18

SALVE Y ADIÓS

El valle era más hermoso en la realidad de lo que había sido en la visión de Jace. Quizás era la brillante luz de la luna dando un color plateado al río que atravesaba el verde suelo. Abedules blancos y álamos salpicaban los costados del valle, estremeciendo las hojas bajo la fresca brisa; hacía frío arriba en el cerro, sin ninguna protección del viento.

Se trataba sin duda del valle donde había visto por última vez a Sebastian. Finalmente, empezaba a alcanzarlo. Tras amarrar a Caminante a un árbol, Jace sacó el hilo ensangrentado del bolsillo y repitió el ritual de localización, simplemente para estar seguro.

Cerró los ojos, esperando ver a Sebastian; confiaba en que en algún lugar muy cercano, tal vez incluso todavía en el valle…

En su lugar vio únicamente oscuridad.

El corazón le empezó a latir con violencia.

Volvió a intentarlo, pasando el hilo al puño izquierdo y grabando torpemente la runa localizadora sobre el dorso de su mano menos ágil, la derecha. Inspiró profundamente antes de cerrar los ojos esa vez.

De nuevo, nada. Únicamente negrura oscilante llena de sombras. Permaneció allí durante un minuto, apretando los dientes; el viento traspasaba su cazadora y había que se le pusiera la carne de gallina. Finalmente, entre maldiciones, abrió los ojos… y luego, en un arranque de desesperada cólera, el puño; el viento tomó el hilo y se lo llevó, tan de prisa que incluso aunque lo hubiera lamentado inmediatamente no podría haberlo atrapado otra vez.

Empezó a pensar a toda prisa. Estaba claro que la runa localizadora ya no funcionaba. A lo mejor Sebastian había advertido que lo seguían y había hecho algo para romper el encantamiento… Pero ¿qué podía hacer uno para detener una localización? A lo mejor había encontrado una gran masa de agua. El agua afectaba a la magia.

No es que eso ayudase demasiado a Jace. No era como si pudiese ir a cada lago del país y comprobar si Sebastian flotaba en su centro. Había estado tan cerca, además…, tan cerca. Había visto aquel valle y a Sebastian en él. Y allí estaba la casa, apenas visible, al abrigo de un bosquecillo. Al menos no estaría de más bajar a echar un vistazo alrededor de la casa para ver si había algo que pudiese indicar la ubicación de Sebastian, o la de Valentine.

Con un sentimiento de resignación, Jace usó la estela para marcarse con una serie de Marcas de combate de actuación veloz y desaparición rápida: una para proporcionarles silencio, otra para darle velocidad, y una última para andar con paso firme. Cuando hubo terminado —y sentía el familiar escozor ardiéndole en la piel— deslizó la estela al interior del bolsillo, dio a Caminante una palmada enérgica en el cuello y descendió en dirección al valle.

Las laderas eran engañosamente empinadas y estaban cubiertas de traicioneros guijarros sueltos. Jace alternó entre avanzar cautelosamente y resbalar por el pedregal, lo que era veloz pero peligroso. Cuando por fin llegó al fondo del valle, tenía las manos ensangrentadas allí donde habían caído sobre la gravilla suelta en más de una ocasión. Se las lavó en las limpias y veloces aguas del arroyo; el agua estaba espantosamente helada.

Cuando se irguió y miró a su alrededor, advirtió que contemplaba el valle desde un ángulo distinto al que había tenido en la visión localizadora. Vio un retorcido bosquecillo con ramas entrelazándose y las paredes del valle alzándose por todos los lados, y vio la casita. Las ventanas permanecían oscuras y no surgía humo en la chimenea. Sintió una punzada mezcla de alivio y decepción. Sería más fácil registrar la casa si no había nadie en ella. Y así era, no había nadie en ella.

A medida que se aproximaba se preguntó qué había habido en la casa de la visión que le había parecido tan fantasmagórico. De cerca, no era más que una granja corriente de Idris, construida con bloques de piedra blanca y gris. Los postigos habían estado pintados en una ocasión de azul intenso, pero parecía como si hubiesen transcurrido años desde que alguien los hubiera repintado. Estaban descoloridos y los años habían desconchado la pintura.

Alcanzó una de las ventanas, se encaramó al alféizar y atisbó por el empañado cristal. Vio una habitación grande y ligeramente polvorienta con una especie de banco de trabajo que ocupaba el largo de una pared. Las herramientas que había sobre él no era de las que uno usaría para trabajos artesanales; eran las herramientas de un brujo: montones de pergaminos tiznados, velas de cera negra; gruesos cuencos de cobre con un líquido oscuro seco pegado a los bordes; una variedad de cuchillos, algunos tan finos como punzones, algunos con amplias hojas cuadradas. Había un pentagrama dibujado con una tiza en el suelo, con los contornos borrosos, cada una de las cinco puntas decorada con una runa diferente. A Jace se le hizo un nudo en el estómago… Las runas se parecían a las que habían estado grabadas alrededor de los pies de Ithuriel. ¿Podía Valentine haber hecho esto…? ¿Podían ser éstas sus cosas? ¿Era éste su escondite… un escondite que Jace no había visitado nunca y del cual no había conocido la existencia?

Se deslizó fuera del alféizar, aterrizando en un pedazo de hierba seca… justo cuando una sombra pasaba sobre la faz de la luna. Pero allí no había pájaros, se dijo, y alzó la vista justo a tiempo de ver un cuervo que describía círculos en lo alto. Se quedó paralizado, luego se sumergió a toda prisa en las sombras de un árbol y atisbó arriba por entre las ramas. A medida que el cuervo descendía en picado más cerca del suelo, Jace supo que su primer instinto había sido correcto. No se trataba de un cuervo cualquiera: se trataba de Hugo, el cuervo que en una ocasión había pertenecido a Hodge; Hodge lo había usado de vez en cuando para transportar mensajes fuera del Instituto. Desde entonces, Jace había averiguado que Hugo había pertenecido originalmente a su padre.

Jace se apretó más contra el tronco del árbol. El corazón volvía a latirle con fuerza, esta vez con entusiasmo. Si Hugo estaba allí, sólo podía significar que transportaba un mensaje, y en esta ocasión el mensaje no sería para Hodge. Sería para Valentine. Tenía que serlo. Si Jace pudiese apañárselas para seguirlo…

Posándose en un alféizar, Hugo atisbó a través de una de las ventanas de la casa. Aparentemente, advirtió que la casa estaba vacía, él remontó el vuelo con un graznido y aleteó en dirección al arroyo.

Jace salió de las sombras e inició la persecución del cuervo.

—Así que técnicamente —dijo Simon—, incluso aunque Jace no está emparentado contigo, sí que has besado a tu hermano.

—¡Simon! —Clary estaba consternada—. ¡CÁLLATE!

Giró sobre su asiento para ver si alguien escuchaba, pero, por suerte, nadie parecía hacerlo. Estaba sentada en una silla de respaldo alto sobre el estrado del Salón de los Acuerdos, con Simon a su lado. Su madre estaba de pie en el borde del estrado, inclinada hacia abajo para hablar con Amatis.

A su alrededor, el Salón era un caos mientras los subterráneos que habían llegado procedentes de la Puerta Norte entraban en tropel, franqueando las puertas y apelotonándose contra las paredes. Clary reconoció a varios miembros de la manada de Luke, incluida Maia, que le sonrió ampliamente desde el otro extremo de la habitación. Había hadas pálidas, frías y bellas como carámbanos, y brujos con alas de murciélago y pies de macho cabrío, e incluso uno con astas, con fuego azul chisporroteando en las puntas de los dedos mientras se movían por la habitación. Los cazadores de sombras daban vueltas de un lado a otro entre ellos, con aspecto nervioso.

Aferrando su estela con ambas manos, Clary paseó la mirada ansiosamente. ¿Dónde estaba Luke? Había desaparecido entre la multitud. Lo divisó al cabo de un instante, hablando con Malachi, que sacudía la cabeza violentamente. Amatis permanecía a poca distancia, lanzando al Cónsul miradas asesinas.

