DESPERTAD A LOS MUERTOS
La habitación de Jace estaba tan aseada como siempre: la cama perfectamente hecha, los libros de las estanterías dispuestos en orden alfabético, notas y libros de texto cuidadosamente apilados sobre el escritorio. Incluso las armas, apoyadas contra la pared, estaban ordenadas por tamaño, desde un sable imponente hasta un pequeño conjunto de dagas.
Clary, en el umbral de la puerta, contuvo un suspiro. La pulcritud estaba muy bien. Se había acostumbrado ya a ella. Era, siempre había pensado, el modo que tenía Jace de controlar los elementos de una vida que, de lo contrario, estaría dominada por el caos. Había vivido tanto tiempo sin saber quién —o incluso qué— era en realidad, que no podía tomarse a mal que dispusiera en meticuloso orden alfabético su colección de poesía.
Pero podía tomarse a mal —y se lo tomaba a mal— el hecho de que él no estuviese allí. Si al salir de la tienda de vestidos de novia no había regresado a casa, ¿adonde había ido? Una sensación de irrealidad se apoderó de ella a medida que observaba la habitación. Era imposible que aquello estuviera pasando, o eso creía. Sabía cómo iba lo de las rupturas porque había oído a otras chicas quejarse al respecto. Primero la separación, el rechazo gradual a devolver las notas o las llamadas. Los mensajes vagos diciendo que nada iba mal, que su pareja sólo quería un poco más de espacio personal. Después el discurso de «No eres tú, soy yo». Y finalmente las lágrimas.
Nunca había pensado que nada de todo aquello pudiera aplicarse a ella y a Jace. Lo suyo no era normal, ni estaba sujeto a las reglas normales de las relaciones y las rupturas. Se pertenecían por completo el uno al otro, y siempre sería así, y eso era todo.
Pero ¿y si todo el mundo pensaba lo mismo? ¿Hasta el momento en que caían en la cuenta de que eran iguales que los demás y todo lo que creían real se hacía añicos?
Un resplandor plateado llamó su atención. Era la caja que Amatis le había entregado a Jace, decorada con su delicado dibujo con motivos de aves. Clary sabía que Jace había estado examinando su contenido, leyendo poco a poco las cartas, repasando notas y fotografías. No le había comentado mucho al respecto y ella tampoco había querido preguntar. Sabía que los sentimientos que albergaba hacia su padre biológico eran algo con lo que sólo él mismo tendría que hacer las paces.
Pero se sintió atraída hacia la caja. Recordó a Jace en Idris, sentado en la escalinata de acceso al Salón de los Acuerdos, con la caja en su regazo. «Si pudiera dejar de amarte», le había dicho. Acarició la tapa de la caja y sus dedos localizaron el cierre, que se abrió sin dificultad. En su interior había papeles, fotografías antiguas. Sacó una y se quedó mirándola, fascinada. En la fotografía aparecían dos personas, una mujer y un hombre jóvenes. Reconoció de inmediato a la mujer como la hermana de Luke, Amatis. La chica contemplaba al joven irradiando la luz del primer amor. El chico era guapo, alto y rubio, aunque sus ojos eran azules, no dorados, y sus facciones, menos angulosas que las de Jace… pero aun así, saber quién era —el padre de Jace— le produjo a Clary un nudo en el estómago.
Dejó rápidamente la fotografía de Stephen Herondale y estuvo a punto de cortarse el dedo con la hoja de un fino cuchillo de caza que estaba cruzado en el interior de la caja. Su empuñadura estaba decorada con motivos de aves. La hoja estaba manchada de óxido, o de lo que parecía óxido. No debieron de limpiarla bien. Cerró en seguida la caja y se fue; un sentimiento de culpa pesaba sobre sus hombros.
Había pensado en dejar una nota, pero, después de decidir que sería mejor esperar a poder hablar con Jace en persona, cerró la puerta y recorrió el pasillo hasta llegar al ascensor. Antes había llamado a la puerta de la habitación de Isabelle, pero al parecer tampoco ella estaba en casa. Incluso las antorchas de luz mágica de los pasillos parecían alumbrar menos de lo habitual. Tremendamente deprimida, Clary fue a pulsar el botón del ascensor, y se dio cuenta entonces de que estaba iluminado. Alguien subía al Instituto desde la planta baja.
«Jace», pensó de inmediato, y su pulso se aceleró. Pero, naturalmente, no podía ser él. Sería Izzy, o Maryse, o…
—¿Luke? —dijo sorprendida en cuanto se abrió la puerta del ascensor—. ¿Qué haces aquí?
—Lo mismo podría preguntarte yo. —Salió del ascensor y cerró la puerta a sus espaldas. Llevaba una chaqueta de franela forrada de borrego que Jocelyn había estado intentando que tirara desde que empezaron a salir. Estaba bien, pensaba Clary, que Luke no cambiara prácticamente en nada, pasara lo que pasara en su vida. Le gustaba lo que le gustaba, y eso era todo. Aunque fuera aquella vieja chaqueta de aspecto andrajoso—. Pero creo que ya sé la respuesta. ¿Está por aquí?
—¿Jace? No. —Clary se encogió de hombros, tratando de no revelar su preocupación—. No pasa nada. Ya nos veremos mañana.
Luke dudó un momento.
—Clary…
—Lucian. —La gélida voz que se oyó a sus espaldas pertenecía a Maryse—. Gracias por venir tan rápidamente.
Luke se volvió para saludarla.
—Maryse.
Maryse Lightwood acababa de aparecer en el umbral de la puerta, con la mano apoyada en el marco. Llevaba guantes, unos guantes de color gris claro a conjunto con su traje chaqueta gris. Clary se preguntó si Maryse tendría pantalones vaqueros. Nunca había visto a la madre de Isabelle y de Alec vestida con otra cosa que no fueran trajes chaqueta o ropa formal.
