pie en el escalón de la entrada, y una vez más ella tuvo aquella sensación, aquel extraño estallido de reconocimiento, aunque fue más leve en esta ocasión. Le sonrió débilmente.
—Has arrojado piedras a mi ventana —dijo—. Pensaba que la gente sólo hacía eso en las películas.
Él sonrió burlón.
—Bonito pijama. ¿Te he despertado?
—Quizá.
—Lo siento —dijo él, aunque no parecía sentirlo—. Pero esto no podía esperar. A propósito, tal vez quieras correr escaleras arriba y vestirte. Pasaremos el día juntos.
—Vaya. Muy seguro de ti mismo, ¿verdad? —dijo ella, aunque probablemente los chicos con el aspecto de Sebastian en realidad no tenían motivos para sentir otra cosa que seguridad en sí mismos. Negó con la cabeza—. Lo siento, pero no puedo. No puedo abandonar la casa. Hoy no.
Una tenue arruga de preocupación apareció entre los ojos del muchacho.
—Ayer saliste.
—Lo sé, pero eso fue antes de… —«Antes de que Amatis me hiciera sentir como una enana de cinco centímetros»—. Simplemente no puedo. Y por favor no intentes persuadirme de que lo haga, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dijo él—. No discutiré. Pero al menos deja que te diga lo que he venido a decirte. Luego, lo prometo, si todavía quieres que me vaya, me iré.
—¿Qué es?
Él alzó el rostro, y ella se preguntó cómo era posible que unos ojos oscuros pudiesen resplandecer exactamente como los dorados.
—Sé dónde puedes encontrar a Ragnor Fell.
Clary necesitó menos de diez minutos para correr escaleras arriba y vestirse de cualquier manera, garabatear una nota a Amatis y volver a reunirse con Sebastian, que la esperaba junto al canal. El muchacho sonrió de oreja a ojera mientras ella corría a su encuentro, sin aliento, con el abrigo verde echando sobre un brazo.
—Ya estoy aquí —dijo ella, deteniéndose con un patinazo—. ¿Podemos ir ahora?
Sebastian insistió en ayudarla a ponerse el abrigo.
—No creo que nadie me haya ayudado jamás con el abrigo —comentó Clary, liberando los cabellos que habían quedado atrapados bajo el cuello—. Bueno, a lo mejor algún camarero. ¿Has sido camarero alguna vez?
—No, pero me crio una francesa —le recordó Sebastian—. Ello implica un adiestramiento aún más riguroso.
Clary sonrió, pese a su nerviosismo. Sebastian se daba buena maña para hacerla sonreír, advirtió con una leve sensación de sorpresa. Casi demasiado.
—¿Adónde vamos? —preguntó bruscamente—. ¿Está cerca de aquí la casa de Fell?
—Vive fuera de la ciudad en realidad —respondió él, yendo hacia el puente.
Clary se unió a su paso.
—¿Es un largo paseo?
—Demasiado largo para andar. Nos llevarán.
—¿Nos llevarán? ¿Quién? —Se detuvo en seco—. Sebastian, hemos de tener cuidado. No podemos confiar así como así a cualquiera la información sobre lo que hacemos…, lo que hago. Es un secreto.
Sebastian la contempló con pensativos ojos oscuros.
—Juro por el Ángel que el amigo que nos llevará no musitará ni una palabra a nadie sobre lo que estamos haciendo.
—¿Estás seguro?
—Estoy muy seguro.
«Ragnor Fell —pensó Clary mientras se abrían camino por las atestadas calles—. Voy a ver a Ragnor Fell». Una excitación alocada colisionó con inquietud; Madeleine le había hecho parecer alguien formidable. ¿Y si no tenía paciencia con ella, si no tenía tiempo? ¿Y si no podía hacerle creer que era quién decía ser? ¿Y si él ni siquiera recordaba a su madre?
No ayudaba a sus nervios que cada vez que pasaba junto a un hombre rubio o una chica con una larga melena oscura las tripas se le tensaran porque creía reconocer a Jace o a Isabelle. Pero Isabelle probablemente se limitaría a ignorarla, pensó con desánimo, y Jace habría regresado sin duda a casa de los Penhallow y estaría besuqueándose con su nueva novia.
—¿Te preocupa que te sigan? —le preguntó Sebastian mientras doblaban por una calle lateral que los alejaba del centro de la ciudad, al advertir sus inquietas miradas.
—No dejo de pensar que veo a personas que conozco —admitió ella—. A Jace, o a los Lightwood.
—No creo que Jace haya abandonado la casa de los Penhallow desde que llegaron aquí. Parece pasar la mayor parte del tiempo escondiéndose en su habitación. Se hizo bastante daño en la mano ayer además…
—¿Se ha hecho daño en la mano? ¿Cómo?
Clary, olvidando mirar por dónde iba, tropezó con una piedra. La calzada por la que habían estado andando había pasado de adoquines a gravilla sin que ella lo advirtiera.
—Uy.
—Ya estamos —anunció Sebastian, deteniéndose frente a una valla alta de madera y alambre.
No había casas por allí; habían dejado atrás de un modo súbito el distrito residencial, y tan sólo aquella valla en un lado y una ladera pedregosa que marchaba en dirección al bosque en el otro.
La valla tenía una puerta, pero estaba cerrada con un candado. Sebastian sacó del bolsillo una gruesa llave de acero y abrió el portón.
