18

CICATRICES DE FUEGO

Las nubes habían ido descendiendo hasta el río, como hacían a veces por las noches, arrastrando con ellas una espesa bruma. No escondía, sin embargo, lo que sucedía en la terraza, sino que simplemente depositaba una especie de tenue niebla sobre todo lo demás. Los edificios que se alzaban alrededor eran tenebrosas columnas de luz, y la luna apenas brillaba, parecía el destello amortiguado de una lámpara a través de las ligeras nubes bajas. Los fragmentos rotos del ataúd de cristal, esparcidos por el suelo enlosado, relucían como pedazos de hielo, y también Lilith brillaba, pálida bajo la luz de la luna, observando a Simon inclinado sobre el cuerpo inmóvil de Sebastian, bebiendo su sangre.

Clary no soportaba mirar. Sabía que Simon aborrecía lo que estaba haciendo; sabía que estaba haciéndolo por ella. Por ella e incluso, un poco, también por Jace. Y sabía cuál sería el siguiente paso del ritual. Simon donaría su sangre, voluntariamente, a Sebastian, y Simon moriría. Los vampiros morían si se quedaban sin sangre. Simon moriría y ella lo perdería para siempre, y sería —absolutamente— por culpa suya.

Sentía a Jace detrás de ella, con los brazos tensos rodeándola y el suave y regular latido de su corazón pegado a sus omoplatos. Recordó cómo la había abrazado en Idris, en la escalera del Salón de los Acuerdos. El sonido del viento entre las hojas mientras la besaba, el calor de sus manos sujetándole la cara. Cómo había sentido su corazón latiendo con fuerza y había pensado que ningún otro corazón podía latir como el de él, cómo sus pulsaciones corrían parejas a las de ella.

Tenía que estar allí, en alguna parte. Igual que Sebastian en el interior de su prisión de cristal. Tenía que haber algún modo de llegar hasta él.

Lilith seguía observando a Simon inclinado sobre Sebastian, con los ojos oscuros grandes y fijos en ellos. Daba lo mismo que Clary y Jace estuvieran presentes.

—Jace —susurró Clary—. Jace, no quiero mirar esto.

Se presionó contra él, como si intentara acurrucarse entre sus brazos; después esbozó una mueca cuando el cuchillo le rozó de nuevo el cuello.

—Por favor, Jace —musitó—. No necesitas el cuchillo. Sabes que no puedo hacerte daño.

—Pero ¿qué…?

—Sólo quiero mirarte. Quiero verte la cara.

Notó el pecho de él ascender y descender una sola vez, muy rápido. Notó también el escalofrío que recorría el cuerpo de Jace, como si estuviera luchando contra alguna cosa, como si combatiera contra ella. Y entonces se movió del modo en que sólo él podía moverse, a la velocidad de un destello de luz. Sin disminuir la presión de su brazo derecho, deslizó la mano izquierda y guardó el cuchillo en su cinturón.

El corazón empezó a latirle con fuerza. «Podría echar a correr», pensó, pero él la atraparía, y había sido sólo un instante. Segundos después, volvía a rodearla con ambos brazos, las manos de él sobre ella, obligándola a volverse. Clary sintió los dedos de Jace recorriéndole la espalda, sus desnudos brazos temblando cuando la volvió de cara a él.

Estaba de espaldas a Simon, de espaldas a la mujer demonio, aunque seguía sintiendo su presencia, provocándole estremecimientos que le recorrían la columna entera. Levantó la vista hacia Jace. Su rostro era el de siempre. Sus arrugas de expresión, el pelo cayéndole sobre la frente, la débil cicatriz en el pómulo, otra en su sien. Sus pestañas de un tono más oscuro que su cabello. Sus ojos del color de un cristal amarillo claro. Eso sí que era distinto, pensó. Seguía pareciéndose a Jace, pero sus ojos eran más claros e inexpresivos, era como estar mirando una habitación vacía a través de una ventana.

—Tengo miedo —dijo.

Él le acarició el hombro, enviando con ello oleadas de chispas a todas sus terminaciones nerviosas; con una sensación de náusea, se dio cuenta de que su cuerpo seguía respondiendo a sus caricias.

