20

PESADO EN LA BALANZA

El agua la golpeó en la cara como un puñetazo. Clary se hundió, dando boqueadas, en una oscuridad helada; lo primero que pensó fue que el Portal se había desvanecido sin posibilidad de arreglo, y que ella estaba atrapada en el arremolinado lugar en tinieblas intermedio, donde se asfixiaría y moriría, tal y como Jace le había advertido que podría suceder la primera vez que ella había usado un Portal.

Lo segundo que pensó fue que ya estaba muerta.

Probablemente sólo estuvo inconsciente unos pocos segundos, aunque pareció como si fuese el fin de todo. Cuando despertó, sufrió un sobresalto que fue como el impacto de abrirse paso a través de una capa de hielo. Había estado inconsciente y ahora, de improviso, no lo estaba; yacía de espaldas sobre tierra fría y húmeda, contemplando un cielo tan repleto de estrellas que parecía como si hubiesen arrojado un puñado de monedas de plata sobre su oscura superficie. Tenía la boca llena de líquido salobre; volvió la cabeza a un lado, tosió y escupió y jadeó hasta que pudo volver a respirar.

Cuando finalizaron los espasmos de su estómago rodó sobre el costado. Tenía las muñecas atadas con una tenue tira de luz refulgente, y sentía las piernas pesadas y raras, como un hormigueo que las recorría de arriba abajo. Se preguntó si habría estado echada sobre ellas en una posición extraña, o quizá era un efecto secundario de haber estado a punto de ahogarse. Le ardía la nuca como si le hubiese picado una avispa. Con un jadeo se incorporó a una posición sentada, con las piernas estiradas incómodamente frente a ella, y miró a su alrededor.

Estaba en la orilla del lago Lyn, donde el agua dejaba paso a una arena pulverulenta. Una negra pared de roca se alzaba tras ella, los precipicios que recordaba de cuando estuvo allí con Luke. La arena misma era oscura, y centelleaba con mica de plata. Aquí y allá en la arena había antorchas de luz mágica, que llenaban el aire con su resplandor plateado, dejando una tracería de líneas refulgentes sobre la superficie del agua.

Junto a la orilla del lago, a unos pocos metros de donde estaba sentada, había una mesa baja hecha con piedras planas apiladas una sobre otra. Estaba claro que la habían montado a toda prisa; aunque las brechas entre las piedras estaban rellenas con arena húmeda, algunas de las rocas empezaban a resbalar y a torcerse. Depositado sobre la superficie de las piedras había algo que hizo que Clary contuviese el aliento: La Copa Mortal, y colocada atravesada sobre ella, la Espada Mortal, una lengua de llama negra bajo la luz mágica. Alrededor del altar observó las líneas de runas grabadas en la arena. Las contempló con atención, pero estaban embarulladas, sin sentido…

Una sombra pasó por la arena, moviéndose veloz: la larga sobra de un hombre, convertida en oscilante y vaga por la luz parpadeante de las antorchas. Cuando Clary alzó por fin la cabeza, él estaba de pie junto a ella, observándola.

Valentine.

El impacto de verle fue tan enorme que casi no le ocasionó ni siquiera impresión. No sintió nada mientras alzaba la vista hacia su padre, cuyo rostro flotaba recortado en el negro firmamento como la luna: blanco, austero, horadado por ojos negros que eran como cráteres de meteoritos.

Por encima de la camisa llevaba sujetas una cantidad de correas de cuero que sujetaban una docena o más de armas que se erizaban a su espalda como las espinas de un erizo. Presentaba un aspecto increíblemente fornido; aparentaba la aterradora estatua de algún dios guerrero dedicado a la destrucción.

—Clarissa —dijo—. Has corrido un buen riesgo llegando hasta aquí en un Portal. Tienes suerte de que te viera aparecer en el agua casi en cuanto has llegado. Estabas inconsciente; de no ser por mí, te habrías ahogado. —Un músculo junto a su boca se movió levemente—. Y yo no me preocuparía excesivamente por las salvaguardas de alarma que la Clave ha colocado alrededor del lago. Las he suprimido en cuanto he llegado. Nadie sabe que estás aquí.

«¡No te creo!». Clary abrió la boca para arrojarle las palabras al rostro. No salió ningún sonido. Era como en una de esas pesadillas en las que intentaba chillar y chillar y nada sucedía. Únicamente una seca bocanada de aire brotó de la boca, el jadeo de alguien que intentaba chillar con la garganta seccionada.

Valentine meneó la cabeza.

—No te molestes en intentar hablar. He usado una runa de silencio, una de esas que usaban los Hermanos Silenciosos, en tu nuca. Hay una runa de sujeción en tus muñecas, y otra que te inutiliza las piernas. Yo no intentaría ponerme en pie… Las piernas no te sostendrán, y sólo te provocará dolor.

Clary le contempló iracunda, intentando taladrarle con la mirada, herirle con su odio. Pero él no le prestó la menor atención.

—Podría haber sido peor, ¿sabes? Para cuanto te he arrastrado a la orilla, el veneno del lago ya había empezado a hacer su efecto. Te he curado de él, por cierto. Aunque no espero tu agradecimiento. —Sonrió fugazmente—. Tú y yo no hemos tenido nunca una conversación, ¿verdad? Al menos no una auténtica conversación. Debes de preguntarte por qué nunca parecí tener un interés paternal por ti. Lo siento si eso te lastimó.

Ahora la mirada fija de la muchacha pasó del odio a la incredulidad. ¿Cómo podían tener una conversación si ella ni siquiera podía hablar? Intentó obligar a las palabras a salir, pero nada surgió de la garganta salvo un débil jadeo.

