AMATIS
Entrada la tarde, Luke y Clary habían dejado ya el lago muy atrás y caminaban por lo que parecían interminables extensiones llanas de pastos altos. Aquí y allá se alzaba una suave elevación hasta convertirse en una colina coronada de rocas negras. Clary estaba agotada de tanto subir y bajar colinas, una tras otra, dando traspiés con las botas resbalando en la hierba húmeda como si se tratase de mármol engrasado. Cuando por fin dejaron atrás los campos y llegaron a una estrecha carretera de tierra, las manos le sangraban y estaban completamente manchadas de hierba.
Luke caminaba muy rígido por delante de ella con zancadas decididas. De vez en cuando le señalaba alguna cosa de interés con su voz sombría, como si fuese el guía turístico más deprimido del mundo.
—Acabamos de cruzar la llanura Brocelind —dijo mientras ascendía una colina y veían una enmarañada extensión de árboles oscuros bajo el cielo—. Esto es el bosque. Los bosques acostumbraban a cubrir la mayor parte de las tierras bajas del país. Gran parte de ellas se talaron para dejar espacio a la ciudad… y para echar a las manadas de lobos y los nidos de vampiros que tendían a aparecer por allí. El bosque de Brocelind siempre ha sido un escondite de subterráneos.
Siguieron avanzando penosamente en silencio mientras la carretera describía una curva junto al bosque durante varios kilómetros antes de girar bruscamente. Los árboles parecieron disiparse a medida que una cordillera se alzaba por encima de ellos, y Clary pestañeó cuando doblaron un recodo de una colina alta; a menos que los ojos la engañaran, había casas allí abajo. Pequeñas hileras blancas de casas, ordenadas como si fuese un pueblecito de juguete.
—¡Hemos llegado! —exclamó, y se abalanzó al frente, deteniéndose tan sólo al advertir que Luke ya no iba a su lado.
Se volvió y le vio de pie en mitad de la polvorienta carretera, meneando la cabeza.
—No —dijo, avanzando hasta alcanzarla—. Eso no es la ciudad.
—¿Entonces es un pueblo? Dijiste que no había ninguna ciudad cerca de aquí…
—Es un cementerio. Es la Ciudad de Huesos de Alacante. ¿Creías que la Ciudad de Huesos era la única última morada que teníamos? —Sonó entristecido—. Esto es una necrópolis, el lugar donde enterramos a aquellos que mueren en Idris. Ahora la verás. Tenemos que atravesarla para llegar a Alacante.
Clary no había estado en un cementerio desde la noche en que Simon había muerto, y el recuerdo le produjo un escalofrío que la heló hasta los huesos mientras recorría los estrechos senderos que se abrían paso por entre los mausoleos como una cinta blanca. Alguien cuidaba del lugar: el mármol relucía como si lo acabasen de fregar, y la hierba estaba cortada uniformemente. Había ramos de flores blancas colocados aquí y allá sobre las tumbas; en un principio creyó que era azucenas, pero tenían un perfume aromático y desconocido que le hizo preguntarse si serían autóctonas de Idris. Cada tumba parecía una casa pequeña; algunas incluso tenían verjas de metal o alambre, y sobre las puertas estaban grabados los nombres de familias de cazadores de sombras. CARTWRIGTH, MERRYWEATHER, HIGHTOWER, BLACKWELL, MIDWINTER. Se detuvo ante uno: HERONDALE.
Se volvió para mirar a Luke.
—Ése era el nombre de la Inquisidora.
—Es la tumba de su familia. Mira.
Señaló con el dedo. Junto a la puerta había letras blancas talladas en el mármol gris. Eran nombres. MARCUS HERONDALE, STEPHEN HERONDALE. Ambos habían muerto el mismo año. A pesar de lo mucho que había odiado a la Inquisidora, Clary sintió que algo se retorcía en su interior, una compasión que no podía evitar. Perder al esposo y al hijo, en tan poco tiempo… Había tres palabras en latín bajo el nombre de Stephen: «AVE ATQUE VALE».
—¿Qué significa? —preguntó, volviéndose hacia Luke.
—Significa «Salve y adiós». Es un poema de Catulo, y los nefilim lo dicen durante los funerales, o cuando alguien muere en combate. Ahora vámonos; es mejor no pensar demasiado en estas cosas, Clary. —Luke la sujetó por el hombro y la apartó con suavidad de la tumba.
