EN EL BOSQUE OSCURO
—Vaya, ¿qué os parece? —dijo Jace, todavía sin mirar a Clary; en realidad no la había mirado desde que ella y Simon habían llegado a la puerta principal de la casa en la que habitaban ahora los Lightwood.
Estaba recostado contra una de las altas ventanas de la sala de estar, mirando al exterior en dirección al cielo, que se oscurecía rápidamente.
—Uno asiste al funeral de su hermano de nueve años y se pierde toda la diversión.
—Jace —intervino Alec, con una voz que sonaba cansada—. No.
Alec estaba tumbado en uno de los sillones desgastados y rehenchidos que constituían los únicos asientos de la habitación. La vivienda tenía la curiosa y extraña atmósfera de las casas que pertenecen a desconocidos. Estaba decorada con tejidos de estampados florales, recargados y de tonos pastel, y todo en ella estaba ligeramente raído o deshilachado. Había un cuenco de cristal lleno de bombones sobre una pequeña mesa auxiliar cerca de Alec; Clary, muerta de hambre, había comido unos cuantos y le habían parecido que estaban secos y se desmigajaban. Se preguntó qué clase de gente había vivido allí. «La clase de gente que sale huyendo cuando las cosas se ponen difíciles», pensó agriamente; merecían que les hubiese requisado la casa.
—¿No qué? —preguntó Jace.
En el exterior estaba lo bastante oscuro ya como para que Clary pudiese ver el rostro de Jace reflejado en el cristal de la ventana. Sus ojos parecían negros. Llevaba ropas de luto de cazador de sombras; ellos no vestían de negro en los funerales, ya que el negro era el color del equipo de combate. El color para la muerte era el blanco, y la chaqueta blanca que Jace llevaba puesta tenía runas escarlata entretejidas en la tela alrededor del cuello y los puños. A diferencia de las runas de combate, que era todas de agresión y protección, éstas hablaban un idioma más benévolo de curación y pesar. Llevaba abrazaderas de metal batido alrededor de las muñecas, también, con runas similares en ellas. Alec iba vestido del mismo modo, todo de blanco excepto las mismas runas en un dorado rojizo trazadas sobre el tejido. Hacía que sus cabellos pareciesen muy negros.
Por otra parte, Jace, todo de blanco, parecía un ángel, pensó Clary. Uno de los ángeles vengadores.
—No estás furioso con Clary. Ni con Simon —dijo Alec—. Al menos —añadió, con una leve crispación preocupada en el rostro—, no creo que estés furioso con Simon.
Clary casi espero que Jace replicara enojado, pero todo lo que éste dijo fue:
—Clary sabe que no estoy enfadado con ella.
Simon apoyó los codos en el respaldo del sofá y puso los ojos en blanco, pero se limitó a decir:
—Lo que no entiendo es cómo Valentine consiguió matar al Inquisidor. Pensaba que las proyecciones no podían afectar a nada.
—En principio, no —respondió Alec—. No son más que ilusiones. Una cierta cantidad de aire coloreado, por así decirlo.
—Bien, pues en este caso, no. Metió la mano dentro del Inquisidor y lo retorció… —Clary se estremeció—. Hubo gran cantidad de sangre.
—Como una bonificación especial para ti —le dijo Jace a Simon.
Simon le ignoró.
—¿Ha existido algún Inquisidor que no haya muerto de un modo horrible? —se maravilló en voz alta—. Es como ser el batería de Spinal Tap.
Alec se frotó el rostro con una mano.
—No puedo creer que mis padres no lo sepan todavía —dijo—. No me entusiasma nada tener que decírselo.
—¿Dónde están tus padres? —preguntó Clary—. Pensaba que estaban arriba.
Alec negó con la cabeza.
—Siguen en la necrópolis. En la tumba de Max. Nos han enviado de vuelta. Querían estar allí solos un rato.
—¿Qué hay de Isabelle? —preguntó Simon—. ¿Dónde está?
El humor, lo que quedaba de él, desapareció del rostro de Jace.
—No quiere salir de su habitación —dijo—. Cree que lo que le sucedió a Max fue culpa suya. Ni siquiera ha querido venir al funeral.
—¿Habéis intentando hablar con ella?
—No —respondió Jace, irónico—. Hemos optado por darle de puñetazos sin parar en la cara. ¿Crees que funcionará?
—Sólo preguntaba. —El tono de Simon era afable.
—Bueno, explícale que Sebastian no era en realidad Sebastian —dijo Alec—. Quizá se sienta mejor. Cree que tendría que haberse dado cuenta de que había algo raro en Sebastian, pero si era un espía… —Se encogió de hombros—. Nadie advirtió nada extraño en él. Ni siquiera los Penhallow.
—Yo pensé que era un imbécil —indicó Jace.