—No permitiré que nada te pase.

Clary se quedó mirándolo. «Lo piensas en serio, ¿verdad? Por el motivo que sea, eres incapaz de ver la desconexión que existe entre tus actos y tus intenciones. No sé cómo, pero ella te ha robado esa capacidad».

—No podrás detenerla —dijo—. Me matará, Jace.

Él negó con la cabeza.

—No. Eso no lo haría.

Clary deseaba gritar, pero se obligó a mantener la voz serena.

—Sé que estás ahí, Jace. El Jace de verdad. —Se acercó más a él. La hebilla del cinturón de Jace se hundió en su cintura—. Podrías luchar contra ella…

Se equivocó al decir aquello. Jace se tensó, y Clary percibió un destello de angustia en sus ojos, la mirada de un animal que ha caído en una trampa. En un instante, había vuelto a su dureza anterior.

—No puedo.

Clary se estremeció. Aquélla mirada era horrible, tremendamente horrible. Pero viéndola estremecerse, la mirada se suavizó.

—¿Tienes frío? —le preguntó, y por un momento volvió a sonar como Jace, preocupado por su bienestar. Jace notó un intenso dolor en la garganta.

Asintió, aunque el frío físico era lo que menos le importaba en aquellas circunstancias.

—¿Puedo poner las manos dentro de tu chaqueta?

Jace movió afirmativamente la cabeza. Llevaba la chaqueta abierta y ella deslizó los brazos hacia el interior, sus manos le acariciaban ligeramente la espalda. Reinaba un silencio fantasmagórico. La ciudad parecía congelada en el interior de un prisma de hielo. Incluso la luz que irradiaba de los edificios era inmóvil y gélida.

Él respiraba despacio, regularmente. A través del tejido rasgado de su camiseta, Clary vislumbró la runa dibujada en su pecho. Era como si latiera al ritmo de su respiración. Resultaba mareante, pensó, estar pegada a él de aquel modo, como una sanguijuela, absorbiendo todo lo bueno de él, todo lo de él que era Jace.

Recordó lo que Luke le había explicado sobre cómo destruir runas: «Si las desfiguras lo suficiente, puedes minimizar o destruir su poder. A veces, en batalla, el enemigo intentará quemar o cortar la piel del cazador de sombras con la única intención de privarlo del poder de sus runas».

Siguió mirando a Jace fijamente a la cara. «Olvídate de lo que está pasando —pensó—. Olvídate de Simon, del cuchillo que tienes pegado al cuello. Lo que ahora digas importa más que cualquier cosa que hayas dicho en tu vida».

—¿Recuerdas lo que me dijiste en el parque? —le susurró.

Él la miró, perplejo.

—¿Qué?

—¿Cuando te dije que no sabía italiano? Recuerdo que me explicaste el significado de una cita. Dijiste que significaba que el amor es la fuerza más poderosa de la tierra. Más poderosa que todo.

Una diminuta arruga apareció en su ceño.

—No…

—Sí, claro que sí. —«Ándate con cuidado», se dijo, pero no podía evitarlo, no podía evitar la tensión que afloraba en su voz—. Lo recuerdas. La fuerza más poderosa que existe, dijiste. Más fuerte que el Cielo o el Infierno. Tiene que ser tambien más poderosa que Lilith.

Nada. Se quedó mirándola como si no pudiera oírla. Era como gritar en un túnel negro y vacío. «Jace, Jace, Jace. Sé que estás aquí».

—Existe una manera con la que podrías protegerme y, aun así, seguir haciendo lo que ella quiere —dijo—. ¿No sería lo mejor? —Presionó más su cuerpo contra el de Jace, sintiendo que se le retorcía el estómago. Era como abrazar a Jace y a la vez abrazar a otro, todo al mismo tiempo, una mezcla de felicidad y horror. Y percibió la reacción del cuerpo de él, el latido de su corazón en sus oídos, en sus venas; no había dejado de desearla, por muchas capas de control que Lilith hubiera depositado en su mente.

—Te lo diré en un susurro —dijo, rozándole el cuello con los labios. Aspiró su aroma, tan familiar para ella como el olor de su propia piel—. Escucha.

