SIETE VECES
—¿Sabes lo que es tremendo? —dijo Eric, depositando sus baquetas—. Tener un vampiro en la banda. Es lo que nos llevará a la cima.
Kirk dejó a su vez el micrófono y puso los ojos en blanco. Eric hablaba siempre de llegar a la cima con el grupo y hasta el momento todo se había quedado en nada. Lo mejor que habían hecho era un bolo en la Knitting Factory… al que sólo habían asistido cuatro personas. Y una de ellas era la madre de Simon.
—Pues ya me dirás cómo, si no tenemos permiso para contarle a nadie que es un vampiro.
—Una lástima —dijo Simon. Estaba sentado sobre uno de los altavoces, al lado de Clary, que estaba enfrascada enviándole un mensaje de texto a alguien, seguramente a Jace—. Aunque nadie te creería, de todos modos. Mira, aquí me tienes, a plena luz de día. —Levantó los brazos para señalar los rayos de sol que entraban a través de los agujeros del tejado del garaje de Eric, su lugar de ensayo habitual.
—En cierto sentido, todo esto hace mella en nuestra credibilidad —dijo Matt, retirándose de los ojos un mechón pelirrojo y mirando a Simon con los ojos entrecerrados—. Tal vez si te pusieras unos colmillos falsos…
—No necesita colmillos falsos —dijo Clary malhumorada, dejando el teléfono—. Tiene colmillos de verdad. Ya los habéis visto.
Y era cierto. Simon había tenido que enseñar los colmillos cuando le dio la noticia a la banda. Al principio pensaron que había sufrido un golpe en la cabeza o una crisis nerviosa. Pero en cuanto les mostró los colmillos, quedaron convencidos. Eric había reconocido incluso que aquello no le sorprendía especialmente.
—Siempre he sabido que los vampiros existen, colega —había dicho—. Si no, ¿cómo sería posible que haya gente conocida que siempre tenga la misma pinta, incluso cuando tienen, por ejemplo, cien años de edad, como David Bowie? Es porque son vampiros.
Simon había dicho basta y no les había contado que Clary e Isabelle eran cazadoras de sombras. No era él quien debía revelar su secreto. Y tampoco sabían que Maia era una chica lobo. Simplemente pensaban que Maia e Isabelle eran dos tías buenas que inexplicablemente habían accedido a salir con Simon. Sus colegas lo achacaban a lo que Kirk denominaba su «embrujo de vampiro sexy». A Simon le daba igual lo que sus amigos pudieran decir, siempre y cuando no metieran la pata y le comentaran a Maia o a Isabelle la existencia de la otra. Hasta el momento había salido airoso invitándolas a bolos distintos, y nunca habían coincidido.
—¿Y si enseñaras los colmillos en escena? —sugirió Eric—. Sólo una vez, tío. Muéstraselos al público.
—Si lo hiciera, el líder del clan de vampiros de Nueva York os mataría a todos —dijo Clary—. Lo sabéis, ¿no? —Movió la cabeza en dirección a Simon—. No puedo creer que les hayas contado que eres un vampiro —añadió, bajando la voz para que sólo pudiera oírla Simon—. Son idiotas, por si no te habías dado cuenta.
—Son mis amigos —murmuró Simon.
—Son tus amigos, y son idiotas.
—Mi intención es que la gente que me quiere conozca la verdad sobre mí.
—¿Ah sí? —dijo Clary, algo seca—. ¿Y cuándo piensas contárselo a tu madre?
Pero antes de que a Simon le diera tiempo a responder, alguien llamó con fuerza a la puerta del garaje, que se abrió un instante después, con la luz del sol otoñal inundando el interior del espacio. Simon levantó la vista, pestañeando. En realidad era un reflejo que le había quedado de cuando era humano. Ahora, sus ojos necesitaban tan sólo una décima de segundo para adaptarse a la oscuridad o a la luz.
En la entrada del garaje había un chico; su silueta se perfilaba a contraluz. Tenía un papel en la mano, que miró con incertidumbre. A continuación, levantó la vista en dirección a los miembros de la banda.
—Hola —dijo—. ¿Es aquí donde ensaya el grupo Mancha Peligrosa?
—Ahora nos llamamos Lémur Dicótomo —dijo Eric, dando un paso al frente—. ¿Y tú quién eres?
—Me llamo Kyle —respondió el chico, agachándose para pasar por debajo de la puerta del garaje. Cuando se enderezó, se echó hacia atrás el mechón de cabello castaño que le caía sobre los ojos y le entregó el papel a Eric—. He visto que andabais buscando un cantante.
—¡Jo! —exclamó Matt—. Ése anuncio lo publicamos hará cosa de un año. Lo había olvidado por completo.