—Sí, pero eso es simplemente porque…
Alec se hundió más en el sillón. Parecía exhausto; su tez mostraba un gris pálido en contraste con el blanco riguroso de las ropas.
—Apenas importa. Una vez que se entere de las amenazas de Valentine, nada la animará.
—¿Creéis que lo hará realmente? —quiso saber Clary—. ¿Enviar un ejército de demonios contra los nefilim?; es decir, él todavía es un cazador de sombras, ¿no? No puede destruir a su propia sangre.
—Ni siquiera le importaron lo suficiente sus hijos como para no destruirlos —dijo Jace, trabando la mirada con la de ella a través de la habitación—. ¿Qué te hace pensar que iba a importarle su gente?
Alec los miró a los dos y Clary se dio cuenta por su expresión de que Jace no le había hablado de Ithuriel todavía. Parecía desconcertado, y muy triste.
—Jace…
—De todas maneras, esto explica una cosa —dijo Jace sin mirar a Alec—. Magnus estuvo intentando ver si podía usar una runa de localización en alguna de las cosas que Sebastian había dejado en su dormitorio para ver si podíamos localizarlo de ese modo. Dijo que no conseguía ninguna lectura interesante de nada de lo que le dimos. Simplemente… una señal plana.
—¿Qué significa eso?
—Eran cosas de Sebastian Verlac. El falso Sebastian probablemente las cogió donde lo interceptó. Y Magnus no consigue nada de ellas porque el auténtico Sebastian…
—Probablemente esté muerto —finalizó Alec—. Y el Sebastian que conocemos es demasiado listo para dejar nada tras él que pudiera usarse para rastrearle. Quiero decir que no puedes rastrear a alguien a partir de cualquier cosa. Tiene que ser un objeto que esté en cierto modo muy conectado a esa persona. Una reliquia familiar, o una estela, o un cepillo con un poco de pelo de él, algo así.
—Lo que es una lástima —dijo Jace—, porque si pudiésemos seguirlo, él probablemente podría llevarnos directamente a Valentine. Estoy seguro de que se ha escabullido de vuelta junto a su amo con un informe completo. Probablemente le contó la teoría descabellada de Hodge sobre el lago-espejo.
—Podría no ser descabellada —indicó Alec—. Han apostado guardas en los senderos que llevan al lago, y se han colocado salvaguardas que los avisaran si alguien se transporta allí mediante un Portal.
—Fantástico. Estoy seguro de que todos nos sentimos más a salvo ahora. —Jace se recostó contra la pared.
—Lo que no entiendo —dijo Simon— es por qué razón Sebastian se quedó en la zona. Después de lo que les hizo a Izzy y a Max, iban a cogerle, ya no podía seguir fingiendo. Quiero decir que, incluso aunque pensase que había matado a Izzy en lugar de dejarla sin sentido, ¿cómo iba a explicar que los dos estuviesen muertos y que él estuviese perfectamente? No, él había quedado al descubierto. Así que ¿por qué quedarse por aquí durante la lucha? ¿Por qué subir al Gard a por mí? Estoy más que seguro de que en realidad le era indiferente si yo vivía o moría.
—Ahora estás siendo demasiado duro con él —repuso Jace—. Estoy seguro de que habría preferido que murieras.
—En realidad —intervino Clary—, creo que se quedó por mí.
La mirada de Jace se movió a toda velocidad hacia ella con su destello dorado.
—¿Por ti? ¿Esperaba conseguir otra ardiente cita?
Clary sintió que se ruborizaba.
—No. Y nuestra cita no fue nada ardiente. De hecho, ni siquiera fue una cita. En todo caso, ésa no es la cuestión. Cuando vino al Salón, no dejó de intentar que saliera fuera con él para que pudiésemos hablar. Quería algo de mí. Pero no sé el qué.
—O quizá simplemente te quería a ti —replicó Jace, y al ver la expresión de Clary, añadió—: Quiero decir que tal vez quería llevarte ante Valentine.
—Yo no le importo a Valentine —dijo Clary—. A él únicamente le has importado siempre tú.
Algo aleteó en las profundidades de los ojos de Jace.
—¿Es así como lo llamas? —Su expresión era alarmantemente sombría—. Tras lo sucedido en el barco, está interesado en ti. Lo que significa que debes tener cuidado. Mucho cuidado. De hecho, no estaría mal que pasases los próximos días dentro de casa. Puedes encerrarte en tu habitación, como Isabelle.
—Ni hablar.
—Ni hablar, claro —dijo Jace—, porque vives para torturarme, ¿no es así?
—No Jace, no todo tiene que ver contigo —replicó ella, furiosa.
—Es posible —repuso él—, sin embargo tienes que admitir que casi todo.
Clary resistió el impulso de ponerse a chillar.
Simon carraspeó.
—Hablando de Isabelle… Creo que tal vez debería ir a hablar con ella.