—No me hagas lamentar jamás haberte contado nada de esto, Simon —dijo Clary, mirándole furiosa.

Había hecho todo lo posible por proporcionarle una versión reducida del relato de Jocelyn, en su mayor parte siseada por lo bajo mientras él la ayudaba a abrirse paso penosamente por entre el gentío hasta el estrado y tomaba asiento allí. Resultaba fantástico estar allí arriba, contemplado la sala como si fuese la reina de todo lo que veía. Pero una reina no sería presa del pánico hasta ese punto.

—Además, besaba fatal.

—O quizás simplemente fue asqueroso, porque él era, ya sabes, tu hermano. —Simon parecía más divertido por todo el asunto de lo que Clary consideraba que tenía derecho a estar.

—No digas eso donde mi madre pueda oírte o te mataré —dijo ella con una segunda mirada iracunda—. Ya me siendo como si estuviera a punto de vomitar o desmayarme. No lo empeores.

Jocelyn regresó del borde del estrado a tiempo de oír las últimas palabras de Clary —aunque, por suerte, no lo que ella y Simon habían estado hablado— y le asestó una palmada tranquilizadora en el hombro a su hija.

—No estés nerviosa, pequeña. Estuviste tan magnífica antes. ¿Necesitas algo? Una manta, un poco de agua caliente…

—No tengo frío —respondió ella en tono paciente—, y no necesito un baño, tampoco. Estoy perfectamente. Sólo quiero que Luke suba aquí y me diga qué está pasando.

Jocelyn hizo señas en dirección a Luke para atraer su atención, articulando en silencio algo que Clary no consiguió descifrar del todo.

—Mamá —soltó—, no.

Pero ya era demasiado tarde. Luke alzó la mirada… y lo mismo hicieron otros cazadores de sombras. La mayoría de ellos desviaron la mirada igual de rápido, pero Clary percibió la fascinación en sus miradas fijas. Resultaba inverosímil pensar que su madre era algo parecido a una figura legendaria en aquel sitio. Podía decirse que casi todo el mundo presente en la sala había oído su nombre y tenía alguna clase de opinión sobre ella, buena o mala. Clary se preguntó cómo evitaba su madre que eso la molestara. No parecía molesta… parecía impasible, serena y peligrosa.

Al cabo de un momento, Luke se había reunido con ellos sobre el estrado, con Amatis a su lado. Todavía tenía aspecto cansado, pero también alerta e incluso un poco agitado. Dijo:

—Sólo aguardad un segundo. Todo el mundo viene hacia aquí.

—Malachi —dijo Jocelyn, sin mirar del todo directamente a Luke mientras hablaba—, ¿te estaba causando problemas?

Luke efectuó un gesto displicente.

—Piensa que deberíamos enviar un mensaje a Valentine, rechazando sus condiciones. Yo digo que no deberíamos ponerlo sobre aviso. Que Valentine aparezca con su ejército en la llanura Brocelind esperando una rendición. Malachi parecía pensar que eso no sería deportivo, y cuando le dije que la guerra no era un partido de criquet escolar, respondió que si alguno de los subterráneos que hay aquí se desmandaba, intervendría y pondría fin a todo el asunto; como si los subterráneos no pudiesen dejar de pelear aunque sea durante cinco minutos.

—Eso es exactamente lo que piensa —dijo Amatis—. Es Malachi. Probablemente le preocupa que empecéis a comeros unos a otros.

—Amatis —dijo Luke—; alguien podría oírte.

Se dio la vuelta entonces, cuando dos hombres ascendieron los peldaños detrás de él: uno era un alto y esbelto caballero hada con largos cabellos oscuros que caían en capas a ambos lados del estrecho rostro. Llevaba una túnica de blanco blindaje: pálido metal resistente compuesto por diminutos círculos que se superponían, como las escamas de un pez. Sus ojos eran de color verde hoja.

El otro hombre era Magnus Bane. Se colocó junto a Luke. Llevaba un abrigo largo y oscuro abotonado hasta el cuello, y sus cabellos negros estaban echados hacia atrás, fuera de la cara.

—Tienes un aspecto tan corriente —dijo Clary, mirándole boquiabierta.

Magnus sonrió débilmente.

—He oído que tenías una runa que mostrarnos —fue todo lo que dijo.

Clary miró a Luke, quien asintió.

—Ah, sí —dijo—. Simplemente necesito algo sobre lo que escribir… un trozo de papel.

—Te he preguntado si necesitabas algo —dijo Jocelyn entre dientes, sonando muy parecida a la madre que Clary recordaba.

—Yo tengo papel —indicó Simon, sacando algo del bolsillo de los vaqueros.

Se lo entregó a su amiga. Era un folleto arrugado de la actuación de su grupo en la Knitting Factory en julio. Ella se encogió de hombros y le dio la vuelta, alzando la estela que le habían prestado. Centelleó levemente cuando tocó el papel con la punta, y a la muchacha le inquietó por un momento que el folleto se quemase, pero la diminuta llama se apagó. Empezó a dibujar, haciendo todo lo posible por dejar fuera todo lo demás: el ruido de la multitud y la sensación de que todo el mundo la miraba con atención.

La runa surgió tal y como había hecho antes: un diseño de líneas que se curvaban con energía unas al interior de las otras y luego se extendían sobre la página como esperando una finalización que no estaba allí. Quitó el polvo de la página con la mano y la sostuvo en alto, sintiendo absurdamente como si estuviese en la escuela y mostrase alguna especie de presentación a la clase.

—Ésta es la runa —dijo—. Requiere una segunda runa para completarla, para que funcione adecuadamente. Una… runa gemela.

—Un subterráneo, un cazador de sombras. Cada mitad de la asociación tiene que llevar la Marca —dijo Luke. Garabateó una copia de la runa al final de la página, partió el papel por la mitad y entregó uno de los dibujo a Amatis—. Empieza a hacer circular la runa —dijo—. Enseña a los nefilim cómo funciona.

Con un asentimiento de cabeza, Amatis desapareció escalera abajo y entre la multitud. El caballero hada, dirigiendo una rápida mirada tras ella, sacudió la cabeza.

—Siempre se me ha dicho que únicamente los nefilim pueden llevar las Marcas del Ángel —dijo, con una cierta desconfianza—. Que el resto de nosotros nos volveríamos locos, o moriríamos, si las llevásemos.

—Ésta no es una de las Marcas del Ángel —respondió Clary—. No pertenece al Libro Gris. Es segura, lo prometo.

El caballero hada no pareció convencido.

Con un suspiro, Magnus se echó la manga hacia atrás y alargó una mano a Clary.

—Adelante.

—No puedo —dijo—. El cazador de sombras que te ponga la Marca será tu compañero, y yo no voy a combatir en la batalla.

—Menos mal —dijo Magnus.

Miró en dirección a Luke y a Jocelyn, que se encontraban de pie juntos.

—Vosotros dos —dijo—. Adelante, entonces. Mostrad al hada cómo funciona.

Jocelyn parpadeó sorprendida.

—¿Qué?

—Suponía que vosotros dos seríais compañeros —dijo Magnus— puesto que estáis prácticamente casados de todos modos.

El rostro de Jocelyn enrojeció violentamente, y ésta evitó mirar a Luke.

—No tengo una estela…

—Toma la mía —Clary se la entregó—. Adelante, mostrádselo.

Jocelyn se volvió hacia Luke, que pareció totalmente desconcertado. Alargó la mano antes de que ella pudiera pedirla, y ella le hizo la Marca en la palma con una apresurada precisión. La mano de él temblaba mientras ella dibujaba, y Jocelyn le sujetó la muñeca para mantenerla inmóvil; Luke bajó la mirada para contemplarla trabajar, y Clary pensó en la conversación que habían tenido sobre su madre y lo que él le había dicho sobre sus sentimientos por Jocelyn, y sintió una punzada de tristeza. Se preguntó si su madre sabía siquiera que Luke la amaba, y si lo sabía, qué diría.

—Ya está. —Jocelyn retiró la estela—. Hecho.