—Regresaré en seguida con nuestro transporte.
Cerró la puerta detrás de él. Clary acercó el ojo a los listones. Por entre las aberturas pudo vislumbrar lo que parecía una casa baja de tablas rojas. Aunque no parecía tener realmente una puerta… o auténticas ventanas.
El portón se abrió y Sebastian reapareció, sonriendo de oreja a oreja. Sujetaba una correa en una mano: detrás de él avanzaba dócilmente un enorme caballo gris y blanco con una mancha en forma de estrella en la frente.
—¿Un caballo? ¿Tienes un caballo? —Clary le miró fijamente atónita—. ¿Quién tiene un caballo?
Sebastian acarició cariñosamente al caballo en el cuarto delantero.
—Gran cantidad de familias de cazadores de sombras tienen caballos en los establos que hay aquí en Alacante. Si te has fijado, no hay coches en Idris. No funcionan bien con todas las salvaguardas que hay por ahí. —Palmeó el pálido cuero de la silla del caballo, grabado con un emblema que mostraba a una serpiente acuática emergiendo de un lago en una serie de aros. El nombre Verlac estaba escrito debajo con esmerada caligrafía.
—Vamos, sube.
Clary retrocedió.
—Jamás he montado a un caballo antes.
—Yo seré quien montará a Caminante —la tranquilizó Sebastian—. Tú tan sólo iras sentada delante de mí.
El caballo resopló quedamente. Tenía unos dientes enormes, advirtió Clary con inquietud. Imaginó aquellos dientes hundiéndosele en la pierna y pensó en todas las niñas que había conocido en primaria que habían querido tener ponis. Se preguntó si estaban locas.
«Sé valiente —se dijo—. Es lo que tu madre haría».
Inspiró profundamente.
—De acuerdo. Vamos.
La determinación de Clary de ser valiente duró cuanto tardó Sebastian —después de ayudarla a subir a la silla— en saltar sobre el caballo detrás de ella y hundirle los talones en los flancos. Caminante salió disparado como una bala, golpeando el suelo de grava con una energía que le envió violentas sacudidas que ascendían por su columna vertebral. Se aferró al trozo de silla que sobresalía hacia arriba delante de ella, hundiendo las uñas con fuerza suficiente para dejar marcas en el cuero.
La carretera por la que avanzaban se estrechó a medida que salían de la ciudad, y en aquel momento había terraplenes de gruesos árboles a ambos lados de ellos, muros de vegetación que impedían cualquier visión más amplia. Sebastian tiró de las riendas y el caballo detuvo su frenético galope. Los latidos del corazón de Clary aminoraron juntos el paso del animal. A medida que su pánico se desvanecía, la muchacha empezó, poco a poco, a ser consciente de la presencia de Sebastian a su espalda; el joven sostenía las riendas a ambos lados de ella, creando a su alrededor una especie de jaula con los brazos que le impedían sentir que podía resbalar fuera del caballo. Se sintió repentinamente muy consciente de la presencia del muchacho, no sólo de la fuerte energía de los brazos que la sujetaban, sino de que ella estaba recostada contra su pecho y que él olía, por algún motivo, a pimienta negra. No le resultó molesto; era aromático y agradable, muy diferente al olor de Jace a jabón y luz solar. Aunque no es que la luz del sol tuviera olor, en realidad, pero si lo tuviese…
Apretó los dientes. Estaba con Sebastian, de camino a encontrarse con un poderoso brujo, y divagaba sobre el modo en que olía Jace. Se forzó a mirar en derredor. Los verdes terraplenes de árboles empezaban a ser menos densos y ya podía ver una franja de campiña verde interrumpida aquí y allí por la cicatriz de una carretera de piedra gris o un risco de roca negra alzándose fuera de los pastos. Macizos de delicadas flores blancas, las mismas que había visto en la necrópolis con Luke, adornaban las colinas como una esporádica nevada.
—¿Cómo has averiguado dónde está Ragnus Fell? —preguntó mientras Sebastian conducía con habilidad al caballo alrededor del surco de la carretera.
—Mi tía Élodie. Posee toda una red de informadores. Sabe todo lo que sucede en Idris, incluso a pesar de que ella misma nunca viene aquí. Odia abandonar el Instituto.
—¿Qué hay de ti? ¿Vienes mucho a Idris?
—En realidad, no. La última vez que estuve aquí tenía cinco años. No había visto a mis tíos desde entonces, así que me alegro de estar aquí ahora. Me ofrece la oportunidad de ponerme al día. Además, echo en falta Idris cuando no estoy aquí. No existe ningún otro sitio como éste. Es algo que está en la tierra del lugar. Empezarás a sentirlo, y entonces lo echarás de menos cuando no estés aquí.
—Sé que Jace lo echaba de menos —dijo ella—. Pero pensaba que era porque vivió aquí durante años. Se crio aquí.
—En la casa solariega de los Wayland —repuso Sebastian—. No está lejos del lugar al que vamos, de hecho.
—Pareces saberlo todo.
—No todo —respondió él con una carcajada que Clary sintió a través de la espalda—. Sí, Idris lleva a cabo su magia sobre todo el mundo… Incluso aquellos que como Jace tienen motivos para odiar el lugar.
—¿Por qué dices eso?
—Bueno, lo crio Valentine, ¿no es cierto? Y eso debe de haber sido de lo más espantoso.
