VAMPIRO DIURNO
La noche había caído sobre Alacante cuando Simon y Alec abandonaron la casa de los Penhallow y marcharon colina arriba en dirección al Gard. Las calles de la ciudad eran estrechas y sinuosas, y ascendían como pálidas cintas de piedra bajo la luz de la luna. El aire era frío, aunque Simon lo notaba vagamente.
Alec andaba en silencio, avanzando a grandes zancadas por delante de Simon como si fingiera estar solo. En su vida anterior Simon habría tenido que apresurar el paso, jadeante, para mantenerse a su altura; ahora descubrió que podía ir al ritmo de Alec simplemente acelerando la zancada.
—Debe de ser un fastidio —dijo Simon por fin, mientras Alec mantenía la vista al frente con aire taciturno—. Tener que cargar con la tarea de escoltarme, quiero decir.
Alec se encogió de hombros.
—Tengo dieciocho años. Soy un adulto, así que tengo que ser la persona que se encargue. Soy el único que puede entrar y salir del Gard cuando la Clave está reunida, y además, el Cónsul me conoce.
—¿Qué es un Cónsul?
—Es como un funcionario de muy alto rango de la Clave. Cuenta los votos del Consejo, interpreta la ley para la Clave, y les aconseja a ellos y al Inquisidor. Si diriges un Instituto y tropiezas con un problema que no sabes cómo tratar, llamas al Cónsul.
—¿Aconseja al Inquisidor? Pensaba… ¿no está muerta la Inquisidora?
Alec lanzó un resoplido.
—Eso es como decir «¿No está muerto el presidente?». Sí, la Inquisidora murió; ahora hay uno nuevo. El Inquisidor Aldertree.
Simon echó un vistazo colina abajo en dirección a la oscura agua de canales situados muy por debajo. Habían dejado la ciudad tras ellos y marchaban por una calzada estrecha entre umbríos árboles.
—Te diré una cosa, las inquisiciones no le han ido nada bien a mi gente en el pasado —dijo Simon a Alec, que pareció desconcertado—. No importa. Tan sólo era un chiste mundano sobre la historia. No te interesaría.
—Tú no eres un mundano —señaló Alec—. Por eso a Aline y a Sebastian les emocionaba tanto poder echarte un vistazo. Aunque no es que puedas saberlo con Sebastian; él siempre actúa como si ya lo hubiera visto todo.
Simon habló sin pensar.
—¿Están él e Isabelle…? ¿Hay algo entre ellos?
Aquello arrancó una carcajada a Alec.
—¿Isabelle y Sebastian? Difícilmente. Sebastian es un buen tipo, y a Isabelle sólo le gusta salir con chicos totalmente inapropiados a los que nuestros padres aborrecerían. Mundanos, subterráneos, pillos insignificantes…
—Gracias —dijo Simon—. Me alegro de verme clasificado junto con el elemento criminal.
—Creo que lo hace para llamar la atención —repuso Alec—. Además, es la única chica de la familia, así que tiene que estar siempre demostrando lo dura que es. O al menos eso es lo que piensa.
—A lo mejor está intentando desviar la atención de ti —dijo Simon, casi distraídamente—. Ya sabes, como tus padres no saben que eres gay y todo eso.
Alec se detuvo en medio de la calzada tan inopinadamente que Simon casi chocó contra él.
—No —dijo—, pero, aparentemente, todos los demás lo saben.
—Excepto Jace —replicó Simon—. Él no lo sabe, ¿verdad?
Alec inspiró profundamente. Estaba pálido, se dijo Simon, aunque quizá sólo fuera la luz de la luna, que le desvanecía el color a todo. Los ojos parecieron negros en la oscuridad.
—En realidad no es asunto tuyo. A menos que estés intentando amenazarme.
—¿Intentar amenazarte? —Simon se quedó desconcertado—. No estoy…
—Entonces ¿por qué? —dijo Alec, y de improviso había una repentina y aguda vulnerabilidad en su voz que desconcertó a Simon—. ¿Por qué mencionarlo?
—Porque pareces odiarme la mayor parte del tiempo —respondió Simon—. No me lo tomo de un modo tan personal, pero lo cierto es que te salvé la vida. Das la impresión de odiar a todo el mundo. Y además, no tenemos prácticamente nada en común. Pero te veo mirando a Jace, y me veo a mí mirando a Clary, e imagino… que quizá sí tenemos algo en común. Y a lo mejor eso podría hacer que yo te desagradara un poco menos.