Clary notó que se le subían los colores. A Maryse no parecían importarle sus idas y venidas, aunque en realidad Maryse nunca había reconocido la relación de Clary con Jace. Resultaba difícil culparla de ello. Maryse estaba tratando aún de superar la muerte de Max, que se había producido hacía únicamente seis semanas, y lo estaba haciendo sola, mientras Robert Lightwood seguía en Idris. Tenía en la cabeza cosas más importantes que la vida amorosa de Jace.
—Yo ya me iba —dijo Clary.
—Te acompañaré a casa en coche cuando haya acabado aquí —dijo Luke, posando la mano en su hombro—. Maryse, ¿algún problema si Clary se queda con nosotros mientras hablamos? Porque preferiría que se esperase.
Maryse negó con la cabeza.
—Ningún problema, supongo. —Suspiró, pasándose las manos por el cabello—. Créeme, no me apetecía en absoluto molestarte. Sé que en una semana te casas… Felicidades, por cierto. No sé si te había felicitado ya.
—No lo habías hecho —dijo Luke—, y te lo agradezco. Muchas gracias.
—Sólo seis semanas. —Maryse esbozó una débil sonrisa—. Un noviazgo fugaz.
La mano de Luke se tensó sobre el hombro de Clary, la única muestra de su desazón.
—Me imagino que no me has hecho venir hasta aquí para felicitarme por mi compromiso, ¿verdad?
Maryse negó con la cabeza. Parecía muy cansada, pensó Clary, y su pelo negro, recogido en un moño alto, mostraba matices grises que nunca antes le había visto.
—No. Supongo que te has enterado de lo de los cuerpos que han encontrado a lo largo de la última semana, ¿verdad?
—Los de los cazadores de sombras muertos, sí.
—Ésta noche hemos encontrado otro. En el interior de un contenedor de basura cerca de Columbus Park. El territorio de tu manada.
Luke enarcó las cejas.
—Sí, pero los demás…
—El primer cuerpo fue encontrado en Greenpoint. Territorio de los brujos. El segundo flotando en un estanque de Central Park. Dominio de los brujos clarividentes. Ahora en el territorio de los lobos. —Miró fijamente a Luke—. ¿Qué te hace pensar todo esto?
—Que alguien que no está muy satisfecho con los nuevos Acuerdos intenta fomentar la discordia entre los subterráneos —respondió Luke—. Te aseguro que mi manada no ha tenido nada que ver con esto. No sé quién anda detrás del tema, pero es una burda patraña, si quieres conocer mi opinión. Confío en que la Clave lo solucione y termine con ello.
—Y hay más —dijo Maryse—. Ya hemos identificado los dos primeros cadáveres. Ha llevado su tiempo, pues el primero estaba tan quemado que resultaba casi imposible reconocerlo y el segundo estaba en avanzado estado de descomposición. ¿Adivinas quiénes eran?
—Maryse…
—Anson Pangborn —dijo ella— y Charles Freeman. De los cuales, debería destacar, no habíamos oído hablar desde la muerte de Valentine…
—Pero es imposible —la interrumpió Clary—. Luke mató a Pangborn en agosto… en casa de Renwick.
—Mató a Emil Pangborn —dijo Maryse—. Anson era el hermano menor de Emil. Ambos estaban juntos en el Círculo.
—Igual que Freeman —dijo Luke—. ¿Así que alguien anda matando no sólo a cazadores de sombras, sino además a antiguos miembros del Círculo? ¿Y abandona sus cuerpos en territorio de los subterráneos? —Movió la cabeza de un lado a otro—. Es como si alguien estuviera tratando de reorganizar a algunos de los… miembros más recalcitrantes de la Clave. Para que se replanteen los nuevos Acuerdos, quizá. Deberíamos haberlo previsto.
—Me imagino —dijo Maryse—. Ya me he reunido con la reina seelie y le he enviado un mensaje a Magnus. Dondequiera que esté. —Puso los ojos en blanco; de un modo sorprendente, Maryse y Robert habían aceptado con mucha elegancia la relación de Alec con Magnus, pero Clary sabía que Maryse, al menos, no se la tomaba muy en serio—. Sólo pensaba que tal vez… —Suspiró—. Estoy agotada últimamente. Tengo la sensación de que ni siquiera soy capaz de pensar. Confiaba en que tuvieras alguna idea acerca de quién podría ser el autor de todo esto, alguna idea que no se me haya ocurrido aún a mí.
Luke negó con la cabeza.
—Alguien que le guarde rencor al nuevo sistema. Pero podría tratarse de cualquiera. Me imagino que en los cuerpos no se ha encontrado ningún tipo de pista…
Maryse suspiró.
—Nada concluyente. Ojalá los muertos pudieran hablar, ¿verdad, Lucian?
Fue como si Maryse hubiera levantado una mano y corrido una cortina delante de la visión de Clary; todo se volvió oscuro, excepto un único símbolo, que destacó como un cartel luminoso en un negro cielo nocturno.
Por lo que parecía, su poder no había desaparecido.
—Y si… —dijo lentamente, levantando la vista para mirar a Maryse—. ¿Y si pudieran hacerlo?
Mientras se miraba en el espejo del baño del pequeño apartamento de Kyle, Simon no pudo evitar preguntarse de dónde había salido aquel rollo de que los vampiros no podían verse reflejados en los espejos. Él se veía a la perfección en la superficie abombada: pelo castaño alborotado, grandes ojos marrones, piel blanca y sin cicatrices. Se había limpiado la sangre del corte en el labio, aunque la herida había cicatrizado ya por completo.
Sabía, objetivamente, que convertirse en vampiro lo había hecho más atractivo. Isabelle le había explicado que sus movimientos se habían vuelto elegantes y que eso hacía que lo que antes parecía despeinado, resultara ahora atractivamente desgreñado, como si acabara de salir de la cama. «De la cama de otra», había destacado ella, un detalle que, Simon le dijo, ya había entendido, gracias.