—Sí —dijo Eric—. Por aquel entonces tocábamos otro tipo de cosas. Ahora prácticamente no hacemos nada vocal. ¿Tienes experiencia?
Kyle —Simon se fijó que era muy alto, aunque en absoluto flacucho— se encogió de hombros.
—La verdad es que no. Pero dicen que canto bien. —Tenía un acento lento y un poco arrastrado, más típico de los surfistas que de un sureño.
Los miembros de la banda se miraron dudando. Eric se rascó la oreja.
—¿Nos concedes un segundo, tío?
—Por supuesto. —Kyle salió del garaje e hizo descender la puerta a sus espaldas. Simon oyó que se ponía a silbar. Le pareció que era She’ll Be Comin’ Round the Mountain, aunque no sonaba del todo afinado.
—No sé —dijo Eric—. No estoy muy seguro de si alguien nuevo nos vendría bien ahora. Me refiero a que no podemos contarle lo del vampiro, ¿no creéis?
—No —contestó Simon—. No podéis.
—Pues vaya —dijo Matt—. Es una lástima. Necesitamos un cantante. Kirk canta de pena. Lo digo sin ánimo de ofender, Kirk.
—Que te jodan —espetó Kirk—. Yo no canto de pena.
—Sí, tío —dijo Eric—. Das una pena que no veas…
—Pienso —opinó Clary interrumpiéndolos y subiendo la voz—, que deberíais hacerle una prueba.
Simon se quedó mirándola.
—¿Por qué?
—Porque está buenísimo —dijo Clary, sorprendiendo a Simon con el comentario. La verdad era que a él no le había llamado la atención en absoluto, aunque quizá no fuera el más indicado para juzgar la belleza masculina—. Y vuestra banda necesita un poco de sex appeal.
—Gracias —dijo Simon—. Muchas gracias en nombre de todos.
Clary bufó con impaciencia.
—Sí, sí, todos sois muy guapos. Sobre todo tú, Simon. —Le dio unos golpecitos cariñosos en la mano—. Pero Kyle está tremendo. Es lo único que digo. Mi opinión objetiva como mujer es que si incorporaseis a Kyle a la banda, duplicaríais vuestra cifra de admiradoras femeninas.
—Lo que significa que tendríamos dos fans en vez de una sola —dijo Kirk.
—¿Y ésa quién es? —Matt sentía una curiosidad genuina.
—La amiga del primo pequeño de Eric. ¿Cómo se llama? Aquélla que está loca por Simon. Viene a todos nuestros bolos y le cuenta a todo el mundo que es su novia.
Simon puso mala cara.
—Tiene trece años.
—No es más que un resultado de tu embrujo de vampiro sexy, tío —dijo Matt—. Eres irresistible para las mujeres.
—Por el amor de Dios —dijo Clary—. Eso del embrujo de vampiro sexy no existe. —Señaló a Eric—. Y no se te ocurra decir que Embrujo de Vampiro Sexy podría ser el nuevo nombre del grupo o te…
En aquel momento se abrió de nuevo la puerta del garaje.
—¿Chicos? —Volvía a ser Kyle—. Mirad, si no queréis hacerme una prueba, no pasa nada. Si habéis cambiado vuestro sonido… basta con que me lo digáis y me largo.
Eric ladeó la cabeza.
—Pasa. Te echaremos un vistazo.
Kyle entró en el garaje. Simon se quedó mirándolo, intentando calibrar qué era lo que podía empujar a Clary a calificarlo de «tío bueno». Era alto, ancho de hombros y delgado, con pómulos marcados, pelo negro y largo que le cubría la frente y se rizaba a la altura del cuello y una piel morena que no había perdido aún el bronceado veraniego. Sus largas y espesas pestañas, que cubrían unos alucinantes ojos verde avellana, le hacían parecer una estrella de rock afeminada. Iba vestido con una camiseta ceñida de color verde y pantalón vaquero, y llevaba los brazos tatuados, no con Marcas, sino con tatuajes normales y corrientes. Era como si un pergamino escrito en su piel desapareciera en el interior de las mangas de la camiseta.
Simon se vio obligado a reconocerlo. No era horrendo.
—¿Sabéis qué? —dijo por fin Kirk, rompiendo el silencio—. Es verdad. Está muy bueno.
Kyle pestañeó y se volvió hacia Eric.
—¿Queréis que cante o no?
Eric desenganchó el micrófono del pie y se lo entregó.
—Adelante —dijo—. Pruébalo.
—No ha estado nada mal —dijo Clary—. Cuando sugerí lo de incluir a Kyle en el grupo lo decía en broma, pero la verdad es que sabe cantar.