Quizás él tenía razón, se dijo Clary. Quizás era mejor no pensar demasiado en la muerte y morir justo en aquel momento. Mantuvo apartada la mirada mientras salían de la necrópolis. Habían cruzado casi las puertas de hierro del otro extremo cuando distinguió un mausoleo más pequeño, que se erguía igual que un hongo blanco a sombra de un roble frondoso. El nombre sobre la puerta llamó su atención como si hubiese estado escrito con luces.
FAIRCHILD.
—Clary…
Luke alargó la mano para cogerla, pero ella ya había marchado. Con un suspiro la siguió al interior de la sombra del árbol, donde ella se quedo de pie, paralizada, leyendo los nombres de los abuelo y bisabuelos que jamás había sabido que tenía. ALOYSIUS FAIRCHILD. ADELE FAIRCHILD, DE SOLTERA NIGHTSHADE. GRANVILLE FAIRCHILD. Y debajo de todos aquellos nombres: «JOCELYN MORGENSTERN, DE SOLTERA FAIRCHILD».
Una oleada de frío recorrió a Clary. Ver el nombre de su madre allí era como regresar a las pesadillas que tenía en ocasiones en las que estaba en el funeral de su madre y nadie quería decirle qué había sucedido o cómo había muerto.
—Pero ella no está muerta —le respondió él con suavidad.
Clary lanzó una exclamación ahogada. Ya no podía oír la voz de Luke o verle de pie frente a ella. Ante ella se alzaba una ladera irregular, con lápidas que sobresalían de la tierra igual que huesos partidos. Una lápida negra se alzaba imponente frente a ella, con letras talladas de modo irregular en la superficie: «CLARISSA MORGENSTERN» y dos fechas. Bajo las palabras había un tosco dibujo infantil de una calavera con enormes cuencas vacías. Clary retrocedió tambaleante con un chillido.
Luke la agarró por los hombros.
—Clary, ¿qué sucede? ¿Qué te pasa?
Ella señaló.
—Ahí… mira…
Pero había desaparecido. La hierba se extendía hacia el horizonte frente a ella, verde y uniforme, y los blancos mausoleos pulcros y sencillos permanecían en sus ordenadas filas. Se dio la vuelta para alzar los ojos hacia él.
—He visto mi propia lápida —dijo—. Anunciaba que voy a morir… ahora… este año. —Se estremeció.
Luke tenía una expresión sombría.
—Es el agua del lago —dijo—. Estás empezando a tener alucinaciones. Vamos…, no nos queda mucho tiempo.
Jace condujo a Simon escaleras arriba y por un corto pasillo flaqueado de puertas; se detuvo sólo para extender el brazo y abrir de un empujón una de ellas, con una expresión de pocos amigos en el rostro.
—Aquí dentro —dijo, medio empujando a Simon a través de la entrada; Simon vio lo que parecía una biblioteca en el interior: hileras de estanterías, largos sofás, y sillones—. Deberíamos tener un poco de intimidad…
Se interrumpió cuando una figura se alzó nerviosamente de uno de los sillones. Era un niño de cabellos castaños y con gafas. Tenía un rostro menudo y serio, y aferraba un libro en las manos. Simon estaba lo bastante familiarizado con los hábitos de lectura de Clary como para reconocerlo como un tomo manga de lejos.
—Lo siento, Max —dijo Jace, frunciendo el entrecejo—. Necesitamos la habitación. Una conversación de adultos.
—Pero Izzy y Alec ya me echaron de la salita para poder tener una charla de adultos —se quejó Max—. ¿Adónde se supone que debo ir?
Jace se encogió de hombros.
—¿Tu habitación? —Agitó un pulgar en dirección a la puerta—. Es hora de que cumplas con tu deber para con tu país, amigo. Lárgate.
Con expresión ofendida, Max pasó junto a ellos muy digno, con el libro apretado contra el pecho. Simon sintió una punzada de lástima; era odioso ser lo bastante mayor como para querer saber lo que sucedía pero tan joven como para que siempre te echasen. El niño le lanzó una mirada al pasar; una mirada asustada y suspicaz. «Éste es el vampiro», se leía en sus ojos.