Valentine se volvió de nuevo hacia su altar y posó la mano sobre la Espada Mortal. El arma despidió una luz negra, una especie de resplandor invertido, como si absorbiera la iluminación del aire que la rodeaba.

—No sabía que tu madre estaba embarazada de ti cuando me abandonó —dijo.

Clary se dijo que le hablaba como nunca lo había hecho antes. Su tono era sosegado, incluso coloquial, pero no se trataba de una conversación.

—Yo sabía que algo no iba bien. Ella pensaba que ocultaba su infelicidad. Tomé un poco de sangre de Ithuriel, la deshidraté hasta convertirla en polvo, y la mezclé con su comida, pensaba que podría curar su infelicidad. De haber sabido que estaba embarazada, no lo habría hecho. Ya había decidido no volver a experimentar con un hijo de mi propia sangre.

«Mientes», quiso chillarle Clary. Pero no estaba segura de que mintiese. Todavía le sonaba de un modo extraño. Diferente. Quizás se debía a que decía la verdad.

—Después de que huyera de Idris, la busqué durante años —siguió él—. Y no tan sólo porque tuviese la Copa Mortal. Sino porque la amaba. Pensé que si por lo menos podía hablar con ella, podría hacer que entrara en razón. Hice lo que hice aquella noche en Alacante en un arranque de cólera, deseando destruirla, destruir todo lo que tenía que ver con nuestra vida juntos. Pero después… —Sacudió la cabeza, dándose la vuelta para dirigir la mirada al lago—. Cuando por fin la localicé, había oído rumores de que había tenido otro bebé, una hija. Supuse que eras hija de Lucian. Él siempre la había amado, siempre quiso quitármela. Pensé que finalmente debía de haber cedido. Que había consentido tener un hijo con un repugnante subterráneo. —Su voz se tornó tensa—. Cuando la encontré en vuestro apartamento de Nueva York, apenas estaba consciente. Me escupió que había convertido en un monstruo a su primer hijo, y que me había abandonado antes de que pudiese hacer lo mismo con el segundo. Entonces se quedó inerte en mis brazos. Todos aquellos años la había estado buscando, y eso fue todo el tiempo de que dispuse con ella. Aquéllos pocos segundos en los que me miró con el odio acumulado durante toda su vida. Entonces comprendí algo.

Alzó a Maellartach. Clary recordó lo pesada que había resultado la Espada incluso cuando estaba a medio convertir, y vio cómo, a medida que la hoja se alzaba, los músculos del brazo de Valentine sobresalían, duros y encordelados, como sogas serpenteando bajo la piel.

—Comprendí —siguió él— que el motivo de que me abandonase fue protegerte. A Jonathan lo odiaba, pero a ti… Habría hecho cualquier cosa para protegerte. Para protegerte de mí. Incluso había vivido entre mundanos, lo que sé que debía producirle una gran angustia. Debió de dolerle no poder educarte jamás en ninguna de nuestra tradiciones. Eres la mitad de lo que podrías haber sido. Posees talento con las runas, pero lo ha malbaratado tu educación mundana.

Bajó la Espada. La punta de ésta se cernía, ahora, justo junto a la cara de Clary; la muchacha podía verla con el rabillo del ojo, flotando en el límite de su visión como una polilla plateada.

—Supe entonces que Jocelyn jamás regresaría a mí debido a ti. Eres la única cosa en el mundo que ha llegado a amar más de lo que me amó a mí. Y debido a ti me aborrece. Y debido a eso, yo te aborrezco.

Clary desvió la cara. Si iba a matarla, no quería ver venir la muerte.

—Clarissa —dijo Valentine—, mírame.

«No». Clavó la mirada en el lago. Más allá, al otro lado del agua podía ver un tenue resplandor rojo, como fuego sumergido en cenizas. Sabía que era luz de la batalla. Su madre estaba allí, y Luke. Quizás era apropiado que estuviesen juntos, incluso aunque ella no los acompañase.

«Mantendré los ojos fijo en esa luz —pensó—. Seguiré mirándola sin importar lo que pase. Será la última cosa que vea».

—Clarissa —volvió a decir Valentine—, eres igual que ella, ¿lo sabías? Igual que Jocelyn.

Sintió un dolor agudo en la mejilla. Era la hoja de la Espada. Él presionaba el borde contra su carne, intentando obligarla a girar la cabeza hacia él.

—Voy a hacer que el Ángel se alce ahora —dijo él—. Y quiero que contemples cómo sucede.

Clary sentía un sabor amargo en la boca. «Sé por qué estás tan obsesionado con mi madre. Porque ella ha sido lo único que pensabas que controlabas totalmente, y que se revolvió contra ti y te mordió. Creías que te pertenecía y no era así. Por eso la quieres aquí, en este momento, para que presencie cómo vences. Por eso tendrás que conformarte conmigo».

La Espada se clavó más en su mejilla. Valentine dijo:

—Mírame, Clary.

Ella miró. No quería hacerlo, pero el dolor era excesivo; su cabeza se volvió bruscamente casi contra su voluntad; la sangre discurría en gruesas gotas por el rostro y salpicaba la arena. Un dolor nauseabundo la dominó mientras alzaba la cabeza para mirar a su padre.

Éste tenía la vista bajada hacia la hoja de Maellartach. También ella estaba manchada con su sangre. Cuando Valentine volvió a mirarla, le brillaba una luz extraña en los ojos.