Levantó la cabeza y él se inclinó para escucharla… y la mano de ella se apartó de su cintura para agarrar la empuñadura del cuchillo que había dejado Jace en el cinturón. Se lo birló tal y como él le había enseñado durante sus sesiones de entrenamiento, equilibrando el peso del arma en la palma de la mano, y deslizó la hoja por el lado izquierdo de su pecho, trazando un arco amplio y superficial. Jace gritó —más de sorpresa que de dolor, se imaginó Clary— y del corte empezó a manar sangre, que resbaló por su piel, oscureciendo la runa. Jace se llevó la mano al pecho, y cuando al retirarla vio que estaba roja, se quedó mirándola, con los ojos abiertos de par en par, como si estuviese auténticamente herido, como si realmente fuera incapaz de creer su traición.

Clary giró para apartarse de él cuando Lilith gritó. Simon ya no estaba inclinado sobre Sebastian; se había enderezado y miraba a Clary, con la palma de su mano pegada a la boca. De su barbilla caía sangre negra de demonio, manchando su camisa blanca. Tenía los ojos muy abiertos.

—Jace. —El tono de voz de Lilith ascendió con asombro—. Jace, cógelo… Te lo ordeno…

Jace no se movió. Miró primero a Clary, luego a Lilith, después su mano ensangrentada, y volvió a mirarlas de nuevo. Simon había empezado a apartarse de Lilith; de pronto, se detuvo con una sacudida y se doblegó, cayendo de rodillas. Lilith corrió hacia Simon, con el rostro contorsionado.

—¡Levántate! —chilló—. ¡Ponte en pie! Has bebido su sangre. ¡Ahora él necesita la tuya!

Simon consiguió sentarse, pero cayó redondo en el suelo. Vomitó, expulsando sangre negra. Clary lo recordó en Idris, cuando le dijo que la sangre de Sebastian era como veneno. Lilith echó el pie hacia atrás con la intención de arrearle una patada, pero se tambaleó, como si una mano invisible la hubiera empujado, con fuerza. Lilith lanzó un alarido, sin palabras, sólo un chillido similar al grito de la lechuza. Un sonido de odio y rabia pura y dura.

No era el sonido de un ser humano; parecían fragmentos aserrados de vidrio clavándose en los oídos de Clary, que gritó:

—¡Deja en paz a Simon! Está enfermo. ¿Es que no ves que está enfermo?

Pero al instante se arrepintió de haber hablado. Lilith se volvió lentamente, y su mirada se deslizó sobre Jace, fría y autoritaria.

—Te lo dije, Jace Herondale —resonó su voz—. No dejes que la chica salga del círculo. Cógele el arma.

Clary ni se había dado cuenta de que seguía sujetando el cuchillo. Tenía tanto frío que estaba casi entumecida, pero debajo de aquello, una oleada de rabia insoportable hacia Lilith —hacia todo— liberó el movimiento de su brazo. Dejó caer el cuchillo. Se deslizó por las baldosas, yendo a parar a los pies de Jace, que se quedó mirándolo sin entender nada, como si en su vida hubiese visto un cuchillo.

La boca de Lilith era una fina raja roja. El blanco de sus ojos se había esfumado. No parecía humana.

—Jace —dijo entre dientes—. Jace Herondale, ya me has oído. Y me obedecerás.

—Cógelo —dijo Clary, mirando a Jace—. Cógelo y mátala a ella o a mí. Tú eliges.

Despacio, Jace se agachó y cogió el cuchillo.

Alec tenía Sandalphon en una mano, y un hachiwara —fabuloso para eludir a la vez a múltiples atacantes— en la otra. A sus pies yacían seis seguidores del culto, muertos o inconscientes.