Jace impelió a Simon al interior de la habitación, cerrando la puerta y girando la llave tras ellos. Con la puerta cerrada, la habitación estaba tan poco iluminada que incluso Simon la encontró oscura. Olía a polvo. Jace la atravesó y descorrió las cortinas del extremo opuesto, dejando al descubierto un alto ventanal de una sola hoja que daba a una vista del canal justo al otro lado. El agua chapoteaba contra el costado de la casa apenas unos pocos metros más abajo, bajo barandillas de piedras esculpidas con dibujos de runas y estrellas desgastados por los elementos.
Jace se volvió hacia Simon con expresión severa.
—¿Qué te pasa, vampiro?
—¿Que qué me pasa? Eres tú quien prácticamente me ha arrastrado aquí por los cabellos.
—Porque estabas a punto de decirles que Clary jamás canceló sus planes de venir a Idris. ¿Sabes qué sucedería entonces? Se pondrían en contacto con ella y lo organización para que viniese. Y ya te dije que eso no puede suceder.
Simon sacudió negativamente la cabeza.
—No te comprendo —dijo—. A veces actúas como si todo lo que te importase fuese Clary, y luego actúas como…
Jace le miró fijamente. El aire estaba lleno de danzarinas motas de polvo que formana una cortina reluciente entre los dos muchachos.
—¿Actúo como qué?
—Estabas coqueteando con Aline —dijo Simon—. No parecía que te importase Clary entonces.
—Eso no es asunto tuyo —repuso Jace—. Y además, Clary es mi hermana. Eso sí lo sabes.
—Yo también estaba allí en la corte de las hadas —replicó Simon—. Recuerdo lo que la reina seelie dijo. «El beso que la muchacha más desea, la liberará».
—Apuesto a que lo recuerdas. Grabado a fuego en tu cerebro, ¿verdad, vampiro?
Simon emitió un ruidito desde el fondo de la garganta que ni siquiera había advertido que fuera capaz de hacer.
—Ah, no lo harás. No voy a discutir sobre esto. No voy a pelear por Clary contigo. Es ridículo.
—Entonces, ¿por qué lo sacaste a relucir?
—Porque —dijo Simon—, si quieres que mienta…, no a Clary, sino a todos tus amigos cazadores de sombras…, si quieres que finja que fue decisión de la propia Clary no venir aquí, y si quieres que finja que no sé nada sobre sus poderes, o lo que en realidad puede hacer, entonces tú tienes que hacer algo por mí.
—Magnífico —respondió Jace—. ¿Qué es lo que quieres?
Simon permaneció en silencio por un momento, mirando más allá de Jace a la hilera de casas de piedra que daban al centelleante canal. Más allá de los almenados tejados podía ver las refulgentes partes superiores de las torres de los demonios.
—Quiero que hagas lo que sea que tengas que hacer para convencer a Clary de que no sientes nada por ella. Y no… no me digas que eres su hermano; eso ya lo sé. Deja de darle falsas esperanzas cuando sabes que lo que sea que los dos tenéis no tiene futuro. Y no estoy diciendo esto porque la quiera para mí. Lo estoy diciendo porque soy su amigo y no quiero que resulte lastimada.
Jace bajó la mirada a sus manos durante un largo rato, sin responder. Eran manos delgadas, y los dedos y nudillos presentaban marcas de viejas callosidades. Los dorsos estaban surcados con las finas líneas blancas de antiguas Marcas. Eran las manos de un soldado, no las de un adolescente.
—Ya lo hice —respondió—. Le dije que sólo estaba interesado en ser su hermano.
—Ah.
Simon había esperado que Jace peleara con él respecto a aquello, que discutiera, no que se limitara a ceder. Un Jace que simplemente cedía era alguno nuevo… y dejó a Simon sintiéndose casi avergonzado de haberlo pedido. «Clary jamás me lo mencionó», quiso decir, pero, de todos modos, ¿por qué tendría ella que haberlo hecho? Bien pensando, se había mostrado insólitamente callada y retraída últimamente cada vez que había surgido el nombre de Jace.
—Bueno, eso soluciona esa parte, supongo. Hay una última cosa.