Estaban andando por Kent Avenue, de camino a casa de Luke. El cielo se había oscurecido para pasar de azul a gris, preparándose para el crepúsculo, con las nubes pegadas a ambas orillas del East River. Clary recorría con su mano enguantada la valla con eslabones de cadena que los separaba del malecón de hormigón agrietado, haciendo vibrar el metal.
—Lo dices porque piensas que está bueno —dijo Simon.
Clary se rio y los característicos hoyuelos aparecieron en su cara.
—Tampoco es que esté tan bueno. No es precisamente el tío más bueno que he visto en mi vida. —Que, imaginó Simon, debía de ser Jace, por mucho que Clary hubiera tenido el detalle de no mencionarlo—. Pero creo sinceramente que sería buena idea tenerlo en el grupo. Si Eric y los demás no pueden decirle que eres un vampiro, tampoco se lo dirán a nadie más. Y con un poco de suerte, dejarán correr esa idea estúpida. —Estaban a punto de llegar a casa de Luke; el edificio estaba al otro lado de la calle, las ventanas iluminadas contrastaban con la oscuridad incipiente. Clary se detuvo junto a un trozo roto de la valla—. ¿Te acuerdas cuando matamos aquí mismo a un puñado de demonios raum?
—Jace y tú matasteis a unos cuantos demonios raum. Y yo casi vomito —recordó Simon, aunque tenía la cabeza en otra parte; estaba pensando en Camille, sentada enfrente de él en aquel jardín diciéndole: «Eres amigo de los cazadores de sombras, pero nunca serás uno de ellos. Siempre serás distinto, un intruso». Miró de reojo a Clary, preguntándose qué diría si le explicase la reunión que había mantenido con la vampira y la oferta que ésta le había hecho. Lo más probable era que se quedara horrorizada. El hecho de que a Simon no pudieran hacerle daño no había impedido que Clary dejara de preocuparse por su seguridad.
—Ahora ya no te asustarías —dijo ella en voz baja, como si estuviera leyéndole los pensamientos—. Ahora tienes la Marca. —Sin despegarse de la valla, se volvió para mirarlo—. ¿Se ha dado cuenta alguien de que tienes la Marca? ¿Te han hecho preguntas al respecto?
Simon negó con la cabeza.
—Me la tapa el pelo y, además, se ha borrado mucho. ¿Lo ves? —Se retiró el pelo de la frente.
Clary le tocó la frente y la Marca en forma curva allí trazada. Lo miró con tristeza, igual que aquel día en el Salón de los Acuerdos en Alacante, cuando inscribió en su piel el hechizo más antiguo del mundo.
—¿Te duele?
—No, qué va. —«Y Caín le dijo al Señor: Mi culpa es demasiado grande para soportarla»—. Ya sabes que no te culpo de nada, ¿verdad? Me salvaste la vida.
—Lo sé. —Tenía los ojos brillantes. Retiró la mano de la frente de Simon y se pasó el dorso del guante por la cara—. Maldita sea. Odio llorar.
—Pues será mejor que vayas acostumbrándote —dijo él. Y al ver que Clary abría los ojos como platos, añadió apresuradamente—: Lo digo por la boda. ¿Cuándo es? ¿El sábado que viene? Todo el mundo llora en las bodas.
Ella rio.
—¿Y qué tal están tu madre y Luke?
—Asquerosamente enamorados. Es horrible. Bueno, da lo mismo… —Le dio a Simon una palmadita en el hombro—. Tengo que entrar. ¿Nos vemos mañana?
Él se lo confirmó con un gesto afirmativo.
—Por supuesto. Hasta mañana.
Se quedó viéndola cruzar la calle y subir la escalera que daba acceso a la puerta principal de casa de Luke. «Mañana». Se preguntó cuánto tiempo hacía que no pasaba varios días seguidos sin ver a Clary. Se preguntó qué debía de sentirse siendo un fugitivo y errando sobre la tierra, como Camille había dicho. Como Raphael había dicho. «La voz de la sangre de tu hermano me clama a mí desde la tierra». Él no era Caín, que había matado a su hermano, pero el maleficio creía que lo era. Resultaba extraño estar siempre esperando perderlo todo, sin saber si acabaría sucediendo, o no.
La puerta se cerró detrás de Clary. Simon siguió bajando Kent Avenue en dirección a la parada de metro de Lorimer Street. Había oscurecido casi por completo, el cielo era ahora una espiral de gris y negro. Simon oyó el chirriar de unos neumáticos a su espalda, pero no se volvió. A pesar de las grietas y las alcantarillas, los coches circulaban por la calle como locos. No fue hasta que la furgoneta azul se colocó a su altura y rechinó cuando se detuvo, que se volvió para mirar.
El conductor de la furgoneta arrancó las llaves del contacto, parando en seco el motor, y abrió la puerta. Era un hombre, un hombre alto vestido con un chándal con capucha de color gris y zapatillas deportivas, la capucha bajada hasta tal punto que le ocultaba prácticamente toda la cara. Saltó del asiento del conductor y Simon vio que llevaba en la mano un cuchillo largo y reluciente.