—Es necesaria sangre para completar esta ceremonia —dijo—. Tenía intención de usar la mía, pero cuando te he visto en el lago he sabido que era el modo que tenía Raziel de decirme que usara la de mi hija en su lugar. Es por eso que he limpiado tu sangre de la mácula del lago. Ahora estás purificada… purificada y lista. Así que gracias, Clarissa, por dejarme usar tu sangre.

Y de algún modo, Pensó Clary, lo decía en serio, su gratitud era auténtica. Hacía tiempo que Valentine había perdido la capacidad de distinguir entre fuerza y cooperación, entre miedo y buena disposición, entre amor y tortura. Y con esa comprensión llegó una avalancha de aturdimiento: ¿de qué servía odiar a Valentine por ser un monstruo cuando él ni siquiera sabía que lo era?

—Yo ahora —siguió Valentine—, simplemente necesito un poco más.

Y Clary pensó: «¿Un poco más de qué?», justo mientras él balanceaba la Espada hacia atrás y la luz de las estrellas rebotaba en ella con un estallido, y se dijo «Por supuesto. No es sólo sangre lo que quiere, sino muerte». A aquellas alturas la Espada se había alimentado ya de sangre más que suficiente; probablemente le gustaba, igual que al mismo Valentine. Los ojos de la joven siguieron la negra luz de Maellartach mientras hendía el aire hacia ella…

Y salía volando por los aires. Arrancada de la mano de Valentine, el arma se precipitó al interior de la oscuridad. Los ojos del hombre se abrieron de par en par; su mirada descendió veloz, clavándose primero en la ensangrentada mano que había empuñado la espada… y luego se alzó y vio, en el mismo momento que lo hacía Clary, qué le había arrancado la Espada Mortal de la mano.

Jace, con una espada que le resultaba familiar sujeta en la mano izquierda, estaba parado en el borde de un montículo de arena, apenas a treinta centímetros de Valentine. Clary pudo ver por la expresión del hombre que, al igual que ella, tampoco había oído acercarse al muchacho.

A Clary le dio un vuelco el corazón al ver su aspecto. Tenía una costra de sangre seca en un lado de la cara, y lucía una lívida marca roja en la garganta. Los ojos le brillaban como espejos, y bajo la luz mágica parecían negros…, negros como los de Sebastian.

—Clary —dijo, sin apartar los ojos de su padre—. Clary, ¿estás bien?

«¡Jace!». Luchó por decir su nombre, pero nada podía atravesar el bloqueo de su garganta. Sintió como si se ahogara.

—No puede responderte —dijo Valentine—. No puede hablar.

Los ojos de Jace centellearon.

—¿Qué le has hecho?

Alargó la espada hacia Valentine quien dio un paso atrás. La mirada en el rostro de su padre era de cautela, pero no de miedo. Había una premeditación en la expresión que a Clary no le gustó. Sabía que debería sentirse triunfal, pero no se sentía así; si acaso, se sentía más aterrada que un momento antes. Había comprendido que Valentine iba a matarla —lo había aceptado— y ahora Jace estaba allí, y su miedo se había expandido para abarcarlo también a él. Y él parecía tan… destrozado. El traje estaba desgarrado y abierto a lo largo de la mitad de un brazo, y la piel de debajo entrecruzada de líneas blancas. La camiseta estaba rota en la parte delantera, y había un iratze sobre su corazón que empezaba a desvanecerse y que no había conseguido del todo borrar la inflamada cicatriz situada debajo. Las ropas estaban manchadas de tierra, como si hubiese estado rodando por el suelo. Pero era su expresión lo que más la asustaba. Era tan… desolada.

—Una runa de quietud. No la lastimará. —Los ojos de Valentine se clavaron en Jace… ávidamente, se dijo Clary, como si se empapara de su visión—. Supongo —dijo— que no has venido a unirte a mí. A ser bendecido por el Ángel junto a mí.

La expresión de Jace no varió. Tenía los ojos fijos en su padre adoptivo, y no había nada en ellos… no subsistía en ellos ni una brizna de afecto, amor o recuerdo. Ni siquiera había odio. Sólo… desdén, pensó Clary. Un frío desdén.

—Sé lo que planeas hacer —dijo Jace—. Sé por qué estás invocando al Ángel. Y no te dejaré hacerlo. He enviado a Isabelle a advertir al ejército…

—Las advertencias les servirán de poco. Ésta no es la clase de peligro de la que puedas huir. —La mirada de Valentine descendió veloz a la espada que sostenía Jace—. Baja eso —empezó— y hablaremos… —Se interrumpió entonces—. Ésa no es tu espada. Ésa es una espada Morgenstern.

Jace, sonrió, con una sonrisa dulce y siniestra.

—Era de Jonathan. Está muerto.

Valentine se mostró anonadado.

—Quieres decir que…

—La he cogido del suelo donde él la ha dejado caer —respondió Jace, sin emoción—, después de matarlo.

Valentine pareció atónito.

—¿Has matado a Jonathan? ¿Cómo has podido hacerlo?

—Me habría matado a mí —dijo Jace—. No he tenido elección.

—No me refería a eso. —Valentine meneó la cabeza; todavía parecía aturdido, como un boxeador al que han golpeado demasiado fuerte el momento antes de desplomarse sobre la colchoneta—. Crie a Jonathan… le adiestré yo mismo. No había un guerrero mejor.

—Al parecer —repuso Jace—, lo había.

—Pero… —Ya la voz de Valentine se quebró; era la primera vez que Clary escuchaba un fallo en la tranquila e inmutable fachada de aquella voz—. Pero era tu hermano.

