6

ANIMOSIDAD

Un vahído embargó a Clary, como si hubiesen absorbido todo el aire de la habitación. Intentó retroceder, pero tropezó y golpeó la puerta con el hombro. Ésta se cerró con un portazo, Y Jace y la chica se separaron.

Clary se quedó paralizada. Ambos la miraban fijamente. Reparó en que la chica tenía una lisa melena oscura que le llegaba hasta los hombros y que era sumamente bonita. Tenía desabrochados los botones superiores de la blusa, mostrando un trozo de sujetador de encaje. Clary sintió náuseas.

Las manos de la chica abrocharon rápidamente los botones de la blusa. No parecía complacida.

—Perdona —dijo con cara de pocos amigos—, ¿quién eres?

Clary no contestó; miraba a Jace, que la contemplaba fijamente con incredulidad. Se había quedado totalmente lívido, lo que destacaba las oscuras sombras que tenía alrededor de los ojos. Miró a Clary como quien mira fijamente el extremo del cañón de un arma.

—Aline. —La voz del muchacho no tenía calidez ni timbre—. Ésta es mi hermana Clary.

—Ah. —El rostro de Aline se relajó en una sonrisa levemente avergonzada—. ¡Lo siento! Vaya modo de conocerte. Hola, soy Aline.

Avanzó hacia Clary, todavía sonriendo, con la mano extendida. «No creo que pueda tocarla», pensó Clary con horrorizado desaliento. Miró a Jace, que pareció leer la expresión de sus ojos; con gesto adusto, sujetó a Aline por los hombros y le dijo algo al oído. Ella pareció sorprendida, se encogió de hombros, y se marchó sin decir nada más.

Clary se quedó sola con Jace. Sola con alguien que todavía la miraba como si fuese su peor pesadilla hecha realidad.

—Jace —dijo ella, y dio un paso hacia él.

Él se apartó de ella como si estuviese cubierta de algo venenoso.

—¿Qué? —dijo—. En el nombre del Ángel, Clary, ¿qué estás haciendo tú aquí?

A pesar de todo, la aspereza del tono le dolió.

—Al menos podrías fingir que te alegras de verme. Aunque fuese un poco.

—No me alegro de verte —dijo él.

Había recuperado algo de color, pero las sombras bajo los ojos seguían siendo manchurrones grises sobre la piel. Clary aguardó a que añadiese algo, pero pareció contentarse con mirarla fijamente, horrorizado. Advirtió con aturdida claridad que llevaba un suéter negro que le venía ancho en las muñecas como si hubiese perdido peso, y que tenía las uñas de las manos en carne viva de tanto mordérselas.

—Ni siquiera un poco.

—Éste no eres tú —dijo ella—. Odio cuando actúas así…

—Vaya, lo odias, ¿no es cierto? Bueno, pues será mejor que deje de hacerlo, entonces, ¿verdad? Quiero decir… que tú haces todo lo que te pido que hagas.

—¡No tenías derecho a hacer lo que hiciste! —le soltó ella, repentinamente enfurecida—. Mentirme de ese modo. No tenías derecho…

—¡Tenía todo el derecho! —gritó él, y ella no recordó que le hubiese chillado nunca antes—. Tenía todo el derecho, estúpida. Soy tu hermano y…

—¿Y qué? ¿Te pertenezco? ¡No eres mi dueño, tanto si eres mi hermano como si no!

La puerta detrás de Clary se abrió de golpe. Era Alec, sobriamente vestido con una larga chaqueta azul oscuro y los cabellos negros desordenados. Llevaba unas botas embarradas y mostraba una expresión incrédula en su por lo general tranquilo rostro.

—Por todas las dimensiones posibles, ¿qué sucede aquí? —dijo mirando alternativamente a Jace y a Clary con asombro—. ¿Estáis intentando mataros, vosotros dos?

—En absoluto —respondió Jace.

Como por arte de magia, advirtió Clary, todo había desaparecido: la cólera y el pánico, y le envolvía una calma glacial.

—Clary ya se iba.

—Estupendo —dijo Alec—, porque necesito hablar contigo, Jace.

—¿Es que nadie en esta casa dice alguna vez: «Hola, encantado de verte»? —inquirió Clary sin dirigirse a nadie en particular.

Era muchísimo más fácil hacer sentir culpable a Alec que a Isabelle.

—Me alegro de verte, Clary —dijo éste—, excepto por el hecho de que en realidad no tendrías que estar aquí, claro. Isabelle me ha contado que has llegado aquí por tu cuenta de algún modo, y me siento impresionado…

—¿Podrías dejar de animarla? —inquirió Jace.

—Pero es que realmente…, realmente necesito hablar con Jace sobre algo. ¿Puedes darnos unos minutos?

—Yo también necesito hablar con él —replicó ella—. Sobre nuestra madre…

—Pues yo no tengo ganas de hablar —dijo Jace—, con ninguno de vosotros, si queréis que os diga la verdad.

—Te equivocas —indicó Alec—. Realmente sí quieres hablar conmigo.

—Lo dudo —dijo Jace, que había vuelto la mirada de nuevo hacia Clary—. No viniste sola, ¿verdad? —preguntó lentamente, como dándose cuenta de que la situación era aún peor de lo que había pensado—. ¿Quién vino contigo?

No parecía tener sentido mentir sobre ello.

—Luke —respondió Clary—. Luke vino conmigo.

Jace palideció.

—Pero Luke es un subterráneo. ¿Sabes lo que la Clave les hace a los subterráneos no registrados que entran en la Ciudad de Cristal, que cruzan las salvaguardas sin permiso? Venir a Idris es una cosa, pero ¡entrar en Alacante! ¡Sin decírselo a nadie!

—No —dijo Clary en un medio susurro—, pero sé lo que vas a decir…

—¿Que si tú y Luke no regresáis a Nueva York inmediatamente lo descubriréis?

Por un momento Jace permaneció en silencio, trabando la mirada con ella. La desesperación de su expresión la impresionó. Era él quién la amenazaba no ella, después de todo, y no al contrario.

—Jace. —Alec interrumpió el silencio, con un dejo de pánico deslizándose en su voz—. ¿No te has preguntado dónde he estado durante todo el día?

—Eso que llevas es un abrigo nuevo —respondió él, sin mirar a su amigo—. Imagino que has ido de compras. Aunque desconozco por qué estás tan ansioso por darme la lata con eso.

—No he ido de compras —replicó Alec, furioso—. He ido…

La puerta volvió a abrirse. Con un revuelo de vestido blanco, Isabelle entró como una flecha, cerrando la puerta tras ella. Miró a Clary y meneó la cabeza.