Posteriormente, Simon pensaría que debería haber echado a correr. Era un vampiro y, por lo tanto, más rápido que cualquier humano. Podía dejar atrás a cualquiera. Debería haber echado a correr, pero le pilló por sorpresa; se quedó inmóvil mientras el hombre, cuchillo en mano, se dirigía hacia él. El hombre dijo algo con un tono de voz grave y gutural, algo en un idioma que Simon no conocía.
Simon dio un paso atrás.
—Mira —dijo, llevándose la mano al bolsillo—. Te doy mi cartera…
El hombre arremetió contra Simon apuntando a su pecho con el cuchillo. Simon bajó la vista con incredulidad. Era como si todo sucediese a cámara lenta, como si el tiempo se prolongase. Vio el extremo del cuchillo pegado a su pecho, la punta rasgando el cuero de su chaqueta… y después desviándose hacia un lado, como si alguien le hubiera agarrado la mano a su atacante y tirado de ella. El hombre gritó al verse lanzado por los aires como una marioneta. Simon miró frenéticamente a su alrededor, pues estaba seguro de que alguien tenía que haber visto u oído aquel alboroto, pero no apareció nadie. El hombre seguía gritando, retorciéndose como un loco, y entonces su sudadera se rasgó por delante, como si una mano invisible hubiera tirado de ella.
Simon se quedó horrorizado. El torso de aquel hombre estaba llenándose de heridas enormes. Su cabeza cayó hacia atrás y de su boca, como si fuera una fuente, empezó a brotar sangre. De pronto dejó de gritar… y cayó, como si la mano invisible lo hubiese soltado, liberándolo. Se estampó contra el suelo, haciéndose añicos como el cristal, rompiéndose en mil pedazos brillantes que inundaron la acera.
Simon cayó de rodillas. El cuchillo que pretendía matarlo estaba allí mismo, a su alcance. Era todo lo que quedaba de su atacante, salvo el montón de relucientes cristales que el viento ya había empezado a disipar. Tocó uno con cuidado.
Era sal. Se miró las manos. Estaba temblando. Sabía qué había pasado y por qué.
«Y el Señor le dijo: Quienquiera que matare a Caín, siete veces será castigado».
Y aquello era siete veces un castigo.
Apenas consiguió llegar a la cuneta antes de doblegarse de dolor y empezar a vomitar sangre.
Simon supo que había calculado mal en el mismo momento en que abrió la puerta. Creía que su madre ya estaría dormida, pero resultó que no. Estaba despierta, sentada en un sillón de cara a la puerta, el teléfono en la mesita a su lado, y en seguida se fijó en que llevaba la chaqueta manchada de sangre.
No gritó, para sorpresa suya, sino que se llevó la mano a la boca.
—Simon.
—No es sangre mía —dijo él en seguida—. Estábamos en casa de Eric y Matt ha tenido una hemorragia nasal…
—No quiero escucharlo. —Rara vez utilizaba aquel tono tan cortante; le recordó a Simon la manera de hablar de su madre durante los últimos meses de enfermedad de su padre, cuando la ansiedad cortaba su voz como un cuchillo—. No quiero escuchar más mentiras.
Simon dejó las llaves en la mesita que había al lado de la puerta.
—Mamá…
—No haces más que contarme mentiras. Estoy cansada del tema.
—Eso no es verdad —dijo él, sintiéndose fatal, consciente de que su madre estaba en lo cierto—. Pero en estos momentos están pasándome muchas cosas.
—Lo sé. —Su madre se levantó; siempre había sido una mujer delgada, pero ahora estaba en los huesos, y su pelo oscuro, del mismo color que el de él, con más canas que lo que él recordaba—. Ven conmigo, jovencito. Ahora.
Perplejo, Simon la siguió hacia la pequeña cocina decorada en luminosos tonos amarillos. Su madre se detuvo al entrar y señaló en dirección a la encimera.
—¿Te importaría explicarme esto?
Simon notó que se le quedaba la boca seca. Sobre la encimera, formadas como una fila de soldados de juguete, estaban las botellas de sangre que guardaba en la pequeña nevera que había instalado en el fondo del armario. Una estaba medio vacía; las demás, llenas del todo, el líquido rojo del interior brillando como una acusación. Su madre había encontrado también las bolsas de sangre vacías que Simon había lavado y guardado en el interior de una bolsa de plástico para tirarlas a la basura. Y las había dejado también allá encima, a modo de grotesca decoración.
—Al principio pensé que era vino —dijo Elaine Lewis con voz temblorosa—. Después encontré las bolsas. De modo que abrí una de las botellas. Es sangre, ¿verdad?
