11

TODAS LAS HUESTES DEL INFIERNO

—Valentine —musitó Jace, pálido, mientras contemplaba la ciudad.

A través de las capas de humo, a Clary le pareció que casi podía vislumbrar el angosto laberinto que tramaban las calles de la ciudad, atestadas de figuras que corrían, diminutas hormigas negras moviéndose desesperadamente de un lado a otro; pero volvió a mirar y no vio nada, nada salvo las espesas nubes de vapor negro y el hedor de las llamas y el fuego.

—¿Crees que es cosa de Valentine? —El humo amargaba la garganta de Clary—. Parece un incendio. A lo mejor ha empezado espontáneamente.

—La Puerta Norte está abierta. —Jace indicó hacia algo que Clary apenas consiguió discernir, dada la distancia y el humo que lo distorsionaba todo—. Jamás se deja abierta. Y las torres de los demonios han perdido su luz. Las salvaguardas deben de haber caído. —Sacó un cuchillo sefarín del cinturón, aferrándolo con tal fuerza que sus nudillos adquirieron el color del marfil—. Tengo que llegar allí.

Un nudo de temor oprimió la garganta de Clary.

—Simon…

—Lo habrán evacuado del Gard. No te preocupes, Clary. Probablemente está mejor que la mayoría de los que hay ahí abajo. No es probable que los demonios los molesten. Acostumbran a dejar en paz a los subterráneos.

—Lo siento —susurró ella—. Los Lightwood… Alec… Isabelle…

Jahoel —dijo Jace, y el cuchillo del ángel llameó, brillante como la luz del día en su mano vendada—. Clary, quiero que permanezcas aquí. Regresaré a por ti.

La ira que albergaban sus ojos desde que habían abandonado la casa solariega se había evaporado. Era todo soldado en aquellos momentos.

Ella negó con la cabeza.

—No. Quiero ir contigo.

—Clary…

Se interrumpió, rígido de pies a cabeza. Al cabo de un momento Clary también lo oyó: un intenso y rítmico martilleo, y, por encima, un sonido parecido al chisporroteo de una hoguera enorme. Clary necesitó unos instantes para desmantelar el sonido en su mente, para descomponerlo como uno podría hacerlo con una pieza musical en las notas que la componían…

—Son…

—Hombres lobo.

Jace miraba detrás de ella. Siguiendo la dirección de su mirada los vio, surgiendo de la colina más próxima como una sombra que se extendía, iluminada aquí y allá por fieros ojos brillantes. Una manada de lobos… Más que una manada; debía de haber cientos de ellos, incluso miles. Sus ladridos y aullidos habían sido el sonido que ella había confundido con el fuego, y se alzaba en la noche crispado y discordante.

A Clary el estómago le dio un vuelco. Conocía a los hombres lobo. Había peleado junto a ellos. Pero éstos no eran los lobos de Luke, no eran lobos con instrucciones de cuidar de ella y no hacerle daño. Pensó en el terrible poder de destrucción de la manada de Luke cuando era liberado, y de repente sintió miedo.

Oyó a Jace maldecir una vez, con ferocidad. No había tiempo de sacar otra arma; el cazador de sombras la apretó con fuerza contra él, rodeándola con el brazo libre y con la otra mano alzó a Jahoel bien alto sobre sus cabezas. La luz del arma era cegadora. Clary apretó los dientes.

Los lobos estaban ya sobre ellos. Fue como una ola estrellándose: un repentino estallido de ruido ensordecedor y una ráfaga de aire cuando los primeros lobos de la manada se abrieron paso al frente y saltaron —había ojos ardientes y fauces abiertas—; Jace hundió los dedos en el costado de Clary…

Y los lobos pasaron majestuosos a ambos la dos de ellos, evitando el espacio en el que ellos se encontraban por un margen de más de medio metro. Clary giró la cabeza a toda velocidad, incrédula, cuando dos lobos —uno de piel brillante y moteada, el otro enorme y de un gris acerado— golpearon el suelo con suavidad detrás de ellos, haciendo una pausa, y siguieron corriendo, sin echar siquiera la vista atrás. Había lobos por todas partes a su alrededor, y ni uno solo los había tocado. Pasaron a la carrera junto a ellos, una avalancha de sombras, con los pelajes reflejando la luz de la luna en forma de destellos plateados de modo que casi parecían constituir un único río en movimiento de formas que avanzaban atronador en dirección a Jace y Clary… y luego se dividía a su alrededor como el agua al topar con una piedra. Los dos cazadores de sombras podrían muy bien haber sido estatuas a juzgar por la poca atención que los licántropos les prestaron mientras pasaban raudos, con las fauces bien abiertas y los ojos fijos en la carretera que tenían delante.

Y a continuación ya no estaban. Jace se volvió para observar cómo el último de los lobos pasaba por su lado y corría para atrapar a sus compañeros. Volvía a reinar el silencio, tan sólo alterado por los sonidos muy quedos de la ciudad situada a lo lejos.

Jace soltó a Clary, bajando a Jahoel mientras lo hacía.

—¿Estás bien?

—¿Qué ha pasado? —musitó ella—. Ésos hombres lobo… han pasado sin más por nuestro lado…

—Van a la ciudad. A Alacante. —Sacó un segundo cuchillo serafín del cinturón y se lo tendió—. Necesitarás esto.