—No lo sé —vaciló Clary—. Lo cierto es que tiene sentimientos encontrados sobre ello. Creo que Valentine fue en cierto modo un padre horrible, pero por otra parte las escasas muestras de amabilidad y amor que le mostró fueron toda la amabilidad y amor que Jace conoció jamás. —Sintió una oleada de tristeza mientras hablaba—. Creo que recordó a Valentine con mucho afecto durante mucho tiempo.
—No puedo creer que Valentine mostrara jamás amabilidad o amor hacia Jace. Valentine es un monstruo.
—Bueno, sí, pero Jace es su hijo. Y no era más que un niño pequeño. Creo que Valentine sí le amaba, a su manera…
—No —la voz de Sebastian sonó cortante—; me temo que eso es imposible.
Clary parpadeó y estuvo a punto de volverse para mirarle la cara, pero lo pensó mejor. Todos los cazadores de sombras se mostraban fanáticos respecto al tema de Valentine —pensó en la Inquisidora y se estremeció interiormente—, y ella no podía culparlos precisamente.
—Probablemente tienes razón.
—Ya hemos llegado —dijo Sebastian con brusquedad, con tanta brusquedad que Clary se preguntó si realmente lo habría ofendido de algún modo, y se deslizó fuera del lomo del caballo.
Pero cuando alzó los ojos hacia ella, sonreía.
—Hemos tardado poco —dijo, atando las riendas a la rama baja de un árbol cercano—. Menos de lo que pensaba.
Le indicó con un ademán que debía desmontar, y, tras un momento de vacilación, Clary se deslizó fuera del caballo hacia sus brazos. Se aferró a él cuando la sujetó; sus piernas flojeaban tras la larga cabalgata.
—Lo siento —dijo tímidamente—, no era mi intención agarrarte tan fuerte.
—Yo no me disculparía por eso.
El aliento del muchacho era cálido sobre su cuello, y ella se estremeció. Las manos de Sebastian se demoraron sólo un instante más sobre la espalda de Clary antes de soltarla con desgana.
Todo ello no ayudaba a que las piernas de Clary se sintieran más firmes.
—Gracias —dijo, sabiendo a la perfección que estaba ruborizada y deseando de todo corazón que su piel clara no mostrara el rubor con tanta facilidad—. Así que… ¿es aquí?
Miró a su alrededor. Estaban en un pequeño valle entre colinas bajas. Había varios árboles de aspecto nudoso alineados alrededor de un claro, cuyas ramas retorcidas poseían una belleza escultural recortadas en aquel cielo azul acero. Pero, aparte de eso…
—Aquí no hay nada —dijo frunciendo el entrecejo.
—Clary. Concéntrate.
—¿Quieres decir… un glamour? Pero por lo general no tengo que…
—Los glamoures en Idris a menudo son más fuertes que en otras partes. Puede que tengas que esforzarte más de lo habitual. —Posó las manos sobre los hombros de ella y la hizo girar con suavidad—. Observa el claro.
Clary efectuó en silencio el truco mental que le permitía desprender la ilusión de la cosa que disfrazaba. Se imaginó frotando trementina sobre una tela, desprendiendo capas de pintura para dejar al descubierto la auténtica imagen que había debajo… y allí estaba, una pequeña casa de piedra con un puntiagudo tejado a dos aguas y humo serpenteando desde la chimenea en un elegante arabesco. Un sendero sinuoso flanqueado de piedras conducía hasta la puerta principal. Mientras miraba, el humo que salía a bocanadas de la chimenea dejó de ascender en espiral y empezó a adoptar la forma de un ondulante signo de interrogación.
Sebastian rio.
—Creo que eso significa: «¿Quién está ahí?».
Clary se envolvió más en el abrigo. El viento que soplaba a través de la uniforme hierba no era tan fresco, pero sentía hielo en los huesos de todos modos.
—Parece salido de un cuento de hadas.
—¿Tienes frío?
Sebastian la rodeó con un brazo. Inmediatamente, el humo que ascendía en espiral de la chimenea dejó de formar un interrogante y adoptó la forma de corazones ladeados. Clary se zafó de él, sintiéndose a la vez avergonzada y en cierto modo culpable, como si hubiese hecho algo malo. Marchó a toda prisa hacia el sendero que conducía a la parte delantera de la casa, con Sebastian justo detrás de ella. Llevaban recorridos la mitad del sendero de acceso cuando la puerta se abrió de par en par.
A pesar de haber estado obsesionada con encontrar a Ragnor Fell desde el momento en que Madeleine le había dicho su nombre, Clary jamás se había detenido a imaginar qué aspecto podía tener éste. Un hombretón barbudo, habría pensando, de haber reflexionado sobre ello. Alguien con aspecto de vikingo, con enormes espaldas anchas.
Pero la persona que salió por la puerta principal era alta y delgada, con cabellos cortos y puntiagudos. Llevaba puesto un chaleco de malla dorada y unos pantalones de pijama de seda. Contempló a Clary con leve interés, dando suaves caladas a una pipa fantásticamente grande mientras lo hacía. Aunque no se parecía en nada a un vikingo, en seguida le resultó totalmente familiar.
Magnus Bane.
—Pero…
Sebastian parecía tan estupefacto como Clary. Miraba fijamente a Magnus con la boca ligeramente abierta y una mirada vaga en el rostro. Finalmente, tartamudeó:
—¿Eres… Ragnor Fell? ¿El brujo?
