8

UN PASEO POR LA OSCURIDAD

Clary había olvidado lo mucho que odiaba el olor a hospital hasta que cruzó las puertas del Beth Israel. A estéril, a metal, a café rancio, y sin la cantidad suficiente de lejía como para ocultar el hedor a enfermedad y desgracia. El recuerdo de la enfermedad de su madre, yaciendo inconsciente e inmóvil en su nido de tubos y cables, le golpeó como un bofetón en la cara y cogió aire, intentando no impregnarse de aquel ambiente.

—¿Te encuentras bien? —Jocelyn se bajó la capucha de su abrigo y miró a Clary; sus ojos verdes parecían ansiosos.

Clary asintió, encorvando los hombros dentro de la chaqueta, y miró a su alrededor. En el vestíbulo reinaba la frialdad del mármol, el metal y el plástico. Había un mostrador de información muy grande detrás del cual revoloteaban varias mujeres, probablemente enfermeras; diversos carteles indicaban el camino hacia la UCI, Rayos X, Oncología quirúrgica, Pediatría, etcétera. Estaba segura de poder encontrar, incluso dormida, el camino hasta la cafetería; le había llevado a Luke desde allí tantísimas tazas de café tibio, que podría llenar con ellas el depósito entero de Central Park.

—Disculpen. —Era una enfermera delgada que empujaba a un anciano en silla de ruedas y que las adelantaba, atropellándole casi los pies a Clary. Clary se la quedó mirando… Había habido algo… un resplandor…

—No mires, Clary —dijo Jocelyn en voz baja. Rodeó a Clary por los hombros y ambas giraron hasta quedarse de cara a las puertas que daban acceso a la sala de espera del laboratorio de extracciones de sangre. En los cristales oscuros de las puertas, Clary vio reflejada la imagen de ella y de su madre juntas. Aunque su madre aún le sacaba una cabeza, eran iguales, o eso creía. En el pasado, siempre había restado importancia a los comentarios de la gente en este sentido. Jocelyn era guapa, y ella no. Pero la forma de sus ojos y su boca era la misma, y de igual modo compartían el pelo rojo, los ojos verdes y las manos finas. Clary se preguntaba por qué sería que había sacado tan poco de Valentine, mientras que su hermano guardaba un gran parecido con su padre. Su hermano tenía el pelo claro de su padre y sus sobrecogedores ojos oscuros. Aunque quizá, pensó, observándose con más detalle, veía también un poco de Valentine en el perfil terco de su propia mandíbula…

—Jocelyn. —Ambas se volvieron a la vez. Tenían enfrente a la enfermera que antes empujaba al anciano con silla de ruedas. Era delgada, juvenil, de piel oscura y ojos oscuros… y entonces, mientras Clary la miraba, el glamour se esfumó. Seguía siendo una mujer delgada y de aspecto juvenil, pero ahora su piel tenía un tono azulado oscuro y su pelo, recogido en un moño en la nuca, era blanco como la nieve. El azul de su piel contrastaba de forma asombrosa con el uniforme de color rosa claro.

—Clary —dijo Jocelyn—. Te presento a Catarina Loss. Me cuidó cuando estuve ingresada aquí. También es amiga de Magnus.

—Eres una bruja. —Las palabras salieron de la boca de Clary sin que pudiera evitarlo.

—Shhh. —La bruja estaba horrorizada. Le lanzó una dura mirada a Jocelyn—. No recuerdo que mencionaras que ibas a venir con tu hija. No es más que una niña.

—Clarissa sabe comportarse. —Jocelyn miró muy seria a Clary—. ¿Verdad?

Clary asintió. Había conocido a otros brujos, además de Magnus, en la batalla de Idris. Todos los brujos poseían alguna característica que los distinguía como no humanos, como era el caso de los ojos de gato de Magnus. Otros tenían alas, pies palmeados o espolones. Pero tener la piel completamente azul era algo difícil de esconder con lentes de contacto o ropa grande. Catarina Loss debía de necesitar echarse a diario un glamour para salir a la calle, sobre todo teniendo en cuenta que trabajaba en un hospital de mundanos.

La bruja señaló con un dedo los ascensores.

—Vamos. Venid conmigo. Hagámoslo rápido.

Clary y Jocelyn corrieron tras ella hacia el grupo de ascensores y entraron en el primero que abrió sus puertas. En cuanto las puertas se cerraron a sus espaldas con un siseo, Catarina pulsó el botón marcado simplemente con una «M». En la plancha metálica había una muesca que indicaba que a la planta M sólo podía accederse mediante una llave especial, pero cuando Catarina tocó el botón, su dedo desprendió una chispa azul y el botón se iluminó. El ascensor empezó a descender.

Catarina habló moviendo la cabeza de un lado a otro:

—De no ser amiga de Magnus Bane, Jocelyn Fairchild…

—Fray —dijo Jocelyn—. Ahora me hago llamar Jocelyn Fray.