—¿Así que no se lo vas a contar a Jace? —dijo Alec—. Quiero decir… le contaste a Clary lo que sentías, y…
—Y no fue la mejor de la ideas —respondió Simon—. Ahora me pregunto todo el tiempo cómo volver atrás después de algo así. Si podremos volver a ser amigos alguna vez, o si lo que teníamos se ha roto en mil pedazos. No por culpa suya, sino mía. A lo mejor si encontrase a otra persona…
—Otra persona —repitió Alec, que había empezado a andar otra vez, muy de prisa, con la vista fija en la calzada ante él.
Simon apresuró el paso para mantenerse a su altura.
—Ya sabes a lo que me refiero. Por ejemplo, creo que a Magnus Bane le gustas de verdad. Y es un tipo fabuloso. Da unas fiestas estupendas, por lo menos. Incluyo aunque yo acabara convertido en rata aquella vez.
—Gracias por el consejo. —La voz de Alec era seca—. Pero no creo que le guste tanto. Apenas me habló cuando vino a abrir el Portal al Instituto.
—Quizás deberías llamarle —sugirió Simon, intentando no pensar demasiado en lo extraño que resultaba aconsejar a un cazador de demonios sobre la posibilidad de salir con un brujo.
—No puedo —dijo Alec—. No hay teléfonos en Idris. Aunque no importa, de todos modos. —Su tono era brusco—. Ya estamos. Esto es el Gard.
Un muro alto se alzaba frente a ellos, con un par de enormes portones. Tallados con los arremolinados dibujos angulosos de runas, y aunque Simon no podía descifrarlos como Clary, había algo deslumbrante en su complejidad y en la sensación de poder que emanaba de ellos. Las puertas estaban custodiadas por estatuas de ángeles a ambos lados, los rostros fieros y hermosos. Cada uno sostenía una espada tallada en la mano, y una criatura que se retorcía —una mezcla de rata, murciélago y lagarto, con repugnantes dientes puntiagudos— yacía agonizante a sus pies. Simon se las quedó mirando durante un buen rato. Demonios, imaginó… aunque podían muy bien ser vampiros.
Alec abrió la puerta de un empujón e hizo una señal a Simon para que la cruzara. Una vez dentro, éste pestañeó mirando a su alrededor desconcertado. Desde que se había convertido en vampiro, su visión nocturna se había agudizado hasta adquirir una claridad parecida al láser, pero las docenas de antorchas que bordeaban el sendero que conducía a las puertas del Gard estaban hechas de luz mágica, y el crudo resplandor blanco parecía eliminarle el detalle a todo. Era vagamente consciente de que Alec le guiaba hacia delante por un estrecho sendero de piedra que brillaba con iluminación reflectante; había alguien de pie en el sendero frente a él, cerrándole el paso con un brazo alzado.
—¿Así que este es el vampiro?
La voz que habló era lo bastante profunda para ser casi un gruñido. Simon alzó la vista pese a que la luz le escocía en los ojos como si le quemase; se habría llenado de lágrimas si todavía hubiese sido capaz de llorar. «La luz mágica —pensó—, luz de ángel, me quema. Supongo que no es ninguna sorpresa».
El hombre que estaba de pie ante ellos era muy alto, y tenía una piel cetrina tensada sobre unos prominentes pómulos. Bajo un pelo negro muy corto, la frente era amplia, la nariz aguileña y romana. Su expresión mientras bajaba la mirada hacia Simon era la de un usuario del metro que contempla una rata enorme que corre de un lado a otro por las vías, medio esperando que llegue el tren y la aplaste.
—Éste es Simon —dijo Alec, con cierto aire vacilante—. Simon, éste es el Cónsul Malachi Dieudonné. ¿Está listo el Portal, señor?
—Sí —respondió Malachi; su voz era áspera y mostraba un leve acento—. Todo está listo. Vamos, subterráneo. —Hizo una seña a Simon—. Cuanto antes termine esto, mejor.
Simon hizo intención de ir hacia el oficial jefe, pero Alec le detuvo posando una mano sobre su brazo.
—Sólo un momento —dijo, dirigiéndose al Cónsul—. ¿Se le enviará directamente a Manhattan? ¿Y habrá alguien esperándole allí al otro lado?
—Por supuesto —respondió Malachi—. El brujo Magnus Bane. Puesto que imprudentemente fue quien permitió que el vampiro entrara en Idris, se ha hecho responsable de su regreso.
—Si Magnus no le hubiese dejado que cruzara el Portal, Simon habría muerto —replicó Alec, con cierta acritud.
—Quizá —dijo Malachi—. Eso es lo que tus padres dicen, y la Clave ha elegido creerles. En contra de mi consejo, de hecho. Con todo, uno no trae subterráneos a la Ciudad de Cristal a la ligera.
—No fue a propósito. —La ira invadió el pecho de Simon—. Nos atacaban…
Malachi volvió la mirada hacia Simon.