Magnus se sacó la pipa de la boca.
—Bueno, desde luego no soy Ragnor Fell la bailarina exótica.
—Yo…
Sebastian parecía no saber qué decir. Clary no estaba segura de lo que él esperaba, pero Magnus no resultaba fácil de asimilar.
—Esperaba que pudieras ayudarnos. Soy Sebastian Verlac, y ésta es Clarissa Morgenstern. Su madre es Jocelyn Fairchild…
—No me importa quién sea su madre —dijo Magnus—. No podéis verme sin una cita. Regresad más adelante. El próximo marzo estaría bien.
—¿Marzo? —Sebastian parecía horrorizado.
—Tienes razón —dijo Magnus—. Demasiado lluvioso. ¿Qué tal junio?
Sebastian se irguió en toda su estatura.
—No creo que comprendas lo importante que es esto…
—Sebastian, no te molestes —dijo Clary con repugnancia—. Te está tomando el pelo. No puede ayudarnos de todos modos.
Sebastian se mostró aún más confundido.
—Pero no veo por qué no puede…
—De acuerdo, eso es suficiente —dijo Magnus, y chasqueó los dedos una vez.
Sebastian se quedó paralizado donde estaba, la boca todavía abierta, la mano parcialmente extendida.
—¡Sebastian!
Clary alargó el brazo para tocarlo, pero estaba rígido como una estatua. Únicamente el leve movimiento ascendente y descendente del pecho indicaba que seguía vivo.
—¿Sebastian? —repitió ella, pero era inútil: de algún modo, sabía que él no podía verla ni oírla.
Se volvió furiosa hacia Magnus.
—No puedo creer que acabes de hacer eso. ¿Qué demonios te sucede? ¿Es que lo que hay en esa pipa te ha derretido el cerebro? Sebastian pertenece a nuestro bando.
—Yo no tengo un bando, mi querida Clary —dijo Magnus haciendo un ademán con la pipa—. Y, en realidad, es culpa tuya que tuviese que congelarlo durante un corto espacio de tiempo. Estabas terriblemente cerca de contarle que no soy Ragnor Fell.
—Eso es porque tú no eres Ragnor Fell.
Magnus expulsó un chorro de humo por la boca y la contempló pensativo por entre la neblina.
—Ven —dijo—. Deja que te muestre algo.
Sostuvo la puerta de la pequeña casa abierta, indicándole que entrara. Con una última e incrédula mirada a Sebastian, Clary le siguió.
El interior de la casita de campo estaba a oscuras, pero la tenue luz diurna que penetraba por las ventanas fue suficiente para mostrar a Clary que se encontraba dentro de una gran habitación atestada de sombras negras. Había un olor curioso en el aire, como de basura quemándose. Efectuó un leve sonido estrangulado mientras Magnus alzaba la mano y volvía a chasquear los dedos una vez. Una intensa luz azul apareció en las yemas de sus dedos.
Clary lanzó una exclamación de sorpresa. La habitación estaba patas arriba: mobiliario hecho astillas, cajones abiertos y su contenido desperdigado. Páginas arrancadas de libros flotaban en el aire como cenizas. Incluso el cristal de la ventana estaba hecho añicos.
—Recibí un mensaje de Fell anoche —dijo Magnus—, pidiéndome que me reuniera aquí con él. Aparecí… y lo encontré así. Todo destruido, y este hedor a demonios por todas partes.
—¿Demonios? Pero los demonios no pueden entrar en Idris…
—Yo no he dicho que lo hayan hecho. Sólo te estoy contando lo que sucedió. —Magnus hablaba sin inflexión—. El lugar apestaba a algo demoníaco en origen. El cuerpo de Ragnor estaba en el suelo. No estaba muerto cuando lo dejaron, pero sí cuando yo llegué. —Volvió la cabeza hacia ella—. ¿Quién sabía que lo buscabas?
—Madeleine —musitó Clary—. Pero está muerta. Sebastian, Jace y Simon. Los Lightwood…
—Ah —dijo Magnus—. Si los Lightwood lo saben, la Clave puede perfectamente saberlo a estas horas, y Valentine tiene espías en la Clave.
—Debería haberlo mantenido en secreto en lugar de preguntar a todo el mundo por él —repuso Clary, horrorizada—. Es culpa mía. Debería haber advertido a Fell…
—Se me permite señalar —indicó Magnus— que tú no podías encontrarlo, lo que de hecho constituye motivo suficiente para que preguntaras a la gente por él. Mira, Madeleine… y tú… simplemente pensabais en Fell como alguien que podía ayudar a tu madre. No en alguien en quien Valentine podría estar interesado más allá de eso. Pero hay algo más. Valentine tal vez no sabía cómo despertar a tu madre, pero parece saber que lo que ella hizo para ponerse en ese estado guardaba conexión con algo que él deseaba muchísimo. Un libro de hechizos concreto.
—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Clary.
—Porque Ragnor me lo contó.
—Pero…
Magnus la interrumpió con un ademán.
—Los brujos tienen modos de comunicarse entre sí. Tenemos nuestros propios idiomas. —Alzó la mano que sostenía la llama azul—. Logos.
Letras de fuego, al menos de quince centímetros de altura cada una, aparecieron en las paredes como grabadas en la piedra con oro líquido. Las letras corrieron por las paredes, deletreando palabras que Clary no comprendió. Se volvió hacia Magnus.