—¿Se acabaron para ti los apellidos de cazadores de sombras? —Catarina esbozó una sonrisa socarrona; sus labios resultaban excepcionalmente rojos en contraste con el azul de su piel—. ¿Y tú, pequeña? ¿Vas a ser cazadora de sombras como tu papá?

Clary intentó disimular su enfado.

—No —dijo—. Voy a ser cazadora de sombras, pero no voy a ser como mi padre. Y me llamo Clarissa, aunque puede llamarme Clary.

El ascensor se detuvo y se abrieron las puertas. La bruja posó sus azules ojos en Clary por un instante.

—Oh, ya sé cómo te llamas —dijo—. Clarissa Morgenstern. La niña que detuvo una gran guerra.

—Eso imagino. —Clary salió del ascensor detrás de Catarina; su madre les pisaba los talones—. ¿Y usted dónde estaba? No recuerdo haberla visto.

—Catarina estaba aquí —dijo Jocelyn, casi sin aliento para poder seguir su paso. Estaban andando por un pasillo sin ningún rasgo distintivo; no había ventanas ni puertas. Las paredes estaban pintadas de un verde claro nauseabundo—. Ayudó a Magnus a utilizar el Libro de lo Blanco para despertarme. Después, cuando él regresó a Idris, se quedó custodiándolo.

—¿Custodiando el libro?

—Es un libro muy importante —dijo Catarina; sus zapatos de suela de goma se pegaban al suelo mientras seguía avanzando.

—Creía que lo que era muy importante era la guerra —murmuró Clary, casi para sus adentros.

Llegaron por fin a una puerta que tenía un cuadrado de cristal esmerilado y la palabra «Morgue» pintada en grandes letras de color negro. Catarina se volvió después de posar la mano en el pomo, con expresión divertida, y miró a Clary.

—En un momento muy temprano de mi vida, descubrí que tenía un don para la curación —dijo—. Es el tipo de magia que practico. Es por eso que trabajo aquí, en este hospital, a cambio de un sueldo asqueroso, y hago lo que puedo para curar a mundanos que se echarían a gritar si conociesen mi auténtico aspecto. Podría hacerme rica vendiendo mis habilidades a los cazadores de sombras y a los mundanos tontos que creen saber lo que es la magia, pero no pienso hacerlo. Trabajo aquí. Por lo tanto, mi pequeña pelirroja, no vayas de chulita conmigo. No eres mejor que yo por el simple hecho de ser famosa.

Clary notó que le ardían las mejillas. Nunca se había considerado famosa.

—Tiene usted razón —dijo—. Lo siento.

Los ojos azules de la bruja se trasladaron a Jocelyn, que estaba blanca y tensa.

—¿Estás lista?

Jocelyn asintió y miró a Clary, que asintió a su vez. Catarina empujó la puerta y la siguieron hacia el interior del depósito de cadáveres.

Lo primero que le chocó a Clary fue el frío que hacía allí. La sala estaba helada y se subió rápidamente la cremallera de la chaqueta. Lo segundo fue el olor, el hedor acre de los productos de limpieza sobreponiéndose al aroma dulzón de la descomposición. Los fluorescentes del techo proyectaban una luz amarillenta. En el centro de la sala había dos mesas de disección, grandes y vacías; había además un fregadero y una mesa metálica con una báscula para pesar órganos. Una de las paredes estaba recubierta por una hilera de compartimentos de acero inoxidable, como las cajas de seguridad de un banco, pero mucho más grandes. Catarina atravesó la sala y se acercó a uno de ellos, puso la mano en la empuñadura y tiró de ella; se deslizó sobre unas ruedecillas. En el interior, sobre una camilla metálica, yacía el cuerpo de un recién nacido.

Jocelyn emitió un leve sonido gutural. Y un instante después corrió al lado de Catarina; Clary la siguió más despacio. Ya había visto cadáveres en otras ocasiones: había visto el cadáver de Max Lightwood, y lo conocía. Tenía sólo nueve años. Pero un bebé…

Jocelyn se llevó la mano a la boca. Sus ojos, grandes y oscuros, estaban fijos en el cuerpo del niño. Clary bajó la vista. La primera impresión era la de un bebé, varón, normal y corriente. Tenía los diez dedos de los pies y de las manos. Pero observándolo con más detalle —observando como lo haría si quisiese ver más allá de un glamour—, vio que los dedos de las manos del niño no eran dedos, sino garras, curvadas hacia dentro y muy afiladas. El niño tenía la piel gris y sus ojos, abiertos y con la mirada fija, eran completamente negros, no sólo el iris, sino también la parte en teoría blanca.

Jocelyn susurró:

—Jonathan tenía los ojos así cuando nació: como dos túneles negros. Luego cambiaron, para parecer más humanos, pero recuerdo…

Y estremeciéndose, se volvió y salió corriendo de la sala; la puerta del depósito de cadáveres se cerró a sus espaldas.