—No. No lo era. —Jace dio un paso al frente, empujando la hoja un centímetro más cerca del corazón de Valentine—. ¿Qué le sucedió a mi auténtico padre? Isabelle me ha explicado que murió en una incursión, pero ¿lo hizo realmente? ¿Lo mataste igual que mataste a mi madre?

Valentine seguía pareciendo aturdido. Clary percibió que luchaba por mantener el control… ¿Luchaba contra la pena? ¿O simplemente temía morir?

—Yo no maté a tu madre. Ella se suicidó. Te saqué de su cuerpo sin vida. De no haberlo hecho, habrías muerto con ella.

—Pero ¿por qué? ¡No necesitabas un hijo, ya tenías uno!

Jace tenía un aspecto mortífero a la luz de la luna, se dijo Clary, mortífero y extraño, como si fuese alguien a quien conocía. La mano que sostenía la espada sobre la garganta de Valentine no temblaba.

—Dime la verdad —dijo Jace—. No más mentiras… como que somos de la misma sangre. Los padres mienten a sus hijos, pero tú… tú no eres mi padre. Y quiero la verdad.

—No era un hijo lo que necesitaba —respondió Valentine—. Era un soldado. Había pensando que Jonathan podría ser ese soldado, pero tenía demasiado de la naturaleza de los demonios en él. Era demasiado salvaje, demasiado brusco, no lo bastante sutil. Ya temía entonces, cuando él apenas había dejado la infancia, que jamás tendría la paciencia o la compasión para seguirme, para guiar a la Clave tras mis pasos. Así que volví a probar contigo. Y contigo tuve el problema opuesto. Eras demasiado dulce. Demasiado categórico. Sentías el dolor de los demás como si fuese el tuyo; ni siquiera podías soportar la muerte de tus mascotas. Tienes que comprender esto, hijo mío: te amaba por esas cosas. Pero las mismas cosas que amaba en ti hacían que no me fueses útil.

—Así que pensabas que era blando e inútil —dijo Jace—. Supongo que te resultará sorprendente, entonces, cuando tu «hijo» blando e inútil te rebane la garganta.

—Ya hemos pasado por esto. —La voz de Valentine era firme, pero Clary creyó poder ver el sudor brillándole en las sienes, en la base de la garganta—. Tú no lo harías. No quisiste hacerlo en Renwick, y no quieres hacerlo ahora.

—Te equivocas. —Jace hablaba en un tono comedido—. He lamentado no haberte matado cada día desde que te dejé marchar. Max, al que sí considero mi hermano, está muerto porque yo no te maté ese día. Docenas de personas, tal vez cientos, están muertas porque contuve mi mano. Conozco tu plan. Sé que esperas masacrar a casi todos los cazadores de sombras de Idris. Y me pregunto: ¿cuántos más tiene que morir antes de que haga lo que debería haber hecho en la isla de Blackwell? No —dijo—. No quiero matarte. Pero lo haré.

—No lo hagas —dijo Valentine—. Por favor. No quiero…

—¿Morir? Nadie quiere morir, «padre».

La punta de la espada de Jace resbaló más abajo, y luego más hasta descansar sobre el corazón de Valentine. El rostro de Jace estaba tranquilo, parecía la cara de un ángel despachando justicia divina.

—¿Tu últimas palabras?

—Jonathan…

La sangre manaba la camisa de Valentine allí donde la punta de la hoja descansaba, y Clary vio, mentalmente, a Jace en Renwock, con la mano temblorosa, sin atreverse a hacerle daño a Valentine. Y a éste, provocándole. «Hunde la hoja. Siete centímetros… tal vez ocho». No era así en aquel momento. La mano de Jace era firme. Y Valentine parecía asustado.

—Tus últimas palabras —siseó Jace—. ¿Cuáles son?

Valentine alzó la cabeza. Sus ojos negros al mirar al muchacho que tenía delante tenían una mirada grave.

—Lo siento —dijo—. Lo siento mucho.

Alargó una mano, como si tuviese intención de tendérsela a Jace, incluso de tocarle —la mano giró, con la palma hacia arriba, los dedos abriéndose— y entonces hubo un destello plateado y algo pasó volando junto a Clary en la oscuridad como una bala salida de una pistola. Sintió cómo el aire desplazado le acariciaba la mejilla al pasar, y a continuación Valentine lo había atrapado en el aire, una larga lengua de fuego planteado que centelleó una vez en su mano mientras la bajaba.

Era la Espada Mortal, que dejó una tracería de luz negra en el aire al hundir Valentine su hoja en el corazón de Jace.

Los ojos del muchacho se abrieron de par en par. Una mirada de incrédula confusión pasó por su rostro; echó una mirada fugaz al lugar donde Maellartach sobresalía grotescamente de su pecho: su aspecto era más estrafalario que horrible, como un elemento de una pesadilla carente de lógica. Valentine echó la mano hacia atrás entonces, extrayendo de un tirón la Espada del pecho de Jace tal y como podría haber sacado una daga de su funda; como si ello hubiese sido todo lo que lo mantenía en pie, Jace cayó de rodillas. La espada que empuñaba resbaló de su mano y golpeó la tierra húmeda. Bajó la mirada hacia ella con perplejidad, como si no tuviese ni idea de por qué la había estado sujetando, ni de por qué la había soltado. Abrió la boca como si fuera a hacer una pregunta, y la sangre se derramó por encima de su barbilla, impregnando lo que quedaba de la camiseta hecha jirones.