—¿No vas a dejarme aquí, entonces?

—No serviría de nada. Ningún lugar es seguro. Pero… —Vaciló—. ¿Tendrás cuidado?

—Lo tendré —dijo Clary—. ¿Qué hacemos ahora?

Jace bajó la mirada hacia Alacante, que ardía a sus pies.

—Corramos.

Nunca era fácil seguir el ritmo de Jace, y ahora que corría a toda velocidad resultaba casi imposible. Clary percibió que de hecho él se estaba conteniendo, que reducía la velocidad para que ella pudiera alcanzarlo, y que lo hacía a regañadientes.

La carretera se allanaba en la base de la colina y describía una curva a través de un grupo de árboles altos y con muchas ramas que creaban la ilusión de un túnel. Cuando Clary salió por el otro lado se encontró ante la Puerta Norte. A través del arco, Clary pudo ver una confusión de humo y llamas. Jace la esperaba de pie en la puerta. Sostenía a Jahoel en una mano y un segundo cuchillo serafín en la otra, pero incluso la luz conjunta de ambos era absorbida por el resplandor de la ciudad que ardía a sus espaldas.

—Los guardas —jadeó ella, corriendo hasta él—. ¿Por qué no están aquí?

—Al menos uno de ellos sigue ahí, en aquel grupo de árboles. —Jace indicó con la barbilla al camino por el que había llegado—. Hecho pedazos. No, no mires. —Bajó la mirada—. Sostienes mal tu cuchillo serafín. Sujétalo así. —Se lo mostró—. Además, necesitas darle un nombre. Cassiel podría ser un buen nombre.

Cassiel —repitió Clary, y la luz del arma llameó.

Jace la miró con serenidad.

—Ojalá hubiese tenido tiempo de entrenarte para esto. Desde luego, en justicia, nadie con tan poco adiestramiento como tú debería ser capaz de usar un cuchillo serafín. Ya me ha sorprendido antes, aunque ahora que sabemos lo que Valentine hizo…

Clary no deseaba de ninguna manea hablar sobre lo que Valentine había hecho.

—A lo mejor sólo te preocupaba que si de verdad me adiestrabas debidamente yo acabaría siendo mejor que tú —replicó ella.

Un amago de sonrisa apareció en la comisura de los labios de Jace.

—Suceda lo que suceda, Clary —dijo él, mirándola a través de la luz de Jahoel—, permanece a mi lado. ¿Entiendes? —La miró fijamente, exigiéndole una promesa.

Por un motivo, el recuerdo de haberle besado en la hierba en la casa de los Wayland volvió a su mente. Parecía como si hubiesen transcurrido un millón de años. Como si le hubiese sucedido a otra persona.

—Permaneceré a tu lado.

—Estupendo. —Desvió la mirada y la soltó—. Vamos.

Cruzaron la puerta despacio, uno al lado del otro. Al penetrar en la ciudad, ella fue consciente del ruido de la batalla por vez primera. Una barrera de sonido conformada por gritos humanos y aullidos inhumanos, por el sonido de cristales haciéndose añicos y por el chisporroteo del fuego. La sangre le zumbo en los oídos.

El patio situado justo al otro lado de la puerta estaba vacío. Había formas apiñadas desperdigadas allí sobre los adoquines. Clary intentó no prestarles demasiada atención. Se preguntó cómo podría uno saber si alguien estaba muerto desde tanta distancia, sin mirar con detenimiento. Los cuerpos muertos no parecían personas inconscientes; era como si se pudiese percibir que algo había huido de ellos, que alguna chispa esencial ya no estaba en ellos.

Jace hizo que cruzaran el patio a toda prisa —Clary se dio cuenta de que a él no le gustaba permanecer en la zonas abiertas y desprotegidas— y que siguieran por una de las calles que salían de él. Encontraron más escombros. Habían destrozado escaparates, habían saqueado el contenido y luego lo habían esparcido por la calle. También había olor en el aire, un rancio y espeso olor a basura. Clary conocía aquel olor. Significaba que había demonios cerca.

—Por aquí —siseó Jace.

Se introdujeron por otra calle más estrecha. Un fuego ardía en el piso superior de una casa, aunque ninguno de los edificios colindantes parecía haber sido afectado. A Clary le recordó de un modo extraño a las fotos que había visto de bombardeo alemán de Londres, que había esparcido la destrucción al azar desde el cielo.

Al levantar la mirada vio que la fortaleza situada en el punto más alto de la ciudad estaba envuelta en el humo negro.

—El Gard.

—Ya te lo dije, lo habrán evacuado…

Jace se interrumpió cuando salieron de la calle estrecha y penetraron en una vía más grande. Había varios cuerpos en mitad de la calle. Algunos eran cuerpos pequeños. Niños. Jace corrió hacia delante, con Clary siguiéndolo más vacilante. Eran tres, como pudo comprobar ésta cuando estuvieron más cerca… ninguno de ellos, se dijo con culpable alivio, lo bastante mayor para ser Max. Junto a ellos se hallaba el cadáver de un hombre de edad avanzada, con los brazos todavía abiertos de par en par como si hubiese estado protegiendo a los pequeños con su propio cuerpo.