—Hablarás cuando se te hable, subterráneo, no antes.
La mano de Alec se cerró con más fuerza sobre el brazo de Simon. Había una expresión en su rostro… entre vacilante y suspicaz, como si dudara de lo acertado de conducir a Simon allí después de todo.
—¡Pero bueno, Cónsul, por favor!
La voz que sonó a través del patio era aguda, ligeramente entrecortada; Simon comprobó con cierta sorpresa que pertenecía a un hombre… un hombre menudo y regordete que avanzaba apresuradamente por el sendero hacia ellos. Llevaba una holgada capa gris sobre la indumentaria de cazador de sombras, y su cabeza calva relucía bajo la luz mágica.
—No hay necesidad de alarmar a nuestro invitado.
—¿Invitado? —Malachi parecía indignado.
El hombrecillo se detuvo ante Alec y Simon y le sonrió radiante.
—Nos alegramos tanto… nos sentimos complacidos en realidad… de que decidieses cooperar con nuestra petición de que regresaras a Nueva York. Lo hace todo mucho más fácil.
Guiñó un ojo a Simon, que le devolvió la mirada confuso. No creía haber conocido jamás a un cazador de sombras que pareciese complacido de verle; ni cuando era mundano, ni definitivamente ahora que era un vampiro.
—¡Ah, casi lo olvidaba! —El hombrecillo se dio una palmada en la frente, compungido—. Debería haberme presentado. Soy el Inquisidor… el nuevo Inquisidor. Inquisidor Aldertree es mi nombre.
Aldertree le tendió la mano a Simon y, en medio de la confusión, Simon la tomó.
—Y tú. ¿Tu nombre es Simon?
—Sí —dijo Simon, retirando la mano tan pronto como pudo pues el apretón de Aldertree era desagradablemente húmedo y sudoroso—. No hay necesidad de agradecerme nada. Todo lo que quiero es ir a casa.
—¡Estoy seguro de ello, estoy seguro de ello!
Aunque el tono de Aldertree era jovial, algo pasó raudo por su rostro mientras hablaba…, una expresión que Simon no consiguió definir. Desapareció al instante, mientras Aldertree sonreía e indicaba en dirección a un sendero estrecho que zigzagueaba junto al Gard.
—Por aquí, Simon, si eres tan amable.
Simon avanzó, y Alec hizo intención de seguirle. El Inquisidor alzó una mano.
—Eso es todo, Alexander. Gracias por tu ayuda.
—Pero Simon… —empezó Alec.
—Estará perfectamente —le aseguró el Inquisidor—. Malachi. Por favor, acompaña a Alexander afuera. Y dale una piedra runa de luz mágica para que le ayude a regresar a casa si no ha traído ninguna. El sendero puede ser traicionero por la noche.
Y con la sonrisa beatífica, se llevó a toda prisa a Simon, mientras Alec los seguía fijamente con la mirada.
El mundo llameó alrededor de Clary en una masa borrosa casi tangible mientras Luke cruzaba con ella el umbral de la casa y recorrían un largo pasillo, precedidos de Amatis, que avanzaba presurosa con su luz mágica. Delirando, la muchacha miró con ojos desorbitados cómo el corredor se desplegaba ante ella, alargándose más y más como un pasillo en una pesadilla.
El mundo se tumbó de lado. De improviso descansaba sobre una superficie fría, y unas manos alisaban una manta sobre ella. Unos ojos azules la contemplaron.
—Parece muy enferma, Lucian —dijo Amatis, en una voz que sonaba deformada y distorsionada como un disco antiguo—. ¿Qué le ha sucedido?
—Se bebió aproximadamente la mitad del lago Lyn.
El sonido de la luz de Luke se desvaneció, y por un momento la visión de Clary se despejó: yacía sobre el frío suelo de baldosas de una cocina, y en algún lugar por encima de su cabeza Luke rebuscaba en un armarito. La cocina tenía paredes amarillas desconchadas y una anticuada cocina negra de hierro colado contra una pared; brincaban llamas tras las rejillas de la cocina que le hirieron los ojos.
—Anis, belladona, eléboro… —Luke se apartó del armarito con los brazos llenos de botes de cristal—. ¿Puedes hervir todo esto junto, Amatis? Voy a acercarla a los fogones. Está tiritando.
Clary intentó hablar, decir que no necesitaba que le diesen calor, que estaba ardiendo, pero los sonidos que brotaron de su boca no fueron los que quería. Se oyó a sí misma gimotear mientras Luke la alzaba, y a continuación sintió calor que derretía su costado izquierdo; ni siquiera se había dado cuenta de que estaba helada. Los dientes la castañetearon violentamente, y notó el sabor de la sangre en la boca. El mundo empezó a temblar a su alrededor como agua agitada en un vaso.