A Clary le pareció que después de eso todo sucedía muy despacio, como si el tiempo se alargase. Vio a Valentine caer al suelo y sujetar a Jace en su regazo como si Jace fuese todavía muy pequeño y se le pudiera coger con facilidad. Lo apretó contra él y lo acunó, y bajó el rostro y lo presionó contra el hombro del muchacho, y Clary pensó por un momento que incluso podría haber llorado, pero cuando alzó la cabeza, los ojos de Valentine estaban secos.

—Mi hijo —susurró—. Mi muchacho.

La terrible ralentización del tiempo se alargó alrededor de Clary como una soga asfixiante, mientras Valentine sostenía a Jace y le apartaba los cabellos ensangrentados de la frente. Sostuvo a Jace mientras moría y la luz se apagaba de sus ojos, y luego Valentine depositó con delicadeza el cuerpo de su hijo adoptivo sobre el suelo, cruzándole los brazos sobre el pecho como para ocultar la herida abierta y sangrante que había en él. «Ave…» empezó a decir, como si quisiera pronunciar las palabras sobre Jace, la despedida de los cazadores de sombras, pero su voz se quebró, se volvió bruscamente y se dirigió de vuelta al altar.

Clary no podía moverse. Apenas podía respirar. Podía oír los latidos de su propio corazón, el chirrido de su propia respiración en la garganta reseca. Con el rabillo del ojo pudo ver a Valentine de pie junto a la orilla del lago; la sangre resbalaba por la hoja de Maellartach y goteaba al interior de la cazoleta de la Copa Mortal. Salmodiaba palabras que ella no comprendía. Que no tenía ningún interés en comprender. Todo terminaría muy pronto, y casi se alegraba. Se preguntó si tenía energía suficiente para arrastrarse hasta donde yacía Jace, si podía tumbarse junto a él y aguardar a que aquello terminara. Le miró fijamente, allí, caído, inmóvil en la arena removida y ensangrentada. Tenía los ojos cerrados, el rostro quieto; de no ser por el corte del pecho, podría haberse dicho a sí misma que estaba dormido.

Pero no lo estaba. Era un cazador de sombras; había muerto en combate; merecía la última bendición. Ave atque vale. Formó las palabras con los labios, aunque surgieron de la boca en silenciosas bocanadas de aire. En mitad del enunciado se detuvo, conteniendo la respiración. ¿Qué debería decir? ¿Salve y adiós, Jace Wayland? El nombre no era realmente suyo. En realidad jamás le habían puesto un nombre, pensó llena de zozobra, sólo le habían dado el nombre de un niño muerto porque era lo que había convenido a los propósitos de Valentine en aquel momento. Y había tanto poder en un nombre…

Volvió de repente la cabeza, y miró fijamente el altar. Las runas que lo rodeaban habían empezado a resplandecer. Eran runas de invocación, runas de designación y runas de vinculación. No eran distintas de las runas que habían mantenido a Ithuriel prisionero en las bodegas de la casa Wayland. En aquel momento, muy en contra de su voluntad, pensó en el modo en que Jace la había mirado entonces, la llamarada de fe en sus ojos, su confianza en ella. Siempre la había considerado fuerte. Lo había mostrado en todo lo que hacía, en cada mirada y cada contacto. Simon también tenía fe en ella; sin embargo, cuando la había abrazado lo había hecho como si ella fuese algo frágil, realizado en delicado cristal. Pero Jace la había sostenido con todas sus fuerzas, sin preguntarse jamás si ella podía soportarlo; él había sabido que era tan fuerte como él mismo.

Valentine cerró los ojos. Recordó el modo en que Jace la había mirado la noche que había liberado a Ithuriel y no pudo evitar imaginar el modo en que la miraría a ella en aquellos momentos si la viese intentando tumbarse a morir en la arena junto a él. No se sentiría conmovido, no pensaría que era un hermoso gesto. Se enfurecería con ella por rendirse. Se sentiría tan… decepcionado.

Clary se agachó de modo que quedó tumbada en el suelo, tirando de las inertes piernas tras ella. Lentamente, se arrastró por la arena empujándose al frente con las rodillas y las manos atadas. La cinta refulgente que le rodeaba las muñecas ardía y escocía. La camisa se le desgarró al arrastrarse por el suelo y la arena le arañó la piel desnuda del estómago. Apenas lo notó. Era una tarea ardua arrastrarse hacia delante de aquel modo; el sudor le corría por la espalda entre los omoplatos. Cuando por fin alcanzó el círculo de runas, jadeaba tan fuerte que le aterró que Valentine fuese a oírla.

Pero él ni siquiera se dio la vuelta. Tenía la Copa Mortal en una mano y la espada en la otra. Mientras ella observaba, Valentine echó la mano derecha hacia atrás, pronunció varias palabras que parecían provenir del griego, y arrojó la Copa, que brilló como una estrella fugaz mientras salía despedida hacia el agua del lago y desaparecía bajo la superficie con un leve chapoteo.

El círculo de runas desprendía un leve calor, como un fuego a medio apagar. Clary tuvo que retorcerse y forcejear para conseguir hacer llegar la mano a la estela que llevaba en su cinturón. El dolor de las muñecas se tornó más punzante cuando los dedos se cerraron alrededor del mango; la liberó con una sofocada exclamación de alivio.