La expresión de Jace era dura.

—Clary… Date la vuelta. Despacio.

Clary se volvió. Justo detrás de ella había un escaparate roto donde había habido pasteles expuestos en algún momento… pasteles cubiertos con un brillante glaseado. En aquellos momentos estaban esparcidos por el suelo entre los cristales rotos. Sobre los adoquines, la sangre se mezclaba con el glaseado en largos trazos rosáceos. Pero eso no era lo que había alertado a Jace. Algo se arrastraba fuera del escaparate… algo informe, enorme y viscoso. Algo equipado con una doble hilera de dientes distribuida a lo largo de todo su cuerpo oblongo, embadurnado de glaseado y espolvoreado con cristales rotos como si se tratase de una capa de azúcar centelleante.

El demonio se dejó caer fuera del escaparate sobre los adoquines y empezó a deslizarse hacia ellos. Algo en su movimiento rezumante y carente de huesos hizo que a Clary le entraran ganas de vomitar. Retrocedió, chocando casi con Jace.

—Es un demonio behemot —le explicó él, con la vista clavada en la criatura reptante que tenían ante ellos—. Se lo comen todo.

—¿Comen…?

—¿Gente? Sí —dijo Jace—. Ponte detrás de mí.

Ella retrocedió para situarse tras él, sin dejar de observar al behemot. Había algo en aquella criatura que la repelía aún más que los demonios con los que se había encontrado otras veces. Parecía una babosa ciega con dientes, y supuraba de un modo… Aunque al menos no se movía de prisa. Jace no debería tener muchos problemas para matarla.

Como espoleado por sus pensamientos, Jace corrió hacia el demonio, asestando una cuchillada con el llameante cuchillo serafín, que se hundió en la espalda del behemot emitiendo un sonido parecido al de una fruta demasiado madura cuando la pisan. El demonio pareció contraerse, luego se estremeció y finalmente volvió a formarse de improviso a varios metros del lugar anterior.

Jace miró a Jahoel.

—Me lo temía —masculló—. Es sólo medio corpóreo. Difícil de matar.

—Entonces no lo hagas. —Clary le tiró de la manga—. Al menos no se mueve deprisa. Salgamos de aquí.

Jace dejó de mala gana que le arrastrara tras ella. Se volvieron y corrieron en la dirección por la que habían venido.

Pero el demonio volvía a estar allí, delante de ellos, obstruyendo la calle. Parecía haber crecido, y de él brotaba una especie de enojado chirrido de insecto.

—Creo que no quiere que nos vayamos —dijo Jace.

—Jace…

Pero él ya corría hacia la criatura, blandiendo a Jahoel y trazando un largo arco para decapitarla. Sin embargo, aquella cosa se limitó a estremecerse otra vez y se formó de nuevo, en esta ocasión detrás de él. Se irguió, mostrando una parte inferior acanalada como la de una cucaracha. Jace giró en redondo y descargó a Jahoel, hundiéndola en la sección detrás de la criatura. Un fluido verde, espeso, manó sobre el cuchillo.

Jace retrocedió, con el rostro contraído por la repugnancia. El behemot seguía emitiendo el mismo ruido chirriante. Aquél líquido seguía brotando a chorros de él, pero no parecía herido. Avanzaba con determinación.

—¡Jace! —gritó Clary—. Tu cuchillo…

La mucosidad del demonio behemot había recubierto la hoja de Jahoel, volviendo opaca su llama. Mientras él la contemplaba con asombro, el cuchillo serafín chisporroteó y se extinguió como un fuego apagado con arena. Soltó el arma entre improperios antes de que la baba del demonio pudiese tocarle.

El behemot volvió a levantarse, dispuesto a atacar. Jace se echó hacia atrás para esquivarlo… y entonces Clary se interpuso como una exhalación entre él y el demonio, blandiendo su cuchillo serafín. Lo clavó en la criatura justo por debajo de la hilera de dientes, hundiendo la hoja en su masa con un sonido húmedo y desagradable.

Se retiró violentamente, jadeando, mientras el demonio volvía a contraerse. A la criatura parecía costarle una cierta cantidad de energía el formarse cada vez que la herían. Si simplemente pudieran herirla la suficiente cantidad de veces…

Algo se movió en el límite de visión de Clary. Un parpadeo gris y marrón moviéndose veloz. No estaban solos. Jace se volvió y abrió bien los ojos.

—¡Clary! —chilló—. ¡Detrás de ti!

La muchacha giró en redondo, con Cassiel llameando en su mano, al mismo tiempo que el lobo se arrojaba sobre ella, con los labios tensados hacia atrás en un feroz gruñido y las fauces bien abiertas.

Jace gritó algo; Clary no le entendió, pero percibió la enloquecida expresión de sus ojos y se arrojó a un lado, fuera del camino del animal, que voló, con las zarpas extendidas y el cuerpo arqueado… y alcanzó a su blanco, el behemot, derribándolo contra el suelo antes de empezar a desgarrarlo a dentelladas.