Clary miró a Catarina, que se mostraba impasible.

—¿No dijeron nada los médicos? —preguntó—. De los ojos… y de esas manos…

Catarina negó con la cabeza.

—Ellos no ven lo que nosotros no queremos que vean —dijo con un gesto de indiferencia—. Estamos ante algún tipo de magia que no he visto con frecuencia. Magia demoníaca. Un mal asunto. —Sacó algo del bolsillo. Era un pedazo de tela en el interior de una bolsa de plástico con cierre hermético—. Es un retal de la tela en la que venía envuelto cuando lo trajeron. Apesta también a magia demoníaca. Dáselo a tu madre. Dile que se lo enseñe a los Hermanos Silenciosos para ver si ellos pueden sacar alguna conclusión. Hay que averiguar quién lo hizo.

Clary lo cogió, aturdida. Y cuando los dedos de su mano se cerraron en torno a la bolsa, surgió una runa ante sus ojos: una matriz de líneas y espirales, el susurro de una imagen que desapareció en el instante en que deslizó la bolsa en el bolsillo de su chaqueta.

Pero el corazón le latía con fuerza.

«Esto no irá todavía a los Hermanos Silenciosos —pensó—. No hasta que vea qué puede hacer esa runa con ello».

—¿Hablarás con Magnus? —le preguntó Catarina—. Cuéntale que le he enseñado a tu madre lo que quería ver.

Clary asintió de manera mecánica. De pronto lo único que deseaba era salir de allí, salir de aquella sala con luz amarilla, alejarse del olor a muerte y de aquel diminuto cuerpo profanado que yacía inmóvil sobre la camilla. Pensó en su madre, en que cada año, cuando se cumplía la fecha del nacimiento de Jonathan, sacaba aquella caja y lloraba contemplando su mechón de pelo, lloraba por el hijo que debería haber tenido y que fue sustituido por una cosa como aquélla.

«No creo que fuera precisamente esto lo que quería ver —pensó Clary—. Creo que esperaba que esto fuera imposible».

—Por supuesto —fue en cambio lo que dijo—. Se lo diré.

El Alto Bar era el típico antro de jazz situado bajo el paso elevado de la línea de tren que enlazaba Brooklyn con Queens, en Greenpoint. Pero los jueves por la noche estaba abierto para gente de cualquier edad, y Eric era amigo del propietario. Ése era el motivo por el que la banda de Simon podía tocar allí prácticamente todos los jueves que les apeteciera, por mucho que fueran cambiando el nombre del grupo y no consiguieran atraer a mucho público.

Kyle y los demás miembros del grupo habían subido ya al escenario y estaban montando el equipo y verificando los últimos detalles. Simon había accedido a quedarse entre bambalinas hasta que empezara el concierto, aliviando con su decisión el estrés que sufría Kyle. En aquel momento, Simon asomaba la nariz entre la polvorienta cortina de terciopelo del telón, tratando de ver un poco qué pasaba fuera.

El interior del bar lucía la que en su día fuera una decoración a la última, con el techo y las paredes recubiertas de contrachapado de metal plateado, un recordatorio de la antigua taberna clandestina que había sido, y un cristal esmerilado con motivos art deco detrás de la barra. Aunque estaba mucho más cochambroso ahora que cuando lo inauguraron: las paredes se encontraban llenas de manchas de humo que no se iban de ninguna manera, y el suelo estaba cubierto de serrín, aglomerado en zonas como resultado del derramamiento de cerveza y de otras cosas peores.

Hay que decir, en el lado positivo, que las mesas que flanqueaban las paredes estaban prácticamente llenas. Simon vio a Isabelle sentada sola a una mesa, con un vestido corto de una tela plateada que parecía metálica y recordaba una cota de malla, y sus botas de pisotear demonios. Con la ayuda de palillos plateados, se había recogido el pelo en un moño suelto. Simon sabía que aquellos palillos estaban afiladísimos y eran capaces de rasgar el metal e incluso el hueso. Llevaba los labios pintados de rojo, un tono que le recordaba la sangre fresca.

«Domínate —se dijo Simon—. Deja ya de pensar en sangre».

Había otras mesas ocupadas por amigos de los diversos miembros de la banda. Blythe y Kate, novias respectivamente de Kirk y de Matt, se habían sentado juntas a una mesa y compartían un plato de nachos de aspecto ceniciento. Eric tenía diversas novias repartidas en distintas mesas de la sala, y la mayoría de sus amigos del colegio estaban también presentes, haciendo que el local se viese así mucho más lleno. Sentada en un rincón, sola en una mesa, estaba Maureen, la única fan de Simon, una chica rubia y menuda con aspecto de niña abandonada que decía tener dieciséis años, pero que parecía que tuviera doce. Simon se imaginaba que tendría unos catorce. Cuando le vio asomar la cabeza por detrás del telón, la niña lo saludó con la mano y le sonrió con entusiasmo.