Luke alzó la mano, con la palma hacia fuera, y mostró la arremolinada marca negra de su centro al caballero hada.

—¿Estás satisfecho, Meliorn?

—¿Meliorn? —dijo Clary—. Yo te he visto antes, ¿verdad? Tú salías con Isabelle Lightwood.

Meliorn se mostró casi inexpresivo, pero Clary podría haber jurado que parecía ligerísimamente incómodo. Luke sacudió la cabeza.

—Clary, Meliorn es un caballero de la corte seelie. Es muy poco probable que…

—Salía con Isabelle, sin duda —dijo Simon—, y ella lo dejó, además. Al menos dijo que iba a hacerlo. Una ruptura dura, amigo.

Meliorn le miró con un pestañeo.

—¿Tú —dijo con desagrado—, tú eres el representante elegido por los Hijo de la Noche?

Simon negó con la cabeza.

—No. Sólo estoy aquí por ella. —Señaló a Clary.

—Los Hijos de la Noche no están aquí, Meliorn —dijo Luke, tras una breve vacilación—. Lo cierto es que transmití la información a tu esposa. Ellos han elegido… seguir su propio camino.

Las delicadas facciones de Meliorn se fruncieron en una mueca de desagrado.

—Ojalá lo hubiese sabido —repuso—. Los Hijo de la Noche son un pueblo sabio y prudente. Cualquier plan que suscita su ira suscita mi desconfianza.

—No he dicho nada respecto a ira —empezó a decir Luke, con una mezcla de calma deliberada y leve exasperación; Clary dudó que nadie que no lo conociera bien se diese cuenta de que estaba irritado.

La muchacha pudo percibir cómo varió su atención: Luke miraba abajo en dirección a la multitud. Siguiendo su mirada, Clary vio una figura familiar que se abría paso por la habitación… Isabelle, con su larga melena balanceándose y el látigo enroscado a la cintura como una serie de brazaletes dorados.

Clary agarró la muñeca de Simon.

—Los Lightwood. Acabo de ver a Isabelle.

Él echó un vistazo hacia la multitud, frunciendo el ceño.

—No me había dado cuenta de que los buscases.

—Por favor, ve a hablar con ella por mí —susurró Clary, echando una ojeada para ver si alguien les prestaba atención; nadie lo hacía.

Luke hacía señas en dirección a alguien que había entre el gentío; entretanto, Jocelyn le decía algo a Meliorn, que la contemplaba casi alarmado.

—Yo tengo que permanecer aquí —siguió Clary—, pero… por favor, necesito contarle a ella y a Alec lo que mi madre me ha contado. Sobre Jace y sobre quién es realmente, y sobre Sebastian. Tienen que saberlo. Diles que vengan a hablar conmigo en cuanto puedan. Por favor, Simon.

—De acuerdo. —A todas luces preocupado por la intensidad de su tono de voz, Simon desasió la muñeca de su mano y le acarició la mejilla con un gesto tranquilizador—. Regresaré.

Descendió los peldaños y desapareció entre la muchedumbre; cuando ella volvió la cabeza, vio que Magnus la miraba, con la boca crispada en una mueca.

—No hay problema —dijo, evidentemente respondiendo a cualquiera que fuese la pregunta que Luke acababa de hacerle—. Estoy familiarizado con la llanura Brocelind. Colocaré un Portal en la plaza. Uno tan grande no durará mucho tiempo, no obstante, así que será mejor que los hagas cruzar a todos muy deprisa en cuanto tengan la Marca.

Mientras Luke asentía y se volvía para decirle algo a Jocelyn, Clary se inclinó para susurrar al brujo:

—Gracias por todo lo que hiciste por mi madre.

La sonrisa irregular de Magnus se ensanchó.

—No creías que fuese a hacerlo, ¿verdad?

—Me lo pregunté —admitió Clary—. En especial teniendo en cuenta que cuando te vi en la casita no consideraste conveniente contarme que Jace trajo a Simon con él a través del Portal cuando vino a Alacante. No tuve la oportunidad de enfadarme por eso antes, pero ¿en qué estabas pensando? ¿Qué no me interesaría?

—Que te interesaría demasiado —respondió él—. Que lo dejarías todo y subirías corriendo al Gard. Y necesitaba que buscases el Libro de lo Blanco.

—Eso es despiadado —dijo Clary enojada—. Y te equivocas. Habría…

—… hecho lo que cualquiera hubiera hecho. Lo que yo habría hecho si se tratase de alguien que me importase. No te culpo, Clary, y no lo hice porque pensase que eras débil. Lo hice porque eres humana, y sé cómo funciona la humanidad. Llevo vivo mucho tiempo.

—Como si tú nunca cometieses estupideces porque tienes sentimientos —dijo Clary—. ¿Dónde está Alec, por cierto? ¿Por qué no estás por ahí eligiéndolo como compañero en este instante?

Magnus pareció estremecerse.

—No me acercaría a él con sus padres ahí. Ya lo sabes.

Clary apoyó la barbilla en la mano.

—Hacer lo correcto porque quieres a alguien es un fastidio a veces.

—Ya lo creo —respondió Magnus.

El cuervo voló en lentos círculos perezosos, avanzando por encima de las copas de los árboles en dirección a la pared occidental del valle. La luna estaba alta, lo que eliminaba la necesidad de una luz mágica mientras Jace lo seguía, manteniéndose en el linde de los árboles.

La pared del valle se alzaba hacia el cielo en forma de escarpada pared de roca gris. La senda del cuervo parecía seguir la curva del arroyo a medida que serpenteaba hacia el oeste para desaparecer finalmente en el interior de una fisura estrecha de la pared. Jace casi se torció el tobillo varias veces sobre rocas húmedas y deseó poder maldecir en voz alta, pero Hugo le oiría sin duda. Doblado en una incómoda posición medio acuclillada, en su lugar se concentró en no romperse una pierna.

Tenía la camiseta empapada de sudor cuando por fin alcanzó el borde del valle. Por un momento creyó haber perdido de vista a Hugo, y se le cayó el alma a los pies, luego vio la negra figura descendente cuando el cuervo inició un picado muy bajo y desapareció en el interior de la oscura fisura abierta en la pared de la roca del valle. Jace corrió hacia el frente, saboreando el alivio de poder correr en lugar de gatear. A medida que se acercaba a la grieta, pudo ver una abertura más grande y oscura al otro lado: una ensenada. Rebuscando en el bolsillo para sacar su piedra de luz mágica, Jace se lanzó adentro en pos del cuervo.

Únicamente se filtraba por la entrada de la cueva un poco de luz, que fue engullida por la opresiva oscuridad tras unos pocos pasos. Jace alzó su luz mágica y dejó que los rayos surgieran por entre los dedos.

Al principio pensó que las estrellas habían hallado el modo de aparecer de nuevo, y eran visibles en lo alto en toda su resplandeciente gloria. Las estrellas no brillaban en ninguna otra parte como lo hacían en Idris… Y no brillaban en aquel momento. La luz mágica revelaba docenas de centelleantes depósitos de mica en la roca a su alrededor, y las paredes se habían iluminado con brillantes puntos luminosos.

Éstos le mostraban que estaba en un espacio estrecho excavado en la roca misma, con la entrada de la cueva a su espalda y dos túneles oscuros que se bifurcaban delante. Jace pensó en las historias que su padre le había contando sobre héroes perdidos en laberintos que usaron cuerda o cordel para encontrar el camino de vuelta. Sin embargo, él no llevaba encima nada que pudiera servirle para ese fin. Se acercó más a los túneles y permaneció en silencio un largo rato, escuchando. Oyó el gotear del agua, tenue, desde algún lugar lejano; el fluir del arroyo, un susurro como de alas, y… voces.

Retrocedió violentamente. Las voces venían del túnel de la izquierda, estaba seguro. Pasó el pulgar sobre la luz mágica para atenuarla, hasta que ésta emitió un tenue resplandor, justo el suficiente para iluminar el camino. Luego se lanzó al interior de la oscuridad.