—Te dije que se pondría hecho una furia —dijo—. ¿No es cierto?

—Ah, el «ya te dije» —dijo Jace—. Siempre es una jugada excelente.

Clary le miró con horror.

—¿Cómo puedes bromear? —musitó—. Acabas de amenazar a Luke. A Luke, alguien a quien le caes bien y que confía en ti. Por ser un subterráneo. ¿Qué te pasa?

Isabelle pareció horrorizada.

—¿Luke está aquí? Vaya, Clary…

—No está aquí —dijo Clary—. Se ha ido esta mañana…, y no sé adónde. Pero me doy perfecta cuenta de sus motivos para irse. —Apenas podía soportar mirar a Jace—. Genial. Tú ganas. Nunca deberíamos haber venido. Jamás debería haber creado ese Portal…

—¿Creado un Portal? —Isabelle parecía perpleja—. Clary, únicamente un brujo puede hacer un Portal. Y no existen muchos. El único Portal que está aquí en Idris está en el Gard.

—Precisamente quería hablarte sobre eso —siseó Alec a Jace, que tenía un aspecto, como advirtió Clary con sorpresa, aún peor del que tenía antes, como si estuviese a punto de desmayarse—. Sobre el recado que llevé acabo anoche… aquello que tuve que entregar en el Gard…

—Alec, para. Stop —dijo Jace, y la acerba desesperación de su voz acalló al otro muchacho; Alec cerró la boca y se quedó mirando a Jace, con el labio apretado entre los dientes.

Pero Jace no parecía verle; miraba a Clary, y sus ojos eran inflexibles como el cristal.

—Tienes razón —dijo con voz entrecortada, como si tuviese que forzar las palabras—. Jamás deberías haber venido. Sé que te dije que no es seguro para ti estar aquí, pero eso no es cierto. La verdad es que no te quiero aquí porque eres impetuosa e irreflexiva y lo embrollarás todo. Es simplemente tu forma de ser. No eres cuidadosa, Clary.

—¿Embrollar… lo… todo? —Clary no consiguió introducir aire suficiente en los pulmones para emitir otra cosa que un susurro.

—Oh, Jace —dijo Isabelle con tristeza, como si fuese él quien había resultado herido.

Él no la miró. Tenía los ojos fijos en Clary.

—Tú siempre te limitas a correr hacia adelante sin pensar —dijo—. Lo sabes, Clary. Jamás habríamos acabado en el Dumort de no haber sido por ti.

—¡Y Simon estaría muerto! ¿Eso no te importa? Tal vez fue imprudente, pero…

—¿Tal vez? —inquirió Jace, elevando la voz.

—¡Pero eso no significa que cada decisión que haya tomado fuese equivocada! Dijiste, después de lo que hice en el barco, dijiste que había salvado la vida de todo el mundo…

Todo el color que quedaba en el rostro de Jace desapareció. Habló con repentina y pasmosa brutalidad.

—Cállate, Clary, CÁLLATE…

—¿En el barco? —La mirada de Alec fue de uno a otro, perpleja—. ¿Qué sucedió en el barco? Jace…

—¡Sólo te dije eso para evitar que lloriqueases! —chilló Jace, ignorando a Alec, ignorándolo todo excepto a Clary.

Ésta pudo sentir la fuerza de su repentina cólera igual que una ola que amenazaba con derribarla.

—¡Eres un desastre para nosotros, Clary! Eres una mundana, siempre lo serás, jamás serás una cazadora de sombras. No sabes pensar como lo hacemos nosotros, en lo mejor para el bien de todos… ¡Sólo piensas en ti misma! Pero ahora estamos en guerra, o lo estaremos, ¡y no tengo tiempo ni ganas de andar persiguiéndote por ahí, intentando asegurarme de que no acabes consiguiendo que maten a uno de nosotros!

Ella se limitó a mirarle atónita. No se le ocurría nada que decir; nunca le había hablado de aquel modo. Por muy furioso que hubiese conseguido ponerlo en el pasado, nunca antes le había hablado como si la odiase.

—Vete a casa, Clary —dijo.

Parecía muy cansado, como si el esfuerzo de expresar sus sentimientos lo hubiese dejado sin fuerzas.

—Vete a casa.

Todos los planes de la joven se evaporaron —las esperanzas de ir tras Fell, salvar a su madre, incluso la de encontrar a Luke—, nada importaba, no encontró palabras. Se dirigió hacia la puerta. Alec e Isabelle se apartaron para dejarla pasar. Ninguno de ellos quería mirarla; miraron hacia otro lado, con expresiones horrorizadas y turbadas. Clary sabía que probablemente debería sentirse humillada a la vez que enojada, pero no era así. Se sentía muerta en su interior.

Se volvió al llegar a la puerta y los miró. Jace mantenía los ojos clavados en ella. La luz que penetraba a raudales por la ventana a su espalda ensombrecía su rostro; tan sólo pudo ver los brillantes pedazos de luz solar que le espolvoreaban los rubios cabellos, como fragmentos de cristales rotos.

—Cuando me contaste que Valentine era tu padre, no te creí —dijo ella—. No porque no quisiera que fuera cierto, sino porque no te parecías en nada a él. Jamás he creído que te parecieras en nada a él. Pero te pareces. Te pareces.

Abandonó la habitación, cerrando la puerta tras ella.

—Van a dejarme morir de hambre —dijo Simon.

Estaba tumbado en el suelo de su celda, con la piedra fría bajo la espalda. Desde aquel ángulo, no obstante, podía ver el cielo a través de la ventana. En los días que había seguido a la conversión de Simon en vampiro, cuando pensaba que no volvería a ver la luz del día, se había descubierto pensando incesantemente en el sol y en el cielo. En los modos en que el color del cielo cambiaba durante el día; en el pálido cielo de la mañana, el ardiente azul del mediodía y la oscuridad cobalto del crepúsculo. Había yacido despierto en la oscuridad repasando un desfile de azules en su cerebro. Ahora, tendido de espaldas en la celda situada bajo el Gard, se preguntó si le habían devuelto la luz diurna y todos sus azules simplemente para que pudiera pasar el corto y desagradable resto de su vida en aquel espacio diminuto tan sólo con un trozo de cielo visible a través de la única ventana con barrotes de la pared.

—¿Has escuchado lo que te decía? —Alzó la voz—. El Inquisidor va a matarme de hambre. No más sangre.

Se oyó un susurro. Un suspiro audible. Entonces Samuel habló:

—Sí. Pero no sé qué quieres que haga al respecto. —Hizo una pausa—. Lo siento por ti, vampiro diurno, si eso te sirve de algo.