Simon escondió la cabeza como una tortuga y cerró en seguida la cortina.

—Oye, tú —dijo Jace, que estaba sentado encima de un altavoz, mirando su teléfono móvil—. ¿Quieres ver una foto de Alec y de Magnus en Berlín?

—La verdad es que no —respondió Simon.

—Magnus lleva esos pantalones de cuero típicos que se llaman lederhosen.

—Aun así, no, gracias.

Jace se guardó el teléfono en el bolsillo y miró a Simon, confuso.

—¿Estás bien?

—Sí —dijo Simon, pero no lo estaba. Se sentía mareado, con náuseas y tenso, algo que achacaba a la presión y a la preocupación por lo que pudiera suceder aquella noche. Y tampoco ayudaba en nada el hecho de que no hubiera comido; tendría que enfrentarse tarde o temprano a su situación. Le habría gustado que Clary hubiese acudido, pero sabía que no podía. Tenía no sé qué asunto relacionado con el pastel de la boda y ya le había dicho hacía días que no podría asistir. Se lo había comentado a Jace antes de llegar. Y Jace se había mostrado tristemente aliviado por un lado, y decepcionado por el otro, todo a la vez, algo impresionante.

—Atención, atención —dijo Kyle, asomando la cabeza por la cortina—. Estamos a punto de empezar. —Miró a Simon—. ¿Estás seguro de lo que vamos a hacer?

Simon miró primero a Kyle y luego a Jace.

—¿Sabíais que vais conjuntados?

Ambos se miraron, primero a ellos mismos y a continuación el uno al otro. Los dos iban vestidos con pantalón vaquero y camiseta negra de manga larga. Jace tiró de su camiseta con cierto sentido del ridículo.

—Se la he pedido prestada a Kyle. La otra estaba un poco asquerosa.

—¿Ahora os intercambiáis hasta la ropa? Eso es lo que hacen los mejores amigos.

—¿Te sientes marginado? —dijo Kyle—. Si quieres te presto también una camiseta negra.

Simon no declaró lo evidente, que era que nada que le fuera bien de talla a Kyle o a Jace podía encajar en su flacucho cuerpo.

—Siempre y cuando cada uno lleve sus propios pantalones…

—Veo que llego en un momento fascinante de la conversación. —Eric asomó la cabeza por la cortina—. Vamos. Es hora de empezar.

Cuando Kyle y Simon se encaminaron al escenario, Jace se levantó. Debajo de su camiseta prestada, Simon vislumbró el filo brillante de una daga.

—Si te parten una pierna allá arriba —dijo Jace con una sonrisa maliciosa—, yo iré corriendo a partir unas cuantas más.

Supuestamente, Raphael tenía que llegar al anochecer, pero les hizo esperar casi tres horas antes de que su Proyección apareciera en la biblioteca del Instituto.

«Política de vampiros», pensó Luke escuetamente. El jefe del clan de vampiros de Nueva York acudía, si debía hacerlo, cuando los cazadores de sombras lo llamaban; pero sin que lo convocaran, y sin puntualidad. Luke había matado el tiempo durante las últimas horas repasando varios libros de la biblioteca; Maryse no tenía ganas de hablar y había estado prácticamente todo el rato mirando por la ventana, bebiendo vino tinto en una copa de cristal tallado y distrayéndose observando el ir y venir del tráfico por York Avenue.

Maryse se volvió en cuanto apareció Raphael, como una tiza blanca dibujando su trazo en la oscuridad. Primero se hizo visible la palidez de su cara y de sus manos, y después la oscuridad de sus ropajes y su cabello. Finalmente apareció, al completo, una Proyección de aspecto sólido. Vio que Maryse corría hacia él y dijo:

—¿Me has llamado, cazadora de sombras? —Se volvió entonces, repasando a Luke con la mirada—. Veo que te acompaña el lobo humano. ¿He sido convocado para una especie de Consejo?

—No exactamente. —Maryse dejó la copa sobre una mesa—. ¿Te has enterado de las recientes muertes, Raphael? ¿De los cadáveres de cazadores de sombras que han sido encontrados?

Raphael enarcó sus expresivas cejas.

—Sí. Pero no le di importancia. Es un asunto que no tiene nada que ver con mi clan.

—Encontraron un cuerpo en territorio de los brujos, otro en territorio de los lobos y otro en territorio de las hadas —dijo Luke—. Me imagino que vosotros seréis los siguientes. Parece un claro intento de fomentar la discordia entre los subterráneos. Estoy aquí de buena fe, para demostrarte que no creo que seas el responsable, Raphael.

—Qué alivio —dijo Raphael, pero sus ojos eran oscuros y estaban en pleno estado de alerta—. ¿Acaso algo sugiere que pudiera serlo?