—¿Tú? —dijo Alec, y luego, mostrándose levemente avergonzado por su propia turbación, añadió a toda prisa—: Es sólo que… ni siquiera accede a salir de su habitación por nosotros. ¿Por qué saldría por ti?
—Quizá porque yo no soy de su familia —respondió Simon.
Estaba de pie con las manos en los bolsillos y los hombros hacia atrás. Horas antes, cuando Clary había estado sentada cerca de él, comprobó que todavía tenía una fina línea blanca alrededor del cuello, allí donde Valentine le había cortado la garganta, y cicatrices en las muñecas donde también había recibido cortes. Sus encuentros con el mundo de los cazadores de sombras lo habían cambiado, y no sólo en la superficie, o incluso en su sangre; el cambio era más profundo que eso.
Se mantenía erguido, con la cabeza alta, y aceptaba cualquier cosa que Jace y Alec le lanzaran sin que pareciera importarle. El Simon al que habrían hecho sentir miedo, o que se hubiera sentido incómodo junto a ellos, había desaparecido.
Sintió un repentino dolor en el corazón, y comprendió con un estremecimiento qué sucedía. Le echaba de menos… Echaba de menos a Simon. Al Simon que había sido.
—Creo que probaré a ver si consigo que Isabelle hable conmigo —dijo Simon—. No puede hacerle daño.
—Pero casi ha oscurecido —dijo Clary—. Les dijimos a Luke y a Amatis que estaríamos de vuelta antes de la puesta de sol.
—Yo te acompañaré a casa —se ofreció Jace—. En cuanto a Simon, puede encontrar por sí mismo el camino de vuelta en la oscuridad… ¿verdad, Simon?
—Por supuesto que puede —dijo Alec, indignado, ansioso por compensar su anterior desaire con Simon—. Es un vampiro y… —añadió— acabo de darme cuenta de que probablemente estabas bromeando. No me hagáis caso.
Simon sonrió. Clary abrió la boca para volver a protestar… y la cerró en seguida. En parte porque se estaba mostrando, y lo sabía, poco razonable. Y en parte porque descubrió una expresión en el rostro de Jace mientras miraba más allá de ella, a Simon, una mirada que la sobresaltó y la hizo callar: era diversión, se dijo ella, mezclada con gratitud y tal vez incluso —lo que resultaba aún más sorprendente— un poco de respeto.
Era un corto paseo el que mediaba entre la nueva casa de los Lightwood y la de Amatis; Clary deseó que hubiese sido más largo. No podía quitarse de encima la sensación de que cada momento que pasaba con Jace era de algún modo precioso o limitado, que se estaban acercando a algún invisible plazo límite que los separaría para siempre.
Le miró de reojo. Él tenía la vista fija al frente, casi como si ella no estuviese allí. La línea de su perfil era afilada y de rebordes nítidos bajo la luz mágica que iluminaba las calles. El cabello se le rizaba sobre la mejilla, y no ocultaba del todo la cicatriz blanca en la sien donde había habido una Marca. Pudo ver, centelleando alrededor de la garganta una cadena de metal, de la cual colgaba el anillo de los Morgenstern. Su mano izquierda estaba destapada; los nudillos parecían en carne viva. Así que realmente estaba sanando como un mundano, como Alec le había pedido que hiciese.
Tiritó. Jace le echó una ojeada.
—¿Tienes frío?
—No. Simplemente pensaba… —dijo ella—. Me sorprende que Valentine fuese a por el Inquisidor en lugar de a por Luke. El Inquisidor es un cazador de sombras, y Luke… Luke es un subterráneo. Además, Valentine le odia.
—Pero en cierto modo, le respeta, incuso aunque sea un subterráneo —replicó Jace, y Clary pensó en la mirada que éste había dirigido a Simon un poco antes, y luego intentó no pensar en ello; no soportaba encontrarles parecidos, incluso en algo tan trivial como una mirada—. Luke está intentando conseguir que la Clave cambie, que piense de un modo diferente. Eso es exactamente lo que Valentine hizo, incluso aunque los objetivos de ambos fuesen…, bueno, distintos. Luke es un iconoclasta. Quiere un cambio. Para Valentine, el Inquisidor representa la antigua Clave retrógrada que él tanto odia.
—Y fueron amigos en una ocasión —dijo Clary—. Luke y Valentine.
—Las Marcas de aquello que en una ocasión había sido —repuso Jace, y Clary se dio cuenta de que citaba algo, por el tono medio burlón de su voz—. Por desgracia, uno nunca odia realmente a nadie tanto como a alguien que le importó en el pasado. Imagino que Valentine tiene planeado algo especial para Luke, más adelante, una vez que se haga con el poder.