—En realidad, no —dijo Simon—. El Inquisidor quiere que mienta. Quiere que le diga que los Lightwood están confabulados con Valentine. Entonces me enviará a casa. —Giró sobre su barriga, y las piedras se le fueron clavando en la carne—. No importa. No sé por qué te cuento todo esto. Probablemente no tienes ni idea de sobre qué estoy hablando.

Samuel emitió un sonido a medio camino entre una risa y una tos.

—La verdad es que sí. Lo sé. Conocí a los Lightwood. Estuvimos en el Círculo juntos. Los Lightwood, los Wayland, Los Pangborn, los Heraldene, los Penhallow. Todas las distinguidas familias de Alacante.

—Y Hodge Starkweather —dijo Simon, pensaba en el tutor de los Lightwood—. Él también estaba allí, ¿verdad?

—Sí —respondió Samuel—. Pero su familia no era precisamente de las más respetadas. Hodge prometía en un principio, pero me temo que jamás estuvo a la altura. —Calló un momento—. Aldertree siempre odió a los Lightwood, desde luego, desde que éramos niños. Él no era ni rico ni listo ni atractivo, y, bueno, ellos no fueron demasiado amables con él. No creo que lo haya superado jamás.

—¿Rico? —inquirió Simon—. Pensaba que a todos los cazadores de sombras les pagaba la Clave. Como… no sé, el comunismo y esas cosas.

—En teoría se les paga a todos los cazadores de sombras equitativamente —respondió Samuel—. Algunos, como aquellos que ocupan posiciones elevada en la Clave, o los que tienen una gran responsabilidad, como dirigir un Instituto, por ejemplo, reciben un salario más elevado. Luego están los que viven fuera de Idris y eligen ganar dinero en el mundo de los mundanos; no está prohibido, siempre y cuando entreguen el diezmo correspondiente a la Clave. Pero… —Samuel vaciló—. Tú viste la casa de los Penhallow, ¿verdad? ¿Qué te pareció?

Simon trató de recordar.

—Muy lujosa.

—Es una de las casas más magníficas de Alacante —repuso Samuel—. Y tienen otra, una casa solariega en el campo. Casi todas las familias ricas la tienen. Verás, existe otro modo de que los nefilim adquieran riquezas. Lo llaman «botín». Cualquier cosa propiedad de un demonio o un subterráneo que mate un cazador de sombras pasa a ser propiedad del cazador de sombras. Así pues, si un brujo adinerado infringe la Ley y un nefilim lo mata…

Simon se estremeció.

—¿Así que matar subterráneos es un negocio lucrativo?

—Puede serlo —repuso Samuel con amargura—, si no eres demasiado quisquilloso respecto a quién matas. Ya puedes imaginar por qué hay tanta oposición a los Acuerdos. Afecta a las carteras de la gente tener que ser cuidadoso respecto a asesinar subterráneos. A lo mejor me uní al Círculo por ese motivo. Mi familia jamás fue rica, y que te miren por encima del hombro por no aceptar dinero sucio… —Se interrumpió.

—Pero el Círculo también asesinaba subterráneos —dijo Simon.

—Porque consideraba que era su sagrado deber —repuso Samuel—. No por codicia. Aunque no puedo imaginar ahora por qué pensé jamás que eso importaba algo. —Parecía agotado—. Era Valentine. Tenía un modo de ser… Podría convencerte de cualquier cosa. Recuerdo haber estado de pie a su lado con las manos cubiertas de sangre, contemplando el cuerpo de una mujer muerta, y haber pensado únicamente que lo que hacía tenía que ser correcto porque Valentine decía que lo era.

—¿Una subterránea muerta?

Samuel suspiró entrecortadamente al otro lado de la pared. Por fin, dijo:

—Tienes que comprender que habría hecho cualquier cosa que él me pidiera. Cualquiera de nosotros lo habría hecho. Los Lightwood también. El Inquisidor lo sabe, y eso es lo que está intentando explotar. Pero deberías saber que… existe la posibilidad de que si cedes ante él y culpas a los Lightwood, él te mate de todos modos para cerrarte la boca. Depende de si la idea de ser compasivo le hace sentirse poderoso en ese momento.

—No importa —replicó Simon—. No voy a hacerlo. No traicionará a los Lightwood.

—¿De verdad? —Samuel sonó poco convencido—. ¿Existe algún motivo para que lo hagas? ¿Tanto te importan los Lightwood?

—Cualquier cosa que le contase sobre ellos sería mentira.

—Pero podría ser la mentira que quiere escuchar. Tú quieres volver a casa, ¿verdad?

Simon clavó la mirada en la pared como si de algún modo pudiera ver a través de ella al hombre del otro lado.

—¿Es eso lo que tú harías? ¿Mentirle?

Samuel tosió… una especie de tos espasmódica, como si no tuviera muy buena salud. Luego volvió a hacerlo, había humedad y hacía frío allí abajo, algo que no afectaba a Simon, pero que probablemente afectaría en gran medida a un ser humano normal.

—Yo no aceptaría asesoramiento moral de alguien como yo —dijo el hombre—. Pero, sí, probablemente lo haría. Siempre he preferido salvar el pellejo.

—Estoy seguro de que eso no es cierto.

—A decir verdad —repuso Samuel—, lo es. Algo que aprenderás a medida que te hagas mayor, Simon, es que cuando alguien te cuenta algo desagradable de sí mismo, suele ser cierto.

«Pero yo no me haré mayor», pensó Simon. En voz alta dijo:

—Es la primera vez que me llamas Simon. Simon y no vampiro diurno.

—Supongo que sí.

—Y en cuanto a los Lightwood —siguió Simon—, no se trata de que los aprecie tanto. Quiero decir que me cae bien Isabelle, y digamos que también Alec y Jace. Pero está esa chica. Y Jace es su hermano.

Cuando respondió, Samuel sonó, por primera vez, genuinamente divertido.

—¿No hay siempre una chica?

En cuanto la puerta se cerró detrás de Clary, Jace se desplomó contra la pared, como si le hubiesen cortado las piernas. Estaba lívido con una mezcla de horror, conmovido y lo que casi parecía alivio, como si se hubiese evitado una catástrofe por muy poco.

—Jace —dijo Alec, dando un paso hacia su amigo—, ¿realmente crees…?

Jace habló en voz baja, interrumpiéndole.

—Salid —dijo—. Los dos.

—¿Para que puedas hacer qué? —exigió Isabelle—. ¿Destrozar un poco más tu vida? ¿De qué demonios iba todo esto?

Jace negó con la cabeza.