El demonio chilló, o emitió lo más parecido a un chillido que pudo: un gimoteo agudo, similar al sonido del aire al escapar de un globo. El lobo estaba encima de él, inmovilizándolo, con el hocico profundamente enterrado en el pellejo viscoso del demonio. El behemot se estremeció y trató desesperadamente de formarse y curar sus heridas, pero el lobo no le concedía la menor oportunidad. Con las zarpas profundamente hundidas en la criatura, el lobo arrancaba con los dientes pedazos de carne gelatinosa del cuerpo del behemot, ignorando los chorros de fluido verde que llovían sobre él. El behemot inició una última y desesperada serie de convulsas contorsiones, con las mandíbulas dentadas chasqueando entre sí mientras se revolvía… y entonces desapareció, dejando sólo un charco viscoso de fluido verde humeando en los adoquines donde había estado.

El lobo emitió una especie de gruñido de satisfacción y se volvió para contemplar a Jace y a Clary con ojos que la luz de la luna volvía plateados. Jace sacó otro cuchillo de su cinturón y lo sostuvo en alto, dibujando una llameante línea en el aire entre ellos y el hombre lobo.

El lobo gruñó y su pelaje se erizó a lo largo del lomo.

Clary le sujetó el brazo.

—No…, no lo hagas.

—Es un hombre lobo, Clary…

—¡Mató al demonio por nosotros! ¡Está de nuestro lado!

Se separó de Jace antes de que éste pudiera retenerla y se acercó al lobo, con las palmas de las manos extendidas. Le habló en voz baja y tranquila.

—Lo siento. Lo sentimos. Sabemos que no quieres hacernos daño. —Se detuvo, con las manos extendidas aún, mientras el lobo la contemplaba con ojos inexpresivos—. ¿Quién… quién eres? —le preguntó, y miró hacia atrás a Jace y frunció el ceño—. ¿Podrías guardar esa cosa?

Jace dio la impresión de querer explicarle que uno no guardaba un cuchillo serafín llameante en presencia del peligro, pero antes de que pudiera decir nada, el lobo profirió otro gruñido quedo y empezó a levantarse. Las patas se alargaron, la columna se enderezó, las fauces se retrajeron. En unos pocos segundos una joven apareció de pie ante ellos; una chica que llevaba un manchado vestido suelto de color blanco, con los rizados cabellos hacia atrás formando múltiples trenzas, y una cicatriz ribeteándola la garganta.

—«¿Quién eres?» —remedó la muchacha con indignación—. No puedo creer que no me reconocierais. Como si todos los lobos fuéramos iguales. Humanos…

Clary soltó un grito de alivio.

—¡Maia!

—Ésa soy yo. Salvándoos el trasero, como de costumbre.

Sonrió ampliamente. Estaba salpicada de sangre e icor; sobre el pelaje del lobo no había resultado visible, pero las listas negras y rojas destacaban alarmantemente sobre su piel morena. Se llevó la mano al estómago.

—¡Qué asco! No puedo creer que me haya zampado tanta cantidad de demonio. Espero no ser alérgica.

—Pero ¿qué haces aquí? —exigió Clary—. No es que no nos alegremos de verte, pero…

—¿No lo sabéis? —Maia los miró con perplejidad—. Luke nos trajo aquí.

—¿Luke? —Clary la miró con asombro—. ¿Luke está… aquí?

Maia asintió.

—Se puso en contacto con su manada y con todas las otras que pudo y nos avisó de que teníamos que venir a Idris. Volamos hasta la frontera y viajamos desde allí. Luke nos dijo que los nefilim iban a necesitar nuestra ayuda… —Su voz se fue apagando—. ¿No lo sabíais?

—No —dijo Jace—, y dudo que la Clave lo sepa tampoco. No les entusiasma demasiado aceptar ayuda de los subterráneos.

Maia se irguió en toda su altura; sus ojos centelleaban encolerizados.

—De no haber sido por nosotros, habríais sido masacrados. Nadie protegía la ciudad cuando nosotros llegamos…

—No —terció Clary, dirigiendo una furiosa mirada a Jace—. Te estoy muy agradecida por salvarnos, de verdad, Maia, y también Jace, a pesar de que es tan tozudo que preferiría clavarse un cuchillo serafín antes de admitirlo. Y no esperes que lo haga —añadió en seguida, viendo la expresión del rostro de la muchacha—, porque no serviría de nada. Necesitamos llegar a casa de los Lightwood, y luego tengo que encontrar a Luke…

—¿Los Lightwood? Creo que están en el Salón de los Acuerdos. Hemos llevado allí a todo el mundo. Alec estaba allí, al menos —dijo Maia—, y el brujo también, el del pelo puntiagudo. Magnus.

—Si Alec está allí, los demás también.

La expresión de alivio en el rostro de Jace hizo que Clary deseara posar la mano en su hombro. No lo hizo.

—Ha sido muy inteligente llevar a todo el mundo al Salón; tiene salvaguardas. —Deslizó el refulgente cuchillo serafín dentro del cinturón—. Vamos.

Clary reconoció el interior del Salón de los Acuerdos en cuanto entró en él. Era el lugar que había soñado, donde había bailado con Simon y luego con Jace.