—Pero no se hará con el poder —dijo Clary, y cuando Jace no dijo nada, su voz se elevó—. No vencerá… no puede. No quiere realmente una guerra, no contra cazadores de sombras y subterráneos…
—¿Qué te hace pensar que los cazadores de sombras pelearán junto a los subterráneos? —quiso saber Jace, y siguió sin mirarla; andaban por la calle del canal y el muchacho tenía la vista puesta en el agua y la mandíbula alzada—. ¿Sólo porque Luke lo dice? Luke es un idealista.
—¿Y eso es malo?
—No. Pero yo no soy uno de ellos —dijo Jace, y Clary sintió una fría punzada en el corazón ante el vacío que había en su voz.
«Desesperación, ira, odio. Ésas son cualidades demoníacas. Actúa del modo en que cree que debería actuar».
Habían llegado a casa de Amatis; Clary se detuvo al pie de los escalones y se volvió hacia él.
—Tal vez —dijo—. Pero tú no eres como él, tampoco.
Jace se sobresaltó ligeramente ante aquello, o quizá fue tan sólo la firmeza de su tono. Volvió la cabeza para mirarla por primera vez desde que habían salido de casa de los Lightwood.
—Clary… —empezó a decir, y se interrumpió, inhalando con fuerza—. Hay sangre en tu manga. ¿Estás herida?
Se acercó a ella y le tomó la muñeca. Clary comprobó con sorpresa que tenía razón: había una mancha irregular de color escarlata en la manga derecha de su abrigo. Lo curioso era que seguía siendo de un rojo intenso. ¿No debería ser de un color más oscuro la sangre seca? Frunció el ceño.
—Ésta sangre no es mía.
Él se relajó ligeramente y aflojó la presión sobre la muñeca.
—¿Es del Inquisidor?
Ella negó con la cabeza.
—Lo cierto es que creo que es de Sebastian.
—¿Sangre de Sebastian?
—Sí; cuando entró en el Salón la otra noche, ¿recuerdas?, tenía sangre en la cara. Creo que Isabelle debió de arañarle, pero sea como sea… le toqué la cara y me manché con su sangre. —La miró con más atención—. Pensaba que Amatis había lavado el abrigo.
Esperaba que él la soltara, pero en su lugar la sostuvo la muñeca un largo momento, examinando la sangre, antes de devolverle el brazo, aparentemente satisfecho.
—Gracias.
Ella le miró fijamente un instante antes de sacudir la cabeza.
—No vas a contármelo, ¿verdad?
—Imposible.
Clary alzó los brazos con exasperación.
—Entro. Te veré más tarde.
Se dio la vuelta y ascendió los escalones que conducían a la puerta principal de Amatis. No había forma de que pudiese haber sabido que en cuanto le dio la espalda, la sonrisa desapareció del rosto de Jace, ni que él permaneció un largo rato en la oscuridad una vez que la puerta se cerró tras ella, mirando en la dirección por la que se había marchado y retorciendo un trocito de hilo una y otra vez entre los dedos.
—Isabelle —dijo Simon.
Le había costado encontrar la puerta de la muchacha, pero el grito de «¡Lárgate!» que había emanado de detrás de aquélla lo convenció de que había encontrado al fin la correcta.
—Isabelle, déjame entrar.
Sonó un golpe amortiguado y la puerta retumbó levemente, como si Isabelle hubiese arrojado algo contra ella. Posiblemente un zapato.
—No quiero hablar contigo ni con Clary. No quiero hablar con nadie. Déjame sola, Simon.
—Clary no está aquí —dijo Simon—. Y no me voy a ir hasta que hables conmigo.
—¡Alec! —aulló Isabelle—. ¡Jace! ¡Haced que se vaya!
Simon aguardó. No llegó ningún sonido procedente de abajo. O bien Alec se había ido o trataba de pasar inadvertido.
—No están aquí, Isabelle. Sólo estoy yo.
Hubo un silencio. Finalmente, Isabelle volvió a hablar. Ésta vez su voz sonó mucho más próxima, como si estuviese justo al otro lado de la puerta.
—¿Estás solo?
—Estoy solo —dijo Simon.
La puerta se abrió con un chasquido. Isabelle estaba allí de pie con una combinación negra; los cabellos sueltos y enredados caían sobre sus hombros. Simon no la había visto nunca de aquel modo; descalza, con el pelo sin peinar y sin maquillaje.
—Puedes entrar.
Simon pasó a la habitación. A la luz que entraba por la puerta pudo ver que daba la impresión, como habría dicho su madre, que un tornado hubiese pasado por allí. En el suelo había ropa esparcida en montones y una bolsa de lona abierta como si hubiese estallado. El brillante látigo de plata y oro de Isabelle estaba colgado de un poste de la cama, y un sujetador de encaje blanco colgaba de otro. Simon desvió la mirada. Las cortinas estaban corridas; las lámparas, apagadas.
Isabelle se dejó caer sobre el borde de la cama y le miró con amarga diversión.
—Un vampiro que se ruboriza. Quién lo habría imaginado. —Alzó la barbilla—. Bien, te he permitido entrar. ¿Qué quieres?