Alec había combatido en su vida con bastantes demonios, pero luchar contra los seguidores de la iglesia de Talto resultaba especialmente siniestro. Se movían en conjunto, más como una oscura marea que como personas; y resultaba siniestro porque lo hacían en silencio y de un modo curiosamente potente y rápido. Por otro lado, daba la impresión de que no le tenían ningún miedo a la muerte. Aunque Alec e Isabelle les gritaban que se retiraran, ellos continuaban avanzando hacia ellos en manada, sin decir palabra, arrojándose contra los cazadores de sombras con la indiferencia autodestructiva de las ratas que se lanzan por un precipicio. Habían arrinconado a Alec y a Isabelle en una gran sala abierta que daba al vestíbulo, llena de pedestales de piedra, cuando los sonidos de la batalla habían atraído a Jordan y a Maia: Jordan en forma de lobo, Maia todavía humana, pero con las garras extendidas en todo su esplendor.

Los seguidores del culto ni se habían percatado de su presencia. Seguían luchando, cayendo uno tras otro a medida que Alec, Maia y Jordan acababan con ellos con la ayuda de cuchillos, garras y espadas. El látigo de Isabelle trazaba brillantes dibujos en el aire a medida que iba segando cuerpos, proyectando ramilletes de sangre. Maia estaba saliendo especialmente airosa de la contienda. Tenía a sus pies una montaña en la que había como mínimo una docena de cuerpos, y estaba acabando con el siguiente con una furia desmedida, con sus manos en forma de garra rojas hasta las muñecas.

Uno de los seguidores del culto se interpuso en el camino de Alec y se abalanzó contra él, con los brazos extendidos. La capucha le cubría la cabeza y Alec no podía verle la cara, ni adivinar su sexo o su edad. Le hundió la hoja de Sandalphon en el costado izquierdo del pecho. Y gritó, un grito masculino, fuerte y ronco. El hombre se derrumbó, arañándose el pecho, donde las llamas devoraban el borde del orificio que acababa de abrirse en la sudadera. Alec dio media vuelta, mareado. Odiaba ver lo que les sucedía a los humanos cuando un cuchillo serafín se clavaba en su piel.

De pronto sintió una quemadura en la espalda y cuando se volvió vio a un segundo seguidor del culto con un pedazo de viga en la mano. Iba sin capucha y era un hombre, su cara tan enjuta que parecía que los pómulos fueran a partirle la piel. Dijo algo entre dientes y se abalanzó sobre Alec, que se hizo a un lado. El arma le rozó. Se giró y de un puntapié la hizo saltar de la mano de su atacante; cayó al suelo con un ruido metálico y el hombre empezó a recular, tropezando casi con un cadáver… y huyó corriendo.

Alec se quedó dudando por un instante. El hombre que acababa de atacarlo ya estaba a punto de alcanzar la puerta. Alec sabía que debía seguirlo —era evidente que si aquel hombre huía lo hacía para avisar a alguien o conseguir refuerzos—, pero se sentía extremadamente cansado, asqueado y mareado incluso. Eran posesos; ya ni siquiera eran personas, pero la sensación seguía siendo la de estar matando a seres humanos.

Se preguntó qué diría Magnus, aunque a decir verdad, ya lo sabía. Alec ya había combatido contra criaturas como aquéllas, servidores de demonios. El demonio les había consumido prácticamente todo lo que tenían de humanos para aprovechar su energía, dejando en ellos tan sólo un deseo asesino de matar y un cuerpo humano que moría en una lenta agonía. Era imposible ayudarlos: eran incurables, irremediables. Oía la voz de Magnus como si el brujo estuviera a su lado. «Matarlos es lo más piadoso que puedes hacer».

Alec devolvió el hachiwara a su cinturón y fue en su persecución, aporreando la puerta y saliendo al vestíbulo detrás del seguidor del culto. El vestíbulo estaba vacío, las puertas del ascensor más alejado abiertas, el siniestro sonido agudo de una alarma resonando en el pasillo. En aquel espacio se abrían varias puertas. Con un incómodo gesto de indiferencia, Alec eligió una al azar y la atravesó corriendo.

Se encontró en un laberinto de pequeñas habitaciones que apenas estaban terminadas: las habían enyesado a toda prisa y ramilletes de cables multicolores brotaban de agujeros en las paredes. El cuchillo serafín dibujaba un mosaico de luz en los muros mientras avanzaba con cautela por las habitaciones, con los nervios a flor de piel. En un momento dado, la luz captó un movimiento y Alec dio un brinco. Bajó el cuchillo y vio un par de ojos rojos y un cuerpecillo gris desapareciendo por un orificio. Alec hizo una mueca de asco. Aquello era Nueva York. Había ratas incluso en un edificio nuevo como aquél.