—¿El lago de los Sueños?
La voz de Amatis estaba llena de incredulidad. Clary no podía verla claramente, pero parecía estar de pie cerca de los fogones, con una cuchara de madera de mango largo en la mano.
—¿Qué estabais haciendo allí? ¿Sabe Jocelyn dónde…?
Y el mundo desapareció, o al menos el mundo real, la cocina con las paredes amarillas y el reconfortante fuego tras la rejilla. En su lugar vio las aguas del lago Lyn, con fuego reflejado en ellas como si lo hiciera en la superficie de un trozo de cristal pulido. Andaban ángeles por el cristal…, ángeles con alas blancas que colgaban ensangrentadas y rotas de sus espaldas, y cada uno de ellos tenía un rostro de Jace. Y luego había otros ángeles, con alas de negras sombras, que acercaban las manos al fuego y reían…
—No deja de llamar a su hermano. —La voz de Amatis sonó hueca, como filtrándose hacia abajo desde una altura imposible—. Está con los Lightwood, ¿verdad? Se alojan con los Penhallow en la calle Princewater. Podría…
—No —dijo Luke, tajante—. No. Es mejor que Jace no lo sepa.
«¿He llamado a Jace? ¿Por qué tendría que hacerlo?», se preguntó Clary, pero el pensamiento duró poco; la oscuridad regresó, y las alucinaciones volvieron a apropiarse de ella. En esta ocasión soñó con Alec e Isabelle; ambos parecían haber librado una batalla feroz, y sus rostros estaban surcados de mugre y lágrimas. Entonces desaparecieron, y soñó con un hombre sin rostro con alas negras que le brotaban de la espalda como las de un murciélago. Fluía sangre de su boca cuando sonreía. Rezando para que las visiones desaparecieran, Clary cerró los ojos con fuerza…
Pasó mucho tiempo antes de que emergiera de nuevo el sonido de las voces de su alrededor.
—Bebe esto —le dijo Luke—. Clary, tienes que beber esto. —Y a continuación sintió unas manos en la espalda y le vertieron líquido en la boca desde un trapo empapado.
Sabía amargo y horrible y se atragantó y medio asfixió con él, pero las manos que sujetaban su espalda eran firmes. Tragó, pese al dolor de la inflamada garganta.
—Eso es —dijo Luke—. Eso es, esto debería hacerte sentir mejor.
Clary abrió los ojos despacio. Arrodillados junto a ella estaban Luke y Amatis, cuyos ojos, de un azul casi idéntico a los del hombre lobo mostraban una preocupación equiparable. Echó una ojeada detrás de ellos y no vio nada; ni ángeles ni demonios con alas de murciélago, únicamente paredes amarillas y una tetera de color rosa pálido en precario equilibrio sobre un alféizar.
—¿Voy a morir? —musitó.
Luke sonrió con expresión macilenta.
—No; tardarás un poco en volver a estar en forma, pero… sobrevivirás.
—Vale.
Estaba demasiado agotada para sentir cualquier cosa, aunque fue un alivio. Parecía como si le hubiesen extraído los huesos y le hubiesen dejado sólo un traje flácido de piel. Mirando arriba somnolienta por entre las pestañas, dijo, casi sin pensar.
—Tus ojos son iguales.
Luke pestañeó.
—¿Iguales a qué?
—A los de ella —respondió Clary, dirigiendo la adormilada mirada a Amatis, que parecía perpleja—. El mismo azul.
Una leve sonrisa asomó al rostro de Luke.
—Bueno, no es tan sorprendente, si lo piensas —dijo—. No tuve oportunidad de presentarte adecuadamente antes. Clary, ésta es Amatis Herondale. Mi hermana.
El Inquisidor calló en cuanto Alec y el oficial en jefe ya no pudieron oírlos. Simon les siguió por un estrecho sendero iluminado con luz mágica, intentando no bizquear debido a la luz. Era consciente de la presencia del gard izándose a su alrededor como el costado de un barco alzándose del océano; brillaban luces en las ventanas que teñían el cielo con una luz plateada. También había ventanas bajas, colocadas a nivel del suelo. Algunas tenían barrotes, y no había más que oscuridad dentro.
Por fin llegaron a una puerta de madera colocada en una arcada de un costado del edificio. Aldertree se acercó para soltar el cerrojo, y a Simon se le hizo un nudo en el estómago. La gente, como advertía desde que se había convertido en vampiro, emanaba un aroma que cambiaba según el estado de ánimo. El Inquisidor apestaba a algo amargo y fuerte como café, pero mucho más desagradable. Simon sintió el escozor en la barbilla que indicaba que los colmillos deseaban salir, y retrocedió ante el Inquisidor cuando éste cruzó la puerta.