—Uno de los muertos logró decirnos quién lo atacó —dijo Maryse con cautela—. Antes de… morir… nos comunicó que la persona responsable era Camille.

—Camille. —La voz de Raphael sonó cautelosa, pero su expresión, antes de reconducirla a la impasibilidad, fue de efímera conmoción—. Eso es imposible.

—¿Por qué es imposible, Raphael? —preguntó Luke—. Es la jefa de tu clan. Es muy poderosa y la fama de crueldad la precede. Y por lo que parece ha desaparecido. No se desplazó a Idris para combatir a tu lado en la guerra. Nunca mostró su conformidad con los nuevos Acuerdos. Ningún cazador de sombras la ha visto ni ha oído hablar de ella desde hace meses… hasta ahora.

Raphael no dijo nada.

—Aquí pasa algo —dijo Maryse—. Queríamos darte la oportunidad de que te explicaras antes de mencionarle a la Clave la implicación de Camille. Es una muestra de buena fe por nuestra parte.

—Sí —dijo Raphael—. Sí, veo que es una muestra.

—Raphael —dijo Luke, con amabilidad—. No tienes por qué protegerla. Si la aprecias…

—¿Apreciarla? —Raphael se volvió y escupió, por mucha Proyección que fuera, más por el espectáculo que por otra cosa—. La odio. La desprecio. Cada noche, cuando me levanto, deseo su muerte.

—Oh —dijo Maryse con delicadeza—. En este caso, quizá…

—Nos lideró durante años —dijo Raphael—. Era la jefa del clan cuando me convertí en vampiro, y de eso hace ya cincuenta años. Venía de Londres. Era una desconocida en la ciudad, pero lo bastante cruel como para escalar hasta el puesto de jefe del clan de Manhattan en cuestión de pocos meses. El año pasado me convertí en su segundo de a bordo. Después, hará cuestión de meses, descubrí que había estado matando a humanos. Matándolos por pura diversión, y bebiendo su sangre. Quebrantando la Ley. Sucede a veces. Los vampiros se vuelven malvados y no se puede hacer nada para detenerlos. Pero que le suceda eso a un jefe de clan… cuando supuestamente tienen que ser los mejores. —Permanecía inmóvil, con los oscuros ojos introspectivos, perdido en sus recuerdos—. No somos como los lobos, esos salvajes. Nosotros no matamos a nuestro líder para sustituirlo por otro. Para un vampiro, levantar la mano contra otro vampiro es el peor de los crímenes, por mucho que ese vampiro haya quebrantado la Ley. Y Camille tiene muchos aliados, muchos seguidores. No podía correr el riesgo de acabar con ella. Lo que hice, en cambio, fue abordarla y decirle que tenía que abandonarnos, marcharse, porque de lo contrario yo pensaba acudir a la Clave. No quería hacerlo, claro está, porque sabía que si se descubría todo, sería la perdición para el clan. Desconfiarían de nosotros, nos investigarían. Nos veríamos avergonzados y humillados delante de otros clanes.

Maryse emitió un bufido de impaciencia.

—Hay cosas más importantes que la deshonra.

—Cuando eres vampiro, puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. —Raphael bajó la voz—. Aposté porque me vería capaz de hacerlo, y lo hizo. Accedió a marcharse. La mandé lejos, pero dejó atrás un enigma. Yo no podía ocupar su puesto, porque ella no había abdicado. Y tampoco podía explicar su partida sin revelar por qué lo había hecho. Tuve que plantearlo como una ausencia prolongada, una necesidad de viajar. La inquietud viajera es bastante común entre los de nuestra especie; aparece de vez en cuando. Cuando puedes vivir eternamente, permanecer siempre en un mismo lugar puede acabar convirtiéndose en una cárcel después de muchos años.

—¿Y cuánto tiempo creías que podrías mantener ese engaño? —preguntó Luke.

—El máximo posible —respondió Raphael—. Hasta ahora, por lo que parece. —Apartó la vista y miró hacia la ventana, contemplando la brillante noche a través de ella.

Luke se apoyó en una de las estanterías. Le hizo gracia cuando se fijó que había elegido apoyarse precisamente en la sección dedicada a los cambiantes, llena de libros sobre seres lobo, naga, kitsunes y selkies.

—Te interesará saber que ella anda contando más o menos la misma historia sobre ti —dijo, evitando mencionar a quién se lo había contado.

—Tenía entendido que se había marchado de la ciudad.

—Tal vez lo hiciera, pero ha regresado —dijo Maryse—. Y por lo que parece, la sangre humana ya no basta para satisfacerla.

—No sé qué deciros —dijo Raphael—. Yo intentaba proteger a mi clan. Si la Ley decide castigarme, aceptaré el castigo.

—No estamos interesados en castigarte, Raphael —dijo Luke—. No, a menos que te niegues a cooperar.

Raphael se volvió hacia ellos, con los ojos encendidos.