Simon no dijo nada. Era como si se hubiese quedado sin voz.
—Últimamente te comportas de una forma muy rara —prosiguió su madre—. Estás fuera a todas horas, no comes, apenas duermes, tienes amigos que no conozco, de los que jamás he oído hablar. ¿Te crees que no me entero cuando me mientes? Pues me entero, Simon. Pensaba que tal vez andabas metido en drogas.
Simon encontró por fin su voz.
—¿Y por eso has registrado mi habitación?
Su madre se sonrojó.
—¡Tenía que hacerlo! Pensaba… pensaba que si encontraba drogas, podría ayudarte, meterte en un programa de rehabilitación, pero ¿esto? —Gesticuló con energía en dirección a las botellas—. Ni siquiera sé qué pensar sobre esto. ¿Qué sucede, Simon? ¿Te has metido en algún tipo de secta?
Simon negó con la cabeza.
—Entonces, cuéntamelo —dijo su madre; sus labios temblaban—. Porque las únicas explicaciones que se me ocurren son horribles y asquerosas. Simon, por favor…
—Soy un vampiro —dijo Simon. No tenía ni idea de cómo lo había dicho, ni siquiera por qué. Pero ya estaba dicho. Las palabras se quedaron colgando en el aire como un gas venenoso.
La madre de Simon sintió que le fallaban las piernas y se derrumbó en una silla de la cocina.
—¿Qué has dicho? —dijo en un suspiro.
—Soy un vampiro —repitió Simon—. Hace cerca de dos meses que lo soy. Siento no habértelo contado antes. No tenía ni idea de cómo hacerlo.
La cara de Elaine Lewis se había quedado blanca como el papel.
—Los vampiros no existen, Simon.
—Sí, mamá —dijo—. Existen. Mira, yo no pedí ser un vampiro. Fui atacado. No me quedó otra elección. Lo cambiaría todo si estuviera en mi mano hacerlo. —Pensó en el folleto que Clary le había dado hacía ya tanto tiempo, aquel en el que hablaba sobre cómo contárselo a tus padres. Por aquel entonces le pareció una analogía graciosa; pero no lo era en absoluto.
—Crees que eres un vampiro —dijo aturdida la madre de Simon—. Crees que bebes sangre.
—Bebo sangre —dijo Simon—. Bebo sangre animal.
—Pero si eres vegetariano. —Su madre estaba a punto de echarse a llorar.
—Lo era. Pero ya no lo soy. No puedo serlo. Vivo de la sangre. —Simon notaba una fuerte tensión en la garganta—. Nunca le he hecho ningún daño a un humano. Nunca he bebido la sangre de nadie. Sigo siendo la misma persona. Sigo siendo yo.
Le daba la impresión de que su madre luchaba por controlarse.
—Y tus nuevos amigos… ¿son también vampiros?
Simon pensó en Isabelle, en Maia, en Jace. No podía hablarle a su madre sobre cazadores de sombras y seres lobo. Era demasiado.
—No. Pero… saben que yo lo soy.
—¿Te… te han dado drogas? ¿Te han hecho algo? ¿Algo que te produzca estas alucinaciones? —Parecía como si no hubiera oído su respuesta.
—No, mamá; todo esto es real.
—No es real —musitó ella—. Tú crees que es real. Oh, Dios mío. Simon. Lo siento mucho. Debería haberme dado cuenta. Conseguiremos ayuda. Encontraremos a alguien. Un médico. Da igual lo que cueste…
—No puedo ir a un médico, mamá.
—Sí, claro que puedes. Necesitas que te ingresen en alguna parte. En un hospital, tal vez…
Extendió el brazo hacia su madre.
—Intenta sentir mi pulso —le dijo.
Ella se quedó mirándolo, perpleja.
—¿Qué?
—Que intentes sentir mi pulso —dijo—. Ven. Si lo encuentras, estupendo. Iré contigo al hospital. De lo contrario, tendrás que creerme.
La madre de Simon se secó las lágrimas y le cogió lentamente la muñeca. Después de tanto tiempo cuidando de su esposo durante su larga enfermedad, sabía tomar el pulso tan bien como cualquier enfermera. Presionó el interior de la muñeca con el dedo índice y esperó.
Simon observó el cambio en la expresión de la cara de su madre, de la tristeza y la contrariedad a la confusión, y después al terror. Elaine se levantó, le soltó la mano y se alejó de él. Sus ojos oscuros se abrieron como platos.
—¿Qué eres?
Simon sintió náuseas.
—Ya te lo he dicho. Soy un vampiro.
—Tú no eres mi hijo. Tú no eres Simon. —Estaba temblando—. ¿Qué tipo de ser viviente no tiene pulso? ¿Qué tipo de monstruo eres? ¿Qué le has hecho a mi hijo?