El pasillo del otro lado era largo y blanco, casi como un túnel, como si hubiese sido excavado en roca blanca. El Inquisidor lo recorrió con paso rápido, su luz mágica rebotando resplandeciente en las paredes. Para ser un hombre de piernas tan cortas se movía con extraordinaria rapidez, girando la cabeza de lado a lado al andar, mientras la nariz se arrugaba como si olfateara el aire. Simon tuvo que acelerar para mantenerse a su altura cuando pasaron ante un conjunto de enormes puertas dobles, abiertas de par en par como alas. En la habitación situada al otro lado, Simon pudo ver un anfiteatro con una hilera tras otra de sillas en él, cada una ocupada por un cazador de sombras vestido de negro. Resonaban voces en las paredes, muchas de ellas elevadas en tono colérico, y Simon captó retazos de la conversación al pasar, aunque las palabras se volvían confusas a medida que los oradores se solapaban unos con otros.
—Pero no tenemos pruebas de lo que Valentine quiere. No le ha comunicado sus deseos a nadie…
—¿Qué importa lo que quiera? Es un renegado y un mentiroso; ¿realmente crees que cualquier intento de apaciguarle nos acabaría beneficiando?
—¿Sabéis que una patrulla encontró el cuerpo sin vida de una cría de hombre lobo en las afueras de Brocelind? Sin una gota de sangre. Parece ser que Valentine completó el Ritual aquí en Idris.
—Con dos Instrumentos Mortales en su posesión, es más poderoso de lo que cualquier nefilim por sí solo tiene derecho a ser. Puede que no tengamos elección…
—¡Mi primo murió en ese barco en Nueva York! ¡Ni hablar de dejar que Valentine se quede tan fresco después de lo que ya ha hecho! ¡Debe haber castigo!
Simon vaciló, curioso por oír más, pero el Inquisidor zumbaba a su alrededor como una abeja gorda e irritante.
—Vamos, vamos —dijo, balanceando la luz mágica ante él—. No tenemos mucho tiempo que perder. Debería regresar a la reunión antes de que finalice.
De mala gana, Simon permitió que el Inquisidor le empujara pasillo adelante, con la palabra «castigo» resonándole en los oídos. El recordatorio de aquella noche en el barco resultaba gélido y desagradable. Cuando llegaron a una puerta tallada con una única y escueta runa negra, el Inquisidor sacó una llave y la abrió, haciendo pasar a Simon al interior con un amplio gesto de bienvenida.
La habitación del otro lado estaba vacía, decorada con un único tapiz que mostraba a un ángel emergiendo de un lago, sujetando una espada en una mano y una copa en la otra. El hecho de haber visto tanto la Copa como la Espada antes distrajo por un momento a Simon. Hasta que no oyó el chasquido de un cerrojo al cerrarse no reparó en que el Inquisidor había echado el pestillo a la puerta tras él, encerrándolos a ambos dentro.
Simon paseó la mirada a su alrededor. No había mobiliario en la habitación aparte de un banco con una mesa baja junto a él. Una decorativa campana de plata descansaba sobre la mesa.
—El Portal… ¿está aquí? —preguntó con aire vacilante.
—Simon, Simon. —Aldertree se frotó las manos como anticipando una fiesta de cumpleaños u otro acontecimiento jubiloso—. ¿Realmente tienes tanta prisa por irte? Hay unas cuantas preguntas que esperaba hacerte primero…
—De acuerdo. —Simon se encogió de hombros, incómodo—. Pregunte lo que quiera, supongo.
—¡Qué cooperador eres! ¡Qué encantador! —Aldertree sonrió radiante—. Veamos, ¿cuánto hace exactamente que eres vampiro?
—Unas dos semanas.
—¿Y cómo sucedió? ¿Te atacaron en la calle, o tal vez en tu cama durante la noche? ¿Sabes quién te convirtió?
—Bueno…, no exactamente.
—Pero ¡muchacho! ¿Cómo no puedes saber algo como eso?
Su mirada fue franca y curiosa. Parecía tan inofensivo, se dijo Simon. Como el abuelo o el tío divertido de alguien. Simon debía de haber estado imaginando aquel olor curioso.
—En realidad no fue tan simple —dijo, y pasó a explicar sus dos viajes al Dumort, uno bajo la forma de una rata y el otro bajo una compulsión tan fuerte que era como si unas tenazas gigantes lo tuvieran aferrado y lo condujeran directamente a donde querían que fuese—. Y entonces —finalizó—, en cuanto entré por la puerta del hotel, me atacaron; no sé cuál de ellos fue el que me convirtió, o si fueron todos ellos de algún modo.