No podía separar las muñecas, así que agarró la estela torpemente entre las manos. Se irguió sobre los codos bajó la vista hacia las runas. Podía sentir el calor que desprendían en el rostro; habían empezado a titilar como luz mágica. Valentine tenía la Espada Mortal en posición, listo para lanzarla; salmodiaba las últimas palabras del hechizo de invocación. Con un último arranque de energía, Clary hundió la punta de la estela en la arena, pero no raspó las runas que Valentine había dibujado para eliminarlas, sino que trazó su propio dibujo sobre ellas, escribiendo una runa nueva sobre la que simbolizaba el nombre de Valentine. Era una runa tan pequeña, se dijo, un cambio tan pequeño…, en nada comparable a su inmensamente poderosa runa de alianza, nada comparable a la Marca de Caín.

Pero era todo lo que podía hacer. Agotada, Clary rodó sobre el costado justo cuando Valentine echaba el brazo atrás y hacía volar la Espada Mortal.

Maellartach voló girando sobre sí misma, una masa borrosa negra y plateada fue a unirse sin hacer ruido con el lago negro y plateado. Una gran columna se alzó en el lugar adónde había ido a caer: una fluorescencia de agua color platino. La columna se alzó más y más alta, un géiser de plata fundida, como lluvia cayendo hacia arriba. Se oyó un gran estrépito, el sonido del hielo que se hacía añicos, de un glaciar al partirse… y a continuación el lago pareció estallar, agua plateada estallando hacia arriba como una granizada invertida.

Y alzándose con la granizada llegó el Ángel. Clary no estaba segura de lo que había esperado…, imaginaba algo como Ithuriel, pero a Ithuriel lo habían ido apagando años de cautividad y tormento. Éste era un ángel en la plenitud de su gloria. Mientras se alzaba del agua, los ojos de la joven empezaron a escocerle como si contemplara directamente al sol.

La manos de Valentine habían caído a sus costados. Miraba a lo alto con una expresión embelesada; era un hombre contemplando su mayor sueño convertido en realidad.

—Raziel —musitó.

El Ángel siguió elevándose, como si el lago se estuviese hundiendo, dejando al descubierto una gran columna de mármol en el centro. Primero fue la cabeza la que emergió del agua, con cabellos ondeando como cadenas de plata y oro. Luego los hombros, blancos como la piedra, y a continuación un torso desnudo; y Clary vio que el Ángel llevaba Marcas de runas por todo el cuerpo igual que los Nefilim, aunque las runas de Raziel era doradas y dotadas de vida, y se movían por la blanca piel como chispas que brillaban de un fuego. De algún modo, el Ángel era al mismo tiempo enorme y no más grande que un hombre: a Clary le dolían los ojos de intentar asimilarlo totalmente, y aún así, era todo lo que podía ver. Mientras se alzaba, brotaron alas de su espalda que se abrieron por completo sobre el lago; también eran de oro, y con plumas, e incrustado en cada pluma había un único ojo dorado muy abierto.

Resultaba hermoso, y también aterrador. Clary quiso apartar la mirada, pero se negó a hacerlo. Lo contemplaría todo. Lo contemplaría por Jace, porque él no podía.

«Es como en todos esos cuadros», pensó. El Ángel alzándose del lago, la Espada en una mano y la Copa en la otra. Ambas chorreaban agua, pero Raziel estaba seco como un hueso, y también sus alas. Los pies descansaron, blancos y descalzos, sobre la superficie del lago, removiendo las aguas en pequeñas ondulaciones de movimiento. Su rostro, hermoso e inhumano, contempló a Valentine desde lo alto.

Y entonces habló.

Su voz era un llanto, como un grito y como música, todo a la vez. No contenía palabras, pero sin embargo resultaba totalmente comprensible. La fuerza de su aliento casi hizo retroceder a Valentine; éste clavó los tacones de las botas en la arena y mantuvo la cabeza inclinada atrás como si anduviese haciendo frente a un vendaval. Clary sintió como el viento levantado por el aliento del Ángel pasaba sobre ella: era caliente como el aire que escapa de un horno, y olía a especias extrañas.

«Han transcurrido mil años desde la última vez que se me invocó a este lugar —dijo Raziel—. Jonathan Cazador de Sombras me llamó entonces, y me suplicó que mezclase mi sangre con la sangre de hombres mortales en una Copa y creara a una nueva raza de guerreros que liberaría a esta tierra de la raza de los demonios. Hice todo lo que me pidió y le aseguré que no haría nada más. ¿Por qué me invocas ahora, nefilim?».

La voz de Valentine sonó ansiosa.

—Han transcurrido mil años, Criatura Gloriosa, pero la raza de los demonios sigue aquí.

«¿Qué es eso para mí? Mil años transcurren para un ángel como un abrir y cerrar de ojos».

—Los Nefilim que creasteis eran una gran raza de hombres. Durante muchos años combatieron valientemente para liberar este plano de la mácula demoníaca. Pero han fracasado debido a la debilidad de la corrupción en sus filas. Tengo intención de devolverlos a su antigua gloria…

«¿Gloria?».

El Ángel sonó levemente curioso, como si la palabra le resultase extraña.

«La Gloria pertenece sólo a Dios».

Valentine no titubeó.

—La Clave tal y como los primeros Nefilim la crearon ya no existe. Se han aliado con subterráneos, los no humanos que llevan la mácula de los demonios que infestan este mundo igual que moscas sobre el cadáver de una rata. Es mi intención depurar este mundo, destruir a todos los subterráneos y a todos los demonios…

«Los demonios no poseen alma. Pero en cuanto a las criaturas de las que hablas, los Hijos de la Luna, de la Noche, de Lilith y los seres mágicos, todos tienen alma. Parece que tu criterio sobre lo que constituye o no un ser humano es más estricto que el nuestro. —Clary habría jurado que la voz del Ángel había adoptado un tono seco—. ¿Tienes intención de desafiar al cielo como aquel otro Lucero del Alba cuyo nombre llevas, cazador de sombras?».