A pesar de su iracunda mirada, Simon se dijo que parecía más joven de lo acostumbrado, con aquellos ojos enormes y negros en el blanco rostro crispado. Pudo ver las cicatrices blancas que le recorrían la pálida piel, sobre los brazos desnudos, la espalda y las clavículas, incluso las piernas. «Si Clary continúa siendo cazadora de sombras —pensó—, un día tendrá este aspecto, con cicatrices por todas partes». La idea no lo alteró como lo hubiera hecho en el pasado. Había algo en el modo en que Isabelle mostraba sus cicatrices, como si estuviera orgullosa de ellas.
La muchacha tenía algo en las manos, algo a lo que daba vueltas y más vueltas entre los dedos. Era algo pequeño que centelleaba de un modo opaco en la penumbra. Por un momento pensó que podría ser una alhaja.
—Lo que le sucedió a Max —dijo Simon— no fue culpa tuya.
Ella no le miró. Tenía la vista fija en el objeto que tenía en las manos.
—¿Sabes qué es esto? —preguntó, y lo sostuvo en algo.
Parecía ser un pequeño soldado de juguete tallado en madera. «Un cazador de sombras de juguete —advirtió Simon—, con el equipo pintado en negro y todo». El destello plateado que había percibido era la pintura de la pequeña espada que empuñaba; estaba casi totalmente borrada.
—Era de Jace —dijo, sin aguardar a que él contestara—. Era el único juguete que tenía cuando llegó a Idris. No sé, a lo mejor antes había formado parte de un juego con otras figuras. Yo creo que lo hizo él mismo, pero jamás nos explicó gran cosa sobre él. Tenía por costumbre llevarlo a todos lados consigo cuando era pequeño, siempre en un bolsillo o en alguna otra parte. Un día reparé en que Max lo llevaba con él. Jace debía de tener unos trece años por entonces. Se lo dio a Max, imagino, cuando se hizo demasiado mayor para llevarlo. Sea como sea, estaba en la mano de Max cuando lo encontraron. Era como si lo hubiese cogido para aferrarse a él cuando Sebastian… Cuando él… —Se interrumpió.
El esfuerzo que Isabelle hacía para no llorar era visible; su boca estaba apretada en una mueca, como si se estuviese esforzando.
—Yo debería haber estado allí protegiéndolo. Yo debería haber estado allí para que él se aferrase a mí, no a un estúpido juguete de madera.
Lo arrojó sobre la cama con ojos brillantes.
—Estabas inconsciente —protestó Simon—. Casi mueres, Izzy. No había nada que pudieras hacer.
Isabelle negó con la cabeza y los enmarañados cabellos rebotaron sobre sus hombros. Tenía un aspecto feroz y salvaje.
—¿Qué sabes tú al respecto? —exigió—. ¿Sabías que Max vino a vernos la noche en que murió y nos dijo que había visto a alguien escalando las torres de los demonios, y yo le dije que estaba soñando y lo eché? Y él tenía razón. Apuesto a que fue ese bastardo de Sebastian quién trepó a la torre para poder retirar las salvaguardas. Y Sebastian le mató para que no pudiese decir a nadie lo que había visto. Si hubiera escuchado… si simplemente hubiese dedicado un segundo a escucharlo… no habría sucedido.
—No hay modo de que pudieras haberlo sabido —replicó Simon—. Y en cuanto a Sebastian…, no era en realidad el sobrino de los Penhallow. Engañó a todo el mundo.
Isabelle no pareció sorprendida.
—Lo sé —dijo—, te oí hablando con Alec y Jace. Escuchaba desde lo alto de la escalera.
—¿Escuchabas a escondidas?
Ella se encogió de hombros.
—Hasta la parte en que dijiste que ibas a venir a hablar conmigo. Entonces regresé aquí. No me sentía con ganas de verte. —Le miró de reojo—. Te concederé algo, no obstante: eres persistente.
—Mira, Isabelle.
Simon dio un paso hacia adelante. Se sentía curioso y fue repentinamente consciente de que ella no iba demasiado vestida, así que reprimió el impulso de posar una mano sobre su hombro o de hacer cualquier cosa que fuese abiertamente tranquilizadora.
—Cuando mi padre murió, yo sabía que no era culpa mía, pero con todo seguí pensando una y otra vez en todas las cosas que podría haber hecho, que debería haber dicho, antes de que muriera.
—Sí, bueno, pero esto sí es culpa mía —dijo Isabelle—. Y lo que tendría que haber hecho es escuchar. Y lo que todavía puedo hacer es localizar al bastarde que hizo esto y matarlo.
—No estoy seguro de que eso vaya a ayudar…
—¿Cómo lo sabes? —exigió ella—. ¿Encontraste a la persona responsable de la muerte de tu padre y le mataste?