El Inquisidor rio divertido.
—Vaya, vaya. Eso no es nada bueno. Eso es muy perturbador.
—Eso es lo que pensé yo —convino Simon.
—A la Clave no le gustará.
—¿Qué? —Simon se sintió perplejo—. ¿Qué le importa a la Clave el modo en que me convertí en vampiro?
—Bueno, una cosa sería que te hubiesen atacado —dijo Aldertree a modo de excusa—. Pero tú fuiste allí y, bueno, te entregaste a los vampiros, ¿comprendes? Parece que quisieras ser uno de ellos.
—¡Yo no quería ser uno de ellos! ¡No fui al hotel por eso!
—Claro, claro. —La voz de Aldertree era tranquilizadora—. Pasemos a otro tema, ¿te parece? —Sin aguardar una respuesta, prosiguió—: ¿Cómo es que los vampiros te permitieron sobrevivir para volver a alzarte, joven Simon? Considerando que entraste sin autorización en su territorio, su procedimiento normal habría sido alimentarse de ti hasta que murieses, y luego quemar tu cuerpo para impedir que te alzases.
Simon abrió la boca para contestar, para contar al Inquisidor cómo Raphael lo había llevado al Instituto, y cómo Clary, Jace e Isabelle lo habían trasladado al cementerio y habían velado por él mientras se desenterraba de su propia sepultura. Luego vaciló. Tenía sólo una vaga idea sobre el modo en que funcionaba la Ley, pero de algún modo dudaba que fuese un procedimiento reglamentario cuidar de vampiros mientras se alzaban de su tumba, o proporcionarles sangre para su primera comida.
—No lo sé —dijo—. No tengo ni idea de por qué me convirtieron en lugar de matarme.
—Pero uno de ellos tuvo que dejarte beber su sangre, o no serías… bueno, lo que eres hoy. ¿Me estás diciendo que no sabes quién fue tu progenitor vampiro?
«¿Mi progenitor vampiro?». Simon jamás lo había considerado de aquel modo; la sangre de Raphael había ido a parar a su boca casi por accidente. Y era difícil pensar en el joven vampiro como un progenitor de cualquier clase. Raphael parecía más joven que Simon.
—Me temo que no.
—Cielo. —El Inquisidor lanzó un suspiro—. Es de lo más desafortunado.
—¿Qué es desafortunado?
—Que me mientas, muchacho. —Aldertree sacudió la cabeza—. Y yo que esperaba que cooperarías. Esto es terrible, simplemente terrible. ¿No te plantearías contarme la verdad? ¿Cómo un favor?
—¡Estoy diciendo la verdad!
El Inquisidor se encorvó igual que una flor sin agua.
—Es una lástima. —Volvió a suspirar—. Una lástima.
Cruzó la habitación y golpeó vivamente con los nudillos en la puerta, meneando todavía la cabeza.
—¿Qué sucede? —La voz de Simon se tiñó de alarma y confusión—. ¿Qué pasa con el Portal?
—¿El Portal? —Aldertree emitió una risita tonta—. No creerías en serio que iba a dejarte marchar así como así, ¿verdad?
Antes de que Simon pudiera responder, la puerta se abrió de golpe y cazadores de sombras vestidos de negro entraron en tropel en la estancia, agarrándolo. Él forcejeó mientras fuertes manos se cerraban alrededor de sus brazos. Le colocaron una capucha en la cabeza, cegándole, y él pateó en la oscuridad; su pie alcanzó a alguien y escuchó una palabrota.
Tiraron violentamente de él hacia atrás; una voz airada le masculló al oído.
—Vuelve a hacer eso, vampiro, y derramaré agua bendita en tu garganta y contemplaré cómo mueres vomitando sangre.
—¡Es suficiente! —La fina voz preocupada del Inquisidor se elevó como un globo—. ¡No habrá más amenazas! Sólo intento dar una lección a nuestro invitado. —Debía de haberse adelantado, porque Simon volvió a oler aquel aroma extraño y amargo, amortiguado bajo la capucha—. Simon, Simon —dijo Aldertree—. Realmente me ha gustado mucho conocerte. Espero que una noche en las celdas del Gard tenga el efecto deseado y por la mañana te muestres un poco más cooperador. Todavía veo un futuro brillante para nosotros cuando hayamos superado este pequeño tropiezo. —La mano descendió sobre el hombro de Simon—. Llevadle abajo, nefilim.
Simon chilló con todas sus fuerzas, pero los gritos fueron amortiguados por la capucha. Los cazadores de sombras lo arrastraron fuera de la habitación y le hicieron recorrer lo que le pareció una interminable serie de pasillos laberínticos, que serpenteaban y giraban. Finalmente, alcanzaron una escalera y le hicieron bajar por ella a empujones, mientras sus pies resbalaban en los peldaños. Era incapaz de saber dónde estaban… salvo que había un olor bochornoso y siniestro alrededor de ellos, como a piedra húmeda, y que el aire se tornaba más húmedo y frío a medida que descendían.