—Soy Simon… —Avanzó un paso hacia su madre.
Y su madre gritó. Nunca la había oído gritar de aquella manera, y no quería oírla gritar así nunca más. Fue un sonido horripilante.
—Apártate de mí. —Su voz se quebró—. No te acerques. —Y empezó a susurrar—: Barukh ata Adonai sho’me’a t’fila…
Estaba rezando, comprendió Simon, sintiendo una sacudida. Sentía tanto terror que estaba rezando para que se fuera, para que desapareciera. Y lo peor de todo era que él podía sentirlo. El nombre de Dios se tensó en su estómago y le provocaba un atroz dolor de garganta.
Pero su madre tenía todo el derecho del mundo a rezar. Él estaba maldito. No pertenecía a este mundo. ¿Qué tipo de ser viviente no tenía pulso?
—Mamá —musitó—. Para ya, mamá.
Ella se quedó mirándolo, con los ojos abiertos de par en par, y los labios sin parar de moverse.
—Mamá, no te enfades así. —Oyó su propia voz como si sonara a lo lejos, cálida y tranquilizadora, la voz de un desconocido. Habló mirando fijamente a su madre a los ojos, capturando la mirada de ella como el gato capturaría al ratón—. No ha pasado nada. Te quedaste dormida en el sillón de la sala de estar. Tenías una pesadilla cuando llegué a casa y yo te decía que era un vampiro. Pero es una locura. Eso no podría pasar nunca.
Su madre había dejado de rezar. Pestañeó.
—Estoy soñando —repitió.
—Es una pesadilla —dijo Simon. Se acercó a ella y le pasó el brazo por encima del hombro. Ella no hizo ningún ademán de retirarse. Dejó caer la cabeza, como un niño agotado—. Sólo un sueño. Nunca encontraste nada en mi habitación. No ha pasado nada. Estabas durmiendo, eso es todo.
Le cogió la mano a su madre. Ella dejó que la guiara hacia la sala de estar, donde la instaló en el sillón. Sonrió cuando Simon la cubrió con una manta y luego cerró los ojos.
Simon entró de nuevo en la cocina y de manera rápida y metódica metió las botellas y las bolsas de sangre en una bolsa de basura. La cerró con un nudo y la llevó a su habitación, donde cambió la chaqueta manchada de sangre por otra y guardó rápidamente algunas cosas en un petate. Apagó la luz y salió, cerrando la puerta a sus espaldas.
Cuando pasó por la sala de estar, su madre ya se había dormido. Le acarició la mano.
—Estaré fuera unos días —susurró—. Pero no estarás preocupada. No esperarás mi regreso. Creerás que he ido a ver a Rebecca. No es necesario que llames. Todo va bien.
Retiró la mano. En la penumbra, su madre parecía a la vez más mayor y más joven de lo habitual. Acurrucada bajo la manta, era menuda como una niña, pero observó en su cara arrugas que no recordaba haber visto antes.
—Mamá —musitó.
Le acarició la mano y ella se removió. No quería despertarla, de modo que la soltó y avanzó sin hacer ruido hacia la puerta, cogiendo de paso las llaves que antes había dejado en la mesa.
En el Instituto reinaba el silencio. Últimamente siempre reinaba el silencio. Aquélla noche, Jace había decidido dejar la ventana abierta para oír los sonidos del tráfico, el gemido ocasional de las sirenas de las ambulancias y el graznido de las bocinas que circulaban por York Avenue. Podía oír cosas que los mundanos no podían oír, y aquellos sonidos se filtraban en la noche y penetraban sus sueños… la ráfaga de aire desplazada por la moto aerotransportada de un vampiro, la vibración de una fantasía alada, el aullido lejano de los lobos en noches de luna llena.
Ahora lucía en cuarto creciente y proyectaba luz suficiente como para poder leer acostado en la cama. Tenía la caja de plata de su padre abierta delante de él y estaba repasando su contenido. Allí seguía una de las estelas de su padre, y una daga de caza con empuñadura de plata con las iniciales SWH grabadas en ella y —lo que resultaba más interesante para Jace— un montón de cartas.
En el transcurso de las últimas seis semanas, se había impuesto la misión de intentar leer una carta cada noche para tratar de conocer al que fuera su padre biológico. Y poco a poco había empezado a emerger una imagen, la de un joven pensativo con padres exigentes que se había visto atraído hacia Valentine y el Círculo porque parecían ofrecerle la oportunidad de poder destacar en el mundo. Había seguido escribiéndole a Amatis incluso después de divorciarse, un hecho que ella nunca mencionó. En aquellas cartas quedaba patente su desencanto con respecto a Valentine y la repugnancia que le inspiraban las actividades del Círculo, aunque rara vez, si es que existía alguna, mencionaba a la madre de Jace, Céline. Tenía sentido —a Amatis no le apetecería oír hablar de su sustituta—, pero aun así Jace no podía evitar odiar un poco a su padre por ello. Si no quería a la madre de Jace, ¿por qué se había casado con ella? Y si tanto odiaba al Círculo, ¿por qué no lo había abandonado? Valentine era un loco, pero como mínimo se había mantenido fiel a sus principios.