—No, desafiar al cielo, no, lord Raziel. Aliarme con el cielo…

«¿En una guerra creada por ti? Nosotros somos el cielo, cazador de sombras. Nosotros no peleamos en vuestras batallas mundanas».

Cuando volvió a hablar, Valentine parecía casi dolido.

—Lord Raziel. Sin duda no habríais permitido la existencia de un ritual por el que se os pudiera invocar si no tuvieseis intención de ser invocado. Nosotros los Nefilim somos vuestros hijos. Necesitamos vuestra guía.

«¿Guía? —Ahora el Ángel sonó divertido—. Ése no parece precisamente el motivo de que me hayas traído aquí. Buscas más bien tu propio renombre».

—¿Renombre? —repitió Valentine con voz quebrada—. Lo he dado todo por esta causa. Mi esposa. Mis hijos. He dado todo lo que tengo por esto… todo.

El Ángel se limitó a flotar, contemplando a Valentine con sus ojos fantásticos e inhumanos. Sus alas se movían en lentos movimientos no deliberados, como el paso de nubes por el cielo. Por fin dijo:

«Dios le pidió a Abraham que sacrificase a su hijo en un altar muy parecido a éste, para ver a quién amaba más Abraham, a Isaac o a Dios. Pero nadie te pidió a ti que sacrificases a tu hijo, Valentine».

Valentine hecho un vistazo abajo al altar situado a sus pies, salpicado con la sangre de Jace, y luego miró de nuevo al Ángel.

—Si no tengo otro remedio, te obligaré a hacerlo —dijo—. Pero preferiría obtener tu cooperación voluntaria.

«Cuando Jonathan Cazador de Sombras me invocó —dijo el Ángel—, le presté mi ayuda porque pude ver que su sueño de un mundo libre de demonios era auténtico. Él imaginaba un cielo en esta tierra. Pero tú sueñas únicamente con tu propia gloria, y no amas al cielo. Mi hermano Ithuriel puede atestiguarlo.

Valentine palideció.

—Pero…

«¿Pensaste que no lo sabría?».

El Ángel sonrió. Fue la sonrisa más terrible que Clary había visto nunca.

«Es cierto que el amo del círculo que has dibujado puede obligarme a llevar a cabo un único acto. Pero tú no eres ese amo».

Valentine le miró con asombro.

—Mi señor Raziel… No hay nadie más…

«Sí que lo hay —dijo el Ángel—. Tu hija».

Valentine se volvió en redondo. Clary, caída semiinconsciente sobre la arena, con las muñecas y los brazos atenazados por un dolor atroz, le devolvió la mirada con expresión desafiante. Por un momento, los ojos de ambos se encontraron… y él la miró, realmente la miró, y ella comprendió que era la primera vez que su padre la había mirado jamás a la cara y la había visto. La primera y única vez.

—Clarissa —dijo—. ¿Qué has hecho?

Clary alargó la mano, y con el dedo escribió en la arena a los pies de Valentine. No dibujó runas. Dibujó palabras: las palabras que él le había dicho la primera vez que vio lo que ella era capaz de hacer, cuando había dibujado la runa que destruyó el barco.

MENE MENE TEKEL UPHARSIN

Los ojos de su padre se abrieron de par en par, igual que los ojos de Jace se habían abierto antes de morir. Valentine se había quedado totalmente blanco. Se volvió despacio de cara al Ángel, alzando las manos en gesto de súplica.

—Mi señor Raziel…

El Ángel abrió la boca y escupió. O al menos eso fue lo que le pareció a Clary: que el Ángel escupía, y que lo que salía disparado de su boca era una centella de fuego blanco, como una flecha llameante. La flecha voló directa y certera sobre el agua y enterró en el pecho de Valentine. Aunque quizá «enterrar» no fuese la palabra: se abrió paso a través de él, como una roca a través de fino papel, dejando un agujero humeante del tamaño de un puño. Por un momento, Clary, con la vista alzada, pudo mirar a través del pecho de su padre y ver el lago y el ardiente resplandor del Ángel al otro lado.

El momento pasó. Como un árbol talado, Valentine se estrelló contra el suelo y se quedó inmóvil, con la boca abierta en un grito mudo y una última mirada de incrédula traición fijada para siempre en sus ojos ciegos.

«Ésa ha sido la justicia del cielo. Confío en que no te sientas consternada».

Clary alzó los ojos. El Ángel flotaba sobre ella, como una torre de llama blanca, cubriendo el cuelo. Tenía las manos vacías, la Copa Mortal y la Espada descansaban ahora junto a la orilla del lago.

«Puedes obligarme a llevar a cabo una sola cosa, Clarissa Morgenstern. ¿Qué es lo que deseas?».

Clary abrió la boca. No brotó de ella ningún sonido.

«Ah, sí —dijo el Ángel, y había dulzura en la voz ahora—. La runa».

La multitud de ojos de sus alas pestañearon. Algo la rozó. Era suave, más suave que la seda o cualquier otra tela, más suave que un susurro o la caricia de una pluma. Era el tacto que ella imaginaba que podrían tener las nubes si tuviesen textura. Un leve aroma acompañó al contacto… un aroma agradable, embriagador y dulce.