—¿Sí? —Jace habló sin que pareciera sentir demasiado interés—. ¿Y cuál es?
—¿Qué fue lo que Valentine dijo cuando Clary dibujó aquella runa en el barco? Sonó como un idioma extranjero. ¿Meme algo…?
—Mene mene tekel upharsin —dijo Jace con una leve sonrisa—. ¿No lo reconoces? Es de la Biblia, vampiro. La antigua. Ése es tu libro, ¿verdad?
—Que sea judío no significa que me sepa el Antiguo Testamento de memoria.
—Es la Escritura sobre la Pared. «Contó Dios tu reino, y le ha puesto fin; pesado has sido en la balanza y hallado falto». Es un augurio de fatalidad; significa el fin de un imperio.
—Pero ¿qué tiene que ver eso con Valentine?
—No sólo Valentine —dijo Jace—. Todos nosotros. La Clave y la Ley; lo que Clary puede hacer trastorna todo lo que ellos conocen como verdadero. Ningún ser humano puede crear runas nuevas, o dibujar la clase de runas que Clary puede dibujar. Únicamente los ángeles poseen ese poder. Y puesto que Clary puede hacer eso…, bueno, parece un augurio. Las cosas están cambiando. Las Leyes están cambiando. Puede que las antiguas costumbres no vuelvan a ser las costumbres correctas nunca más. Igual que la rebelión de los ángeles puso fin al mundo tal y como era…, partió el cielo por la mitad y creó el infierno…, eso podría significar el fin de los nefilim tal y como existen en la actualidad. Ésta es nuestra guerra en el cielo, vampiro, y sólo un bando puede vencer. Y mi padre tiene intención de que sea el suyo.
Aunque el aire seguía frío, Clary ardía en sus ropas húmedas. El sudor le corría por el rostro en pequeños riachuelos, humedeciéndole el cuello del abrigo mientras Luke, con la mano sobre su brazo, le hacía recorrer a toda prisa la carretera bajo un cielo que se oscurecía rápidamente. Avistaban ya Alacante. La ciudad estaba en un valle poco profundo, dividido en dos por un río plateado que penetraba por un extremo de la ciudad, parecía desvanecerse, y volvía a salir por el otro. Una confusión de edificios de color miel con tejados de pizarra roja y una maraña de calles oscuras que zigzagueaban vertiginosamente se extendía por la ladera de la colina empinada. En la cima de la colina se alzaba un edificio de piedra oscura, sostenido con pilares, que se elevaba alzándose imponente hacia el cielo, con una torre centelleante en cada punto cardinal: cuatro en total. Desperdigadas entre los otros edificios había las mismas torres altas y delgadas con aspecto cristalino, cada una reluciente como cuarzo. Eran como agujas de cristal perforando el cielo. La luz del sol que se desvanecía arrancaban apagados arcos iris a sus superficies igual que una cerilla provocando chispas. Era un espectáculo hermoso, y muy extraño.
«No has visto nunca una ciudad hasta que has visto Alacante la de las torres de cristal».
—¿Qué era eso? —inquirió Luke, oyéndola—. ¿Qué has dicho?
Clary no se había dado cuenta de que había hablado en voz alta. Turbada, repitió las palabras, y Luke la miró con sorpresa.
—¿Dónde has oído eso?
—Hodge —respondió ella—. Fue algo que Hodge me dijo.
Luke la miró con más atención.
—Estás colorada —dijo—. ¿Cómo te sientes?
A Clary le dolía el cuello, le ardía todo el cuerpo, tenía la boca seca.
—Estoy perfectamente —respondió—. Pero lleguemos allí, ¿vale?
—De acuerdo.
Luke señaló; en el linde de la ciudad, donde finalizaban los edificios, Clary pudo ver un arco, dos lados curvándose hasta finalizar en punta. Un cazador de sombras con su indumentaria negra montaba guardia bajo la sombra del arco.
—Ésa es la Puerta Norte; es por donde los subterráneos pueden entrar legalmente en la ciudad, siempre y cuando posean la documentación adecuada. Hay guardas apostado allí día y noche. Si estuviésemos aquí por un asunto oficial, o tuviésemos permiso para estar aquí, entraríamos por ella.
—Pero no hay ninguna muralla alrededor de la ciudad —indicó Clary—. No parece gran cosa como puerta.