—¿Qué dice?
—Ragnor lo hizo cuando supo que moría. Cuenta a cualquier brujo que venga en su busca lo sucedido. —Mientras Magnus se volvía, el resplandor de las ardientes letras dio una luz dorada a sus ojos de gato—. Le atacaron aquí sirvientes de Valentine. Le exigieron el Libro de lo Blanco. Aparte del Libro Gris, se encuentra entre los volúmenes más famosos de tema sobrenatural que se hayan escrito nunca. Tanto la receta para la poción que tomó Jocelyn como la receta del antídoto para ella están contenidas en ese libro.
Clary se quedó boquiabierta.
—¿De modo que estaba aquí?
—No. Pertenecía a tu madre. Todo lo que Ragnor hizo fue aconsejarle sobre dónde esconderlo de Valentine.
—De modo que está…
—Está en la casa solariega de los Wayland. Los Wayland tenían su hogar muy cerca de donde Jocelyn y Valentine vivían; eran sus vecinos más próximos. Ragnor le sugirió a tu madre que ocultara el libro en su casa, donde Valentine jamás lo buscaría. En la biblioteca, de hecho.
—Pero Valentine vivió en la casa solariega de los Wayland durante muchos años después de eso —protestó Clary—. ¿No lo habrá encontrado?
—Estaba oculto dentro de otro libro. Uno que era improbable que Valentine abriera jamás. —Magnus sonrió malicioso—. Recetas sencillas para amas de casa. Nadie puede decir que tu madre no tuviera sentido del humor.
—Entonces ¿has ido a la casa de los Wayland? ¿Has buscado el libro?
Magnus negó con la cabeza.
—Clary, en esa casa hay salvaguardas que te envían en la dirección equivocada. Y no sólo mantienen alejada a la Clave; mantienen alejado a todo el mundo. Especialmente a los subterráneos. Tal vez si tuviese tiempo para trabajar en ellas, podría descifrarlas, pero…
—Entonces, ¿nadie puede entrar allí? —La desesperación le arañó el pecho—. ¿Es imposible?
—Yo no he dicho eso —repuso Magnus—. Se me ocurre al menos una persona que podría casi con toda seguridad entrar en la casa.
—¿Te refieres a Valentine?
—Me refiero al hijo de Valentine —dijo él.
Clary sacudió la cabeza.
—Jace no me ayudará, Magnus. No me quiere aquí. De hecho, dudo siquiera que quiera hablar conmigo.
Magnus la contempló meditabundo.
—Creo —dijo— que Jace haría cualquier cosa por ti, si tú se lo pidieras.
Clary abrió la boca y luego volvió a cerrarla. Recordó el modo en que Magnus siempre había parecido saber lo que Alec sentía por Jace, lo que Simon sentía por ella. Sus sentimientos hacia Jace debían de estar escritos en su rostro incluso ahora, y Magnus era un lector experto. Miró hacia otro lado.
—Digamos que convenzo a Jace para que venga a la casa conmigo y consiga el libro —dijo—. Entonces ¿qué? No sé cómo lanzar un hechizo, o preparar un antídoto…
Magnus lanzó un bufido.
—¿Es que crees que te estoy ofreciendo todo este asesoramiento gratis? Una vez que tengas en tus manos el Libro de los Blanco, quiero que me lo traigas directamente.
—¿El Libro? ¿Lo quieres?
—Es uno de los libros de hechizos más poderosos del mundo. Claro que lo quiero. Además, pertenece, por derecho, a los hijos de Lilith, no a los Raziel. Es un libro de brujo y debería estar en manos de un brujo.
—Pero yo lo necesito… para curar a mi madre…
—Necesitas una página de él, que te puedes quedar. El resto es mío. Y a cambio, cuando me traigas el libro, prepararé el antídoto para ti y se lo administraré a Jocelyn. No me digas que no es un trato justo. —Extendió una mano—. ¿Cerramos el trato?
Tras un momento de vacilación Clary le estrechó la mano.
—Espero no tener que lamentarlo.
—Eso espero —dijo Magnus, volviéndose alegremente hacia la puerta principal; en las paredes, las letras de fuego se desvanecían ya—. El arrepentimiento es una emoción carente de sentido, ¿no te parece?
El sol en el exterior parecía especialmente brillante tras la oscuridad de la casita. Clary se quedó pestañeando mientras el paisaje se iba aclarando ante sus ojos: las montañas a lo lejos, Caminante masticando hierba con satisfacción y Sebastian inmóvil como una estatua de jardín, con una mano todavía extendida. Se volvió hacia Magnus.
—¿Podrías descongelarlo, por favor?
Magnus pareció divertido.
—Me he sorprendido al recibir el mensaje de Sebastian esta mañana —dijo—, diciendo que te estaba haciendo un favor, nada menos. ¿Cómo lo conociste?
—Es primo de unos amigos de los Lightwood o algo así. Es agradable, te lo prometo.
—Agradable, ¡bah! Es divino. —Magnus miró con los ojos soñadores en su dirección—. Deberías dejarlo aquí. Podría colgar sombreros en él y otras cosas.
—No; no puedes quedártelo.
—¿Por qué no? ¿Te gusta? —Los ojos de Magnus centellearon—. Parece que le gustas. Le vi yendo a por tu mano ahí fuera igual que una ardilla lanzándose sobre un cacahuete.