—La he enviado a casa. Era lo mejor para ella.

—Has hecho muchísimo más que enviarla a casa. La has destruido. ¿Has visto su cara?

—Ha valido la pena —dijo Jace—. No lo comprenderías.

—Para ella, quizá —dijo Isabelle—. Espero que acabe mereciendo la pena para ti.

Jace desvió la cabeza.

—Déjame solo, Isabelle. Por favor.

Isabelle lanzó una mirada sobresaltada a su hermano. Jace jamás pedía nada por favor. Alec le puso una mano en el hombro.

—Olvídalo, Jace —dijo, con toda la amabilidad que pudo—. Estoy seguro de que ella estará bien.

Jace alzó la cabeza y miró a Alec sin mirarle en realidad; parecía tener la vista puesta en la nada.

—No, no lo estará —dijo—. Pero ya lo sabía. Por cierto, ¿podrías decirme qué viniste a contarme? Hace un momento parecía muy importante.

Alec retiró la mano del hombro de Isabelle.

—No quise decírtelo delante de Clary…

Los ojos de Jace finalmente se concentraron en Alec.

—¿No quisiste decirme qué?

Alec vaciló. Raras veces había visto a Jace tan trastornado, y sólo podía imaginar qué efecto podría tener en él más sorpresas desagradables. Sin embargo, no había modo de ocultar aquello. Jace tenía que saberlo.

—Ayer —dijo, en voz baja—, cuando llevé a Simon arriba al Gard, Malachi me contó que Magnus Bane esperaría a Simon en el otro extremo del Portal. Recibí noticias suyas esta mañana. No recogió a Simon. De hecho, dice que no ha habido actividad de Portales en Nueva York desde que Clary cruzó.

—A lo mejor Malachi se equivocó —sugirió Isabelle, tras una rápida mirada al rostro ceniciento de Jace—. A lo mejor otra persona recibió a Simon en el otro lado. Y Magnus podría equivocarse sobre lo de la actividad de los Portales…

Alec negó con la cabeza.

—Subí al Gard esta mañana con mamá. Mi intención era preguntarle yo mismo a Malachi sobre ello, pero cuando le vi…, no sé por qué…, me escondí tras una esquina a toda prisa. Entonces le oí hablar a uno de los guardas. Les ordenaba que hicieran subir al vampiro porque el Inquisidor quería volver a hablar con él.

—¿Estás seguro de que se refería a Simon? —preguntó Isabelle sin convicción en voz—. Quizá…

—Hablaban sobre lo estúpido que había sido el subterráneo al creer que lo enviarían así sin más de vuelta a Nueva York sin interrogarlo. Uno de ellos dijo que para empezar no podía creer que nadie hubiese tenido la desfachatez de intentar introducirlo a hurtadillas en Alacante. Y Malachi dijo: «Bueno, ¿qué esperáis del hijo de Valentine?».

—Oh —musitó Isabelle—. Oh, Dios mío. —Echó una ojeada al otro lado de la habitación—. Jace…

Las manos de Jace estaban firmemente cerradas a los costados del cuerpo. Los ojos parecían hundidos, como si se estuviesen adentrando en el cráneo. En otras circunstancias, Alec le habría puesto la mano en el hombro, pero no ahora; algo en Jace lo contuvo.

—De no haber sido yo quien lo trajo —dijo Jace en una voz queda y mesurada, como si estuviese recitando algo—, a lo mejor simplemente lo habrían dejado volver a casa. Quizá habrían creído…

—No —repuso Alec—. No, Jace, no es culpa tuya. Le salvaste la vida.

—Lo salvé para que la Clave pudiera torturarlo —respondió él—. Menudo favor le he hecho. Cuando Clary lo averigüe… —Sacudió la cabeza ciegamente—. Pensará que lo traje aquí a propósito, que lo entregué a la Clave sabiendo lo que ellos le harían.

—Ella no pensará eso. No tendrías motivos para hacer algo así.

—Tal vez —dijo él, despacio—, pero después de cómo la acabo de tratar…

—Nadie podría creer jamás que hicieses algo así, Jace —dijo Isabelle—. Nadie que te conozca. Nadie…

Pero Jace no siguió escuchándola. Se dio la vuelta y fue hacia el ventanal que daba al canal. Se quedó allí quieto un momento, con la luz que penetraba por la ventana convirtiendo los bordes de sus cabellos en oro. Luego se movió con tal rapidez que Alec no tuvo tiempo de reaccionar. Para cuando vio lo que iba a suceder y se lanzó al frente para impedirlo, ya era demasiado tarde.

Hubo un estrépito —el sonido de algo que se rompía— y un repentino surtido de cristales rotos sobre una lluvia de estrellas irregulares. Jace contempló su mano izquierda, que tenía los nudillos surcados de escarlata, con interés clínico mientras gruesas gotas de sangre se agrupaban y salpicaban el suelo a sus pies.

Isabelle miró atónita a Jace y luego contempló el agujero que el cristal, alrededor del cual se había formado una telaraña de finas grietas plateadas.

—Jace —dijo, con la voz más queda que Alec le había oído nunca—. ¿Cómo diablos vamos a explicar esto a los Penhallow?

De algún modo, Clary consiguió salir de la casa. No estaba segura de cómo; todo fue un veloz remolino borroso de escaleras y pasillos, y a continuación corría ya a la puerta principal y salía por ella, y sin saber cómo se encontró en los peldaños de la entrada de los Penhallow, intentando decidir si iba a vomitar o no en los rosales.

Estaban colocados de un modo ideal para hacerlo, y sentía el estómago dolorosamente revuelto, aunque el hecho de haber comido tan sólo un poco de sopa era un inconveniente. No creyó que tuviese nada que vomitar en el estómago. En su lugar descendió los peldaños y salió casi como una autómata por la verja de la entrada; ya no recordaba de dónde había llegado o cómo regresar a casa de Amatis, pero no parecía importarle mucho. No tenía ganas de regresar y explicar a Luke que tenían que abandonar Alacante o Jace los entregaría a la Clave.

A lo mejor Jace tenía razón. A lo mejor ella era impetuosa e irreflexiva. A lo mejor jamás pensaba en cómo lo que hacía afectaba a la gente que amaba. El rostro de Simon cruzó como una exhalación ante sus ojos, nítido como una fotografía, y luego el de Luke.

Se detuvo y se apoyó en un farol. El cuadrado artefacto de cristal parecía la clase de farola de gas que coronaba los postes de época que había frente a las casas de piedra rojiza de Park Slope. De algún modo, le resultó reconfortante.

—¡Clary!