Pero cuando él se miraba no veía nada en absoluto de todo aquello. La transparente blancura de su piel le disgustaba, como había sucedido siempre, igual que las venitas oscuras que se formaban como arañas en sus sienes, una consecuencia más de no haber comido. Se veía extraño y distinto a sí mismo. Tal vez el rollo ese de que cuando te convertías en vampiro no podías verte en el espejo no fuera más que una vana ilusión. Tal vez fuera simplemente que dejabas de reconocer el reflejo que tenías enfrente.
Una vez aseado, volvió a la sala de estar, donde Jace estaba acostado en el sofá leyendo un maltrecho ejemplar de El señor de los anillos que pertenecía a Kyle. Lo dejó en la mesita en cuanto entró Simon. Volvía a tener el pelo mojado, como si se hubiera acercado al fregadero de la cocina para lavarse la cara.
—Entiendo que te guste estar aquí —dijo, moviendo el brazo para hacer un gesto con el que abarcar la colección de pósters de películas y libros de ciencia ficción de Kyle—. Se ve una fina capa de gilipollez cubriéndolo todo.
—Gracias, te lo agradezco. —Simon le lanzó una mirada a Jace. De cerca, bajo la luz intensa de la bombilla pelada del techo, Jace parecía… enfermo. Las ojeras que Simon había visto bajo sus ojos eran mucho más pronunciadas y tenía la piel tirante sobre los huesos. Observó además que le temblaba un poco la mano cuando se apartó el pelo de la frente, en un gesto típico de él.
Simon sacudió la cabeza como si con ello pretendiera despejar sus ideas. ¿Desde cuándo conocía tan bien a Jace como para identificar qué gestos eran típicos de él? No eran precisamente amigos.
—Tienes una pinta horrible —dijo.
Jace pestañeó.
—Me parece un momento curioso para iniciar un concurso de insultos, pero si insistes, seguramente se me ocurrirá algo mejor.
—No, lo digo en serio. No tienes buen aspecto.
—Y esto me lo dice un tipo que tiene el sex-appeal de un pingüino. Mira, soy consciente de que tal vez sientes celos porque el Señor no te trató con la mano de escultor con la que me trató a mí, pero eso no es motivo para que…
—No pretendo insultarte —le espetó Simon—. Te lo digo en serio: pareces enfermo. ¿Cuánto hace que no comes nada?
Jace se quedó pensativo.
—¿Desde ayer?
—¿Estás seguro?
Jace se encogió de hombros.
—Bueno, no lo juraría sobre un montón de Biblias, pero creo que fue ayer.
Simon había inspeccionado el contenido de la nevera de Kyle cuando examinó el apartamento y había poca cosa que ver. En la nevera sólo había una lima seca, algunas latas de refresco, carne de ternera picada e, inexplicablemente, un único Pop Tart. Cogió las llaves que había dejado encima del mostrador de la cocina.
—Vamos —dijo—. En la esquina hay un supermercado. Iremos a comprar comida.
Jace puso cara de ir a llevarle la contraria, pero se encogió de hombros.
—De acuerdo —dijo, con ese tono que emplea aquel a quien no le importa adónde ir o adónde lo lleven—. Vámonos.
Ya en la escalera exterior, Simon cerró la puerta con las llaves a las que aún estaba acostumbrándose, mientras Jace examinaba la lista de nombres correspondientes en los timbres de los distintos pisos.
—Ése es el tuyo, ¿no? —preguntó, señalando el 3A—. ¿Cómo es que sólo pone «Kyle»? ¿Acaso no tiene apellido?
—Kyle quiere ser una estrella de rock —dijo Simon, bajando ya la escalera—. Creo que le gusta eso de darse a conocer sólo con el nombre. Como Rihanna.
Jace lo siguió, encorvando un poco la espalda para protegerse del viento, aunque no hizo el menor movimiento para subirse la cremallera de la chaqueta de ante que le había cogido a Clary.
—No sé de qué me hablas.
—Seguro que no.
Cuando doblaron la esquina de la Avenida B, Simon miró a Jace de reojo.
—Cuéntame —dijo—. ¿Estabas siguiéndome? ¿O ha sido sólo una coincidencia asombrosa que estuvieras por casualidad en el tejado del edificio justo al lado de donde fui atacado?
Jace se detuvo en la esquina, a la espera de que cambiara el semáforo. Por lo que se veía, incluso los cazadores de sombras estaban obligados a obedecer las leyes de tráfico.
—Estaba siguiéndote.
—¿Y ahora viene cuando me cuentas que estás secretamente enamorado de mí? El encanto del vampiro ataca de nuevo.
—Eso del encanto del vampiro no existe —dijo Jace, repitiendo de forma turbadora el anterior comentario de Clary—. Y estaba siguiendo a Clary, pero se metió en un taxi y no puedo seguir los taxis. De modo que di media vuelta y te seguí a ti. Por hacer algo.
—¿Que estabas siguiendo a Clary? —repitió Simon—. Voy a darte un buen consejo: a las chicas no les gusta que las persigan.
—Se había dejado el teléfono en el bolsillo de mi chaqueta —replicó Jace, dando golpecitos al lado derecho de la prenda, donde, supuestamente, seguía el teléfono—. Pensé que si averiguaba adónde iba, podría dejárselo para que lo encontrara.
—O —dijo Simon— podías haberla llamado a casa y decirle que tenías su teléfono y ella habría venido a recogerlo.
Jace no dijo nada. El semáforo se puso verde y cruzaron la calle en dirección al supermercado. Aún estaba abierto. Los supermercados de Manhattan no cerraban nunca, pensó Simon, un buen cambio con respecto a Brooklyn. Manhattan era un buen lugar para un vampiro. Podía hacer las compras por la noche y nadie lo miraba mal.
—Estás evitando a Clary —comentó Simon—. Me imagino que no querrás explicarme por qué.
—No, no quiero —dijo Jace—. Considérate afortunado por haber estado siguiéndote, pues de lo contrario…
—¿De lo contrario, qué? ¿Otro atracador muerto? —Simon captó la amargura de su propia voz—. Ya viste lo que pasó.