«Éste es el lugar al que intentaba enviarme cuando atravesé el Portal», pensó, paseando la mirada por las paredes de un blanco pálido y el alto techo con las enormes claraboyas de cristal a través de la cual podía ver el cielo nocturno. La estancia, aunque muy grande, parecía de algún modo más pequeña y deslucida de lo que le había parecido en el sueño. La fuente de la sirena seguía en el centro de la habitación, borboteando agua, pero tenía un aspecto deslustrado, y los peldaños que conducían hasta ella estaban atestados de personas, muchas de las cuales lucían vendajes. El sitio estaba lleno de cazadores de sombras, de personas que corrían de un lado a otro, a veces deteniéndose para mirar con atención los rostros de otros que pasaban esperando hallar a algún amigo o a un pariente. El suelo estaba sucio de tierra, cubierto de barro y sangre.

Lo que impresionó a Clary fue fundamentalmente el silencio. Si aquello hubiesen sido las consecuencias de algún desastre en el mundo mundano, habría habido personas gritando, chillando, llamándose unas a otras. Pero la estancia permanecía casi silente. La gente estaba sentada sin hacer ruido, con la cabeza en las manos; algunos de ellos tenían la mirada perdida. Los niños se apretaban contra sus padres, pero ninguno de ellos lloraba.

También advirtió algo más, mientras se abría paso al interior de la habitación, con Jace y Maia a su lado. Había un grupo de personas de aspecto desaliñado de pie junto a la fuente en un círculo irregular. Se mantenían apartados de la multitud. Cuando Maia los descubrió y sonrió, Clary comprendió el motivo.

—¡Mi manada! —exclamó Maia.

Salió disparada hacia ellos, deteniéndose tan sólo para echar una ojeada por encima del hombro a Clary mientras se marchaba.

—Estoy segura de que Luke anda por ahí en alguna parte —gritó, y desapareció en el interior del grupo, que se cerró a su alrededor.

Clary se preguntó, por un momento, qué sucedería si seguía a la muchacha loba al interior del círculo. ¿Le darían la bienvenida como amiga de Luke, o desconfiarían de ella por ser otra cazadora de sombras?

—No lo hagas —dijo Jace, como si le leyera la mente—. No es una buena…

Pero Clary no pudo acabar de escucharla, porque resonó un grito de «¡Jace!» y Alec apareció jadeante de tanto abrirse paso entre la multitud para llegar hasta ellos. Sus cabellos oscuros estaban hechos un desastre y su ropa estaba manchada de sangre, pero sus ojos brillaban con una mezcla de alivio y cólera. Agarró a Jace por la parte delantera de la cazadora.

—¿Qué te ha sucedido?

Jace pareció ofendido.

—¿A mí?

—¡Has dicho que ibas a dar un paseo! ¿Qué clase de paseo necesita seis horas?

—¿Un paseo largo? —sugirió Jace.

—Podría matarte —dijo Alec, soltando la ropa de su amigo—. Me lo estoy pensando.

—Eso lo echaría todo a perder, ¿no te parece? —dijo Jace, y miró a su alrededor—. ¿Dónde está todo el mundo? Isabelle, y…

—Isabelle y Max están en casa de los Penhallow, con Sebastian —contestó Alec—. Mamá y papá han ido a buscarlos. Y Aline está aquí, con sus padres, pero está muy callada. Ha tenido un desagradable encontronazo con un demonio rahab junto a uno de los canales. Pero Izzy la ha salvado.

—¿Y Simon? —preguntó Clary con ansiedad—. ¿Has visto a Simon? Debería haber bajado junto con los demás desde el Gard.

Alec negó con la cabeza.

—No, no lo he visto… pero tampoco he visto al Inquisidor, o al Cónsul. Probablemente esté con uno de ellos. A lo mejor se han detenido en algún otro lugar, o…

Se interrumpió mientras un murmullo recorría la habitación; Clary vio que el grupo de licántropos alzaba la vista, alerta como un grupo de perros de caza oliendo la presa. Se volvió…

Y vio a Luke, cansado y manchado de sangre, atravesando las puertas dobles del Salón.

Corrió hacia él. Había olvidado ya el disgusto que le había ocasionado su partida, y el enojo de él con ella por llevarlos allí; lo había olvidado todo excepto la alegría de verle. Pareció sorprendido por un momento mientras ella se alzaba sobre él… Luego sonrió, extendió los brazos y la levantó en alto a la vez que la abrazaba, como había hecho cuando era pequeña. Olía a sangre, franela y humo. Por un momento, Clary cerró los ojos, recordando el modo en que Alec se había aferrado a Jace en cuanto lo había visto en el Salón, porque eso era lo que uno hacía con la familia cuando se había preocupado por ellos: abrazarlos y apretarse contra ellos, y decirles lo mucho que te han hecho enfadar, y no pasa nada, porque por muy enojado que llegues a sentirte con ellos, siguen siendo parte de ti. Y lo que había dicho Valentine era cierto. Luke era su familia.

Él la dejó de pie en el suelo, esbozando una leve mueca de dolor al hacerlo.

—Con cuidado —dijo—. Un demonio croucher me ha alcanzado en el hombro allá abajo junto al puente Merryweather. —Puso las manos sobre los hombros de la chica, estudiándole el rostro—. Tú estás bien, ¿verdad?

—Vaya, una escena conmovedora —dijo una voz fría—, ¿no es cierto?