—Las salvaguardas son invisibles, pero están ahí. Las torres de los demonios las controlan. Lo han hecho durante mil años. Las sentirás cuando las atravieses. —Echó una ojeada una vez más a su rostro enrojecido, preocupado—. ¿Estás lista?
Ella asintió. Se alejaron de la puerta, siguiendo el lado este de la ciudad, donde los edificios estaban más densamente apelotonados. Con un ademán para que no hiciese ruido, Luke la condujo hacia una abertura estrecha entre dos casas. Clary cerró los ojos mientras se acercaban, como si esperase golpearse el rostro contra una pared invisible en cuando penetraran en las calles de Alacante. No fue así. Sintió una presión repentina, como si estuviese en un avión que caía. Los oídos se le destaparon… y a continuación la sensación desapareció, y se encontraba de pie en el callejón entre los edificios.
Exactamente igual que un callejón de Nueva York —como cualquier callejón del mundo, al parecer—, olía a orina de gato.
Clary asomó la cabeza por la esquina de uno de los edificios. Una calle más grande discurría colina arriba, bordeada de tiendas pequeñas y casas.
—No hay nadie por aquí —comentó con cierta sorpresa.
En la luz cada vez más tenue Luke tenía un aspecto gris.
—Debe de haber una reunión arriba en el Gard. Es la única cosa que podría sacar a todo el mundo de las calles a la vez.
—¿Y eso no es bueno? No hay nadie por aquí que pueda vernos.
—Es bueno y malo. Las calles están desiertas en su mayor parte, lo que es bueno. Pero será mucho más probable que cualquiera que ande por ahí advierta nuestra presencia y despierte su atención.
—Pensaba que habías dicho que todo el mundo estaba en el Gard.
Luke sonrió débilmente.
—No seas tan literal, Clary. Me refería a la mayor parte de la ciudad. Los niños, los adolescentes y cualquiera que esté eximido de la reunión no estarán allí.
Adolescentes. Clary pensó en Jace, y muy a su pesar, el pulso se le disparó como un caballo saliendo del cajón de salida de una carrera.
Luke frunció el ceño como si pudiese leerle el pensamiento.
—En estos momentos estoy infringiendo la ley al estar en Alacante sin darme a conoce a la Clave en la puerta. Si alguien me reconoce, podríamos meternos en un auténtico lío. —Echó un vistazo hacia la franja de cielo rojizo visible entre los tejados—. Tenemos que salir de las calles.
—Pensaba que íbamos a la casa de tu amiga.
—Eso hacemos. Y no es una amiga, precisamente.
—Entonces quién…
—Limítate a seguirme.
Luke se introdujo en un pasaje entre dos casas, tan angosto que Clary podía alargar los brazos y tocar las paredes de ambos edificios con los dedos mientras lo recorrían. Salieron a una sinuosa calle adoquinada bordeada de tiendas. Los edificios mismos parecían un cruce entre el paisaje de un sueño gótico y un cuento infantil. Los revestimientos de las fachadas estaban esculpidos con toda clase de criaturas sacadas de mitos y leyendas; destacaban las cabezas de monstruos, intercaladas con caballos alados, algo que parecía una casa sobre patas de gallina, sirenas, y, por supuesto, ángeles. De cada esquina sobresalían gárgolas, con sus gruñones rostros contraídos. Y en todas partes había runas bien visibles sobre puertas, ocultas en el dibujo de un grabado abstracto, oscilando de finas cadenas de metal igual que campanillas de viento que se agitaban en la brisa. Runas de protección, de buena suerte, incluso para la prosperidad en los negocios; contemplándolas fijamente todas ellas, Clary empezó a sentirse un poco mareada.
Anduvieron en silencio, manteniéndose en las sombras. La calle de adoquines estaba desierta, las puertas de las tiendas cerradas y atrancadas. Clary dirigía miradas furtivas al interior de los escaparates mientras pasaban. Resultaba extraño ver una exhibición de caros chocolates decorados en un escaparate y en el siguiente otra igualmente espléndida de armas de aspecto letal: alfanjes, mazas, garrotes tachonados de clavos, y un despliegue de cuchillos serafín en distintos tamaños.
—No hay pistolas —dijo, y su propia voz sonó muy lejana.