—¿Lo dices en serio, Simon? ¿Es verdad? ¡Eso es fantástico! ¡Es maravilloso! —Isabelle alargó el brazo para coger la mano de su hermano—. Alec, ¿has oído lo que ha dicho Simon? Jace no es el hijo de Valentine. ¡Nunca lo ha sido!

—Entonces ¿de quién es hijo? —respondió Alec, aunque Simon tuvo la impresión de que sólo prestaba atención en parte.

El muchacho parecía estar recorriendo la estancia con la mirada en busca de algo. Sus padres permanecían cerca, mirando con cara de pocos amigos en dirección a ellos; a Simon le había preocupado que tal vez tendría que explicarles todo el asunto también, pero ellos le habían permitido amablemente disponer de unos pocos minutos a solas con Isabelle y Alec.

—¡A quién le importa! —Jubilosa, Isabelle alzó las manos al cielo y luego torció el gesto—. A decir verdad, ésa es una buena pregunta. ¿Quién era su padre? ¿Michael Wayland, después de todo?

Simon negó con la cabeza.

—Stephen Herondale.

—Así que era el nieto de la Inquisidora —dijo Alec—. Ése debe de ser el motivo por el que ella… —Se interrumpió, mirando a lo lejos.

—¿El motivo por el que qué? —exigió Isabelle—. Alec, presta atención. O al menos dinos qué estás buscando.

—No «qué» —respondió Alec—: A quién. A Magnus. Quería preguntarle si querría ser mi compañero en la batalla. Pero no tengo ni idea de dónde está. ¿Le has visto, por casualidad? —preguntó, dirigiéndose a Simon.

Éste meneó la cabeza afirmativamente.

—Estaba arriba en el estrado con Clary, pero… —estiró el cuello para mirar— ahora no está allí. Probablemente está entre la multitud.

—¿De veras? ¿Vas a pedirle que sea tu compañero? —preguntó Isabelle—. Éste asunto de los compañeros es como un cotillón, excepto que incluye matar.

—Así es, exactamente como un cotillón —afirmó el vampiro.

—A lo mejor te pediré que seas mi compañero, Simon —dijo Isabelle, enarcando una ceja con delicadeza.

Al oírla, Alec se puso serio. Iba, como el resto de cazadores de sombras de la estancia, totalmente equipado: todo de negro, con un cinto del que colgaban múltiples armas. Sujeto a la espalda llevaba un arco; a Simon le alegró ver que había encontrado un sustituto para el arco que Sebastian había hecho pedazos.

—Isabelle, tú no necesitas un compañero, pues no vas a pelear. Eres demasiado joven. Y si se te ocurre siquiera pensarlo, te mataré. —Alzó la cabeza violentamente—. Aguardad… ¿Es ése Magnus?

Isabelle, siguiendo su mirada, resopló:

—Alec, es una mujer lobo. Una chica lobo. De hecho, la conozco, es… May.

—Maia —corrigió Simon.

La muchacha estaba un poco alejada, ataviada con pantalones de cuero marrón y una ajustada camiseta negra en la que ponía «LO QUE NO ME MATE… SERÁ MEJOR QUE ECHE A CORRER». Un cordón le sujetaba los trenzados cabellos atrás. Se dio la vuelta, como si percibiera que tenían los ojos puestos en ella, y sonrió. Simon le devolvió la sonrisa. Isabelle puso mala cara. Simon dejó de sonreír a toda prisa… ¿En qué momento exacto se había vuelto tan complicada la vida?

El rostro de Alec se iluminó.

—Ahí está Magnus —dijo, y se largó sin siquiera mirar atrás, abriéndose paso por entre la muchedumbre hasta la zona donde el alto brujo estaba parado.

La sorpresa de Magnus a medida que Alec se acercaba era patente, incluso desde aquella distancia.

—Es más bien dulce —dijo Isabelle, mirándolos—, ya sabes, de un modo un tanto lamentable.

—¿Por qué lamentable?

—Porque Alec está intentando conseguir que Magnus lo tome en serio —explicó Isabelle—, pero jamás les ha hablado a nuestros padres sobre Magnus, ni siquiera les ha dicho que le gustan, ya sabes…

—¿Los magos? —inquirió él.

—Qué gracioso —Isabelle le dirigió una mirada iracunda—. Ya sabes a lo que me refiero. Lo que ocurre así es que…

—¿Qué es lo que ocurre, exactamente? —preguntó Maia, acercándose a grandes zancadas de modo que la oyeran—. Quiero decir que no acabo de entender este asunto de los compañeros. ¿Cómo se supone que funciona?

—De ese modo.

Simon señaló en dirección a Alec y Magnus, que se mantenían un poco aparte de la multitud, en su propio pequeño espacio privado. Alec dibujaba en la mano de Magnus, con el rostro concentrado y los cabellos oscuros cayéndole sobre los ojos.

—¿Así es que todos tenemos que hacer eso? —dijo Maia—. Conseguir que nos hagan un dibujo, quiero decir.

—Únicamente si vas a pelear —respondió Isabelle, mirando a la otra muchacha con frialdad—. No parece que tengas los dieciocho aún.

Maia le mostró una sonrisa tirante.

—No soy una cazadora de sombras. A los licántropos se los considera adultos a los dieciséis.

—Bien, pues tienen que hacerte el dibujo, entonces —dijo Isabelle—. Lo tiene que hacer un cazador de sombras. Así que será mejor que te busques uno.

—Pero…

Maia, mirando aún en dirección a Alec y a Magnus, se interrumpió y enarcó las cejas. Simon volvió la cabeza para ver qué era lo que miraba… y abrió los ojos como platos.

Alec rodeaba con sus brazos a Magnus y le estaba besando, en la boca. Magnus, que parecía estar en estado de shock, permanecía paralizado. Varios grupos de gente —cazadores de sombras y subterráneos por igual— los miraban atónitos y cuchicheaban. Echando una ojeada a ambos lados, Simon vio a los Lightwood, que, con los ojos desorbitados, contemplaban boquiabiertos la exhibición. Maryse se cubrió la boca con la mano.

Maia pareció perpleja.

—Aguardad un segundo —dijo—. ¿Todos tenemos que hacer eso, también?

Por sexta vez, Clary escudriñó la multitud, buscando a Simon. No pudo encontrarlo. La estancia era una masa arremolinada de cazadores de sombras y subterráneos; la multitud se dispersaba a través de las puertas abiertas y sobre la escalinata del exterior. Por todas partes centelleaban las estelas mientras subterráneos y cazadores de sombras se unían por parejas y se marcaban unos a otros. Clary vio a Maryse Lightwood tendiendo su mano a una hada alta y de piel verde que era exactamente igual de pálida y regia que ella. Patrick Penhallow intercambiaba solemnemente Marcas con un brujo cuyos cabellos brillaban con chispas azules. A través de las puertas del Salón, Clary podía ver el brillante resplandor del Portal en la plaza. La luz de la luna que penetraba por la claraboya de cristal proporcionaba un aire surrealista al conjunto.

—Asombroso, ¿no es cierto? —dijo Luke, que estaba de pie en el borde del estrado, contemplando la habitación—. Cazadores de sombras y subterráneos mezclándose en la misma habitación. Trabajando juntos.

Parecía sobrecogido, pero Clary no podía pensar en otra cosa que no fuera desear que Jace estuviese allí para ver lo que sucedía. No podía dejar de temer por él. La idea de que podía enfrentarse a Valentine, que podía arriesgar su vida porque pensaba que estaba maldito… que podía morir sin saber jamás que no era cierto.

—Clary —dijo Jocelyn, con un dejo divertido—, ¿has oído lo que he dicho?

—Sí —respondió ella—, y es asombroso, lo sé.

Jocelyn puso la mano sobre la de Clary.

—Eso no es lo que te estaba diciendo. Luke y yo combatiremos juntos. Tú te quedarás aquí con Isabelle y los otros niños.

—No soy una niña.

—Ya no, pero eres demasiado joven para combatir. E, incluso, aunque no lo fueses, jamás has sido adiestrada.