Clary se dio la vuelta, con la mano de Luke todavía sobre el hombro. Detrás de ella había un hombre alto con una capa azul que se arremolinaba alrededor de sus pies mientras avanzaba hacia ellos. El rostro bajo la capucha de la capa era el rostro de una estatua tallada: pómulos prominentes con facciones aguileñas y ojos de párpados caídos.

—Lucian —dijo el hombre, sin mirar a Clary—. Debería haber imaginado que eras tú quien estaba tras esta… esta invasión.

—¿Invasión? —repitió Luke, y, de improviso, allí estaba su manada de licántropos, de pie detrás de él. Habían aparecido con la misma rapidez y quietud que si se hubiesen materializado de la nada.

—No somos nosotros los que hemos invadido vuestra ciudad, Cónsul, sino Valentine. Nosotros sólo tratábamos de ayudar.

—La Clave no necesita ayuda —soltó el Cónsul—. No de los que son como vosotros. Estáis violando la Ley sólo con el hecho de haber entrado en la Ciudad de Cristal, haya o no salvaguardas. Deberías saberlo.

—Está muy claro que la Clave necesita ayuda. De no haber llegado cuando lo hicimos, muchos más de vosotros estaríais muertos ahora.

Luke echó una ojeada por la habitación; varios grupos de cazadores de sombras se habían acercado a ellos, atraídos por lo que sucedía. Algunos de ellos le devolvieron la mirada a Luke; otros bajaron los ojos, como avergonzados. Pero ninguno de ellos, pensó Clary con una repentina oleada de sorpresa, parecía enojado.

—Lo he hecho para demostrar una cosa, Malachi.

La voz de Malachi sonó fría:

—¿Cuál es esa cosa?

—Que nos necesitáis —dijo Luke—. Para derrotar a Valentine necesitáis nuestra ayuda. No sólo la de los licántropos, sino la de todos los subterráneos.

—¿Qué pueden hacer los subterráneos contra Valentine? —inquirió Malachi con desdén—. Lucian, te creía más listo. Fuiste uno de los nuestros. Siempre nos hemos enfrentado solos a todos los peligros y hemos protegido al mundo del mal. Volveremos a enfrentarnos a Valentine ahora con nuestros propios poderes. Los subterráneos harían bien en mantenerse alejados de nosotros. Somos nefilim; libramos nuestras propias batallas.

—Eso no es del todo cierto, ¿verdad? —dijo una voz aterciopelada.

Era Magnus Bane, vestido con un abrigo largo y rutilante, con múltiples aros en las orejas, y una expresión pícara. Clary ignoraba de dónde había salido.

—Vosotros, chicos, habéis usado la ayuda de brujos en más de una ocasión en el pasado, y habéis pagado espléndidamente por ello, además.

Malachi puso mala cara.

—No recuerdo que la Clave te haya invitado a la Ciudad de Cristal, Magnus Bane.

—No lo ha hecho —respondió él—. Vuestras salvaguardas han caído.

—¿De veras? —La voz del Cónsul denotaba sarcasmo—. No me había dado cuenta.

Magnus pareció preocupado.

—Pero eso es terrible… Alguien debería habértelo contado. —Echó un vistazo a Luke—. Dile que las salvaguardas han caído.

Luke parecía exasperado.

—Malachi, por el amor de Dios, los subterráneos son fuertes; somos muchos. Te lo he dicho, podemos ayudaros.

El Cónsul elevó la voz.

—Yo también te lo he dicho, ¡ni necesitamos ni queremos vuestra ayuda!

—Magnus —susurró Clary, que se había deslizado en silencio junto al brujo.

Una pequeña multitud se había reunido para observar la discusión de Luke con el Cónsul; la muchacha estaba casi segura de que nadie le prestaba atención.

—Ven conmigo. Todos están demasiado ocupados con la disputa para darse cuenta.

Magnus la miró interrogante, asintió y la condujo a otro lugar abriéndose paso entre la multitud como un abrelatas. Ninguno de los cazadores de sombras u hombres lobo allí reunidos parecía querer impedirle el paso a un brujo de más de metro ochenta con ojos de gato y una sonría de maníaco. La empujó a un rincón más tranquilo.

—¿Qué sucede?

—He conseguido el libro. —Clary lo sacó del bolsillo del desaliñado abrigo, dejando sus huellas marcadas sobre la tapa de color marfil—. He ido a la casa de campo de Valentine. Estaba en la biblioteca como dijiste. Y… —Se interrumpió, pensando en el ángel prisionero—. No importa. —Le ofreció el Libro de lo Blanco—. Toma. Cógelo.

Magnus le arrebató el libro con una mano de dedos largos. Ojeó las páginas, abriendo mucho los ojos.

—Es aún mejor de lo que había oído —anunció jubiloso—. No puedo esperar para empezar a trabajar con estos hechizos.

—¡Magnus! —La voz aguda de Clary lo volvió a bajar a la tierra—. Mi madre primero. Lo prometiste.

—Y cumplo mis promesas.

El brujo asintió con gravedad, aunque había algo en sus ojos, algo en lo que Clary no acabó de confiar.

—Hay algo más —añadió, pensando en Simon—. Antes de que…

—¡Clary!