—¿Por qué no hablamos sobre tu vida amorosa? —contraatacó Clary—. ¿Qué hay de ti y Alec?
—Alec se niega a admitir que tenemos una relación, y por lo tanto yo me niego a hacerle caso. Me envió un mensaje de fuego pidiéndome un favor el otro día. Iba dirigido al «Brujo Bane», como si yo fuese un perfecto desconocido. Sigue colgado de Jace, aunque esa relación nunca irá a ninguna parte. Un problema sobre el que imagino que tú no sabes nada…
—Vamos, cállate. —Clary observó a Magnus con desagrado—. Oye, si no descongelas a Sebastian, no podré irme de aquí y jamás conseguirás el Libro de los Blanco.
—De acuerdo, de acuerdo. Pero ¿puedo pedirte algo? No le cuentes nada de lo que te acabo de explicar, sea amigo de los Lightwood o no. —Magnus chasqueó los dedos malhumorado.
El rostro de Sebastian cobró vida, igual que una cinta de video poniéndose de nuevo en marcha después de haber estado en pausa.
—… ayudarnos —dijo—. Esto no es un problema menor. Es cuestión de vida o muerte.
—Vosotros los nefilim pensáis que todos vuestros problemas son cuestiones de vida o muerte —replicó Magnus—. Ahora marchaos. Habéis empezado a aburrirme.
—Pero…
—Marchaos —dijo Magnus, adoptando un tono de voz peligroso.
Chispas azules centellearon en la punta de sus largos dedos, y de improviso apareció un olor repugnante en el aire, como a quemado. Los ojos felinos de Magnus refulgieron. Incluso a pesar de que sabía que era todo un número, Clary no pudo evitar retroceder.
—Creo que deberíamos irnos, Sebastian —dijo.
El muchacho entrecerró los ojos.
—Pero, Clary…
—Nos vamos —insistió ella, y, agarrándole del brazo, medio lo arrastró en dirección a Caminante.
Sebastian la siguió de mala gana, refunfuñando entre dientes. Con un suspiro de alivio, Clary echó una ojeada atrás por encima del hombro. Magnus estaba de pie en la entrada de la casita, con los brazos cruzados sobre el pecho. Trabando la mirada con ella, le sonrió y dejó caer un párpado en un solitario y centelleante guiño.
—Lo lamento, Clary.
Sebastian tenía una mano sobre el hombro de ella y la otra en su cintura mientras la ayudaba a montar en el amplio lomo de Caminante. Clary reprimió una vocecita dentro de su cabeza que le advertía de que no volviese a subir al caballo —a ningún caballo— y le permitió que la alzara. Pasó una pierna por encima y se acomodó en la silla, diciéndose que se mantenía en equilibrio sobre un enorme sofá en movimiento y no sobre una criatura viva que podría volver la cabeza y morderla en cualquier momento.
—¿Qué es lo que lamentas? —le preguntó mientras él montaba detrás de ella.
Resultaba casi irritante la facilidad con que montaba —como si danzara—, pero era reconfortante contemplarlo. Estaba claro que sabía lo que hacía, se dijo mientras él alargaba los brazos por delante de ella para tomar las riendas. Supuso que era bueno que uno de ellos lo supiese.
—Lo de Ragnor Fell. No esperaba que se mostrase tan reacio a ayudar. Aunque los brujos son caprichosos. Tú ya has conocido a uno, ¿verdad?
—Conocí a Magnus Bane.
Se volvió un momento para mirar más allá de Sebastian, hacia la casita que se perdía en la distancia detrás de ellos. El humo brotaba de la chimenea en forma de pequeñas figuras danzantes. ¿Magnuses danzantes? No pudo saberlo desde allí.
—Es el Gran Brujo de Brooklyn.
—¿Es muy parecido a Fell?
—Increíblemente similar. No te preocupes por Fell. Sabía que existía una posibilidad de que se negase a ayudarnos.
—Pero te prometí ayuda. —Sebastian parecía genuinamente disgustado—. Bueno, al menos hay algo más que puedo mostrarte, así el día no habrá sido una completa pérdida de tiempo.
—¿Qué es?
Volvió a retorcerse para alzar la mirada hacia él. El sol estaba alto en el cielo detrás del muchacho, y encendía los mechones de sus oscuros cabellos con un contorno de fuego.
—Ya lo verás —respondió Sebastian con una amplia sonrisa.
A medida que se alejaban más de Alacante, muros de verde follaje aparecían fugazmente en ambos lados, dejando paso de vez en cuando a panoramas de una belleza inverosímil: lagos de un azul escarcha, valles verdes, montañas grises, plateadas esquirlas de ríos y riachuelos flanqueados por orillas cubiertas de flores. Clary se preguntó cómo sería vivir en un lugar como aquél. No podía evitar sentirse nerviosa, casi desprotegida sin el abrigo de edificios altos cercándola.
Aunque no es que no hubiese ningún edificio. De vez en cuando el tejado de un gran edificio de piedra se alzaba ante la vista por encima de los árboles. Eran las casas solariegas, explicó Sebastian (gritándole al oído): las casas de campo de las familias adineradas de cazadores de sombras. A Clary le recordaban las antiguas mansiones enormes situadas a lo largo del río Hudson, al norte de Manhattan donde los neoyorquinos ricos habían veraneado hacía cientos de años.
La carretera a sus pies había pasado de grava a tierra. Clary fue sacada violentamente de su ensoñación cuando coronaron una colina y Sebastian detuvo en seco a Caminante.