—No quiero limitarme a permanecer aquí sentada sin hacer nada.

—¿Nada? —dijo Jocelyn asombrada—. Clary, nada de esto estaría sucediendo de no ser por ti. Estoy muy orgullosa. Sólo quería decirte que Luke y yo regresaremos. Todo va a ir bien.

Clary alzó los ojos hacia su madre, al interior de aquellos ojos verdes tan parecidos a los suyos.

—Mamá —dijo—. No mientas.

Jocelyn inspiró con fuerza y se puso en pie, retirando la mano. Antes de que pudiese decir nada, algo atrajo la mirada de Clary: un rostro familiar entre la multitud. Una figura esbelta y oscura, que avanzaba con decisión hacia ellos, deslizándose a través del atestado Salón con una facilidad pausada y sorprendente…, como si pudiese flotar a través de la multitud, como humo a través de las aberturas de una valla.

Y en efecto lo hacía, comprendió Clary, a medida que él se acercaba al estrado. Era Raphael, vestido con la misma camisa blanca y pantalones negros con los que le había visto la primera vez. Había olvidado lo menudo que era. Apenas parecía tener catorce años mientras ascendía la escalera, el rostro delgado tranquilo y angelical, como un niño de coro subiendo los peldaños del presbiterio.

—Raphael. —La voz de Luke contenía una mezcla de asombro y alivio—. No creía que fueses a venir. ¿Han reconsiderado los Hijos de la Noche unirse a nosotros en la lucha contra Valentine? Todavía hay un escaño del Consejo a vuestra disposición, si queréis aceptarlo. —Le tendió una mano al vampiro.

Los ojos claros y hermosos de Raphael le contemplaron inexpresivos.

—No puedo estrecharte la mano, hombre lobo. —Cuando Luke pareció ofendido, él sonrió, justo lo suficiente para mostrar las blancas puntas de sus colmillo—. Soy una proyección —dijo, alzando la mano para que todos pudiesen ver cómo la luz brillaba a través de ella—. No puedo tocar nada.

—Pero… —Luke echó una ojeada arriba a la luz de la luna que penetraba a raudales a través del techo—. ¿Por qué…? —Bajó la mano—. Bueno, me satisface que estés aquí. Sea cual sea el modo en que hayas elegido aparecer.

Raphael sacudió la cabeza. Por un momento sus ojos se entretuvieron en Clary —una mirada que a ella no le gustó nada— y luego volvió la mirada hacia Jocelyn, y su sonrisa se ensanchó.

—Tú —dijo—, la esposa de Valentine. Otros de mi especie, que pelearon contigo durante el Levantamiento, me hablaron de ti. Admito que jamás pensé que te vería con mis propios ojos.

Jocelyn inclinó la cabeza.

—Muchos de los Hijos de la Noche combatieron muy valientemente entonces. ¿Indica tu presencia aquí que podríamos pelear codo con codo de nuevo?

Resultaba curioso, pensó Clary, oír a su madre hablar de aquel modo frío y formal, y sin embargo parecía natural en Jocelyn. Tan natural como cuando, en casa, su madre se sentaba en el suelo con un mono viejo, sosteniendo un pincel salpicado de pintura.

—Eso espero —dijo Raphael, y su mirada volvió a acariciar a Clary; como el contacto de una mano fría—. Sólo tenemos una demanda, una simple… y sencilla… petición. Si la aceptáis, los Hijos de la Noche de muchas tierras acudirán con mucho gusto a la batalla para luchar a vuestro lado.

—El escaño en el Consejo —replicó Luke—. Desde luego… se puede formalizar, los documentos pueden estar listos en una hora…

—No —dijo Raphael—, no se trata del escaño en el Consejo. Es otra cosa.

—¿Otra… cosa? —repitió Luke sin comprender—. ¿De qué se trata? Te aseguro que si está en nuestro poder…

—Ah, lo está. —La sonrisa de Raphael era deslumbrante—. De hecho, es algo que se encuentra entre los muros de este Salón mientras hablamos. —Se dio la vuelta e indicó con un elegante gesto a la multitud—. Queremos al chico llamado Simon —indicó—. Al vampiro diurno.

El túnel era largo y sinuoso, y discurría en zigzag sin parar como si Jace se arrastrara por las entrañas de un monstruo enorme. Olía a roca mojada y a cenizas y a algo más, algo frío y húmedo y extraño que a Jace le recordaba muy levemente la Ciudad de Hueso.

Por fin el túnel terminó en una estancia circular. Estalactitas enormes, con las superficies tan bruñidas como gemas, colgaban de un elevado techo acanalado de piedra. El suelo estaba tan liso como si lo hubiesen pulido, y aquí y allá alternaba con dibujos arcanos de centelleante piedra con incrustaciones. Una serie de toscas estalagmitas trazaban un círculo alrededor de la estancia. Justo en el centro se alzaba una única estalagmita enorme de cuarzo, que se elevaba desde el suelo como un colmillo gigantesco, decorada aquí y allá con un dibujo rojizo. Escudriñándola más de cerca, Jace vio que los lados de la estalagmita eran transparentes, y que el dibujo rojizo era el resultado de algo que se arremolinaba y se movía en su interior, como un tubo de ensayo de cristal lleno de humo de color.

Muy en lo alto, se filtraba luz hacia abajo procedente en un agujero circular en la piedra, una claraboya natural. La estancia, desde luego, había sido planeada, y no fruto de la casualidad —los intrincados dibujos que recorrían en el suelo lo dejaban claro—, pero ¿quién podría haber excavado una cámara subterránea tan enorme y por qué?

Un graznido agudo resonó en la sala, provocando un sobresalto a los nervios de Jace. Se escabulló tras una voluminosa estalagmita y apagó la luz mágica justo cuando dos figuras surgían de las sombras del extremo opuesto de la estancia y avanzaban hacia él, conversando con las cabezas muy juntas. No los reconoció hasta que llegaron al centro de la habitación y la luz les dio de lleno.

Sebastian.

Y Valentine.

Esperando esquivar la multitud, Simon tomó el camino largo para regresar al estrado, escabulléndose por detrás de las hileras de pilares que bordeaban los lados del Salón. Mantuvo la cabeza gacha mientras caminaba, absorto en sus pensamientos. Parecía extraño que Alec, sólo un año o dos mayor que Isabelle, fuese a pelear en una guerra mientras el resto de ellos se quedaba atrás. Isabelle parecía tomárselo con tranquilidad. No había gritos, ni histerias. Era como si lo hubiese esperado. A lo mejor era así. A lo mejor todos lo aceptaban.

Estaba cerca de los peldaños del estrado cuando echó un vistazo arriba y vio, ante su sorpresa, a Raphael, de pie al otro lado de Luke, con su acostumbrado semblante casi inexpresivo. Luke, por otra parte, parecía nervioso: negaba con la cabeza, con las manos alzadas en actitud de protesta; Jocelyn, junto a él, parecía indignada. Simon no podía ver el rostro de Clary —estaba de espaldas a él—, pero la conocía lo bastante bien como para reconocer su tensión simplemente por la posición de los hombros.

Puesto que no quería que Raphael le viese, Simon se escabulló tras un pilar para escucharlos. Incluso por encima del murmullo de voces, pudo oír la voz de Luke cada vez más elevada.

—Ni hablar —decía Luke—. No puedo creer siquiera que lo pidas.

—Y yo no puedo creer que rehúses. —La voz de Raphael era fría y nítida; la voz cortante y todavía atiplada de un muchacho joven—. Es tan poca cosa.

—No es una cosa. —Clary sonó enojada—. Es Simon. Es una persona.

—Es un vampiro —dijo Raphael—. Algo que pareces olvidar continuamente.

—¿No eres tú un vampiro también? —preguntó Jocelyn, con el tono de voz tan gélido como lo había sido cada vez que Clary y Simon se habían metido en líos por cometer alguna estupidez—. ¿Estás diciendo que tu vida carece de valor?

Simon se apretó contra el pilar. ¿Qué sucedía?