Era la voz inquieta de un chico. Inmediatamente, Clary pesó: «Jace». Giró en redondo.

No era Jace. Sebastian, el muchacho de cabellos oscuros de la sala de estar de los Penhallow, estaba ante ella, jadeando un poco, como si la hubiese perseguido calle abajo a la carrera.

Clary sintió un estallido de la misma sensación que la había invadido antes, al verle por primera vez: reconocimiento mezclado con algo que no pudo identificar. No era que le gustase o le desagradase… Era una especie de atracción, como si algo la arrastrara hacia aquel muchacho que no conocía. A lo mejor era simplemente su aspecto. Era apuesto, tan apuesto como Jace, aunque donde este era todo oro, aquel chico era palidez y sombras. Pero ahora que le miraba con más atención, podía ver que el parecido con su príncipe imaginario no era tan exacto como había creído. Incluso el color de la tez y los cabellos de los dos eran diferentes. Eran simplemente algo en la forma de la cara, el porte, el oscuro hermetismo de los ojos…

—¿Estás bien? —dijo él, y su voz era suave—. Saliste corriendo de la casa como…

La voz se apagó mientras la contemplaba. Ella seguía aferrando el poste de la farola como si la necesitase para mantenerse en pie.

—¿Qué ha pasado?

—Tuve una pelea con Jace —respondió ella, intentando mantener la voz ecuánime—. Ya sabes.

—En realidad no. —Sonó casi como si se disculpara—. No tengo hermanas ni hermanos.

—Tienes suerte —dijo ella, y le sobresaltó la amargura de su propia voz.

—No lo dices en serio.

Dio un paso más hacia ella, y al hacerlo, la farola se encendió con un parpadeo, proyectando un haz de blanca luz mágica sobre ambos. Sebastian alzó los ojos hacia la luz y sonrió.

—Es una señal.

—¿Una señal de qué?

—Una señal de que deberías dejar que te acompañase a casa.

—Pero no tengo ni idea de dónde está —dijo ella, dándose cuenta de ello—. Me escapé para venir aquí. No recuerdo el camino.

—Bien, ¿con quién te alojas?

Ella vaciló antes de responder.

—No se lo diré a nadie —dijo él—. Lo juro por el Ángel.

Ella le miró sorprendida. Era todo un juramento para un cazador de sombras.

—De acuerdo —respondió, antes de poder replantearse su decisión—. Me alojo con Amatis Herondale.

—Estupendo. Sé dónde vive. —Le ofreció el brazo—. ¿Vamos?

Ella se las apañó para sonreír.

—Eres bastante insistente, ¿sabes?

Él se encogió de hombros.

—Siento una especie de atracción por las doncellas en apuros.

—No seas sexista.

—En absoluto. Mis servicios también están a disposición de caballeros en apuros. Es un fetiche con igualdad de oportunidades —dijo, y, con una floritura, volvió a ofrecer el brazo.

En esta ocasión, ella lo aceptó.

Alec cerró la puerta de la pequeña habitación del desván detrás de él y se volvió hacia Jace. Sus ojos por lo general tenían el color del lago Lyn, un azul pálido y apacible, aunque tendía a cambiar con sus estados de ánimo. En aquel momento era del color del East River durante una tormenta eléctrica. Su expresión también era tormentosa.

—Siéntate —le ordenó a Jace, señalando una silla baja cerca de la ventana con gablete—. Traeré vendas.

Jace se sentó. La habitación que compartía con Alec en el último piso de la casa de los Penhallow era pequeña, con dos camas estrechas en ella, una contra cada pared. Las ropas de ambos pendían de una hilera de colgadores en la pared. Había una única ventana, que dejaba entrar una luz tenue; empezaba a oscurecer ya, y el cielo al otro lado del cristal era de un color añil. Jace observó cómo Alec se arrodillaba para agarrar la bolsa de lona de debajo de su cama y la abría de un tirón. Revolvió ruidosamente su contenido hasta ponerse en pie con una caja en las manos. Jace la reconoció como la caja de material de primeros auxilios que usaban cuando las runas no eran una opción: antiséptico, vendas, tijeras y gasa.

—¿No vas a usar una runa de curación? —preguntó Jace, más por curiosidad que por cualquier otro motivo.

—No. Puedes…

Alec se interrumpió, lanzando la caja sobre la mesa con una palabrota inaudible. Fue al pequeño lavamanos que había contra la pared y se lavó las manos con tanta fuerza que el agua salpicó hacia arriba en una fina ducha. Jace le contempló con distante curiosidad. La mano le había empezado a arder con un dolor sordo y abrasador.

Alec recuperó la caja, acercó una silla hasta colocarla frente a la de Jace, y se dejó caer sobre ella.

—Dame la mano.

Jace extendió la mano. Tuvo que admitir que tenía muy mal aspecto. Los cuatro nudillos estaban abiertos igual que rojas estrellas reventadas. Había sangre seca pegada a los dedos; un guante marrón rojizo que se escamaba.

Alec hizo una mueca.

—Eres un idiota.

—Gracias —respondió Jace.

Observó pacientemente como Alec se inclinaba sobre su mano con un par de pinzas y extraía con suavidad un pedazo de cristal incrustado en la carne.

—Así pues, ¿por qué no?

—¿Por qué no qué?

—¿Por qué no usar una runa de curación? Esto no es una herida hecha por un demonio.

—Porque creo que te hará bien sentir el dolor —Alec recuperó la botella azul de antiséptico—. Puedes sanar como un mundano. Despacio y de un modo desagradable. Quizá así aprendas algo. —Echó algo de líquido, que escocía terriblemente, sobre los cortes de Jace—. Aunque lo dudo.

—Siempre puedo ponerme mi propia runa curativa, ya lo sabes.

Alec empezó a envolver con vendas la mano de Jace.

—Únicamente si quieres que cuente a los Penhallow lo que le sucedió realmente a su ventana, en lugar de dejarles creer que fue un accidente. —Apretó con un tirón un nudo hecho en la venda, provocando una mueca de dolor en Jace—. ¿Sabes?, de haber sabido que ibas a hacerte esto, jamás te habría dicho nada.

—Sí, lo habrías hecho. —Jace ladeó profundamente la cabeza—. No me di cuenta de que mi ataque al ventanal te alteraría hasta ese punto.

—Es sólo que…

Acabada la operación de vendarle, Alec observó la mano de Jace, la mano que todavía sostenía en la suya. Era un garrote de vendas blancas, manchado de sangre allí donde los dedos de Alec lo habían tocado.