Una voz habló, sin aliento, a su lado. Se volvió sorprendida se encontró con Sebastian de pie a su lado. Llevaba el equipo de combate puesto, y le sentaba a la perfección, se dijo ella, como si hubiese nacido para llevarlo. Mientras que todo el mundo aparecía manchado de sangre y despeinado, él no tenía ni una marca… salvo una doble hilera de arañazos que discurrían a lo largo de su mejilla izquierda, como si algo le hubiese arañado con una garra.

—Estaba preocupado por ti. He pasado por casa de Amatis de camino hacia aquí, pero no estabas allí, y ella me ha dicho que no te había visto…

—Bueno, pues estoy perfectamente.

Clary miró a Sebastian y a Magnus, que sujetaba el Libro de lo Blanco contra el pecho. Las angulosas cejas de Sebastian estaban enarcadas.

—¿Estás bien? Tu cara…

Alargó la mano para tocarle las heridas. Los arañazos todavía rezumaban un pequeño rastro de sangre.

Sebastian se encogió de hombros, apartándole la mano con suavidad.

—Una diablesa me atacó cerca de la casa de los Penhallow. Estoy perfectamente, no obstante. ¿Qué sucede?

—Nada. Estaba hablando con Ma… Ragnor —se apresuró a decir Clary, advirtiendo con repentino horror que Sebastian no tenía ni idea de quién era Magnus en realidad.

—¿Maragnor? —Sebastian enarcó las cejas—. De acuerdo, entonces.

El muchacho dirigió una ojeada curiosa al Libro de lo Blanco. Clary deseó que Magnus lo guardara; del modo en que lo sostenía, las letras doradas resultaban claramente visibles.

—¿Qué es eso?

Magnus lo estudió por un momento, y sus ojos felinos lo evaluaron.

—Un libro de hechizos —dijo por fin—. Nada que pueda interesar a un cazador de sombras.

—A decir verdad, mi tía colecciona libros de hechizos. ¿Puedo verlo?

Sebastian extendió la mano, pero antes de que Magnus pudiese pronunciarse, Clary oyó que alguien la llamaba y Jace y Alec cayeron sobre ellos, nada complacidos de ver a Sebastian.

—¡Creo haberte dicho que te quedaras con Max e Isabelle! —le espetó Alec—. ¿Los has dejado solos?

Poco a poco, los ojos de Sebastian pasaron de Magnus a Alec.

—Tus padres han venido a casa, tal y como has dicho que harían. —Su voz era fría—. Me han enviado por delante para decirte que están bien, tanto ellos como Izzy y Max. Vienen de camino.

—Bien —dijo Jace con la voz llena de sarcasmo—, gracias por transmitirnos la noticia nada más llegar aquí.

—No os había visto —replicó Sebastian—. Sólo he visto a Clary.

—Porque la buscabas.

—Porque necesitaba hablar con ella. A solas.

Volvió a intercambiar una mirada con Clary, y la intensidad que ésta vio en sus ojos la hizo vacilar. Quiso pedirle que no la mirase de aquel modo cuando Jace estaba delante, pero eso habría sonado irrazonable y estúpido, y además, a lo mejor tenía algo importante que decirle en realidad.

—¿Clary?

—De acuerdo. Sólo un segundo —dijo ella, asintiendo; vio que la expresión de Jace cambiaba: no puso mala cara, pero su rostro se quedó muy quieto—. Regreso en seguida —añadió, aunque Jace no la miró; miraba a Sebastian.

Sebastian la cogió por la muñeca y la apartó de los demás, tirando de ella hacia la zona donde se amontonaba más gente. Ella echó un vistazo por encima del hombro. Todos la observaban, incluso Magnus. Le vio sacudir la cabeza una vez, muy lentamente.

Se detuvo en seco.

—Sebastian. Detente. ¿Qué pasa? ¿Qué tienes que decirme?

Él se volvió de cara a ella, sujetándole aún la muñeca.

—Creía que podríamos ir afuera —dijo—. Hablar en privado…

—No. Quiero permanecer aquí —dijo ella, y oyó cómo su propia voz titubeaba levemente, como si no estuviese segura.

Pero sí lo estaba. Tiró hacia atrás del brazo y liberó su mano.

—¿Qué te sucede?

—Ése libro —dijo él—. El libro que Fell sostenía… el Libro de lo Blanco… ¿sabes dónde lo consiguió?

—¿De eso querías hablarme?

—Es un libro de hechizos extraordinariamente poderoso —explicó Sebastian—. Mucha gente lo ha estado buscando durante largo tiempo.

Ella soltó un suspiro exasperado.

—De acuerdo, Sebastian, mira —dijo—. Ése no es Ragnor Fell. Es Magnus Bane.

—¿Ése es Magnus Bane? —Sebastian giró en redondo y se lo quedó mirando atónito antes de volverse de nuevo hacia Clary con una mirada acusadora en los ojos—. Tú lo has sabido todo el tiempo ¿verdad? Conoces a Bane.

—Sí, y lo siento. Pero él no quería que te lo dijese. Y es el único que puede ayudarme a salvar a mi madre. Por eso le he entregado el Libro de lo Blanco. Contiene un hechizo que podría ayudarla.

Algo centelleó tras los ojos de Sebastian, y Clary tuvo la misma sensación que había tenido después de que la besara: una repentina punzada que la avisaba de que algo estaba mal, como si hubiese dado un paso al frente esperando encontrar terreno firme bajo los pies y en su lugar se hubiese precipitado al vacío. La mano de Sebastian se movió velozmente y le agarró la muñeca.