—¿Cooperar en qué?

—Nos gustaría capturar a Camille. Viva —dijo Maryse—. Queremos interrogarla. Necesitamos saber por qué anda matando a cazadores de sombras… y a esos cazadores de sombras en particular.

—Si de verdad esperáis conseguirlo, confío en que hayáis urdido un plan muy inteligente. —Raphael empleó un tono que era una mezcla de diversión y burla—. Camille es astuta incluso para los nuestros, y eso que somos tremendamente astutos.

—Tengo un plan —dijo Luke—. Tiene que ver con el vampiro diurno, Simon Lewis.

Raphael hizo una mueca.

—No me gusta ese chico —dijo—. Preferiría no formar parte de un plan que se basa en su implicación.

—Bien —dijo Luke—, no es tan malo para ti.

«Estúpida —pensó Clary—. Eres una estúpida por no haber cogido un paraguas».

La llovizna que le había anunciado su madre por la mañana se había convertido ya en un buen aguacero cuando llegó al Alto Bar de Lorimer Street. Se abrió pasó entre el corrillo de gente que estaba fumando en la acera y se sumergió agradecida en el calor seco del interior del bar.

La Pelusa del Milenio estaba ya en el escenario, los chicos pasándoselo pipa con sus instrumentos, Kyle, delante de ellos, gruñéndole de forma sexy al micrófono. Clary experimentó un instante de satisfacción. Era en gran parte gracias a ella que habían contratado a Kyle y la verdad era que lo hacía bien.

Miró a su alrededor, esperando ver a Maia o a Isabelle. Sabía que las dos no coincidirían, pues Simon ya se cuidaba de invitarlas alternando las actuaciones. Su mirada fue a parar a una figura delgada de pelo negro, y se acercó a aquella mesa para detenerse a medio camino. No era Isabelle, sino una mujer mucho mayor, con los ojos fuertemente perfilados en negro. Iba vestida con un traje chaqueta y leía un periódico, haciendo caso omiso a la música.

—¡Clary! ¡Aquí! —Clary se volvió y vio a la auténtica Isabelle, sentada a una mesa próxima al escenario. Llevaba un vestido que brillaba como un faro plateado; Clary se dirigió hacia allí y se acomodó en la silla situada delante de Izzy—. Por lo que veo, te ha pillado la lluvia —observó Isabelle.

Clary se retiró el pelo mojado de la cara con una sonrisa compungida.

—Cuando apuestas contra la Madre Naturaleza, siempre acabas perdiendo.

Isabelle levantó sus oscuras cejas.

—Creí que no ibas a venir esta noche. Simon ha dicho que tenías que ocuparte de no sé qué asunto de la boda. —Por lo que Clary sabía, a Isabelle no le impresionaban las bodas ni la parafernalia relacionada con el amor romántico.

—Mi madre no se encuentra bien —dijo Clary—. Y ha decidido cambiar la cita.

Era verdad, hasta cierto punto. Cuando llegaron a casa después de su visita al hospital, Jocelyn había ido directamente a su habitación y había cerrado la puerta. Clary, impotente y frustrada, la había oído llorar desde el otro lado de la puerta, pero su madre se había negado a dejarla pasar o a hablar sobre el tema. Al final, Luke había llegado a casa y Clary, agradecida, lo había dejado encargado de velar por su madre. Después, había estado dando vueltas por la ciudad antes de acudir a la actuación del grupo de Simon. Siempre intentaba acudir a sus bolos y, además, pensaba que hablar con él le serviría para sentirse mejor.

—Vaya. —Isabelle no hizo más preguntas. A veces, su ausencia total de interés por los problemas de los demás era casi un alivio—. Estoy segura de que Simon se alegrará de que hayas venido.

Clary echó un vistazo al escenario.

—¿Qué tal ha ido la actuación hasta ahora?

—Bien. —Isabelle estaba masticando la pajita de su bebida, pensativa—. Ése nuevo cantante que tienen está buenísimo. ¿Está soltero? Me encantaría cabalgarlo por la ciudad como un poni malo, muy malo…

—¡Isabelle!

—¿Qué pasa? —Isabelle la miró con un gesto de indiferencia—. Da lo mismo. Simon y yo no mantenemos una relación exclusiva. Ya te lo dije.

Había que reconocer, pensó Clary, que Simon no tenía dónde agarrarse en cuanto a esa situación en concreto. Pero seguía siendo su amigo. Estaba a punto de decir algo en su defensa cuando volvió a mirar de reojo hacia el escenario, y algo le llamó la atención. Una figura conocida que salía de la puerta del escenario. Lo habría reconocido en cualquier parte, en cualquier momento, por oscura que estuviera la sala o por muy inesperado que fuera verlo.