—¿Por qué te haces esto? No sólo lo que le hiciste a la ventana, sino el modo en que le hablaste a Clary. ¿Por qué te castigas? No puedes luchar contra tus sentimientos.

La voz de Jace sonó tranquila.

—¿Cuáles son mis sentimientos?

—He visto cómo la miras. —Los ojos de Alec eran distantes, observando algo más allá de Jace, algo que no estaba allí—. Y no puedes tenerla. A lo mejor simplemente nunca supiste qué se siente al querer algo que no puedes tener.

Jace le miró con fijeza.

—¿Qué hay entre tú y Magnus Bane?

La cabeza de Alec dio una sacudida hacia atrás.

—No… no hay nada…

—No soy estúpido. Acudiste directamente a Magnus después de hablar con Malachi. Antes de hablar conmigo o con Isabelle o con cualquier otro…

—Él era el único que podía contestar a mi pregunta, ése es el motivo. No existe nada entre nosotros —respondió Alec; y luego, advirtiendo la expresión de su amigo, añadió con gran renuencia—: No existe nada entre nosotros. ¿De acuerdo?

—Espero que eso no sea debido a mi —dijo Jace.

Alec se quedó blanco y se echó hacia atrás, como si se preparara para rechazar un golpe.

—¿A qué te refieres?

—Sé qué crees que sientes algo por mí —respondió Jace—. Pero no es cierto. Simplemente te gusto porque me ves seguro. No existe riesgo. Así nunca tienes que jugártela con una relación auténtica porque puedes usarme como excusa.

Jace sabía que estaba siendo cruel, y apenas le importaba. Herir a la gente que quería era casi tan satisfactorio como hacerse daño a sí mismo cuando estaba en aquel estado de ánimo.

—Lo capto —dijo Alec con voz tensa—. Primero Clary, luego tu mano, ahora yo. Al infierno contigo, Jace.

—¿No me crees? —preguntó Jace—. Estupendo. Anda, vamos. Bésame ahora mismo.

Alec le contempló horrorizado.

—¿Lo ves? A pesar de mi deslumbrante belleza, en realidad no te gusto de ese modo. Y si estás dejándolo pasar con Magnus, no es debido a mí. Es porque estás demasiado asustado para confesarle a nadie a quién amas realmente. El amor nos vuelve mentirosos —dijo Jace—. La reina seelie lo dijo. Así que no me juzgues por mentir sobre mis sentimientos. Tú también lo haces. —Se puso en pie—. Y ahora quiero que vuelvas a hacerlo.

El rostro de Alec reflejaba una rígida expresión dolida.

—Miente por mí —dijo Jace, tomando su chaqueta del colgador de la pared y poniéndosela—. Se pone el sol. Estarán empezando a regresar del Gard. Quiero que le digas a todo el mundo que no me siento bien y que por ese motivo no voy a bajar. Diles que me dio un mareo y tropecé, y que así es como se rompió la ventana.

Alec inclinó la cabeza atrás y miró a Jace directamente a la cara.

—De acuerdo, lo haré —contestó—, si me dices adónde vas en realidad.

—Voy a subir al Gard —declaró Jace—. Voy a sacar a Simon de la cárcel.

La madre de Clary siempre había llamado a la hora del día entre el crepúsculo y el anochecer «la hora azul». Decía que la luz era más fuerte y más especial entonces, y que era la mejor hora para pintar. Clary nunca había comprendido realmente a qué se refería pero en aquellos momentos, recorriendo Alacante al ponerse el sol, lo hizo.

La hora azul en Nueva York no era realmente azul; estaba demasiado desteñida por las farolas y los letreros de neón. Jocelyn debía de haber estado pensando en Idris. Aquí la luz caía en franjas de puro color violeta sobre la mampostería dorada de la ciudad, y las farolas de luz mágica proyectaban charcos circulares de luz blanca tan intensa que Clary esperaba sentir calor cuando los cruzaba. Deseó que su madre estuviera con ella. Jocelyn le habría mostrado partes de Alacante con las que estaba familiarizada, que ocupaban un lugar en sus recuerdos.

«Pero ella no quiso contarte nunca ninguna de esas cosas. Te las ha ocultado a propósito. Y ahora puede que jamás las conozcas». Un dolor agudo, entre ira y el pesar, se apoderó del corazón de Clary.

—Estás terriblemente callada —dijo Sebastian.

Estaban cruzando un puente sobre el canal, cuyos pretiles de cantería estaban tallados con runas.

—Simplemente me preguntaba en qué lío me veré metida cuando regrese. Tuve que saltar por una ventana para escaparme; Amatis probablemente ya se haya dado cuenta de que no estoy.

Sebastian frunció el ceño.

—¿Por qué salir a escondidas? ¿No te permitían ver a tu hermano?

—Se supone que no debería estar en Alacante —respondió Clary—. Se supone que debo estar en casa, observando sin peligro desde la barrera.

—Ah. Eso explica muchas cosas.

—¿Ah, sí?

Le lanzó de soslayo una mirada curiosa. Tenía sombras azuladas atrapadas en los cabellos oscuros.

—Todo el mundo palideció cuando surgió tu nombre antes. Deduje que había algo de animosidad entre tu hermano y tú.

—¿Animosidad? Bueno, es un modo de expresarlo.

—¿No te cae bien?

—¿Caerme bien Jace?

Aquéllas últimas semanas se había dedicado tanto a pensar en si amaba a Jace Wayland que no se había detenido a considerar si le caía bien.

—Lo siento. Es de la familia… no se trata realmente de si te cae bien o no.

—Sí que me cae bien —dijo ella, sorprendiéndose a sí misma—. Me cae bien, es sólo… que me enfurece. Me dice lo que puedo y no puedo hacer…

—No parece que eso funcione demasiado —comentó Sebastian.

—¿Qué quieres decir?

—Se diría que tú haces lo que quieres de todos modos.

—Supongo. —La conversación la había sobresaltado, por provenir de alguien casi desconocido—. Pero parece que le ha enfurecido mucho más de lo que yo pensaba.

—Lo superará. —El tono de Sebastian era displicente.

Clary le miró con curiosidad.

—¿A ti te cae bien?

—Me gusta. Pero no creo que yo le guste demasiado. —Sebastian sonó pesaroso—. Todo lo que digo parece cabrearle.

Abandonaron la calle para entrar en una amplia plaza pavimentada con adoquines rodeada por edificios altos y estrechos. En el centro se elevaba la estatua de bronce de un ángel… El Ángel, el que había dado su sangre parar crear la raza de los cazadores de sombras. En el extremo septentrional de la plaza había una impresionante construcción de piedra blanca. Una cascada de amplios escalones de mármol ascendían hasta una arcada sostenida por pilares, tras la cual había un par de enormes puertas dobles. El efecto general a la luz del atardecer era deslumbrante… y extrañamente familiar. Clary se preguntó si no habría visto un cuadro del lugar con anterioridad.