—Mi padre tuvo un ataque al corazón —dijo Simon—. Así que no lo hice.
—Entonces no sabes de qué estás hablando, ¿verdad? —Isabelle alzó la barbilla y le miró directamente a la cara—. Ven aquí.
—¿Qué?
Ella le hizo señas imperiosas con el índice.
—Ven aquí, Simon.
De mala gana, fue hacia ella. Se encontraba apenas a un paso de distancia cuando ella lo agarró por la pechera de la camisa, tirando de él hacia sí. Los rostros de ambos quedaron a centímetros de distancia; Simon pudo ver que la piel bajo los ojos brillaba con las huellas de lágrimas recientes.
—¿Sabes lo que realmente necesito justo ahora? —dijo ella, enunciando cada palabra con claridad.
—Esto… —respondió él—. No.
—Que me entretengan —dijo, y dándose la vuelta tiró de él y lo arrojó a la fuerza sobre la cama junto a ella.
Simon aterrizó sobre la espalda en medio de un revuelto montón de ropa.
—Isabelle —protestó débilmente—, ¿crees de verdad que esto va a hacerte sentir mejor?
—Confía en mí —dijo ella, posando una mano sobre su pecho, justo encima de aquel corazón suyo que ya no latía—. Ya me siento mejor.
Clary yacía despierta en la cama, con la vista clavada en un único pedazo de luz de luna que se desplazaba poco a poco por el techo. Tenía los nervios todavía demasiado crispados por los acontecimientos del día para poder dormir, y no la ayudaba que Simon no hubiese regresado antes de la cena… ni después. Finalmente le había expresado su preocupación a Luke, quien se había echado un abrigo por encima y se había marchado a casa de los Lightwood. Había regresado con una expresión divertida.
—Simon está perfectamente, Clary —dijo—. Acuéstate.
Y luego había vuelto a salir, con Amatis, a otra de las interminables reuniones en el Salón de los Acuerdos. Ella se preguntó si alguien habría limpiado ya la sangre del Inquisidor.
Sin nada más que hacer, se había acostado, pero había sido incapaz de conciliar el sueño. Clary no podía dejar de ver a Valentine en su mente, alargando la mano hacia el interior del Inquisidor y arrancándole el corazón. Recordaba el modo en que se había vuelto hacia ella y le había dicho: «Mantendrías la boca cerrada. Por el bien de tu hermano, y por el tuyo». Por encima de todo, los secretos que había averiguado de Ithuriel eran como una losa sobre su pecho. Bajo todas aquellas ansiedades se escondía el miedo, constante como un latido, de que su madre muriese. ¿Dónde estaba Magnus?
Sonó un sonido susurrante junto a las cortinas, y un repentino flujo de luz de luna penetró a raudales en la habitación. Clary se irguió de repente, buscando desesperadamente el cuchillo serafín que mantenía sobre la mesilla de noche.
—No pasa nada. —Una mano descendió sobre la suya… una mano delgada, llena de cicatrices, y familiar—. Soy yo.
Clary inhaló profundamente, y él retiró la mano.
—Jace —dijo ella—. ¿Qué haces aquí? ¿Qué sucede?
Durante un momento él no respondió, y ella se retorció para mirarle, alzando las sábanas a su alrededor. Se sintió enrojecer, agudamente consciente de que sólo llevaba un pantalón de pijama y una camisola finísima…, y entonces vio su expresión, y su sensación de bochorno desapareció.
—¿Jace? —musitó.
Él estaba de pie junto a la cabecera de la cama, vestido todavía con las blancas prendas de luto, y no había nada de frívolo, sarcástico o distante en el modo en que la miraba. Estaba muy pálido, y sus ojos parecían angustiados y casi negros por la tensión.
—¿Estás bien?
—No lo sé —dijo él con la actitud aturdida de alguien que acaba de despertar de un sueño—. No pensaba venir aquí. He estado deambulando por ahí toda la noche… No podía dormir… y siempre acabo viniendo a parar aquí. A ti.
Ella se sentó en la cama más erguida, dejando que la ropa de a cama le cayera alrededor de las caderas.
—¿Por qué no puedes dormir? ¿Ha ocurrido algo? —preguntó, e inmediatamente se sintió como una estúpida.
¿Qué no había sucedido?
Jace, no obstante, apenas pareció oír la pregunta.
—Tenía que verte —dijo, principalmente para sí—. Sé que no debería. Pero tenía que hacerlo.
—Bien, siéntate, entonces —dijo ella, echando las piernas hacia atrás para hacerle espacio para que se pudiera sentar en el borde de la cama—. Porque me estás poniendo nerviosa. ¿Estás seguro de que no ha pasado nada?
—Yo no he dicho eso.
Se sentó en la cama, frente a ella. Estaba tan cerca que Clary podría haberse inclinado hacia adelante y besarle…
—¿Hay malas noticias? —preguntó, sintiendo una opresión en el pecho—. ¿Está todo… está todo el mundo…?