Al final, las habitaciones dieron paso a un espacio mayor, no tan grande como la habitación de los pedestales, pero de un tamaño considerablemente superior a las demás. Había también allí una pared de cristal, con cartón cubriéndola en parte.

En un rincón de la habitación vio acurrucada una forma oscura, cerca de unas tuberías aún por rematar. Alec se aproximó con cautela. ¿Sería un truco de la luz? No, la forma era evidentemente humana, una figura agachada vestida con ropa oscura. La runa de la visión nocturna de Alec lanzó una punzada cuando Alec forzó la vista, sin dejar de avanzar. La forma acabó convirtiéndose en una mujer delgada, descalza, con las manos encadenadas delante de ella en un trozo de tubería. Levantó la cabeza cuando Alec se acercó más a ella y la escasa luz que entraba por las ventanas iluminó su cabello rubio.

—¿Alexander? —dijo; su voz reflejaba incredulidad—. ¿Alexander Lightwood?

Era Camille.

—Jace. —La voz de Lilith descendió como un látigo sobre carne viva; incluso Clary se encogió de miedo al oírla—. Te ordeno que…

Jace retiró el brazo —Clary se tensó, preparándose para lo peor— y le lanzó el cuchillo a Lilith. El arma volteó en el aire y acabó hundiéndose en su pecho; Lilith se tambaleó hacia atrás, perdiendo el equilibrio. Los tacones de Lilith resbalaron sobre la lisa superficie de piedra, pero la diablesa consiguió enderezarse con un gruñido y se arrancó el cuchillo que había quedado clavado entre sus costillas. Escupiendo algo en un idioma que Clary no entendía, lo tiró al suelo. Cayó con un zumbido, con la hoja medio consumida, como si hubiese estado sumergida en un potente ácido.

Se giró en redondo hacia Clary.

—¿Qué le has hecho? ¿Qué le has hecho? —Hacía tan sólo un instante, sus ojos eran completamente negros. Ahora parecían globos. Pequeñas serpientes negras culebreaban en sus cuencas; Clary gritó y dio un paso atrás, tropezándose casi con un seto. Aquélla era la Lilith que había surgido en la visión de Ithuriel, con aquellos ojos y aquella voz tan dura y atronadora. Empezó a avanzar hacia Clary…

Y de pronto apareció Jace entre ellas, bloqueándole el paso a Lilith. Clary lo miró fijamente. Volvía a ser él. Era como si ardiera con el fuego de los justos, como le había sucedido a Raziel aquella horrible noche en el lago Lyn. Había extraído un cuchillo serafín de su cinturón, su plata blanca se reflejaba en sus ojos; el desgarrón de su camisa estaba manchado de sangre, que seguía resbalando sobre su piel desnuda. Su forma de mirarla a ella, a Lilith… Si los ángeles pudieran alzarse del infierno, pensó Clary, mirarían de aquella manera.

Miguel —dijo, y Clary no estaba muy segura de si fue debido a la fuerza del nombre o a la rabia de su voz, pero el arma brillaba con más fuerza que cualquier cuchillo serafín que hubiera visto en su vida. Apartó por un instante la vista, cegada, y vio a Simon tendido en el suelo, convertido en un bulto oscuro, junto al ataúd de cristal de Sebastian.

El corazón se le retorcía en el pecho. ¿Y si la sangre de demonio de Sebastian lo había envenenado? La Marca de Caín no podía ayudarlo en ese caso. Lo había hecho voluntariamente, por sí mismo. Por ella. Simon.

—Ah, Miguel. —La voz de Lilith era casi una carcajada mientras avanzaba hacia Jace—. El capitán de la horda del Señor. Lo conocí.

Jace levantó su cuchillo serafín; relucía como una estrella, tanto brillaba que Clary se preguntó si la ciudad entera podría verlo, como un reflector taladrando el cielo.

—No te acerques más.

Lilith, sorprendiendo a Clary, se detuvo.