¿Tal vez su madre habría pintado uno?

—Ésta es la plaza del Ángel —dijo Sebastian—, y eso era el Gran Salón del Ángel. Los Acuerdo se firmaron por primera vez ahí, puesto que a los subterráneos no se les permite el acceso al interior del Gard; ahora recibe el nombre de Salón de los Acuerdos. Es un lugar principal de reunión; se celebran festejos, bodas, bailes, esa clase de cosas. Es el centro de la ciudad. Dicen que todas las calzadas conducen al Salón.

—Tiene un cierto aire de iglesia…, pero vosotros no tenéis iglesias aquí, ¿verdad?

—No hay necesidad —respondió él—. Las torres de los demonios nos mantienen a salvo. No necesitamos nada más. Por eso me gusta venir aquí. Produce una sensación de… tranquilidad.

Clary le miró sorprendida.

—Entonces, ¿tú no vives aquí?

—No; vivo en París. Tan sólo estaba visitando a Aline; es mi prima. Mi madre y su padre, mi tío Patrick, eran hermanos. Los padres de Aline dirigieron el Instituto de Beijing durante años. Regresaron a vivir a Alacante hará unos diez años.

—Estaban… los Penhallow no estaban en el Círculo, ¿verdad?

Una expresión sobresaltada apareció fugazmente en el rostro de Sebastian. Permaneció silencioso mientras daban la vuelta y dejaban la plaza tras ellos, penetraron en el interior de un laberinto de calles oscuras.

—¿Por qué lo preguntas? —dijo por fin.

—Bueno… porque los Lightwood sí lo estuvieron.

Pasaron bajo una farola. Clary dirigió una mirada de reojo a Sebastian. Con el largo abrigo negro y la camisa blanca, bajo el charco de luz blanca, parecía una ilustración en blanco y negro de un caballero sacado de un libro de recortes victoriano. El cabello oscuro se rizaba pegado a las sienes de un modo que le hacía ansiar dibujarlo a pluma y tinta.

—Tienes que comprender —dijo él— que la mitad de los jóvenes cazadores de sombras de Idris formaban parte del Círculo, y muchos de aquellos que no estaban en Idris también. Tío Patrick perteneció a él en los primeros tiempos, pero se salió del Círculo una vez que empezó a darse cuenta de lo en serio que se lo tomaba Valentine. Los padres de Aline no tomaron parte en el Levantamiento; mi tío se marchó a Beijing para alejarse de Valentine y conoció a la madre de Aline en el Instituto que había allí. Cuando a los Lightwood y a otros miembros del Círculo se les juzgó por traición contra la Clave, los Penhallow votaron a favor de la indulgencia. Consiguieron que los enviaran a Nueva York en lugar de ser maldecidos. Así que los Lightwood siempre se han mostrado agradecidos.

—¿Qué hay de tus padres? —preguntó Clary—. ¿Estaban en él?

—En realidad, no. Mi madre era más joven que Patrick… él la envió a París cuando se fue a Beijing. Ella conoció a mi padre allí.

—¿Tu madre era más joven que Patrick?

—Está muerta —dijo Sebastian—. Mi padre también. Mi tía Élodie me crio.

—Ah —dijo Clary, sintiéndose estúpida—. Lo siento.

—No los recuerdo —repuso Sebastian—. En realidad, no. Cuando era más pequeño deseaba tener una hermana o un hermano mayor, alguien que pudiese decirme cómo era tenerlos por padres. —La miró pensativo—. ¿Puedo preguntarte algo, Clary? ¿Por qué viniste a Idris cuando sabías lo mal que se lo tomaría Jace?

Antes de que pudiera contestarle, pasaron del estrecho callejón que habían estado siguiendo a un patio familiar sin iluminación, en cuyo centro un pozo en desuso brillaba a la luz de la luna.

—La plaza de la Cisterna —dijo Sebastian con una inconfundible nota de decepción en la voz—. Hemos llegado más deprisa de lo que pensaba.

Clary echó una ojeada al otro lado del puente de mampostería tendido sobre el cercano canal. Pudo ver la casa de Amatis a lo lejos. Todas las ventanas estaban iluminadas. Suspiró.

—Puedo regresar yo sola desde aquí, gracias.

—¿No quieres que te acompañe hasta…?

—No. No a menos que también tú quieras tener problemas.

—¿Crees que yo tendría problemas? ¿Por ser lo bastante caballeroso como para acompañarte a casa?

—Se supone que nadie debe saber que estoy en Alacante —dijo ella—. Se supone que es un secreto. Y no te ofendas, pero tú eres un desconocido.

—Me gustaría dejar de serlo —repuso él—. Me gustaría llegar a conocerte mejor.

La miraba con una mezcla de diversión y una ciertas timidez, como si no estuviese seguro de cómo sería recibido lo que acaba de decir.

—Sebastian —dijo ella, con una repentina sensación de abrumador cansancio—, me alegro de que quieras llegar a conocerme. Pero es que yo no tengo energía para llegar a conocerte. Lo siento.

—No era mi intención…

Pero ella se alejaba ya de él, en dirección al puente. A mitad de camino giró la cabeza y echó una ojeada a Sebastian. Éste parecía curiosamente desamparado en un retazo de luz de luna, con los oscuros cabellos cayéndole sobre el rostro.

—Ragnor Fell —dijo ella.

Él la miró fijamente.

—¿Qué?

—Me preguntaste por qué vine aquí a pesar de que no debía —respondió Clary—. Mi madre está enferma. Muy enferma. Tal vez muera. La única cosa que puede ayudarla, la única persona que puede ayudarla, es un brujo llamado Ragnor Fell. Pero no tengo ni idea de dónde encontrarlo.

—Clary…

Ella volvió a volverse en dirección a la casa.

—Buenas noche, Sebastian.

Resultó más difícil trepar por el enrejado que descender por él. Las botas de Clary resbalaron varias veces en la húmeda pared de piedra, y se sintió aliviada cuando por fin se elevó dentro del dormitorio.

Su euforia duró poco. Aún no había apoyado totalmente las botas en el suelo cuando llameó una luz intensa, un estallido suave que iluminó la habitación con una claridad diurna.

Amatis estaba sentada en el borde de la cama, con la espalda muy tiesa y una luz mágica en la mano que ardía con una luz brillante que no suavizaba la dureza de su rostro ni las líneas en las comisuras de la boca. Miró fijamente a Clary en silencio durante un largo instante. Finalmente dijo:

—Con esas ropas, eres exacta a Jocelyn.