Por fin se detuvieron. Se oyó un sonido chirriante, como de hierro arrastrado sobre piedra, y Simon fue arrojado adentro y cayó sobre manos y rodillas en el duro suelo. Se oyó un sonoro chasquido metálico, como el de una puerta cerrándose de golpe, y luego se oyó el sonido de pasos que se alejaban, el eco de botas sobre piedra tornándose más débil mientras Simon se incorporaba tambaleante. Se arrancó la capucha de la cabeza y la arrojó al suelo. La sensación pesada, ardiente y sofocante que le rodeaba el rostro desapareció y contuvo el aliento de dar boqueadas… Él no necesitaba respirar. Sabía que no era más que un acto reflejo, pero el pecho le dolía como si realmente le hubiese faltado el aire.
Se encontraba en una desnuda habitación cuadrada de piedra, con tan solo una única ventana con barrotes encastrados en la pared por encima de la pequeña cama de aspecto duro. Al otro lado de una puerta baja Simon pudo ver un diminuto cuarto de baño con un lavabo y un retrete. La pared oeste también tenía barrotes, gruesos barrotes que parecían de hierro y que discurrían del suelo al techo profundamente hundidos en el suelo. Una puerta de hierro sujeta con bisagras, hecha también de barrotes, estaba colocada en la pared; tenía un pomo de latón, sobre cuya superficie había tallada una tupida runa negra. De hecho, había runas talladas en todos los barrotes; incluso los barrotes de la ventana estaban envueltos con delgados trazos de ellas.
Aunque sabía que la puerta de la celda tenía que estar cerrada con llave, Simon no pudo contenerse; cruzó la sala con grandes zancadas y agarró el pomo. Un dolor abrasador le recorrió la mano como un lanzazo. Chilló y la retiró violentamente, mirándola con ojos desorbitados. Finas volutas de humo se alzaban de la palma quemada; un complicado dibujo había quedado socarrado en la carne. Parecía una pequeña Estrella de David dentro de un círculo, con delicadas runas dibujadas en cada uno de los espacios entre las líneas.
El dolor era insoportable. Simon cerró la mano sobre sí misma a la vez que un grito ahogado se elevaba hasta sus labios.
—¿Qué es esto?
—Es el Sello de Salomón —dijo una voz—. Contiene, según afirman ellos, uno de los Auténticos Nombres de Dios. Repele a los demonios… y a los de tu clase también, al ser un objeto de tu fe.
Simon se irguió con una sacudida, casi olvidando el dolor de la mano.
—¿Quién está ahí? ¿Quién ha dicho eso?
Hubo una pausa.
—Estoy en la celda situada junto a la tuya, vampiro diurno —dijo la voz, que era masculina, adulta, ligeramente ronca—. Los guardas se han pasado aquí la mitad del día hablando sobre cómo mantenerte encerrado. Así que yo no me molestaría en intentar abrirla. Será mejor que ahorres fuerzas hasta que descubras qué quiere la Clave de ti.
—No pueden retenerme aquí —protestó Simon—. No pertenezco a este mundo. Mi familia advertirá que he desaparecido… Mis profesores…
—Se han ocupado de eso. Existen hechizos muy simples… incluso un brujo principiante puede utilizarlos… que proporcionarán a tus padres de que existe una razón perfectamente legítima para tu ausencia. Un viaje escolar. Una visita a la familia. Puede hacerse. —No había amenaza en la voz, y tampoco pesar; era realista—. ¿En serio crees que nunca antes han hecho desaparecer a un subterráneo?
—¿Quién eres? —La voz de Simon se resquebrajó—. ¿Eres un subterráneo también? ¿Es aquí donde nos encierran?
En esa ocasión no obtuvo respuesta. Simon volvió a gritar, pero su vecino había decidido que había dicho todo lo que quería decir. Nada respondió a los gritos de Simon salvo el silencio.
El dolor de la mano se había desvanecido. Al bajar la mirada, Simon vio que la piel ya no parecía quemada, pero la marca del sello estaba impresa en la palma como si la hubiesen dibujado con tinta. Volvió a mirar los barrotes de la celda. Reparó entonces en que no todas las runas eran runas: talladas entre ellas había Estrellas de David y frases de la Torá en hebreo. Los grabados parecían nuevos.
«Los guardas se han pasado aquí la mitad del día hablando sobre cómo mantenerte encerrado», había dicho la voz.