—Sí. Y vi tu mirada en ese momento. —El tono de voz de Jace se mantenía neutral—. No era la primera vez que te pasaba, ¿verdad?
Simon se encontró explicándole a Jace lo de la figura en chándal que lo había atacado en Williamsburg y cómo había dado por sentado que se trataba de un simple atracador.
—Una vez muerto, se convirtió en sal —dijo para finalizar—. Igual que el segundo tipo. Supongo que será algo bíblico. Columnas de sal. Como la esposa de Lot.
Habían llegado al supermercado; Jace empujó la puerta para abrirla y Simon lo siguió, después de coger un carrito plateado de la hilera que había junto a la puerta. Lo empujó por uno de los pasillos y Jace siguió sus pasos, perdido en sus pensamientos.
—Me imagino que la pregunta a formular es la siguiente —dijo Jace—: ¿Tienes idea de quién podría querer matarte?
Simon se encogió de hombros. Ver tanta comida le provocaba náuseas y recordaba lo hambriento que estaba, aunque nada de lo que vendían allí saciaría su hambre.
—Quizá Raphael. Parece que me odia. Y ya me quería muerto antes de…
—No es Raphael —dijo Jace.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque Raphael sabe lo de tu Marca y no sería tan estúpido como para atacarte directamente de esa manera. Sabe muy bien lo que sucedería. Quienquiera que te vaya detrás, es alguien que te conoce lo bastante como para saber dónde puedes estar, pero que desconoce la existencia de la Marca.
—De ser así, podría ser cualquiera.
—Exactamente —dijo Jace, y sonrió. Por un momento, casi volvió a ser él.
Simon movió la cabeza de lado a lado.
—Oye, tú, ¿sabes qué quieres comer o simplemente esperas que siga empujando el carrito por los pasillos porque te divierte?
—Eso por un lado —dijo Jace—, y por el otro, es que no conozco muy bien lo que venden en las tiendas de alimentación de los mundanos. Normalmente cocina Maryse o pedimos comida hecha. —Se encogió de hombros y cogió al azar una pieza de fruta—. ¿Esto qué es?
—Un mango. —Simon se quedó mirando a Jace. A veces era como si los cazadores de sombras fueran de otro planeta.
—Me parece que nunca había visto una cosa de éstas sin cortar —reflexionó Jace—. Me gustan los mangos.
Simon cogió el mango y lo puso en el carrito.
—Estupendo. ¿Qué más quieres?
Jace se lo pensó un momento.
—Sopa de tomate —dijo por fin.
—¿Sopa de tomate? ¿Quieres sopa de tomate y un mango para cenar?
Jace hizo un gesto de indiferencia.
—La verdad es que la comida me trae sin cuidado.
—De acuerdo. Lo que tú quieras. Espérame aquí. Vuelvo en seguida.
«Cazadores de sombras», remugó Simon para sus adentros mientras daba la vuelta a la esquina del pasillo de las latas de sopa. Eran como una estrafalaria amalgama de millonarios, gente que nunca tenía que pensar en la parte material de la vida —como hacer la compra o utilizar las máquinas expendedoras de billetes de metro— y soldados además, con una autodisciplina rígida y un entrenamiento constante. Tal vez les resultara más fácil ir por la vida con orejeras, pensó mientras elegía una lata de sopa de la estantería. Tal vez les fuera más útil concentrarse única y exclusivamente en la imagen global, que, cuando su trabajo consistía en tratar de mantener al mundo libre del mal, era una imagen global de tamaño considerable.
De regreso al pasillo donde había dejado a Jace, empezando casi a sentirse comprensivo con su situación, se detuvo en seco. Jace estaba apoyado en el carrito, jugando con algo entre sus manos. De lejos, Simon no podía distinguir qué era, pero tampoco podía acercarse más porque dos adolescentes le bloqueaban el paso, paradas en medio del pasillo riendo y cuchicheando entre ellas como suelen hacer las chicas. Evidentemente, se habían vestido para parecer mayores de veintiún años, con tacones altos, minifalda, sujetadores con relleno y sin chaquetas que las protegieran del frío.
Olían a lápiz de labios. A lápiz de labios, polvos de talco y sangre.
Naturalmente, a pesar de que hablaban bajito, él podía oírlas a la perfección. Estaban hablando de Jace, de lo bueno que estaba, retándose entre ellas a acercarse a hablar con él. Y comentaban acerca de su pelo y también sus abdominales, aunque Simon no lograra entender cómo podían verle los abdominales a través de la camiseta. «Mierda —pensó—. Esto es ridículo». Estaba a punto de pedirles que lo dejaran pasar, cuando una de ellas, la más alta y con el pelo más oscuro de las dos, echó a andar en dirección a Jace, tambaleándose ligeramente sobre sus tacones de plataforma. Jace levantó la vista al notar que se le acercaban y la miró con cautela. De repente, Simon cayó presa del pánico al imaginarse que tal vez Jace la confundía con una vampira o algún tipo de subterráneo y sacaba allá mismo alguno de sus cuchillos serafines y acababan los dos arrestados.
Pero no tendría que haberse preocupado. Jace acababa de levantar una ceja. La chica le dijo algo, casi sin aliento; él se encogió de hombros con un gesto de indiferencia; ella le puso algo en la mano y salió corriendo de nuevo hacia su amiga. Salieron tambaleándose del establecimiento, riendo como tontuelas.
Simon se acercó a Jace y dejó la lata de sopa en el carrito.
—¿De qué iba todo esto?
—Creo —respondió Jace— que me ha preguntado si podía tocar mi mango.
—¿Te ha dicho eso?
Jace se encogió de hombros.
—Sí, y después me ha dado su teléfono. —Con expresión de indiferencia, le enseñó a Simon el papel y lo tiró al carrito—. ¿Nos vamos ya?
—No pensarás llamarla, ¿verdad?