—¿Qué? —Luke la miró pestañeando.
—Los cazadores de sombras —dijo ella—. Jamás usan pistolas.
—Las runas impiden que la pólvora estalle —respondió él—. Nadie sabe el motivo. Con todo, se sabe de nefilim que han usado un rifle alguna que otra vez contra licántropos. No hace falta una runa para matarlos…, simplemente balas de plata.
Lo dijo con voz lúgubre. De improviso alzó la cabeza. En la débil luz era fácil imaginar sus orejas alzándose al frente como las de un lobo.
—Voces —dijo—. Deben de haber terminado en el Gard.
Le cogió el brazo y tiró de ella sacándola de la calle principal. Emergieron en una plaza pequeña con un pozo en el centro. Un puente de mampostería describía un arco que se desvanecía, el agua del canal parecía casi negra. Clary pudo entonces oír también las voces, procedentes de calles próximas. Sonaban alto y enojadas. El mareo de Clary aumentó; sintió como si el suelo se ladeara bajo sus pies, amenazando con hacerla caer de bruces. Se recostó en la pared del callejón, respirando con dificultad.
—Clary —dijo Luke—. Clary, ¿te encuentras bien?
La voz de Luke sonaba espesa, extraña. Le miró y se quedó sin aliento. Las orejas se habían vuelto largas y puntiagudas, los dientes afilados como cuchillas, los ojos tenían un feroz color amarillo…
—Luke —musitó—, ¿qué te está sucediendo?
—Clary —alargó los brazos hacia ella, las manos curiosamente alargadas, las uñas afiladas y de color óxido— ¿sucede algo?
Ella lanzó un chillido, retorciéndose para apartarse de él. No estaba segura de por qué se sentía tan aterrada; había visto cambiar a Luke, y él jamás le había hecho daño. Pero el terror cobró viveza en su interior, incontrolable. Luke la agarró por los hombros y ella se encogió ante él, apartándose de sus ojos amarillos de animal, incluso mientras la acallaba, suplicándole que no hiciese ruido con su voz humana normal.
—Clary, por favor…
—¡Suéltame! ¡Suéltame!
Pero no lo hizo.
—Es el agua… tienes alucinaciones… Clary, intenta no perder el control. —La llevó hacia el puente, medio arrastrándola, y ella sintió cómo le corrían lágrimas por el rostro, refrescándole las ardientes mejillas—. No es real. Intenta controlarte, por favor —dijo él, ayudándola a subir el puente.
Clary pudo oler el agua bajo él, verde y estancada. Se movían cosas bajo su superficie. Mientras observaba, un tentáculo negro emergió del agua, la punta esponjosa cubierta de dientes como agujas. Se echó hacia atrás, lejos del agua, incapaz de chillar, mientras un quedo gemido se le escapaba de la garganta.
Luke la sujetó cuando las rodillas se le doblaron, tomándola en brazos. No la había llevado en brazos desde que tenía cinco o seis años. «Clary», dijo, pero el resto de sus palabras se desdibujó en un rugido absurdo mientras descendían del puente. Pasaron corriendo ante una serie de altas casas estrechas que le recordaron a Clary las casas adosadas de Brooklyn… ¿O tal vez simplemente tenía una alucinación sobre su propio vecindario? El aire alrededor de ambos pareció combarse a medida que seguían adelante, las luces de las casas llameando a su alrededor como antorchas, el canal titilando con un diabólico resplandor fosforescente. Clary sentía como si los huesos se le estuviesen disolviendo dentro del cuerpo.
—Aquí.
Luke se detuvo bruscamente frente a una casa alta del canal. Pateó con fuerza la puerta, gritando; estaba pintada de un rojo intenso, casi chillón, con una única runa trazada sobre ella en dorado. La runa se disolvió y destiñó mientras Clary la miraba fijamente, adquiriendo la forma de una repugnante calavera sonriente. «No es real», se dijo con fiereza, sofocando el grito con el puño, mordiéndoselo hasta que sintió el sabor de la sangre en la boca.
El dolor le despejó la cabeza momentáneamente. La puerta se abrió de golpe, y apareció una mujer con un vestido oscuro, el rostro crispado con una mezcla de cólera y sorpresa. Su cabello era largo, una enmarañada nube castaña salpicada de gris que escapaba de dos trenzas; los ojos azules resultaban familiares. Una luz mágica brillaba en su mano.