—Mi vida tiene gran valor —replicó Raphael—, ya que es, a diferencia de la vuestra, eterna. Es infinito lo que yo podría llevar a cabo, mientras que existe un claro final en lo que respecta a vosotros. Pero ésa no es la cuestión. Es un vampiro, uno de los míos, y estoy pidiendo su vuelta.

—No puedes recuperarlo —le espetó Clary—. Jamás lo tuviste para empezar. Nunca siquiera estuviste interesado en él, tampoco, hasta que descubriste que podía andar por ahí a la luz del día…

—Posiblemente —repuso Raphael—, pero no por la razón que crees. —Ladeó la cabeza; sus oscuros ojos brillantes y dulces se movían veloces de un lado a otro como los de una ave—. Ningún vampiro debería poseer el poder que él tiene —dijo—, igual que ningún cazador de sombras debería poseer el poder que tú y tu hermano poseéis. Durante años se nos ha dicho que no deberíamos existir y que somos anormales. Pero eso… eso sí que es anormal.

—Raphael —el tono de Luke era de advertencia—, no sé qué esperas obtener. Pero no existe la menor posibilidad de que consintamos que le hagas daño a Simon.

—En cambio dejaréis que Valentine y su ejército de demonios haga daño a toda esta gente, a vuestros aliados. —Raphael efectuó un amplio gesto que abarcó toda la habitación—. ¿Les permitiréis que arriesguen sus vidas según su propio criterio pero no le daréis a Simon la misma elección? A lo mejor él elegiría de un modo distinto al vuestro. —Bajó el brazo—. Sabes que no pelearemos a vuestro lado de lo contrario. Los Hijos de la Noche no tomarán parte en aquello que suceda hoy.

—Entonces no lo hagáis —dijo Luke—. No compraré vuestra cooperación con una vida inocente. No soy Valentine.

Raphael se volvió hacia Jocelyn.

—¿Qué hay de ti, cazadora de sombras? ¿Vas a dejar que este hombre lobo decida lo que es mejor para tu gente?

Jocelyn contemplaba a Raphael como si fuese un escarabajo que había encontrado arrastrándose por el limpio suelo de la cocina. Muy despacio, contestó:

—Si le pones una mano encima a Simon, vampiro, te cortaré en pedacitos y se los daré a mi gato. ¿Entendido?

La boca de Raphael se crispó.

—Muy bien —dijo—. Cuando estés agonizando en la llanura Brocelind, puedes preguntarte si una vida realmente valía tantas otras.

Desapareció. Luke se volvió rápidamente hacia Clary, pero Simon ya no los observaba: tenía la vista clavada en sus manos. Había pensado que estarían temblando, pero estaban tan inmóviles como las de un cadáver. Muy despacio, las cerró convirtiéndolas en puños.

Valentine tenía el mismo aspecto de siempre: el de un hombre fuerte con un equipo de cazador de sombras modificado, con las amplias y fornidas espaldas en desacuerdo con el rostro de planos agudos y facciones delicadas. Tenía la Espada Mortal sujeta a la espalda junto con una voluminosa cartera, y llevaba un cinturón amplio con numerosas armas metidas en él: gruesas dagas de caza, fino puñales, y cuchillos de despellejar. Contemplando fijamente a Valentine desde detrás de la roca, Jace sintió lo que siempre sentía ahora cuando pensaba en su padre: un persistente afecto filial corroído por desolación, desilusión y desconfianza.

Resultaba extraño ver a su padre con Sebastian, que parecía… diferente. Éste también llevaba puesto el equipo de combate, y una larga espada con empuñadura de plata sujeta a la cintura, pero no era lo que llevaba puesto lo que le resultó extraño a Jace. Era su cabello, que ya no era un casco de rizos oscuros, sino rubio, un rubio brillante, una especie de dorado blanco. Lo cierto era que le sentaba bien, mejor de lo que le había sentado el cabello oscuro; su tez ya no parecía tan sorprendentemente pálida. Sin duda se había teñido el cabello para parecerse al auténtico Sebastian Verlac, y el de ahora era su auténtico aspecto. Una agria y enfurecida oleada de odio recorrió a Jace, y tuvo que hacer un supremo esfuerzo para permanecer oculto tras la roca y no abalanzarse al frente para cerrar las manos sobre la garganta de Sebastian.

Hugo volvió a graznar y descendió en picado para posarse en el hombro de Valentine. Una curiosa punzada recorrió a Jacer al ver al cuervo en la misma posición que adoptaba con Hodge cuando éste aún dirigía el Instituto. Hugo prácticamente vivía en el hombro de su tutor, y verle sobre el de Valentine resultaba curiosamente extraño, incluso incorrecto, a pesar de todo lo que Hodge había hecho.

Valentine alzó la mano y acarició las lustrosas plumas del pájaro, asintiendo como si ambos estuviesen en plena conversación. Sebastian observaba con las pálidas cejas enarcadas.

—¿Alguna noticia de Alacante? —preguntó mientras Hugo saltaba del hombro de Valentine y volvía a emprender el vuelo: sus alas rozaron las puntas parecidas a gemas de las estalactitas.

—Nada tan comprensible como me gustaría —respondió Valentine.

El sonido de la voz de su padre, fría y serena como siempre, atravesó a Jace como una flecha. Las manos se le crisparon involuntariamente y las apretó con fuerza contra los costados, agradecido de que la masa de roca lo ocultara.

—Una cosa es cierta. La Clave se está aliando con la fuerza de subterráneos de Lucian.

Sebastian frunció el ceño.

—Pero Malachi dijo…

—Malachi ha fracasado. —Valentine tenía la mandíbula muy erguida.

Ante la sorpresa de Jace, Sebastian se adelantó y posó una mano en el brazo de Valentine. Hubo algo en aquel contacto —algo íntimo y seguro de sí mismo— que hizo que Jace sintiera como si su estómago hubiese sido invadido por un nido de gusanos. Nadie tocaba a Valentine de aquel modo. Ni siquiera él habría tocado a su padre así.

—¿Estás disgustado? —preguntó Sebastian, y el mismo tono apareció en su voz, la misma grotesca y peculiar asunción de cercanía.

—La Clave está mucho peor de lo que había pensado. Sabía que los Lightwood estaban corrompidos sin remedio, y esa clase de corrupción es contagiosa. Es por lo que intenté impedir que entraran en Idris. Pero que el resto se haya dejado llenar la mente con tanta facilidad por el veneno de Lucian, cuando él ni siquiera es nefilim… —El asco de Valentine era evidente, pero no se apartó de Sebastian, advirtió Jace con creciente incredulidad, no hizo ningún movimiento para apartar la mano del muchacho de su hombro—. Estoy decepcionado. Pensaba que entrarían en razón. Habría preferido no poner fin a las cosas de este modo.

Sebastian pareció divertido.

—Yo no estoy de acuerdo —dijo—. Piensa en ellos, listos para combatir, cabalgando a la gloria, sólo para descubrir que nada de ello importa. Que su gesto es inútil. Piensa en la expresión de sus caras. —Tensó la boca en una mueca burlona.

—Jonathan —suspiró Valentine—. Eso es una desagradable necesidad, nada con lo que gozar.

«¿Jonathan?». Jace se aferró a la roca, las manos repentinamente resbaladizas. ¿Por qué tendría que llamar Valentine a Sebastian con su nombre? ¿Era un error? Pero Sebastian no parecía sorprendido.

—¿No es mejor si disfruto con lo que hago? —preguntó Sebastian—. Ciertamente me divertí en Alacante. Los Lightwood fueron mejor compañía de lo que me hiciste creer, en especial esa Isabelle. Desde luego nos separamos a lo grande. Y en cuanto a Clary…

Sólo oír a Sebastian pronunciar el nombre de Clary hizo que a Jace el corazón le diese un repentino y doloroso vuelco.

—No se parecía en nada a lo que pensé que sería —prosiguió Sebastian con petulancia—. No se parecía en nada a mí.

—No hay nadie más en el mundo como tú, Jonathan. Clary siempre ha sido exactamente igual a su madre.