—Aquí está —dijo.
Clary abrió los ojos de par en par. Lo que «estaba» era una derrumbada casa de piedra carbonizada y ennegrecida, reconocible sólo por el contorno como algo que en una ocasión había sido una casa: conservaba la estructura de una chimenea, que todavía señalaba hacia el cielo, y un pedazo de pared con una ventana sin cristal abierta en el centro. Crecía maleza entre los cimientos, verde en medio del negro.
—No entiendo —dijo ella—. ¿Por qué estamos aquí?
—¿No lo sabes? —preguntó Sebastian—. Aquí es donde vivían tu madre y tu padre. Donde nació tu hermano. Esto era la casa de los Fairchild.
No era la primera vez que Clary oía la voz de Hodge en su cabeza: «Valentine encendió una gran hoguera y se quemó así mismo junto con su familia, su esposa y su hijo. Dejó la tierra negra. Nadie quiere construir allí aún. Dicen que el lugar está maldito».
Sin decir nada más la muchacha se deslizó fuera del lomo del caballo. Oyó como Sebastian la llamaba, pero descendía ya, medio corriendo, medio resbalando, la baja colina. El terreno se nivelaba allí donde la casa se había alzado; las piedras ennegrecidas de lo que en una ocasión había sido un sendero yacían secas y agrietadas a sus pies. Por entre las malas hierbas pudo ver unos escalones que finalizaban abruptamente unos pocos centímetros por encima del suelo.
—Clary…
Sebastian la siguió a través de los hierbajos, pero ella apenas era consciente de su presencia. Girando en un lento círculo, lo asimiló todo. Árboles quemados y medio muertos. Lo que seguramente había sido un césped sombreado, extendiéndose a lo lejos por el declive de una colina. Pudo ver el tejado de lo que probablemente era otra casa solariega próxima a lo lejos, justo por encima de la línea de los árboles. El sol centelleaba en los pedazos rotos de cristal de la ventana en la única pared entera que seguía en pie. Penetró en las ruinas sobre una plataforma de piedras ennegrecidas. Pudo distinguir los contornos de habitaciones, algunas entradas; incluso una vitrina chamuscada, casi intacta, caída de costado con pedazos triturados de porcelana derramándose, mezclándose con la tierra negra.
En una ocasión aquello había sido una casa auténtica, habitada por personas vivas. Su madre había vivido allí, se había casado allí, había tenido un hijo allí. Y entonces Valentine había llegado y lo había convertido todo en polvo y cenizas, dejando que Jocelyn pensara que su hijo había muerto, induciéndola a ocultarle la verdad sobre el mundo a su hija… Una sensación de desgarradora tristeza invadió a Clary. Más de una vida había quedado destrozada en aquel lugar. Se llevó la mano al rostro y casi le sorprendió descubrir que estaba húmedo: había estado llorando sin darse cuenta.
—Clary, lo siento. Pensaba que querrías verlo.
Era Sebastian, avanzando entre crujidos hacia ella a través de los escombros, levantando volutas de cenizas con las botas. Parecía preocupado.
Ella se volvió hacia él.
—Así es. Gracias.
El viento había empezado a soplar con fuerza y azotaba el rostro del muchacho con mechones de sus propios cabellos negros. Él le dedicó una sonrisa pesarosa.
—Debe de ser duro pensar en todo lo que sucedió en este lugar, en Valentine, en tu madre… Tuvo un valor increíble.
—Lo sé —dijo Clary—. Lo tuvo. Lo tiene.
Él le tocó levemente el rostro.
—También tú.
—Sebastian, no sabes nada sobre mí.
—Eso no es cierto.
La otra mano se alzó, y ahora le sujetaba la cara con ambas. Su contacto era delicado, casi vacilante.
—Lo he oído todo sobre ti, Clary. Sobre el modo en que peleaste con tu padre por la Copa Mortal, el modo en que entraste en ese hotel infestado de vampiros en busca de tu amigo. Isabelle me contó cosas, y he oído rumores, también. Y ya desde el primero de ellos…, desde la primera vez que oí tu nombre…, he querido conocerte. Sabía que serías extraordinaria.
Ella rio trémulamente.
—Espero que no te sientas demasiado decepcionado.
—No —musitó él, deslizándole las yemas de los dedos bajo la barbilla—. En absoluto.
Le alzó el rostro hacia el suyo y ella se sintió demasiado sorprendida para moverse, incluso cuando se inclinó hacia ella y se dio cuenta, con cierto retraso, de lo que él hacía: de un modo reflejo cerró los ojos mientras los labios del muchacho rozaban con suavidad los suyos, provocándole escalofríos. Un repentino anhelo feroz de ser abrazada y besada de un modo que le hiciera olvidar todo lo demás se apoderó de ella. Alzó los brazos, entrelazándolos alrededor del cuello de Sebastian, en parte para mantenerse en pie y en parte para atraerlo más hacia ella.