Y luego, claro está, Jace se sentía fatal por preferir a Valentine antes que a su padre de verdad. ¿Qué tipo de persona debía de ser por ello?
Una llamada a la puerta le despertó de aquel ejercicio de autorrecriminación. Se levantó para ir a abrir, esperando que fuera Isabelle que llegaba para pedirle alguna cosa o para quejarse de algo.
Pero no era Isabelle. Era Clary.
No iba vestida como siempre. Llevaba una camiseta de tirantes escotada de color negro, una blusa blanca abierta por encima y una falda corta, lo bastante corta como para mostrar las curvas de sus piernas hasta medio muslo. Se había recogido en trenzas su pelirrojo cabello, dejando algunos rizos sueltos que le caían por las sienes, como si en el exterior lloviera levemente. Le sonrió al verlo y arqueó las cejas. Eran cobrizas, igual que las delicadas pestañas que enmarcaban sus ojos verdes.
—¿No piensas dejarme entrar?
Jace miró hacia un lado y otro del pasillo. No había nadie, afortunadamente. Cogió a Clary por el brazo, tiró de ella hacia dentro y cerró la puerta. Se apoyó en el umbral a continuación y dijo:
—¿Qué haces aquí? ¿Va todo bien?
—Todo va bien. —Se quitó los zapatos y se sentó en la cama. La falda ascendió con aquel gesto, mostrando una mayor superficie de sus muslos. Jace estaba perdiendo la concentración—. Te echaba de menos. Y mi madre y Luke se han ido a dormir. No se darán cuenta de que he salido.
—No deberías estar aquí. —Aquéllas palabras surgieron como una especie de gruñido. Odiaba tener que pronunciarlas, pero sabía que necesitaba decirlo, por razones que ella ni siquiera sabía. Y que esperaba que nunca llegara a saber.
—De acuerdo, si quieres que me vaya, me iré. —Se levantó. Sus ojos eran de un verde brillante. Dio un paso para acercarse a él—. Pero ya que he venido hasta aquí, por lo menos podrías darme un beso de despedida.
La atrajo hacia él y la besó. Había cosas que tenían que hacerse, aunque no fuera buena idea hacerlas. Ella se doblegó entre sus brazos como delicada seda. Le acarició el pelo, deshaciéndole las trenzas hasta que la melena cayó sobre los hombros de Clary, como a él le gustaba. Recordó que la primera vez que la vio ya quiso hacerle aquello, y que había ignorado la ocurrencia por considerarla una locura. Ella era una mundana, una desconocida, y no tenía ningún sentido desearla. Y después la besó por primera vez, en el invernadero, y casi se volvió loco. Habían bajado allí y habían sido interrumpidos por Simon, y jamás en su vida había deseado con tantas ganas matar a alguien como en aquel momento deseó matar a Simon, por mucho que su cabeza supiera que el pobre Simon no había hecho nada malo. Pero lo que sentía no tenía nada que ver con el intelecto, y cuando se había imaginado a Clary abandonándolo por Simon, se había puesto enfermo y había sentido más miedo del que nunca pudiera haberle inspirado un demonio.
Y después Valentine les había explicado que eran hermano y hermana, y Jace se había dado cuenta de que existían cosas peores, cosas infinitamente peores, que el hecho de que Clary pudiera abandonarlo por otro: saber que la forma en que la amaba era cósmicamente errónea; que lo que le parecía la cosa más pura y más irreprochable de su vida se había mancillado sin remedio. Recordó que su padre le había dicho que cuando caían los ángeles, caían angustiados, porque habían visto en su día el rostro de Dios y jamás volverían a verlo. Y que había pensado que comprendía muy bien cómo podían llegar a sentirse.
Pero todo aquello no le había llevado a desearla menos; simplemente había convertido su deseo en tortura. A veces, la sombra de aquella tortura caía sobre sus recuerdos cuando la besaba, como estaba sucediendo en aquel momento, y le llevaba a abrazarla aún con más fuerza. Ella emitió un sonido de sorpresa, pero no protestó, ni siquiera cuando él la cogió en brazos para llevarla hasta su cama.