—No quiere admitir lo que realmente desea —dijo Sebastian—. Aún no. Pero acabará aceptándolo.

Valentine enarcó una ceja.

—¿Qué quieres decir con eso?

Sebastian sonrió burlón: fue una mueca que inundó a Jace de una ira casi incontrolable. Se mordió con fuerza el labio, notando el sabor a sangre.

—Bueno, ya sabes —dijo Sebastian—. Estar de nuestro lado. No puedo esperar. Engañarla me proporcionó la mayor diversión que he tenido desde hace una eternidad.

—No tenías que divertirte. Debías averiguar qué era lo que buscaba. Y cuando lo encontró… sin ti, debería añadir, permitiste que se lo entregara a un brujo. Y luego no conseguiste traerla contigo cuando te fuiste, pese a la amenaza que representa para nosotros. No es exactamente un éxito glorioso, Jonathan.

—Intenté traerla. Pero ellos no la perdían de vista, y no podía secuestrarla precisamente en mitad del Salón de los Acuerdos. —Sebastian parecía enfadado—. Además, ya te lo dije, no tiene ni idea de cómo usar ese poder suyo con las runas. Es demasiado ingenua para representar ningún peligro…

—Sea lo que sea que la Clave esté planeando ahora, ella está en el centro de ello —dijo Valentine—. Hugo dice eso al menos. La vio allí sobre el estrado en el Salón de los Acuerdos. Si puede demostrarle a la Clave su poder…

Jace sintió un ramalazo de temor por Clary, mezclado con una curiosa especie de orgullo; por supuesto que ella estaba en el centro de lo que sucedía. Aquélla era su Clary.

—Entonces pelearán —repuso Sebastian—. Que es lo que queremos, ¿verdad? Clary no importa. Es la batalla lo que importa.

—La subestimas, creo —dijo Valentine en voz baja.

—La estuve vigilando —replicó Sebastian—. Si su poder fuese tan ilimitado como pareces creer, podría haberlo usado para sacar a su amiguito vampiro de la prisión…, o para salvar a aquel estúpido de Hodge mientras se moría…

—El poder no tiene que ser ilimitado para ser letal —indicó Valentine—. Y en cuanto a Hodge, quizás podrías mostrarte un poco más respetuoso a su muerte, puesto que fuiste tú quien lo mató.

—Estaba a punto de contarles lo del Ángel. Tenía que hacerlo.

—Querías hacerlo. Siempre es así. —Valentine sacó un par de gruesos guantes de cuero del bolsillo y se los puso despacio—. A lo mejor se lo habría contado. A lo mejor, no. Todos estos años cuidó de Jace en el Instituto y debía de haber preguntado a quién estaba educando. Hodge era uno de los pocos que sabía que existía más de un niño. Yo sabía que no me traicionaría… Era demasiado cobarde para eso. —Flexionó los dedos para introducirlos dentro de los guantes.

«¿Más de un niño?». ¿De qué hablaba Valentine?

Sebastian desechó a Hodge con un ademán.

—¿A quién le importa lo que pensase? Está muerto y en buena hora. —Sus ojos centellearon muy negros—. ¿Vas al lago?

—Sí. ¿Tienes claro lo que debes hacer? —Valentine hizo un veloz movimiento con la barbilla para indicar la espada del cinto de Sebastian—. Usa ésa. No es la Espada Mortal, pero su alianza es lo bastante demoníaca para este propósito.

—¿No puedo ir al lago contigo? —Su voz había adoptado un claro tono quejumbroso—. ¿No podemos liberar al ejército ya?

—No es medianoche aún. Dije que les daría hasta medianoche. Aún pueden cambiar de idea.

—No lo harán…

—Di mi palabra. La mantendré. —El tono de Valentine era tajante—. Si no recibes ninguna noticia de Malachi a medianoche, abre la puerta. —Al ver la vacilación de Sebastian, Valentine se mostró impaciente—. Necesito que lo hagas tú, Jonathan. No puedo aguardar aquí a que llegue la medianoche, necesitaré casi una hora para llegar al lago a través de los túneles, y no tengo intención de permitir que la batalla se alargue mucho tiempo. Las generaciones futuras tienen que saber que la Clave perdió, y lo decisiva que fue nuestra victoria.

—Es sólo que lamentaré perderme la invocación. Me gustaría estar allí cuando lo hagas.

La expresión de Sebastian era nostálgica, pero había algo calculado por debajo de ella, algo despectivo, codicioso, planificado y extrañamente, deliberadamente… frío. Aunque no es que Valentine pareciese preocuparle.

Ante el desconcierto de Jace, Valentine acarició la mejilla de Sebastian, en un gesto veloz y manifiestamente afectuoso, antes de apartarse y marcharse hacia el otro extremo de la caverna, donde se congregaban espesas sombras.

—Jonathan —dijo, volviendo la cabeza, y Jace alzó la mirada, incapaz de contenerse—, contemplarás la cara del Ángel algún día. Al fin y al cabo, heredarás los Instrumentos Mortales una vez que yo ya no esté. A lo mejor un día también tú invocarás a Raziel.

—Me gustaría —dijo Sebastian, y se quedó muy quieto mientras Valentine, con un último movimiento de cabeza, desaparecía en la oscuridad.

La voz de Sebastian descendió hasta un medio susurro.

—Me gustaría muchísimo —gruñó—. Me gustaría escupirle en su cara de bastardo. —Giró en redondo; su rostro era una máscara blanca bajo la tenue luz—. Será mejor que salgas, Jace —dijo—. Sé que estás aquí.

Jace se quedó paralizado… pero sólo por un segundo. Su cuerpo se movió antes de que la mente tuviera tiempo de reaccionar, catapultándolo de pie. Corrió hacia la entrada del túnel, pensando sólo en conseguir salir al exterior, en hacerle llegar un mensaje, de algún modo, a Luke.

Pero la entrada estaba bloqueada. Sebastian estaba allí, con su expresión fría y llena de regocijo, los brazos extendidos, los dedos tocando casi las paredes del túnel.

—Vaya —dijo—, no pensarías realmente que eras más rápido que yo, ¿verdad?

Jace se detuvo bruscamente. El corazón le latía irregularmente en el pecho, como un metrónomo roto, pero su voz era firme.

—Puesto que soy mejor que tú en cualquier otra cosa imaginable, era lógico.

Sebastian se limitó a sonreír.

—Puedo oír el latido de tu corazón —dijo con suavidad—. Cuando me observabas con Valentine. ¿Te molestó?

—¿Qué parezca que estás saliendo con mi papi? —Jace se encogió de hombros—. Eres un poco joven para él, si he de serte sincero.

—¿Qué?

Por primera vez desde que Jace lo había conocido, Sebastian pareció estupefacto. Aunque Jace sólo pudo disfrutar de ello por un momento, antes de que el otro recuperara la compostura. Pero había un oscuro destello en sus ojos que indicaba que no había perdonado a Jace por hacerle perder la calma.

—A veces me preguntaba cosas por ti —siguió Sebastian, con la misma voz suave—. Parecía haber algo en ti, algo tras esos ojos amarillos tuyos. Un destello de inteligencia, a diferencia del resto de tu lerda familia adoptiva. Pero supongo que no era más que afectación, una actitud. Eres tan idiota como el resto, pese a tu década de buena educación.

—¿Qué sabes tú de mi educación?

—Más de lo que podrías pensar. —Sebastian bajó las manos—. El mismo hombre que te educó a ti me educó a mí. Sólo que él no se cansó de mí después de los primeros diez años.

—¿A qué te refieres?

La voz de Jace surgió en un susurro, y luego, mientras miraba fijamente el rostro inmóvil y adusto de Sebastian, pareció ver al otro muchacho como si lo hiciera por primera vez —el cabello blanco, los ojos de un negro antracita, las duras líneas del rostro, como algo cincelado en piedra— y descubrió en su mente el rostro de su padre tal y como el ángel se lo había mostrado; joven, perspicaz, alerta y ávido, y lo supo.