Jace lo miró como si se hubiese vuelto loco.
—Olvida lo que te he dicho —dijo Simon—. Siempre te pasan cosas de éstas, ¿no? ¿Que las chicas te aborden así?
—Sólo cuando no estoy hechizado.
—Sí, porque entonces las chicas no te ven, ya que eres invisible. —Simon movió la cabeza—. Eres una amenaza pública. No deberían dejarte salir solo.
—Los celos son una emoción muy fea, Lewis. —Jace esbozó aquella sonrisa torcida que en condiciones normales habría provocado en Simon el deseo de pegarle. Pero no esta vez. Acababa de ver el objeto con el que estaba jugando Jace, y al que seguía dando vueltas entre sus dedos como si fuera algo precioso, peligroso, o ambas cosas a la vez. Era el teléfono de Clary.
—Sigo sin estar seguro de que sea buena idea —dijo Luke.
Clary, con los brazos cruzados sobre su pecho para resguardarse del frío de la Ciudad Silenciosa, lo miró de reojo.
—Tal vez deberías haber dicho eso antes de venir hasta aquí.
—Estoy seguro de haberlo dicho. Varias veces. —La voz de Luke resonó en los pilares de piedra que se elevaban por encima de sus cabezas, entrelistados con ristras de piedras semipreciosas: ónice negro, jade verde, cornalina rosa y lapislázuli. Las antorchas sujetas a los pilares desprendían luz mágica de color plata, iluminando los mausoleos que flanqueaban las paredes con una claridad blanca que resultaba casi dolorosa de mirar.
La Ciudad Silenciosa había cambiado muy poco desde la última vez que Clary había estado en ella. Seguía resultándole ajena y extraña, aunque ahora las runas que se extendían por los suelos en forma de espirales y dibujos cincelados incitaban su mente con indicios de sus significados en lugar de resultarle totalmente incomprensibles. Después de llegar allí, Maryse había dejado a Clary y a Luke en aquella cámara de recepción, pues prefería conferenciar a solas con los Hermanos Silenciosos. Nada garantizaba que fueran a permitir que los tres vieran los cuerpos, le había advertido Maryse a Clary. Los muertos nefilim caían dentro de la competencia de los guardianes de la Ciudad de Hueso y nadie más tenía jurisdicción sobre ellos.
Aunque pocos guardianes quedaban. Valentine los había matado a casi todos durante su búsqueda de la Espada Mortal, dejando sólo con vida a los pocos que no se encontraban en la Ciudad Silenciosa en aquel momento. Desde entonces, se habían sumado nuevos miembros a la orden, pero Clary dudaba de que en el mundo quedaran más de diez o quince Hermanos Silenciosos.
El discordante chasqueo de los tacones de Maryse sobre el suelo de piedra les avisó de su regreso antes de que ella hiciera su aparición; un togado Hermano Silencioso seguía su estela.
—Estáis aquí —dijo, como si Clary y Luke no estuvieran en el mismo lugar exacto donde los había dejado—. Éste es el hermano Zachariah. Hermano Zachariah, ésta es la chica de la que te he hablado.
El Hermano Silencioso se retiró levemente la capucha de la cara. Clary reprimió una expresión de sorpresa. Su aspecto no recordaba el del hermano Jeremiah, que tenía los ojos huecos y la boca cosida. El hermano Zachariah tenía los ojos cerrados y sus altos pómulos marcados con la cicatriz de una única runa negra. Pero no tenía la boca cosida y tampoco le pareció que llevara la cabeza afeitada. Aunque, con la capucha, resultaba difícil discernir si lo que veía eran sombras o pelo oscuro.
Sintió que su voz alcanzaba su mente.
«¿Crees de verdad que puedes hacer esto, hija de Valentine?».
Clary notó que se le subían los colores. Odiaba que le recordasen de quién era hija.
—Estoy seguro de que sus logros ya han llegado a tus oídos —dijo Luke—. Su runa de alianza nos ayudó a finalizar la Guerra Mortal.
El hermano Zachariah se levantó la capucha para que le ocultase la cara.
«Venid conmigo al Ossuarium».
Clary miró a Luke, esperando ver en él un gesto de asentimiento y apoyo, pero tenía la mirada fija al frente y jugueteaba con sus gafas como solía hacer siempre que se sentía ansioso. Con un suspiro, Clary echó a andar detrás de Maryse y del hermano Zachariah. El hermano avanzaba tan silencioso como la niebla, mientras que los tacones de Maryse sonaban como disparos sobre el suelo de mármol. Clary se preguntó si el gusto de Isabelle por el calzado imposible tendría un origen genético.
Realizaron un sinuoso recorrido entre los pilares y pasaron por la gigantesca plaza de las Estrellas Parlantes, donde los Hermanos Silenciosos le habían explicado en su día a Clary la relación que ésta tenía con Magnus Bane. Más allá había un portal abovedado con un par de enormes puertas de hierro. Sus superficies estaban decoradas con runas grabadas al fuego que Clary reconoció como runas de paz y muerte. Encima de las puertas había una inscripción en latín que le hizo desear haber pensado en coger sus apuntes. Iba deplorablemente retrasada en latín para ser una cazadora de sombras; en su mayoría, lo hablaban como si fuera su segundo idioma.
Taceant Colloquia. Effugiat risus. Hic locus est ubi mors gaudet succurrere vitae.
—«Que la conversación se detenga. Que la risa cese» —leyó en voz alta Luke—. «Éste es el lugar donde los muertos disfrutan enseñando a los vivos».
El hermano Zachariah apoyó una mano en la puerta.
«El fallecido asesinado más recientemente está listo para vosotros. ¿Estáis preparados?».
Clary tragó saliva, preguntándose en qué se habría metido.
—Estoy preparada.