Se tumbaron juntos sobre ella, arrugando algunas de las cartas. Jace apartó de un manotazo la caja para dejar espacio suficiente para los dos. El corazón le latía con fuerza contra sus costillas. Nunca antes habían estado juntos en la cama de aquella manera, realmente no. Había habido aquella noche en la habitación de ella en Idris, pero apenas se habían tocado. Jocelyn se encargaba de que nunca pasaran la noche juntos en casa de uno o del otro. Jace sospechaba que él no era muy del agrado de la madre de Clary, y no la culpaba por ello. De estar en su lugar, probablemente él habría pensado lo mismo.
—Te quiero —susurró Clary. Le había quitado la camisa y recorría con la punta de los dedos las cicatrices de la espalda de él y la cicatriz en forma de estrella de su hombro, gemela a la de ella, una reliquia del ángel cuya sangre ambos compartían—. No quiero perderte nunca.
Él deslizó la mano hacia abajo para deshacer el nudo de la blusa de ella. Su otra mano, apoyada en el colchón, tocó el frío metal del cuchillo de caza; debía de haberse caído en la cama junto con el resto del contenido de la caja.
—Eso no sucederá jamás.
Ella lo miró con ojos brillantes.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
Su mano apresó la empuñadura del cuchillo. La luz de la luna que entraba por la ventana iluminó el filo.
—Estoy seguro —dijo, e hizo descender el cuchillo. La hoja rasgó su carne como si fuera papel, y cuando la boca de ella se abrió para formar una sorprendida «O» y la sangre empapó el frontal de su blusa blanca, Jace pensó: «Dios mío, otra vez no».
Despertarse de la pesadilla fue como estamparse contra un escaparate. Sus cortantes fragmentos seguían taladrando a Jace incluso cuando consiguió liberarse, respirando con dificultad. Cayó de la cama, deseando instintivamente huir de aquello, y chocó contra el suelo de piedra con rodillas y manos. Por la ventana abierta entraba un aire helado, que le hacía temblar pero que le despejó por fin, llevándose con él los últimos vestigios del sueño.
Se miró las manos. Estaban limpias de sangre. La cama estaba hecha un lío, las sábanas y las mantas convertidas en un amasijo como resultado de las vueltas y más vueltas que había dado, pero la caja que contenía las pertenencias de su padre seguía en la mesita de noche, en el mismo lugar donde la había dejado antes de echarse a dormir.
Las primeras veces que había sufrido la pesadilla, se había despertado y vomitado. Ahora trataba de no comer antes de irse a dormir y su cuerpo se vengaba atormentándolo con espasmos de mareo y fiebre. Y uno de aquellos espasmos lo sacudió en aquel momento, se acurrucó y respiró con dificultad hasta que pasó.
Cuando hubo acabado, apoyó la frente en el frío suelo de piedra. El sudor empezaba a enfriarle el cuerpo, tenía la camisa pegada a la piel y se preguntó si aquellos sueños acabarían matándolo. Lo había intentado todo para acabar con ellos: pastillas y brebajes para dormir, runas de sueño y runas de paz y curación. Pero nada funcionaba. Los sueños devoraban su mente como veneno y no podía hacer nada para aplacarlos.
Incluso despierto, le resultaba difícil mirar a Clary. Ella siempre lo había comprendido mejor que nadie y no podía ni imaginarse qué pensaría si se enteraba del contenido de sus sueños. Se puso de costado en el suelo y miró la caja sobre la mesita de noche, iluminada por la luz de la luna. Y pensó en Valentine. Valentine, que había torturado y encarcelado a la única mujer a la que había amado, que había enseñado a su hijo —a sus hijos— que amar algo equivale a destruirlo para siempre.
Su cabeza daba vueltas sin parar mientras se repetía aquellas palabras para sus adentros, una y otra vez. Se habían convertido para él en una especie de cántico y, como sucede con cualquier cántico, las palabras habían empezado a perder su significado individual.
«No soy como Valentine. No quiero ser como él. No seré como él. No».
Vio a Sebastian —Jonathan, en realidad—, su casi hermano, que le sonreía a través de una maraña de pelo blanco como la plata, con los negros ojos brillando con un júbilo despiadado. Y vio su cuchillo clavarse en Jonathan y liberarse, y el cuerpo de Jonathan caer rodando en dirección al río, y su sangre mezclándose con las malas hierbas y la vegetación de la orilla.
«No soy como Valentine».
No sentía haber matado a Jonathan. De tener la oportunidad, volvería a hacerlo.
«No seré como él».
Evidentemente, no era normal matar a alguien —y mucho menos, a tu hermano adoptivo— y no sentirlo en absoluto.
«No seré como él».
Pero su padre le había enseñado que matar sin piedad era una virtud, y tal vez fuera cierto que no es posible olvidar lo que los padres te enseñan. Por mucho que quieras olvidarlo.
«No seré como él».
Tal vez la gente no podía cambiar nunca.
«No».