No se trataba solamente de que fuera un vampiro, sino también de que era judío. Habían pasado la mitad del día grabando el Sello de Salomón en aquel pomo de puerta para que le quemara cuando la tocara. Habían necesitado todo ese tiempo para volver los artículos de su fe en su contra.
Por algún motivo, comprenderlo arrebató a Simon el resto del aplomo que le quedaba. Se dejó caer sobre la cama y hundió la cabeza entre las manos.
La calle Princewater estaba oscura cuando Alec regresó del Gard; las ventanas de las casas permanecían cerradas con los postigos y apagadas, y únicamente había alguna que otra farola de luz mágica proyectaba un charco de iluminación blanca sobre los adoquines. La casa de los Penhallow era la más iluminada de la manzana; brillaban velas en las ventanas y la puerta principal estaba ligeramente entreabierta y dejaba salir una franja de luz amarilla que se curvaba a lo largo del sendero.
Jace estaba sentado en el muro bajo de piedra que bordeaba el jardín delantero de los Penhallow, con los cabellos muy brillantes bajo la luz de la farola más cercana. Llevaba sólo una cazadora fina, como advirtió Alec, y había refrescado desde la puesta de sol. El olor a rosas tardías flotaba en el aire gélido como un tenue perfume.
Alec se dejó caer sobre la pared junto a Jace.
—¿Has estado aquí fuera esperándome todo este tiempo?
—¿Quién dice que te estoy esperando?
—Todo fue perfectamente, si es lo que te preocupaba. Dejé a Simon con el Inquisidor.
—¿Le dejaste? ¿No te quedaste para asegurarte de que todo fuera bien?
—Todo fue perfectamente —repitió Alec—. El Inquisidor dijo que lo llevaría adentro personalmente y lo enviaría de vuelta…
—«El Inquisidor dijo, el Inquisidor dijo» —interrumpió Jace—. La última Inquisidora que conocimos abusó totalmente de su autoridad… Si no hubiese muerto, la Clave la habría relevado de su puesto, quizás incluso la habría maldecido. ¿Quién puede decir que este inquisidor no sea también un chiflado?
—Parecía digno de confianza —dijo Alec—. Simpático, incluso. Se mostró de lo más educado con Simon. Mira, Jace…, así es como funciona la Clave. No nos es posible controlar todo lo que sucede. Pero tienes que confiar en ellos, porque de lo contrario todo se convierte en un caos.
—Pero ellos han metido la pata una barbaridad recientemente; eso tienes que admitirlo.
—Es posible —repuso Alec—, pero si empiezas a pensar que sabes más que la Clave y que estás por encima de la Ley, ¿qué te hace mejor que un Inquisidor? ¿O mejor que Valentine?
Jace se estremeció. Parecía como si Alec le hubiese golpeado, o algo peor.
A Alec se le cayó el alma a los pies.
—Lo siento. —Alargó una mano—. No quería decir que…
Un haz de brillante luz amarilla atravesó el jardín repentinamente. Alec levantó la vista y se encontró con Isabelle enmarcada en una abierta puerta principal, rodeada de luz. Era sólo una silueta, pero pudo darse cuenta por sus brazos en jarra de que estaba enojada.
—¿Qué estáis haciendo vosotros dos aquí fuera? —llamó—. Todo el mundo se pregunta dónde estáis.
Alec volvió la cabeza de nuevo hacia su amigo.
—Jace…
Pero éste, poniéndose en pie, hizo caso omiso de la mano extendida de Alec.
—Será mejor que tengas razón respecto a la Clave —fue todo lo que dijo.
Alec contempló cómo Jace regresaba con paso majestuoso a la casa. Motu proprio, la voz de Simon regresó a su mente. «Ahora me pregunto todo el tiempo cómo volver atrás después de algo así. Si podremos volver a ser amigos alguna vez, o si lo que teníamos se ha roto en mil pedazos. No por culpa suya, sino mía».
La puerta principal se cerró, y Alec se quedó sentado en el tenuemente iluminado jardín, a solas. Cerró los ojos por un momento y la imagen de un rostro flotó tras los párpados. No era el rostro de Jace, por una vez. Los ojos de aquella cara eran verdes, con pupilas rasgadas. Ojos de gato.
Abrió los ojos, introdujo la mano en su bolsa y sacó un bolígrafo y un trozo de papel, arrancado del cuaderno de espiral que usaba como diario. Escribió unas pocas palabras en él y luego, con su estela, trazó la runa que significaba fuego al final de la hoja. Ardió más deprisa de lo que pensaba; soltó el papel mientras se quemaba, y éste flotó en el aire como una libélula. Pronto todo lo que quedó de él fue un fino montón de cenizas en el aire que se esparcían como polvillo blanco por los rosales.