Se abrieron las puertas y entraron en fila. En el interior había una sala grande y sin ventanas con paredes de impecable mármol blanco. Eran muros uniformes, a excepción de los ganchos de los que colgaban instrumentos de disección plateados: relucientes escalpelos, objetos que parecían martillos, serruchos para cortar huesos, y separadores de costillas. Y en las estanterías había utensilios más peculiares si cabe: herramientas que parecían sacacorchos gigantescos, hojas de papel de lija y frascos con líquidos de todos los colores, entre los cuales destacaba uno verdusco etiquetado como «ácido» y que parecía hervir a borbotones.
En el centro de la estancia había una hilera de mesas altas de mármol. En su mayoría estaban vacías. Pero tres de ellas estaban ocupadas, y sobre dos de estas tres Clary vio una forma humana cubierta por una sábana blanca. En la tercera mesa había otro cuerpo, con la sábana bajada justo por debajo de las costillas. Desnudo de cintura para arriba, se veía un cuerpo claramente masculino y, casi con la misma claridad, se veía que era un cazador de sombras. La piel pálida del cadáver estaba totalmente cubierta de Marcas. Siguiendo la costumbre de los cazadores de sombras, los ojos del hombre estaban vendados con seda blanca.
Clary tragó saliva para reprimir la sensación de náuseas y se acercó al cadáver. Luke la acompañó, posándole una protectora mano en el hombro; Maryse se colocó delante de ellos, observándolo todo con sus curiosos ojos azules, del mismo color que los de Alec.
Clary extrajo del bolsillo su estela. La frialdad del mármol traspasó el tejido de su camisa cuando se inclinó sobre el muerto. De cerca, empezó a observar detalles: tenía el cabello pelirrojo cobrizo y era como si una enorme garra le hubiese cortado la garganta a tiras.
El hermano Zachariah extendió el brazo y retiró la seda que cubría los ojos del muerto. Estaban cerrados.
«Puedes empezar».
Clary respiró hondo y acercó la punta de la estela a la piel del brazo del cazador de sombras muerto. Recordó, con la misma claridad que recordaba las letras de su nombre, la runa que había visualizado antes, en la entrada del Instituto. Empezó a dibujar.
De la punta de su estela surgieron en espiral las líneas negras de la Marca, como siempre… aunque notaba la mano pesada, la estela arrastrándose, como si estuviera escribiendo sobre barro en lugar de sobre piel. Era como si el utensilio se sintiera confuso, como si se moviera a veloces saltos sobre la superficie de la piel muerta, buscando el espíritu vivo del cazador de sombras que ya no estaba allí. Mientras dibujaba, a Clary se le revolvió el estómago, y cuando hubo terminado y retirado la estela, estaba sudando y mareada.
Pasó un largo rato sin que nada sucediera. Entonces, con una brusquedad terrible, el cazador de sombras muerto abrió de repente los ojos. Eran azules, el blanco salpicado por puntos rojos de sangre.
Maryse sofocó un grito. Era evidente que en ningún momento había creído que la runa fuera a funcionar.
—Por el Ángel.
El muerto emitió un sonido de respiración parecido a un traqueteo, el sonido que emitiría alguien que intentara respirar con el cuello cortado. La piel rasgada de su cuello vibró como las agallas de un pez. Levantó el pecho y su boca se abrió para decir:
—Duele.
Luke maldijo para sus adentros y miró a Zachariah, pero el Hermano Silencioso se mostraba impasible.
Maryse se acercó más a la mesa, con la mirada de pronto afilada, casi predatoria.
—Cazador de sombras —dijo—. ¿Quién eres? Exijo saber tu nombre.
La cabeza del hombre se agitó de un lado al otro. Levantó las manos y las dejó caer, convulsionándose.
—El dolor… Haz que pare el dolor.
A Clary casi se le cayó la estela de la mano. Aquello era mucho más atroz de lo que se había imaginado. Miró a Luke, que se alejaba de la mesa, horrorizado.
—Cazador de sombras. —El tono de Maryse era imperioso—. ¿Quién te hizo esto?
—Por favor…
Luke daba vueltas por la sala, de espaldas a Clary. Por lo que parecía, estaba buscando algo entre las herramientas de los Hermanos Silenciosos. Clary se quedó helada cuando vio la mano enguantada de gris de Maryse salir disparada hacia el hombro del cadáver y clavarle los dedos.
—¡En nombre del Ángel, te ordeno que me respondas!
El cazador de sombras emitió un sonido ahogado.
—Subterráneo… vampiro…
—¿Qué vampiro? —preguntó Maryse.
—Camille. La vieja… —Sus palabras se interrumpieron cuando la boca del muerto derramó una gota de sangre negra coagulada.
Maryse se quedó sin aliento y retiró en seguida la mano. Y en aquel momento reapareció Luke, con el frasco de líquido ácido verde que Clary había visto antes. Con un único gesto, levantó el tapón y derramó el ácido por encima de la Marca del brazo del cadáver, erradicándola por completo. El cadáver emitió un solo grito cuando la carne chisporroteó y volvió a derrumbarse sobre la mesa, con la mirada fija y mirando lo que quiera que fuese que le había animado durante aquel breve período, evidentemente finalizado.
Luke depositó el frasco vacío sobre la mesa.
—Maryse —dijo con un matiz de reproche—. No es así como tratamos a nuestros muertos.
Maryse estaba pálida, y sus mejillas salpicadas de rojo.
—Tenemos un nombre. Tal vez podamos evitar más muertes.
—Hay cosas peores que la muerte. —Luke extendió la mano hacia Clary, sin mirarla—. Ven, Clary. Creo que es hora de marcharnos.
—¿De verdad que no se te ocurre nadie más que pueda querer matarte? —preguntó Jace, y no por primera vez. Habían repasado la lista varias veces y Simon empezaba a cansarse de que le formulara sin cesar la misma pregunta. Eso sin mencionar que sospechaba que Jace no le prestaba mucha atención. Después de haberse comido la sopa que Simon le había comprado —fría, tal como iba en la lata, con una cuchara, algo que Simon no podía evitar pensar que debía de resultar asqueroso—, estaba apoyado en la ventana, la cortina un poco corrida para poder ver el tráfico de la Avenida B y las ventanas iluminadas de los apartamentos de la acera de enfrente. Simon podía ver cómo la gente cenaba, miraba la televisión y charlaba sentada a la mesa. Cosas normales que hacía la gente normal. Le hacía sentirse extrañamente vacío.