—No es malo —dijo Jace—, y no es ninguna noticia. Es todo lo contrario. Es algo que siempre he sabido, y tú… Tú probablemente, también lo sabes. Dios sabe que no lo he ocultado demasiado bien. —Le escudriñó el rostro con los ojos, lentamente, como con la intención de memorizarlo—. Lo que ha pasado —dijo, y vaciló—… es que he comprendido algo.
—Jace —susurró ella de improviso, y sin saber por qué, le asustaba lo que él estaba a punto de decir—. Jace, no tienes que…
—Intentaba ir… a alguna parte —dijo él—. Pero no hacía más que verme arrastrado de vuelta aquí. No podía dejar de andar, no podía dejar de pensar. Sobre la primera vez que te vi, y cómo después de eso no podía olvidarte. Quería hacerlo, pero no podía. Obligué a Hodge a que me dejara ser quien fuese en tu busca y te llevara de vuelta al Instituto. E incluso entonces, en aquella estúpida cafetería, cuando te vi sentada en aquel sofá con Simon, incluso entonces aquello me dio la impresión de que no era lo que tenía que ser, que… debería ser yo quien estuviese sentado contigo. Quien te hiciese reír de aquel modo. No podía librarme de aquella sensación. De que debería ser yo. Y cuanto más te conocía, más lo sentía; jamás me había sucedido algo así antes. Cuando había querido a una chica y había conseguido conocerla, a continuación ya no me había interesado saber más de ella, pero contigo el sentimiento simplemente se hizo más y más fuerte hasta esa noche cuando apareciste en Renwick y lo supe.
»Y luego averiguar que el motivo de que sintiera de ese modo… como si fueses una parte de mí que había perdido y que jamás había sabido que me faltaba hasta que volvía a verte… que el motivo era que eras mi hermana; pareció una especie de chiste cósmico. Como si Dios me estuviese escupiendo. Ni siquiera sé por qué; por pensar que realmente podía conseguir tenerte, que era merecedor de algo así, de ser tan feliz. No podía imaginar qué era lo que había hecho para recibir ese castigo…
—Si tú estás siendo castigado —dijo Clary—, entonces también se me castiga a mí. Porque todas esas cosas que sentías, las sentí también, pero no podemos… tenemos que dejar de sentir eso, porque es nuestra única posibilidad.
Jace tenía las manos muy apretadas a los costados.
—Nuestra única posibilidad ¿de qué?
—De poder estar juntos. Porque de lo contrario no podremos estar jamás el uno cerca del otro, ni siquiera en la misma habitación. Y no lo podré soportar. Preferiría tenerte en mi vida aunque fuese como un hermano que no tenerte en absoluto…
—¿Y se supone que tengo que quedarme ahí sentado mientras tú sales con chicos, te enamoras de otro, te casas…? —Su voz se crispó—. Y entretanto, yo moriré un poco más cada día, observando.
—No. Para entonces ya no te importará —dijo ella, preguntándose incluso mientras lo decía si podría soportar la idea de un Jace a quien ella no le importara.
Clary no había pensando tan anticipadamente como él, y cuando intentó imaginarlo enamorándose de otra persona, casándose con otra persona, ni siquiera pudo verlo, no pudo ver nada excepto un negro túnel vacío alargándose ante ella, eternamente.
—Por favor. Si no decimos nada, si fingimos…
—No hay modo de fingir —replicó Jace con absoluta claridad—. Te amo, y te amaré hasta que me muera, y si hay una vida después de ésta, te amaré también entonces.
Ella contuvo el aliento. Él lo había dicho… las palabras que no podían decirse. Se esforzó por dar una respuesta, pero no encontró ninguna.
—Y sé que crees que simplemente quiero estar contigo para… para demostrarte el monstruo que soy. Pero sé con certeza que, incluso aunque haya sangre de demonio en mi interior, también alberga sangre humana. Y no podría amarte como lo hago si no fuese al menos un poquito humano. Porque los demonios desean, pero no aman. Y yo…
Él se levantó entonces, con una especie de violenta brusquedad, y cruzó la habitación hacia la ventana. Parecía perdido, tan perdido como lo había estado en el Gran Salón de pie observando el cuerpo de Max.
—¿Jace? —llamó Clary, alarmada, y cuando él no respondió, se puso en pie a toda prisa y fue hasta él, posando la mano en su brazo.
Él siguió mirando por la ventana; los reflejos de ambos en el cristal eran casi transparentes… los contornos fantasmales de un muchacho alto y una chica más menuda que tenía la mano cerrada con ansiedad sobre su manga.
—¿Qué sucede?
—No debería habértelo dicho así —dijo él, sin mirarla—. Lo siento. Probablemente es difícil de asimilar. Parecías tan… anonadada. —La tensión era palpable en su voz.