—Miguel asesinó al demonio Sammael, al que yo amaba —dijo—. ¿Por qué será, pequeño cazador de sombras, que tus ángeles son tan fríos y despiadados? ¿Por qué destrozan a todo aquel que no les obedece?

—No tenía ni idea de que fueras una defensora del libre albedrío —dijo Jace, y su manera de decirlo, su voz cargada de sarcasmo, devolvió a Clary, más que cualquier otra cosa lo habría hecho, la confianza de que volvía a ser él—. ¿Qué tal, entonces, si permites que nos marchemos todos de esta terraza? ¿Simon, Clary y yo? ¿Qué me dices, diablesa? Se ha acabado. Ya no me controlas. No pienso hacerle ningún daño a Clary, y Simon no te obedecerá. Y ese pedazo de mierda que intentas resucitar… te sugiero que te lo quites de encima antes de que empiece a pudrirse. Porque no volverá, y su fecha de caducidad está más que superada.

El rostro de Lilith se contorsionó, y escupió a Jace. Su saliva fue una llama negra que al tocar el suelo se convirtió en una serpiente que culebreó hacia él con las mandíbulas abiertas. La aplastó con la bota y se abalanzó hacia la diablesa, blandiendo el cuchillo, pero Lilith desapareció como una sombra cuando el arma se iluminó, apareciendo de nuevo justo detrás de él. Cuando Jace se volvió, ella alargó el brazo, casi con desidia, y le golpeó el pecho con la mano abierta.

Jace salió volando. Miguel se deslizó de su mano y rebotó en las losas de piedra del suelo. Jace navegó por los aires y chocó contra el pequeño muro de la terraza con tanta fuerza que la piedra se resquebrajó. Cayó con dureza al suelo, visiblemente conmocionado.

Jadeando, Clary corrió para recoger el cuchillo serafín, pero no consiguió darle alcance. Lilith atrapó a Clary con dos manos finas y gélidas y la lanzó por los aires con una fuerza increíble. Clary se precipitó contra un seto, sus ramas le arañaron la piel, abriéndole extensos cortes. Trató de salir de allí, pero tenía el vestido enredado en el follaje. Después de escuchar el sonido de la tela de seda al rajarse, consiguió liberarse y vio que Lilith estaba levantando a Jace del suelo, con la mano pegada a la ensangrentada parte frontal de la camisa.

Lilith sonreía a Jace, con dientes negros y relucientes como metal.

—Me alegro de que te hayas levantado, pequeño nefilim. Quiero ver tu cara cuando te mate, en lugar de apuñalarte por la espalda como tú le hiciste a mi hijo.

Jace se restregó la cara con la manga de la camisa; tenía un corte sangrante en la mejilla y el tejido se manchó de rojo.

—No es tu hijo. Le donaste algo de sangre. Pero eso no lo convierte en tu hijo. Madre de los brujos… —Giró la cabeza y escupió sangre—. No eres la madre de nadie.

Los ojos de serpiente de Lilith se agitaron con furia. Clary, liberándose por fin del seto, observó que cada cabeza de serpiente tenía su propio par de ojos, brillantes y rojos. Sintió náuseas viendo el movimiento de aquellas serpientes; sus miradas recorrían de arriba abajo el cuerpo de Jace.

—Destrozando mi runa… Qué vulgaridad —espetó Lilith.

—Sí, pero muy efectivo —dijo Jace.

—No podrás vencerme, Jace Herondale —dijo ella—. Tal vez seas el cazador de sombras más grande que ha conocido este mundo, pero yo soy algo más que un demonio mayor.

—Entonces, lucha conmigo —dijo Jace—. Elige arma. Yo usaré mi cuchillo serafín. Luchemos cuerpo a cuerpo y veremos quién gana.

Lilith se quedó mirándolo, moviendo lentamente la cabeza, su oscuro cabello se agitaba como humo a su alrededor.

—Soy el demonio más antiguo —dijo—. No soy un hombre. Carezco de orgullo masculino con el que poder engatusarme, y un combate cuerpo a cuerpo no me interesa. Es una debilidad de los de tu sexo, no del mío. Soy una mujer. Utilizaré cualquier arma y todas las armas posibles para conseguir lo que quiero. —Lo soltó entonces, con un empujón casi despreciativo; Jace se tambaleó un instante, pero se enderezó en seguida y alcanzó el brillante cuchillo Miguel.