—A diferencia de lo que pasa contigo —dijo Simon—, no hay mucha gente a la que yo no le caiga bien.
Jace ignoró el comentario.
—Creo que me estás ocultando algo.
Simon suspiró. No había querido decir nada sobre la oferta de Camille, pero en vista de que alguien estaba intentando matarlo, por poco efectivo que fuese, tal vez el secreto no fuera tan prioritario. Le explicó, pues, lo sucedido en su reunión con la mujer vampiro y entonces Jace sí lo observó con atención.
Cuando hubo terminado, Jace dijo:
—Interesante, pero tampoco es probable que sea ella quien intenta matarte. Para empezar, conoce la existencia de tu Marca. Y no estoy seguro de que fuera a gustarle mucho que la pillaran quebrantando los Acuerdos de esta manera. Cuando los subterráneos llegan a esas edades, normalmente saben cómo mantenerse alejados de cualquier problema. —Dejó la lata de sopa—. Podríamos volver a salir —sugirió—. Veamos si intentan atacarte una tercera vez. Si pudiéramos capturar a uno de ellos, tal vez…
—No —dijo Simon—. ¿Por qué siempre andas tratando de que te maten?
—Es mi trabajo.
—Es un riesgo implícito en tu trabajo. O lo es al menos para la mayoría de los cazadores de sombras. Pero para ti es como si fuera el objetivo.
Jace hizo un gesto de indiferencia.
—Mi padre siempre decía… —Se interrumpió; su expresión se endureció—. Lo siento, quería decir Valentine. Por el Ángel. Cada vez que me refiero a él de este modo, tengo la sensación de estar traicionando a mi verdadero padre.
Simon, muy a pesar suyo, sintió lástima de Jace.
—Veamos, ¿durante cuánto tiempo has creído que era tu padre? ¿Dieciséis años? Eso no desaparece en un día. Y tienes que tener en cuenta que nunca conociste al que fue tu verdadero padre. Que además está muerto. Por lo tanto, no lo traicionas para nada. Considérate, simplemente, como alguien que durante un tiempo ha tenido dos padres.
—No se pueden tener dos padres.
—Claro que sí —dijo Simon—. ¿Quién dice que no se pueda? Te compraremos un libro de esos que venden para los niños. Timmy tiene dos papás. Aunque no creo que tengan ninguno titulado Timmy tiene dos papás y uno de ellos era malo. Ésa parte tendrás que solucionarla tú solito.
Jace puso los ojos en blanco.
—Fascinante —dijo—. Conoces las palabras, sabes que están todas en inglés, pero cuando las unes para que formen frases, no tienen ningún sentido. —Tiró ligeramente de la cortina de la ventana—. No pretendía que lo entendieras.
—Mi padre está muerto —dijo Simon.
Jace se volvió hacia él.
—¿Qué?
—Ya me imaginaba que no lo sabías —dijo Simon—. Y sé que no ibas a preguntármelo, igual que también sé que no estás especialmente interesado en nada que tenga que ver conmigo. Pero sí. Mi padre está muerto. Ya ves, tenemos algo en común. —Agotado de repente, se recostó en el sofá. Se sentía enfermo, mareado y cansado, un agotamiento profundo que le calaba en los huesos. Jace, por otro lado, parecía poseído por una energía inagotable que a Simon le resultaba un poco inquietante. Tampoco le había resultado fácil verle comer aquella sopa de tomate. Le recordaba demasiado a la sangre como para sentirse cómodo.
Jace se quedó mirándolo.
—¿Cuánto tiempo hace que tú no… comes? Tienes mal aspecto.
Simon suspiró. No tenía otra opción, después de insistir tanto en que Jace comiera algo.
—Espera —dijo—. En seguida vuelvo.
Se levantó del sofá, entró en su habitación y cogió la última botella de sangre que le quedaba y que guardaba bajo la cama. Intentó no mirarla… la sangre separada del plasma daba asco. Agitó con fuerza la botella mientras volvía a la sala, donde Jace seguía mirando por la ventana.
Apoyado en la encimera de la cocina, Simon le quitó el tapón a la botella de sangre y le dio un trago. En condiciones normales, nunca bebía esa cosa delante de la gente, pero en ese caso se trataba de Jace, y le daba absolutamente igual lo que Jace opinara. Además, Jace ya le había visto beber sangre en otras ocasiones. Por suerte, Kyle no estaba en casa. Habría sido complicado explicarle aquello a su nuevo compañero de piso. A nadie le hacía gracia un tipo que guardaba sangre en la nevera.
En aquel momento lo miraban dos Jace: uno, el Jace de verdad; el otro, su reflejo en el cristal de la ventana.
—No puedes saltarte comidas, ¿lo sabías?
Simon se encogió de hombros.
—Ya estoy comiendo.
—Sí —dijo Jace—, pero eres un vampiro. Para ti, la sangre no es como comida. La sangre es… sangre.
—Muy ilustrativo. —Simon se dejó caer en el sillón que había delante del televisor; aunque en su día debió de estar tapizado con un terciopelo dorado claro, el tejido había acabado adquiriendo un sucio tono grisáceo—. ¿Sueles tener más pensamientos profundos de este estilo? ¿La sangre es sangre? ¿Una tostadora es una tostadora? ¿Un Cubo Gelatinoso es un Cubo Gelatinoso?
Jace hizo un gesto de indiferencia.
—Está bien. Ignora mi consejo. Ya te arrepentirás de ello.
Pero antes de que Simon pudiera replicar, oyó que se abría la puerta de entrada. Fulminó a Jace con la mirada.