—¿Quién es? —exigió—. ¿Qué quieres?
—Amatis. —Luke fue a colocarse en el circulo luminoso de luz mágica, con Clary en los brazos—. Soy yo.
La mujer palideció y se tambaleó, alargando una mano para apuntalarse contra el umbral.
—¿Lucian?
Luke intentó dar un paso al frente, pero Amatis le cerró el paso. Sacudía la cabeza con tal violencia que las trenzas se movían de un lado a otro.
—¿Cómo puedes venir aquí, Lucian? ¿Cómo te atreves a venir aquí?
—Tenía muy pocas opciones.
Luke sujetó con más fuerza a Clary. Ésta reprimió un grito; sentía como si todo su cuerpo ardiera, como si cada terminación nerviosa ardiera de dolor.
—Tienes que irte, entonces —dijo Amatis—. Si te vas inmediatamente…
—No estoy aquí por mí, sino por la chica. Se está muriendo. —Cuando la mujer se lo quedó mirando, añadió—: Amatis, por favor. Es la hija de Jocelyn.
Hubo un largo silencio, durante el cual Amatis se quedó quieta como una estatua, inmóvil, en la entrada. Parecía paralizada, aunque Clary no podía saber si por la sorpresa o el horror. Clary cerró con fuerza el puño —la palma estaba pegajosa de sangre allí donde clavaba las uñas—, pero ni siquiera el dolor ayudaba ya; el mundo se descomponía en colores suaves, como un rompecabezas flotando sobre la superficie del agua. Apenas oyó la voz de Amatis cuando ésta se apartó de la puerta y dijo:
—Muy bien, Lucian. Puedes llevarla dentro.
Cuando Simon y Jace regresaron a la sala de estar, Aline ya había dispuesto comida sobre la mesita baja situada entre los sofás. Había pan y queso, trozos de pastel, manzanas e incluso una botella de vino que a Max no se le permitió tocar. Éste estaba sentado en la esquina con un plato de pastel y el libro abierto sobre el regazo. Simon le compareció. Él se sentía solo como Max en medio del grupo que reía y conversaba.
Contempló como Aline tocaba la muñeca de Jace con los dedos cuando alargó la mano para tomar un trozo de manzana, y sintió que se ponía tenso. «Pero esto es lo que quieres que él haga», se dijo, y sin embargo de algún modo no podía quitarse de encima la sensación de que se le estaba haciendo un menosprecio a Clary.
Jace cruzó la mirada con él por encima de la cabeza de Aline y sonrió. De alguna manera, a pesar de no ser un vampiro, fue capaz de conseguir una sonrisa que parecía constituida toda ella por dientes afilados. Simon desvió los ojos, pasándolos por la habitación. Reparó en que la música que había oído antes no procedía de un equipo de música sino de un artilugio mecánico de aspecto complicado.
Pensó en iniciar una conversación con Isabelle, pero ésta charlaba con Sebastian cuyo rostro elegante estaba inclinado con atención hacia el de ella. Jace se había reído de Simon por mostrarse tan enamorado de Isabelle en una ocasión, pero Sebastian sin duda podía manejarla. A los cazadores de sombras los educaban para poder manejarlo todo, ¿no era cierto? Sin embargo, la expresión en el rostro de Jace cuando había dicho que planeaba ser sólo el hermano de Clary había dado que pensar a Simon.
—Nos hemos quedado sin vino —declaró Isabelle, depositando la botella sobre la mesa con un golpe sordo—. Voy a buscar más. —Con un guiño a Sebastian, desapareció dentro de la cocina.
—Si no te importa que lo diga, pareces un poco callado.
Era Sebastian, inclinándose por encima del respaldo de la silla de Simon con una sonrisa encantadora. Para ser alguien con un pelo tan oscuro, pensó Simon, la piel de Sebastian era muy clara, como si no saliera mucho al sol.
—¿Va todo bien?
Simon se encogió de hombros.
—No hay demasiadas oportunidades para que tome parte en la conversación. Parece tratar bien sobre política de los cazadores de sombras, bien sobre personas de las que jamás he oído hablar, o sobre ambas cosas.