—Tú —dijo—. Valentine es tu padre. Eres mi hermano.

Pero Sebastian ya no estaba de pie delante de él; de pronto estaba detrás, y sus brazos rodeaban los hombros de Jace como si quisieran abrazarlo, pero las manos estaban apretadas en forma de puños.

—Salve y adiós, hermano mío —escupió, y entonces los brazos dieron un fuerte tirón hacia arriba y se apretaron más, cortándole la respiración a Jace.

Clary estaba exhausta. Un dolor de cabeza sordo, la secuela de dibujar la runa Alianza, se había instalado en su lóbulo frontal. Parecía como si alguien intentase derribar una puerta a patadas desde el lado equivocado.

—¿Estás bien? —Jocelyn pasó una mano en el hombro de Clary—. Da la impresión de que te encuentras mal.

Clary bajó los ojos… y vio la larga y fina runa negra que cruzaba el dorso de la mano de su madre, la gemela de la que tenía Luke en la palma. Se le hizo un nudo en el estómago. Se las iba apañando para lidiar con el hecho de que dentro de unas pocas horas su madre podría estar «combatiendo realmente contra un ejército de demonios»… pero sólo porque reprimía testarudamente el pensamiento cada vez que afloraba.

—Me pregunto dónde está Simon. —Clary se puso en pie—. Voy a ir a buscarlo.

—¿Ahí abajo?

Jocelyn dirigió una mirada preocupada a la multitud. Ésta empezaba a disminuir, advirtió Clary, a medida que los que habían recibido la Marca salían en tropel por las puertas principales a la plaza situada fuera. Malachi permanecía de pie junto a la entrada, con su rostro broncíneo impasible, mientras indicaba a subterráneos y a cazadores de sombras adónde ir.

—Estaré perfectamente. —Clary se abrió paso por delante de su madre y de Luke en dirección a los peldaños del estrado—. Regresaré en seguida.

La gente se volvió para mirarla con fijeza mientras descendía los peldaños y se escurría entre la multitud. Podía sentir sus ojos puestos en ella, el peso de las miradas fijas. Escudriñó la muchedumbre, buscando a los Lightwood o a Simon, pero no vio a nadie que conociera… y ya era bastante difícil ver nada por encima del gentío, teniendo en cuenta lo bajita que era. Con un suspiro, se escabulló hacia el lado oeste del Salón, donde el gentío era menor.

En cuanto se aproximó a la alta hilera de pilares de mármol, una mano salió disparada de entre dos de ellos y tiró de la chica hacia un lateral. Clary tuvo tiempo para lanzar un grito ahogado de sorpresa, y luego se encontró de pie en la oscuridad detrás del más grande de los pilares, con la espalda contra la fría pared de mármol y las manos de Simon sujetándole los brazos.

—No grites, ¿de acuerdo? Soy yo —dijo él.

—Pues claro que no voy a gritar. No seas ridículo. —Clary echó una ojeada a un lado y a otro, preguntándose qué estaba sucediendo, pues sólo podía ver los retazos de la zona más grande del Salón, por entre los pilares—. Pero ¿qué significa esta escena de espionaje a lo James Bond? Venía a buscarte de todos modos.

—Lo sé. He estado esperando a que bajases del estrado. Quería hablar contigo donde nadie más nos pudiera oír. —Se lamió los labios nerviosamente—. He oído lo que dijo Raphael. Lo que quería.

—Ah, Simon. —Los hombros de Clary se encorvaron—. Mira, no ha sucedido nada. Luke le ha echado…

—Quizá no debería haberlo hecho —dijo Simon—. Quizás debería haberle dado a Raphael lo que quería.

Clary le miró pestañeando.

—¿Te refieres a ti? No seas idiota. De ningún modo…

—Existe un modo. —La presión que ejercía sobre sus brazos se incrementó—. Quiero hacerlo. Quiero que Luke le diga a Raphael que hay trato. O se lo diré yo mismo.

—Sé por qué lo haces —protestó Clary—. Y lo respeto y te admiro por ello, pero no tienes que hacerlo, Simon, no tienes por qué. Lo que Raphael pide está mal, y nadie te juzgará por no sacrificarte por una guerra en la que no tienes por qué pelear…

—Precisamente por eso —dijo Simon—. Lo que Raphael ha dicho es cierto. Soy un vampiro, y no haces más que olvidarlo. O quizás simplemente quieras olvidarlo. Pero soy un subterráneo y tú eres una cazadora de sombras, y esta lucha nos incumbe a los dos.

—Pero tú no eres como ellos…

—Soy uno de ellos. —Hablaba despacio deliberadamente, como para asegurarse por completo de que ella comprendía cada una de las palabras que pronunciaba—. Y siempre lo seré. Si los subterráneos libran esta guerra junto a los cazadores de sombras sin la participación de la gente de Raphael, entonces no habrá escaño en el Consejo para los Hijos de la Noche. No formarán parte del mundo que Luke intenta crear, un mundo donde cazadores de sombras y subterráneos trabajen juntos y estén unidos. Los vampiros quedarán al marguen de eso. Serán enemigos de los cazadores de sombras. Yo seré tu enemigo.

—Yo jamás podría ser tu enemiga.

—Eso me mataría —se limitó a decir Simon—. Pero no puedo evitar nada manteniéndome aparte y fingiendo que estoy al margen de todo esto. No estoy pidiendo tu permiso. Me gustaría recibir tu ayuda. Pero si no quieres dármela, conseguiré que Maia me lleve al campamento de los vampiros de todos modos y me entregaré a Raphael. ¿Lo entiendes?

Le miró boquiabierta. Simon le sujetaba los brazos con tanta fuerza que podía sentir la sangre palpitando en la piel bajo sus manos. Se pasó la lengua sobre los labios resecos; su boca tenía un sabor amargo.

—¿Qué puedo hacer para ayudarte? —susurró.

Clary le contempló con incredulidad mientras se lo contaba, y negaba ya con la cabeza antes de que él finalizara; sus cabellos se balanceaban de un lado a otro, cubriéndole casi los ojos.

—No —dijo—, es una idea demencial, Simon. No es un don; es un castigo…

—Tal vez no para mí —replicó él.

El muchacho echó una ojeada a la multitud, y Clary vio a Maia allí de pie, observándolos, con una expresión abiertamente curiosa. Estaba claro que esperaba a Simon. «Demasiado rápido —pensó Clary—. Todo esto está sucediendo demasiado de prisa».

—Es mejor que tu alternativa, Clary.

—No…

—Podría no perjudicarme en absoluto. Quiero decir… ya me han castigado, ¿verdad? Ya no puedo entrar en una iglesia, en una sinagoga, no puedo decir… no puedo decir nombres sagrados, no puedo envejecer, ya estoy apartado de la vida normal. A lo mejor esto no cambiará nada.

—Pero a lo mejor sí.

Él le soltó los brazos, deslizó la mano al costado de su amiga y le sacó la estela de Patrick del cinturón. Se la tendió.

—Clary —dijo—. Haz esto por mí. Por favor.

Ella tomó la estela con dedos entumecidos y la alzó, posando el extremo sobre la piel de Simon, justo por encima de los ojos. «La primera Marca», había dicho Magnus. La primera de todas. Pensó en ella, y la estela empezó a moverse tal y como una danzarina empieza a moverse cuando se inicia la música. Líneas negras se trazaron sobre la frente como una flor que se abriera en una película proyectada a gran velocidad. Cuando terminó, la mano derecha le dolía y le escocía, pero mientras la retiraba y miraba con atención, supo que había dibujado algo perfecto, extraño y antiguo, algo del principio mismo de la historia. Resplandeció como una estrella sobre los ojos de Simon cuando éste se acarició la frente con los dedos, con expresión aturdida y confusa.

—Puedo sentirla —dijo—. Como una quemadura.

—No sé qué sucederá —murmuró ella—. No sé qué efectos secundarios tendrá a largo plazo.

Con una media sonrisa, él alzó la mano para acariciarle la mejilla.

—Esperemos que tengamos la oportunidad de descubrirlo.