—Es mi compañero de piso, Kyle. Compórtate.
Jace le lanzó una sonrisa encantadora.
—Yo siempre me comporto.
Simon no tuvo oportunidad de responderle como le habría gustado, pues un segundo después, Kyle entraba en la sala de estar, entusiasmado y lleno de energía.
—Tío, hoy he estado dando vueltas por toda la ciudad —dijo—. Casi me pierdo, pero ya sabes lo que dicen. Bronx arriba, Battery abajo… —Miró a Jace, dándose cuenta con retraso de que había alguien más allí—. Oh, hola. No sabía que estabas con un amigo. —Le tendió la mano—. Me llamo Kyle.
Jace no respondió de igual manera. Sorprendiendo a Simon, Jace se había quedado completamente rígido, con los ojos amarillo claro entrecerrándose, y el cuerpo entero exhibiendo aquel estado de vigilia de los cazadores de sombras que conseguía transformarlo de un adolescente normal en algo completamente distinto.
—Interesante —dijo—. ¿Sabes? Simon no me había mencionado que su nuevo compañero de piso fuera un hombre lobo.
Clary y Luke realizaron en silencio el viaje de regreso a Brooklyn en coche. Clary miraba por la ventanilla y veía Chinatown pasar de largo, y después el puente de Williamsburg alumbrado como una cadena de diamantes destacando sobre el cielo nocturno. A lo lejos, por encima de las aguas negras del río, se veía Renwick’s, iluminado como siempre. Daba la impresión de estar de nuevo en ruinas, ventanas oscuras y vacías como los huecos de los ojos en una calavera. La voz del cazador de sombras muerto susurraba en su cabeza:
«El dolor… Haz que pare el dolor».
Se estremeció y tiró de la chaqueta que llevaba sobre los hombros para cubrirse un poco más. Luke la miró de reojo, pero no dijo nada. No fue hasta que detuvo el vehículo delante de su casa y apagó el motor, que se volvió hacia ella y le dijo:
—Clary. Lo que acabas de hacer…
—Ha estado mal —dijo ella—. Sé que ha estado mal. Yo también estaba allí. —Se restregó la cara con la manga de la chaqueta—. Adelante, échame la bronca.
Luke miró por la ventanilla.
—No pienso echarte ninguna bronca. No sabías lo que iba a pasar. Joder, yo también creía que funcionaría. No te habría acompañado de no haberlo creído.
Clary sabía que aquellas palabras deberían hacerle sentirse mejor, pero no fue así.
—Si no le hubieses echado ácido a la runa…
—Pero lo hice.
—Ni siquiera sabía que podía hacerse. Destruir una runa de ese modo.
—Si consigues desfigurarla lo suficiente, puedes llegar a minimizar o destruir su poder. A veces, en el transcurso de una batalla, el enemigo intenta quemar o rebanar la piel del cazador de sombras para privarle del poder de sus runas —dijo Luke, sin prestar mucha atención a sus propias palabras.
Clary notó que le temblaban los labios y cerró la boca con fuerza para detener el temblor. A veces olvidaba los aspectos más angustiosos de la vida del cazador de sombras: «Ésta vida de cicatrices y muerte», como Hodge había dicho en una ocasión.
—No volveré a hacerlo —dijo.
—¿Qué es lo que no volverás a hacer? ¿Crear esa runa en particular? No me cabe la menor duda de que no volverás a hacerlo, pero no estoy seguro de que eso solucione el problema. —Luke tamborileó con los dedos sobre el volante—. Posees un talento, Clary. Un talento enorme. Pero no tienes la menor idea de lo que ese talento significa. Careces por completo de formación. No sabes apenas nada sobre la historia de las runas, ni sobre lo que han significado para los nefilim a lo largo de los siglos. Eres incapaz de diferenciar una runa concebida para el bien de otra concebida para el mal.
—Pues bien contento que estabas por dejarme utilizar mi poder cuando creé la runa de alianza —dijo ella enfadada—. Entonces no me dijiste que no creara runas.
—No estoy diciéndote que no puedas utilizar tu poder. De hecho, creo que el problema es más bien que rara vez lo empleas. No se trata tampoco de que uses tu poder para cambiarte el color del esmalte de uñas o para que llegue el metro cuando a ti te convenga. Hay que utilizarlo tan sólo en estos ocasionales momentos de vida o muerte.
—Las runas sólo vienen a mí en esos momentos.
—A lo mejor es así porque nadie te ha enseñado aún cómo funciona tu poder. Piensa en Magnus: su poder es una parte más de él. Tú ves el tuyo como algo ajeno a ti. Como algo que te sucede. Pero no es así. Es una herramienta y tienes que aprender a utilizarla.
—Jace me dijo que Maryse quiere contratar a un experto en runas para que trabaje conmigo, pero parece que todavía no lo ha encontrado.
—Sí —dijo Luke—. Me imagino que Maryse tiene otras cosas en la cabeza. —Sacó la llave del contacto y permaneció un momento en silencio—. Perder un hijo del modo en que perdió a Max… —dijo—. Me cuesta imaginármelo. Tendría que perdonar su conducta. Si a ti te pasara algo, yo…
Se interrumpió.
—Tengo ganas de que Robert regrese ya de Idris —dijo Clary—. No entiendo por qué tiene que pasar todo este trago ella sola. Debe de ser horrible.
—Muchos matrimonios se rompen después de la muerte de un hijo. La pareja no puede evitar echarse la culpa de lo sucedido, o echarle la culpa a uno de los dos. Me imagino que la ausencia de Robert se debe precisamente a que necesita espacio, o a que Maryse lo necesita.
—Pero ellos se quieren —dijo Clary, atónita—. ¿No es eso el amor? ¿Estar allí para apoyar a tu pareja, pase lo que pase?
Luke miró en dirección al río, a las aguas oscuras que avanzaban lentamente bajo la luz de la luna otoñal.
—A veces, Clary —dijo—, el amor no es suficiente.