Jace. Iba vestido como un mundano: vaqueros, una camiseta negra ceñida que dejaba entrever el movimiento de los músculos de sus hombros y su espalda. Su pelo brillaba bajo el resplandor de los focos del escenario. Miradas disimuladas se fijaron en él cuando se acercó a la pared para apoyarse en ella. Y allí se quedó, observando con detenimiento la sala. Clary notó que el corazón empezaba a latirle con fuerza. Era como si hiciese una eternidad que no lo veía, aunque sabía que no había pasado más de un día. Pero aun así, al verlo le dio la impresión de estar mirando a alguien lejano, un desconocido. ¿Qué hacía allí? ¡Si Simon no le gustaba en absoluto! Nunca jamás había asistido a un concierto de su grupo.

—¡Clary! —La voz de Isabelle sonó acusadora. Clary se volvió y se dio cuenta de que había golpeado sin querer el vaso de Isabelle y había mojado con agua el precioso vestido plateado de la chica.

Isabelle, cogiendo una servilleta, le lanzó una misteriosa mirada.

—Habla con él —le dijo—. Te mueres por hacerlo.

—Lo siento —dijo Clary.

Isabelle hizo un gesto, como queriendo ahuyentarla.

—Ve.

Clary se levantó y alisó su ropa. De haber sabido que Jace iba a estar allí, se habría puesto algo distinto a unas medias rojas, unas botas y un vestido vintage de Betsey Johnson que había encontrado colgado en un armario trastero de casa de Luke. En su día pensó que los botones verdes en forma de flor que recorrían la parte delantera del vestido de arriba abajo eran chulísimos, pero en aquel momento se sentía simplemente menos arreglada y sofisticada que Isabelle.

Se abrió paso por la pista, que estaba ahora llena de gente bailando o tomando cerveza y moviéndose al ritmo de la música. No pudo evitar recordar la primera vez que vio a Jace. Había sido en una discoteca: lo había visto cruzando la pista, se había fijado en su pelo brillante y en la postura arrogante de sus hombros. Lo había encontrado guapo, pero en absoluto del estilo de chico que a ella le gustaba. No era el tipo de chico con el que saldría, había pensado. Existía como algo aparte de ese mundo.

Jace no se dio cuenta de su presencia hasta que la tuvo casi delante. De cerca, Clary se fijó en que parecía cansado, como si llevase días sin dormir. Tenía la cara tensa de agotamiento, los huesos afilados bajo la piel. Estaba apoyado en la pared, los dedos engarzados en la hebilla del cinturón y sus ojos de color oro claro en estado de alerta.

—Jace —dijo ella.

Jace tuvo un sobresalto y se volvió para mirarla. Por un momento, su mirada se iluminó como siempre que la veía, y ella sintió en su pecho una oleada de esperanza.

Pero casi al instante, aquella luz se apagó y el poco color que le quedaba se esfumó de su cara.

—Creía… Simon ha dicho que no vendrías.

Clary sintió náuseas y extendió el brazo para sujetarse a la pared.

—¿De modo que has venido porque pensabas que no me encontrarías aquí?

Él negó con la cabeza.

—Yo…

—¿Tenías pensado volver a hablarme? —Clary se dio cuenta de que alzaba la voz, y con un tremendo esfuerzo se obligó a bajar de nuevo el volumen. Notaba las manos tensas en los costados, las uñas clavándosele en las palmas—. Si piensas cortar, lo mínimo que podrías hacer es decírmelo, no limitarte a no dirigirme más la palabra para que yo solita me haga a la idea.

—¿Por qué todo el mundo no para de preguntarme si voy a cortar contigo? Primero Simon, y ahora…

—¿Que has hablado con Simon sobre nosotros? —Clary negó con la cabeza—. ¿Por qué? ¿Por qué no lo hablas conmigo?

—Porque no puedo hablar contigo —dijo Jace—. No puedo hablar contigo, no puedo estar contigo, ni siquiera puedo mirarte.

Clary cogió aire; fue como respirar ácido de batería.

—¿Qué?

Jace se había dado cuenta de lo que acababa de decir y cayó en un atónito silencio. Por un momento, se limitaron a mirarse. Y después, Clary dio media vuelta y desapareció entre el gentío, abriéndose paso a codazos entre la multitud, sin ver nada y con el único propósito de llegar a la puerta lo más rápidamente posible.

—Y ahora —gritó Eric al micrófono—, vamos a interpretar una nueva canción, un tema que acabamos de componer. Está dedicado a mi novia. Llevamos saliendo tres semanas y, joder… nuestro amor es verdadero. Vamos a estar juntos eternamente, pequeña. Se titula: Voy a darte como a la batería.

Hubo risas y aplausos del público y la música empezó a sonar, aunque Simon no estaba seguro del todo de si Eric era consciente de que creían que bromeaba, cuando no era así. Eric siempre se enamoraba perdidamente de cualquier chica con la que empezaba a salir, y siempre les escribía también una canción. En condiciones normales, a Simon le hubiera dado lo mismo un bis, pero esta vez confiaba en terminar después de la canción anterior. Se encontraba peor que nunca: mareado, pegajoso y empapado de sudor, con un sabor metálico en la boca, como a sangre pasada.