El dolor desapareció de sus muñecas. Puesto que ya no estaban atadas, las manos le cayeron a los costados. El escozor en la parte posterior del cuello también había desaparecido, y la pesadez de las piernas. Se puso de rodillas con gran dificultad. Más que nada en el mundo, deseaba arrastrarse por la arena ensangrentada hacia el lugar donde yacía el cuerpo de Jace, arrastrarse hasta él y tumbarse a su lado y rodearlo con los brazos, incluso aunque el muchacho ya no estaba. Pero la voz del Ángel la constreñía; permaneció donde estaba, con la vista puesta en su brillante luz dorada.

«La batalla de la llanura de Brocelind está finalizando. El dominio de Morgenstern sobre sus demonios ha desaparecido con su muerte. Muchos huyen ya; el resto no tardará en ser destruido. Hay nefelim que cabalgan hacia las orillas de este lago en estos momentos. Si tienes una petición, cazadora de sombras, habla ahora. —El Ángel hizo una pausa—. Y recuerda que no soy un genio. Elige tu deseo con sabiduría».

Clary vaciló… sólo por un momento, pero el momento se prolongó como nunca se había prolongado un instante. Podía pedir cualquier cosa, pensó llena de aturdimiento, cualquier cosa: un final al dolor o al hambre o a la enfermedad en el mundo, o la paz en la tierra. Pero también era posible que los ángeles no tuviesen poder para conceder tales cosas, o ya habrían sido concedidas. Y a lo mejor se suponía que las personas tenían que encontrar esas cosas por sí mismas.

No importaba, de todos modos. Sólo había una cosa que podía pedir, una elección auténtica.

Alzó los ojos hacia el Ángel.

—Jace —dijo.

La expresión del Ángel no cambió. Ella no tenía ni idea de si Raziel consideraba su petición buena o mala, ni si —pensó con un repentino estallido de pánico— tenía intención de concederla.

«Cierra los ojos, Clarissa Morgenstern», dijo el Ángel.

Clary cerró los ojos. Uno no le dice que no a un ángel, sin importarlo que éste tenga en mente. Su corazón latía violentamente y ella permaneció sentada flotando en la oscuridad de detrás de sus párpados, intentando resueltamente no pensar en Jace. Pero su rostro apareció recortado, no sonriéndole sino mirándola de reojo, y pudo ver la cicatriz en la sien, la mueca de la comisura de los labios y la línea plateada sobre la garganta allí donde Simon le había mordido, todas las marcas y defectos e imperfecciones que conformaban a la persona que más amaba en el mundo. Jace. Una luz brillante iluminó su visión con un tono escarlata, y cayó hacia atrás contra la arena, preguntándose si iba a desmayarse; quizás estaba muriendo, pero no quería morir, no ahora que podía ver el rostro de Jace con tanta claridad ante ella. Casi podía oír su voz, también, pronunciando su nombre, tal y como lo había susurrado en Renwick, una y otra vez… Clary, Clary, Clary.

—Clary —dijo Jace—. Abre los ojos.

Lo hizo.

Estaba tumbada sobre la arena, con las ropas desgarradas, mojadas y ensangrentadas. Pero no importaba: el Ángel había desaparecido, y con él la cegadora luz blanca que había iluminado la oscuridad convirtiéndola en día. Clary miró al cielo nocturno sembrado de estrellas blancas como espejos brillando en la negrura. Inclinado sobre ella, la luz de sus ojos, más brillante que la de cualquier estrella, estaba Jace.

Sus ojos se empaparon de él, de cada parte de él, desde los cabellos enmarañados al rostro manchado de sangre y mugriento y los ojos que brillaban por entre las capas de suciedad; desde los moretones visibles a través de las mangas desgarradas al enorme roto empapado en sangre de la parte frontal de la camiseta, a través del cual se veía la piel desnuda; y no había marca ni corte que indicase por donde había entrado la Espada. Pudo ver el pulso latiéndole en la garganta, y casi le arrojó los brazos al cuello ante aquella visión porque significaba que el corazón latía y eso quería decir…

—Estás vivo —susurró—. Realmente vivo.

Con un lento gesto maravillado él alargó la mano para tocarle la cara.

—Estaba en la oscuridad —dijo en voz baja—. No había nada más que sombras, y yo era una sombra, y sabía que estaba muerto, y que todo había acabado, todo. Y entonces he oído tu voz. Te he oído decir mi nombre, y eso me trajo de vuelta.

—Yo no. —Clary sintió un nudo en la garganta—. El Ángel te ha traído de vuelta.

—Porque tú se lo has pedido. —En silencio trazó el contorno de su cara con los dedos, como para asegurarse de que era real—. Podías haber tenido cualquier cosa en el mundo, y me has pedido a mí.

Ella sonrió. Mugriento como estaba, cubierto de sangre y tierra, era lo más hermoso que había contemplado nunca.

—Pero yo no quiero ninguna otra cosa en el mundo.

Ante eso, la luz de sus ojos, ya brillante, adquirió tal intensidad que ella apenas pudo mirarle. Pensó en el Ángel, y la manera en que había ardido como un millar de antorchas, y que Jace tenía en su interior algo de aquella misma sangre incandescente, y en cómo aquella llama brillaba a través de él en aquel momento, a través de sus ojos, como luz por entre las rendijas de una puerta.

«Te amo», quiso decir Clary. Y «volvería a hacerlo. Siempre te pediría a ti». Pero no fueron esas las palabras que dijo.

—No eres mi hermano —le contó, un poco jadeante, como si, habiendo advertido que aún no las había dicho, no pudiese hacer salir las palabras de la boca con la suficiente rapidez—. Lo sabes, ¿verdad?

De un modo muy leve, por entre la mugre y la sangre, Jace sonrió.

—Sí —dijo—. Lo sé.