Clary se incorporó a toda prisa.

—Lo… lo siento —dijo—. Salir así de ese…

Amatis cerró la mano alrededor de la luz mágica, apagando su resplandor. Clary pestañeó en la repentina penumbra.

—Quítate esa ropa —indicó Amatis—, y reúnete conmigo abajo en la cocina. Y ni se te ocurra volver a escabullirte por la ventaba —añadió—, o cuando regreses a esta casa la encontrarás sellada para ti.

Tragando saliva con fuerza, Clary asintió.

Amatis se puso en pie y salió sin añadir nada más. Clary se despojó a toda prisa de las prendas y se vistió con sus propias ropas, que colgaban sobre el pilar de la cama, ahora secas; los vaqueros estaban un poco tiesos, pero le resultó agradable la familiaridad de su camiseta. Sacudió los enmarañados cabellos y se encaminó abajo.

La única vez que había visto la planta bajo de la casa de Amatis estaba delirando y padecía alucinaciones. Recordaba pasillos que se alargaban hasta el infinito y un enorme reloj de pie cuyo tictac había sonado como los latidos de un corazón moribundo. Ahora se encontró en una salita pequeña y acogedora, con sencillos muebles de madera y una alfombra de retazos en el suelo. Su pequeño tamaño y los colores vivos le recordaban la salita de su propia casa de Brooklyn. La cruzó en silencio y entró en la cocina, donde ardía un fuego en el hogar y la habitación estaba llena de una cálida luz amarilla. Amatis se sentaba ante la mesa. Llevaba un chal azul alrededor de los hombros que hacía que su pelo pareciese más gris.

—Hola.

Clary se detuvo indecisa en la entrada. No sabía si Amatis estaba enojada o no.

—Supongo que no necesito preguntarte adónde fuiste —dijo Amatis, sin levantar la vista de la mesa—. Fuiste a ver a Jonathan ¿verdad? Supongo que era de esperar. Quizá si hubiese tenido hijos propios, habría sabido cuándo una criatura me miente. Pero confiaba, en, al menos esta vez, no decepcionar completamente a mi hermano.

—¿Decepcionar a Luke?

—¿Sabes qué sucedió cuando le mordieron? —Amatis miró hacia adelante—. Cuando a mi hermano le mordió un hombre lobo y desde luego tenía que suceder, porque Valentine siempre corría riesgos estúpidos consigo mismo y con sus seguidores, por lo que no era más que una cuestión de tiempo, vino y me contó lo que había sucedido y el miedo que sentía de que pudiera haber contraído la enfermedad de la licantropía. Y yo le dije…, le dije…

—Amatis, no tienes que contármelo…

—Le dije que saliera de mi casa y no regresara hasta que estuviese seguro de no tenerla. Retrocedí asustada ente él… no pude evitarlo. —La voz le tembló—. Él pudo ver la repugnancia que sentía dibujada en mi cara. Tenía miedo de que si se convertía en una criatura lobo, Valentine fuese a pedirle que me matase, y yo le dije…, le dije que a lo mejor eso sería lo mejor.

Clary emitió una pequeña exclamación ahogada; no pudo evitarlo.

Amatis alzó rápidamente los ojos. Todo su rostro mostraba repugnancia hacia sí misma.

—Luke fue siempre bueno. A veces pensaba que él y Jocelyn eran las únicas personas realmente buenas que conocía… Fuese lo que fuese que Valentine intentaba conseguir que hiciese…, a veces pensaba que él y Jocelyn eran las únicas personas realmente buenas que conocía… yo no podía soportar la idea de que se viese convertido en un monstruo…

—Pero él no es así. No es un monstruo.

—Yo no lo sabía. Después de que cambiara, después de que huyera de aquí, Jocelyn se esforzó mucho en convencerme de que todavía era la misma persona por dentro, que todavía era mi hermano. De no haber sido por ella, jamás habría aceptado volver a verle. Dejé que se quedara aquí cuando vino antes del Levantamiento…, le permití ocultarse en el sótano… Pero notaba que él en realidad no confiaba en mí, no después de que le hubiese dado la espalda. Creo que sigue sin hacerlo.

—Confió lo suficiente como para acudir a ti cuando yo estaba enferma —dijo Clary—. Confió en ti lo suficiente como para dejarme aquí contigo…

—No tenía ningún otro sitio al que ir —replicó Amatis—. Y mira lo bien que me ha ido contigo. Ni siquiera pude mantenerte dentro de la casa un solo día.

La muchacha se estremeció. Aquello era peor que recibir una tanda de gritos.

—No es culpa tuya. Te mentí y me fui a hurtadillas. No podías haberlo evitado.

—Clary —dijo Amatis—. ¿Es que no lo ves? Siempre se puede hacer algo. Pero la gente como yo siempre se convence a sí misma de lo contrario. Me convencí de que no había nada que hacer por Luke. Me convencí de que no había nada que hacer para que Stephen no me abandonase. Y me niego incluso a asistir a las reuniones de la Clave porque me digo a mi misma que no hay nada que pueda hacer para influenciar en sus decisiones, incluso cuando aborrezco lo que hacen. Y cuando elijo hacer algo… bueno, ni siquiera puedo hacerlo bien. —Sus ojos refulgieron, duros y brillantes a la luz de las llamas—. Vete a la cama, Clary —finalizó—. A partir de ahora, puedes entrar y salir a tus anchas. No haré nada para detenerte. Al fin y al cabo, como tú dijiste, no hay nada que pueda hacer.

—Amatis…

—No. —Amatis negó con la cabeza—. Sólo vete a la cama. Por favor.

Su voz tenía una nota de finalidad; volvió la cabeza, como si Clary ya se hubiese ido, y se quedó mirando la pared sin pestañear.

Clary giró sobre sus talones y corrió escaleras arriba. Una vez en la habitación de invitados, cerró la puerta de una patada y se arrojó sobre la cama. Había pensando que quería llorar, pero las lágrimas no querían acudir. «Jace me odia —pensó—. Amatis me odia. Ni siquiera llegué a despedirme de Simon. Mi madre se muere. Y Luke me ha abandonado. Estoy sola. Jamás he estado tan sola, y es todo culpa mía». A lo mejor era por eso que no podía llorar, comprendió, clavando los ojos, totalmente secos, en el techo. Porque ¿de qué servía llorar cuando no había nadie allí para consolarla? Y lo que era peor, ¿cuándo una no podía siquiera consolarse a sí misma?