La música explotaba a su alrededor, era como si le clavaran uñas en los tímpanos. Sus dedos se deslizaban sobre las cuerdas mientras tocaba, y vio que Kyle lo miraba con perplejidad. Se obligó a centrarse, a concentrarse, pero era como tratar de poner en marcha un coche sin batería. En su cabeza había un sonido rechinante y vacío, pero no saltaba la chispa.

Observó el local, buscando —sin saber muy bien por qué— a Isabelle, pero lo único que veía era un mar de caras blancas vueltas hacia él, y recordó su primera noche en el Dumont y las caras de los vampiros mirándolo, como flores de papel blanco desplegándose sobre un oscuro vacío. Sintió una oleada de náuseas descontrolada, dolorosa. Se tambaleó hacia atrás, y sus manos se desprendieron de la guitarra. Era como si el suelo bajo sus pies no cesara de moverse. Los demás miembros de la banda, atrapados por la música, no se daban cuenta de nada. Simon se pasó la correa de la guitarra por el hombro para quitársela y pasó junto a Matt en dirección a la cortina del fondo del escenario, desapareciendo justo a tiempo de poder caer de rodillas y tener una arcada.

No salió nada. Sentía un enorme vacío en el estómago. Se incorporó y se apoyó en la pared, acercándose las heladas manos a la cara. Llevaba semanas sin sentir ni frío ni calor, pero en aquel momento era como si tuviera fiebre… y miedo. ¿Qué le pasaba?

Recordó a Jace diciéndole: «Eres un vampiro. Para ti, la sangre no es como comida. La sangre es… sangre». ¿Sería el no haber comido el origen de todo aquello? No tenía hambre, ni siquiera sed, en realidad. Pero se sentía enfermo como si se estuviese muriendo. Tal vez lo habían envenenado. ¿Y si la Marca de Caín no lo protegía contra ese tipo de cosas?

Avanzó poco a poco hacia la salida de incendios que daba a la calle de la parte de atrás del local. Quizá el aire fresco lo ayudara a aclararse un poco las ideas. Quizá era simplemente cuestión de agotamiento y nervios.

—¿Simon? —dijo una vocecita, como el gorjeo de un pájaro. Bajó la vista con pavor y vio a Maureen, que le llegaba a la altura del codo. De cerca, parecía aún más diminuta: huesecillos de pajarito y abundante melena rubia que asomaba por debajo de un sombrerito rosa de lana. Llevaba unos guantes largos a rayas, con todos los colores del arco iris, y una camiseta blanca de manga corta estampada con un personaje de la serie de dibujos animados Tarta de Fresa. Simon refunfuñó para sus adentros.

—No es buen momento, de verdad —dijo.

—Sólo quiero hacerte una fotografía con la cámara del móvil —dijo ella, recogiéndose con nerviosismo el pelo detrás de las orejas—. Para poder enseñársela a mis amigas, ¿te parece bien?

—De acuerdo. —El corazón le latía con fuerza. Aquello era ridículo. Las fans no le sobraban, precisamente. Maureen era, en el sentido más literal, la única fan del grupo, que él supiera, y era además, amiga de la prima de Eric. No podía permitirse pasar de ella—. Adelante. Hazla.

Levantó ella el teléfono y pulsó la tecla, pero a continuación hizo una mueca.

—¿Una de los dos juntos? —Se colocó rápidamente a su lado, presionándose contra él. Olía a pintalabios de fresa y, por debajo de eso, olía a sudor salado y al aroma más salado si cabe de la sangre humana. La chiquilla lo miró, sujetando en alto el teléfono con la mano que le quedaba libre, y sonrió. Tenía los dientes de arriba separados, y una vena azul en el cuello. Que latía cuando respiraba.

—Sonríe —dijo Maureen.

Simon sintió sendas sacudidas de dolor cuando sus colmillos asomaron, clavándosele en el labio. Escuchó el grito sofocado de Maureen y el teléfono salió volando cuando la agarró y la hizo girar hacia él para hundirle los caninos en el cuello.

La sangre explotó en su boca, un sabor sin igual. Era como si le hubiese faltado el aire y estuviese respirando por fin, inhalando gigantescas boqueadas de oxígeno frío y puro. Maureen se debatía entre sus brazos y lo empujaba para liberarse, pero él apenas se daba cuenta. Ni siquiera se dio cuenta cuando se quedó flácida, con el peso de su cabeza arrastrándolo hacia el suelo hasta quedarse él encima de ella, sujetándola por los hombros, apretándola y soltándola mientras seguía bebiendo.

«Nunca te has alimentado de un humano, ¿verdad? —le había dicho Camille—. Lo harás. Y en cuanto lo hagas, ya no podrás olvidarlo».