Los cabellos del joven le cosquillearon en las yemas de los dedos; no eran sedosos como los de Jace sino finos y suaves, y «No debería estar pensando en Jace». Apartó sus pensamientos sobre él mientras los dedos de Sebastian le recorrían las mejillas y la línea de la mandíbula. El contacto era suave, a pesar de las callosidades de las yemas. Desde luego, Jace tenía las mismas callosidades, producto de los combates; probablemente, todos los cazadores de sombras las tenían…
Trató de no pensar en Jace, pero no sirvió de nada. Podía verle con los ojos cerrados; los pronunciados ángulos y planos de un rostro que jamás podría dibujar como era debido, sin importar hasta qué punto tenía su imagen grabada en la mente; veía los delicados huesos de sus manos, la piel llena de cicatrices de los hombros…
El feroz anhelo que la había invadido se retiró con un violento retroceso como una goma elástica que saltase hacia atrás. Se quedó como aterida, justo cuando los labios de Sebastian presionaban contra los suyos y las manos del muchacho se movían para sostenerle la nuca; tuvo la gélida impresión de que aquello estaba mal. Algo estaba mal, algo era peor que su imposible anhelo por alguien a quien jamás podría tener. Se trataba de otra cosa: una repentina sacudida de horror, como si hubiese estado dando un tranquilo paso al frente y se hubiese precipitado de improviso a un oscuro vacío.
Dio un grito ahogado y se separó violentamente de Sebastian con tal fuerza que casi dio un traspié. De no haberla estado sujetando él, habría caído al suelo.
—Clary. —Sebastian tenía la mirada perdida, las mejillas encendidas con un intenso arrebol—. Clary, ¿qué sucede?
—Nada. —La voz sonó un poco débil en sus propios oídos—. Nada… era sólo, no debería haber… No estoy realmente preparada…
—¿Hemos ido demasiado rápido? Podemos tomarlo con más calma…
Alargó la mano para cogerla, y antes de poderse contener, ella retrocedió asustada. Sebastian pareció afligido.
—No voy a hacerte daño, Clary.
—Lo sé.
—¿Ha pasado algo? —Su mano se alzó, le acarició el cabello echándoselo hacia atrás; ella reprimió el impulso de apartarse violentamente—. Acaso Jace…
—¿Jace?
¿Sabría él que había estado pensando en Jace? ¿Había podido darse cuenta? Y al mismo tiempo…
—Jace es mi hermano. ¿Por qué tienes que sacarlo a colación? ¿Qué quieres decir?
—Simplemente pensé… —Sacudió la cabeza; el dolor y la confusión se perseguían mutuamente por sus facciones— que a lo mejor alguien más te había herido.
Todavía tenía la mano sobre su mejilla; ella alzó su mano y con suavidad pero con firmeza le apartó la suya, devolviéndola a su costado.
—No. Nada de eso. Es sólo que… —Vaciló—. Me parecía mal.
—¿Mal? —La expresión dolida de su rostro desapareció, reemplazada por incredulidad—. Clary, entre nosotros hay una conexión. Lo sabes. Desde el primer momento en que te vi…
—Sebastian, no…
—Sentí como si fueses alguien a quien siempre había estado esperando. Vi que tú también lo sentías. No me digas que no fue así.
Pero eso no había sido lo que ella había sentido. Había sentido como si hubiese doblado una esquina en una ciudad desconocida y de improviso hubiese visto su propia casa de ladrillo rojo alzándose frente a ella. Un reconocimiento sorprendente y no del todo agradable, casi un «¿Cómo es posible que esto esté aquí?».
—Yo no lo sentí —respondió.
La ira que afloró a los ojos del joven —repentina, oscura, incontrolada— la cogió por sorpresa. La sujetó por las muñecas con una dolorosa tenaza.
—Eso no es cierto.
Ella intentó desasirse.
—Sebastian…
—No es cierto.
La negrura de sus ojos parecía haber engullido las pupilas. El rostro era como una máscara blanca, tensa y rígida.
—Sebastian —dijo ella con toda la calma que pudo—, me estás haciendo daño.
La soltó. Tenía la respiración acelerada.
—Lo siento —dijo—. Lo siento. Pensaba…
«Bueno, pues te equivocabas», quiso decirle Clary, pero reprimió las palabras. No quería volver a verle aquella expresión en el rostro.
—Deberíamos regresar —dijo en su lugar—. Pronto oscurecerá.
Él asintió como atontado, al parecer tan escandalizado por su arrebato como lo estaba ella. Se volvió y se dirigió hacia Caminante, que pastaba bajo la larga sombra de un árbol. Clary vaciló un momento, luego le siguió; no parecía tener alternativa. La muchacha echó una subrepticia ojeada a sus muñecas mientras se acercaba a él: conservaba unas marcas rojas allí donde los dedos de él la habían agarrado, y lo que era más extraño, tenía las yemas de los dedos emborronados de negro, como si se las hubiese manchado con tinta.
Sebastian permaneció en silencio mientras la ayudaba a subir al lomo de Caminante.
—Siento si te di a entender algo sobre Jace —dijo por fin mientras ella se instalaba sobre la silla—. Él jamás haría nada para herirte. Sé que es por ti que ha estado visitando a ese vampiro prisionero en el Gard…
Fue como si todo el mundo se detuviera con un gran chirrido de frenos. Clary pudo oír su propia respiración silbando dentro y fuera de sus oídos, y vio sus manos, congeladas como las manos de una estatua, descansando muy quietas sobre el pomo de la silla.
—¿Vampiro prisionero? —susurró.
Sebastian alzó su rostro sorprendido hacia ella.
—Sí —dijo—; Simon, ese vampiro que trajeron con ellos desde Nueva York. Pensaba…, quiero decir, estaba seguro de que lo sabías. ¿No te lo contó Jace?