—Lo estaba —repuso ella—. Me he pasado los últimos días preguntándome si me odiabas. Te he visto esta noche y pensé que era así.
—¿Odiarte? —repitió él con expresión perpleja.
Alargó entonces la mano y le tocó el rostro, levemente, sólo las yemas de los dedos sobre la piel.
—Ya te dije que no podía dormir. Cuando llegue la medianoche de mañana estaremos o bien en guerra o bajo el gobierno de Valentine. Ésta podría ser la última noche de nuestras vidas, nuestra última noche normal y corriente. La última noche en que nos vamos a dormir y despertaremos tal y como hemos hecho siempre. Y en todo lo que podía pensar era en que quería pasarla contigo.
A Clary el corazón le dio un vuelco.
—Jace…
—No me refiero a… —aclaró—. No te tocaré si no quieres que lo haga. Sé que está mal… Dios, está mal… pero sólo quiero tumbarme contigo y despertar a tu lado, sólo una vez, sólo una vez en toda mi vida. —Había desesperación en su voz—. Sólo será esta noche. En el grandioso orden de las cosas, ¿cuánto puede importar una sola noche?
«Pero piensa en cómo nos sentiremos por la mañana. Piensa en lo horrible que será fingir que no significamos nada el uno para el otro delante de todos los demás después de que hayamos pasado la noche juntos, incluso aunque todo lo que hagamos sea dormir. Es como tomar sólo un poquitín de una droga… No consigue más que hacerte desear más».
Pero ése era el motivo de que le hubiera contado lo que le había contado, comprendió ella. Porque para él no sería así; no había nada que pudiese empeorarlo, del mismo modo que no había nada que pudiera mejorarlo. Lo que él sentía era tan definitivo como una cadena perpetua, ¿y podía ella afirmar que era distinto en ella? E incluso aunque esperase que pudiera serlo, incluso si esperaba que algún día pudiese verse persuadida por el tiempo, la razón o un desgaste natural a dejar de sentir de aquel modo, no importaba. No había nada que hubiese querido en la vida más de lo que quería esa noche con Jace.
—Corre las cortinas, entonces, antes de venir a la cama —dijo—. No puedo dormir con tanta luz en la habitación.
La expresión que recorrió el rostro de Jace fue de pura incredulidad. En realidad no había esperado que ella aceptase, comprendió Clary con sorpresa; al cabo de un instante, ya la había cogido entre sus brazos y la abrazaba contra él, con el rostro sumergido en los cabellos todavía alborotados por el sueño de la muchacha.
—Clary…
—Vamos a la cama —dijo ella con dulzura—. Es tarde.
Se apartó de él y regresó al lecho, trepando a él y estirando las sábanas hasta la altura de su cintura. De algún modo, mirándose así, casi podía imaginar que las cosas eran distintas, que habían transcurrido muchísimos años desde ese momento y que habían estado juntos tanto tiempo que habían hecho esto un centenar de veces, que cada noche les pertenecía, y no sólo ésa. Apoyó la barbilla en las manos y le contempló mientras Jace corría las cortinas y luego se quitaba la cazadora y la colgaba en el respaldo de una silla. Llevaba una camiseta gris pálido debajo, y las Marcas que le rodeaban los brazos desnudos brillaron oscuramente mientras se desabrochaba el cinturón de las armas y lo depositaba en el suelo. Desató las botas y se las quitó mientras se acercaba a la cama, y se tendió con sumo cuidado junto a Clary. Tumbado sobre la espalda, giró la cara para mirarla. Por el borde de las cortinas se filtraba un poquitín de luz, la suficiente para que ella viese el contorno de su rostro y el brillante destello de sus ojos.
—Buenas noches, Clary —dijo él.
Sus manos descansaban extendidas a ambos lados del cuerpo, con los brazos pegados a los costados. Apenas parecía respirar; ella tampoco estaba muy segura de estar respirando. Deslizó la mano a través de la sábana, lo suficiente para que sus dedos se tocaran… tan levemente que probablemente apenas lo habría notado de haber estado tocando a cualquiera que no fuese Jace; pero lo cierto era que las terminaciones nerviosas de las yemas de sus dedos hormigueaban suavemente; como su las mantuviera sobre una llama baja. Percibió cómo él se tensaba junto a ella y luego se relajaba. Había cerrado los ojos, y sus pestañas proyectaban delicadas sombras sobre la curva de los pómulos. En su boca apareció una sonrisa como si percibiera que ella le observaba, y Clary se preguntó qué aspecto tendría él por la mañana, con el pelo despeinado y marcas de sueño bajo los ojos. A pesar de todo, pensarlo le provocó una punzada de felicidad.
Entrelazó los dedos con los de él.
—Buenas noches —susurró.
Con las manos cogidas como niños de un cuento, se durmió junto a él en la oscuridad.