La sonrisa desapareció.
—Los nefilim podemos ser un círculo algo cerrado. Es el modo de ser de aquellos que están excluidos del resto del mundo.
—¿No crees que sois vosotros mismos los que os excluís? Despreciáis a los humanos corrientes…
—«Despreciar» suena un poco excesivo —dijo Sebastian—. ¿Y realmente crees que el mundo de los humanos querría tener algo que ver con nosotros? Somos un recordatorio viviente de que siempre que se consuelan diciéndose que no existen los vampiros auténticos, ni hay demonios ni monstruos reales bajo la cama… se están mintiendo a sí mismos. —Volvió la cabeza para mirar a Jace, quien, como Simon advirtió, los había estado mirando fijamente a ambos en silencio durante varios minutos—. ¿No estás de acuerdo?
Jace sonrió.
—¿De ce crezi că vă ascultam conversatia?
Sebastian le devolvió la mirada con una expresión de agradable interés.
—M-ai urmărit de când ai ajuns aici —respondió—. Nu-mi dau seama dacă un mă placi ori dacă eşti atât de bănuitor cu toată humea. —Se puso en pie—. Agradezco la práctica del rumano pero, si no te importa voy a ver qué está demorando tanto a Isabelle en la cocina. —Desapareció por la puerta, mientras Jace lo seguía con la mirada con una expresión perpleja.
—¿Qué es lo que sucede? ¿Es que no habla rumano después de todo? —preguntó Simon.
—No —dijo Jace, y una pequeña arruga apareció en su ceño—. No, claro que lo habla.
Antes de que Simon pudiera preguntarle qué quería decir con aquello, Alec entró en la habitación. Mostraba cara de pocos amigos, igual que cuando se había ido. Su mirada se entretuvo momentáneamente en Simon, con una expresión confundida en sus ojos azules.
Jace alzó los ojos.
—¿De vuelta tan pronto?
—No por mucho rato. —Alec alargó el brazo para tomar una manzana de la mesa con una mano enguantada—. Tan sólo regresé a por… él —dijo, señalando a Simon con la manzana—. Quieren verle en el Gard.
Aline se mostró sorprendida.
—¿De veras? —dijo, pero Jace se levantaba ya del sofá, zafando su mano de la de ella.
—¿Para qué lo quieren ver? —preguntó, con una serenidad peligrosa—. Espero que lo hayas averiguado antes de comprometerte a llevarlo, al menos.
—Pues claro que pregunté —le espetó Alec—. No soy idiota.
—Ah, vamos —dijo Isabelle, que había reaparecido en la entrada con Sebastian, que sostenía una botella—. A veces eres un poco idiota, ya lo sabes. Sólo un poquito —repitió a la vez que Alec le lanzaba una mirada asesina.
—Van a enviar a Simon de vuelta a Nueva York —dijo—. A través del Portal.
—¡Pero si acaba de llegar aquí! —protestó Isabelle con un mohín—. Eso no es divertido.
—No tiene que ser divertido, Izzy. Que Simon viniese aquí fue un accidente, así que la Clave cree que lo mejor es que regrese a casa.
—Fantástico —dijo Simon—. A lo mejor incluso podré regresar antes de que mi madre advierta que me he ido. ¿Qué diferencia horaria hay entre aquí y Manhattan?
—¿Tienes madre? —Aline parecía atónita.
Simon eligió hacer como si no la hubiese oído.
—En serio —dijo, mientras Alec y Jace intercambiaban una repentina mirada—. Es perfecto. Todo lo que quiero es marcharme de este lugar.
—¿Iras con él? —preguntó Jace a Alec—. ¿Te asegurarás de que todo está bien?
Se miraron el uno al otro de un modo que le era familiar a Simon. Era el modo en que Clary y él a veces se miraban, intercambiando rápidas ojeadas en clave cuando no querían que sus padres supiesen lo que planeaban.
—¿Qué? —quiso saber, paseando la mirada de uno al otro—. ¿Qué es lo que sucede?
Ambos dejaron de mirarse; Alec volvió la cabeza, y Jace dedicó una mirada insulsa y sonriente a Simon.
—Nada —dijo—. Todo está bien. Felicitaciones, vampiro…, te vas a casa.