—¿Tú le has dado el libro… el Libro de lo Blanco… a un brujo? ¿A un asqueroso subterráneo?

Clary se quedó muy quieta.

—No puedo creer que hayas dicho eso. —Bajó los ojos al lugar donde la mano de Sebastian le rodeaba la muñeca—. Magnus es mi amigo.

Sebastian aflojó la presión sobre la muñeca, aunque muy ligeramente.

—Lo siento —dijo—. No debería haber dicho eso. Es sólo que… ¿hasta qué punto conoces a Magnus Bane?

—Mejor de lo que te conozco a ti —respondió ella con frialdad.

Echó una ojeada atrás en dirección al lugar donde había dejado a Magnus de pie con Jace y Alec… y se sobresaltó. Magnus no estaba. Jace y Alec estaban solos, observándolos a ella y a Sebastian. Pudo percibir el calor de la desaprobación de Jace como un horno abierto.

Sebastian siguió su mirada y sus ojos se ensombrecieron.

—¿Lo bastante bien como para saber adónde ha ido con tu libro?

—No es mi libro. Se lo entregué —le dijo ella con brusquedad, aunque tenía una sensación helada en el estómago al recordar a mirada oscura en los ojos de Magnus—. Y no veo qué te importa a ti. Mira, agradezco que te ofrecieras para ayudarme a encontrar a Ragnor Fell ayer, pero me estás poniendo de los nervios. Voy a regresar con mis amigos.

Empezó a darse la vuelta, pero él se movió para cerrarle el paso.

—Lo siento. No debería haber dicho lo que he dicho. Es sólo que… hay más en todo esto de lo que sabes.

—Entonces cuéntame.

—Sal afuera conmigo. Te lo contaré todo. —Su tono era ansioso, preocupado—. Clary, por favor.

—Tengo que quedarme aquí —dijo ella, negando con la cabeza—. Tengo que esperar a Simon. —Era en parte cierto, y en parte una excusa—. Alec me dijo que traerían a los prisioneros aquí…

Sebastian negó con la cabeza.

—Clary, ¿no te lo ha dicho nadie? Han abandonado a los prisioneros. Oí que Malachi lo decía. Cuando la ciudad ha sido atacada, han evacuado el Gard, pero no han sacado a los dos prisioneros. Malachi ha dicho que estaban confabulados con Valentine. Que dejarlos salir suponía un riesgo demasiado grande.

La cabeza de Clary parecía nublarse; se sintió mareada y tuvo náuseas.

—No pude ser cierto.

—Lo es —dijo Sebastian—. Te juro que lo es. —Su mano volvió a cerrarse con más fuerza sobre la muñeca de Clary, y ella se tambaleó—. Puedo llevarte allí arriba. Al Gard. Puedo ayudarte a sacarlo. Pero tienes que prometerme que…

—Ella no tiene que prometerte nada —dijo Jace—. Suéltala, Sebastian.

Sebastian, sobresaltado, aflojó la presión sobre la muñeca de Clary, que la liberó violentamente, volviéndose y encontrándose con Jace y Alec, que tenían cara de pocos amigos. La mano de Jace descansaba con suavidad sobre la empuñadura del cuchillo serafín que llevaba a la cintura.

—Clary puede hacer lo que quiera —replicó Sebastian.

El muchacho no mostraba un aspecto amenazador, pero había una curiosa expresión fija en su rostro que resultaba hasta cierto punto peor.

—Y precisamente ahora quiere venir conmigo a salvar a su amigo. El amigo al que conseguiste que metieran en prisión.

Alec palideció ante aquello, pero Jace se limitó a menear la cabeza.

—No me gustas —dijo con aire pensativo—. Sé que a todos los demás les caes bien, Sebastian, pero a mí no. A lo mejor es porque soy un bastardo al que le gusta llevar la contraria. Pero no me gustas, y no me gusta el modo en que intentas conseguir que mi hermana te siga. Si ella quiere subir al Gard y buscar a Simon, estupendo. Irá con nosotros. No contigo.

La expresión fija de Sebastian no cambió.

—Creo que eso debería ser elección suya —dijo—. ¿No te parece?

Ambos miraron a Clary. Ella miró detrás de ellos, en dirección a Luke, que seguía discutiendo con Malachi.

—Iré con mi hermano —dijo.

Algo aleteó en la mirada de Sebastian… demasiado de prisa para que Clary lo identificara, aunque sintió un escalofrío en la nuca, como si una mano helada la hubiese acariciado.

—Por supuesto —dijo él, y se hizo a un lado.

Fue Alec quien se movió primero, empujando a Jace por delante de él, haciéndole andar. Estaban a mitad de camino hacia las puertas cuando ella reparó en que la muñeca le dolía… Le escocía como si la hubiesen quemado. Bajó la vista esperando encontrar una señal en la muñeca allí donde Sebastian la había sujetado, pero no vio nada. Tan sólo una mancha de sangre en la manga donde ella había tocado el corte que Sebastian tenía en la cara. Frunciendo el ceño, con la muñeca escociéndole aún, la cubrió con la manga y apresuró el paso para atrapar a los otros.