Lo cogió justo cuando Lilith reía a carcajadas y levantaba los brazos. De sus manos abiertas surgieron como una explosión unas sombras medio opacas. Incluso Jace se sorprendió cuando las sombras se solidificaron en forma de dos demonios negros con brillantes ojos rojos. Cayeron al suelo, dando zarpazos y gruñendo. Eran perros, pensó Clary asombrada, dos perros negros de aspecto siniestro y malévolo que recordaban vagamente un par de doberman.

—Cerberos —jadeó Jace—. Clary…

Se interrumpió cuando uno de los perros se abalanzó sobre él, con la boca abierta como la de un tiburón y un aullido estallando en su garganta. Un instante después, el segundo dio un salto y se lanzó directamente sobre Clary.

—Camille. —A Alec le daba vueltas la cabeza—. ¿Qué haces aquí?

Al momento se dio cuenta de la estupidez de su pregunta. Reprimió las ganas de darse un golpe en la frente. Lo último que deseaba era quedar como un tonto delante de la ex novia de Magnus.

—Ha sido Lilith —dijo la vampira con una vocecilla temblorosa—. Sus seguidores irrumpieron en el Santuario. No está protegido contra los humanos, y ellos son humanos… a duras penas. Cortaron mis cadenas y me trajeron aquí. Me llevaron a su presencia. —Levantó las manos; las cadenas que la sujetaban a la tubería traquetearon—. Me torturaron.

Alec se agachó hasta que sus ojos quedaron al mismo nivel que los de Camille. Los vampiros no sufrían magulladuras —se curaban tan rápido que no daba ni tiempo para ello—, pero el pelo de Camille estaba manchado de sangre en el lado izquierdo de su cabeza, lo que invitaba a pensar que estaba diciendo la verdad.

—Supongamos que te creo —dijo Alec—. ¿Qué quería de ti? Nada de lo que sé acerca de Lilith indica que tenga un interés especial por los vampiros…

—Ya sabes por qué me retenía la Clave —dijo—. Debes de haberlo oído.

—Mataste a tres cazadores de sombras. Magnus dijo que alguien te lo había ordenado… —Se interrumpió—. ¿Lilith?

—¿Me ayudarás si te lo cuento? —Le temblaba el labio inferior. Tenía los ojos abiertos de par en par, verdes, suplicantes. Era muy bella. Alec se preguntó si alguna vez habría mirado a Magnus de aquella manera. Le entraron ganas de zarandearla.

—Tal vez —dijo, pasmado ante la frialdad de su voz—. En estas condiciones, tienes poco poder negociador. Podría largarme y dejarte en manos de Lilith y no supondría una gran diferencia para mí.

—Sí que lo supondría —replicó ella. Hablaba en voz baja—. Magnus te quiere. Si fueses el tipo de persona capaz de abandonar a un ser indefenso, no te querría.

—A ti también te quería —dijo Alec.

Camille esbozó una sonrisa melancólica.

—Me parece que desde entonces ha aprendido.

Alec se balanceó levemente.

—Mira —dijo—. Cuéntame la verdad. Si lo haces, te cortaré las cadenas y te llevaré ante la Clave. Te tratarán mejor de lo que te trataría Lilith.

Camille se miró las muñecas, encadenadas a la tubería.

—La Clave me encadenó —dijo—. Lilith me ha encadenado. Veo poca diferencia en el trato que me han dado las dos partes.

—Supongo, en este caso, que debes elegir. Confiar en mí o confiar en ella —dijo Alec. Era una apuesta arriesgada, y lo sabía.

Esperó durante tensos segundos hasta que ella respondió.

—Muy bien. Si Magnus confía en ti, yo confiaré en ti. —Levantó la cabeza, esforzándose por mantener un aspecto digno a pesar de sus ropajes hechos harapos y su pelo ensangrentado—. Fue Lilith la que acudió a mí, no yo a ella. Estaba al corriente de que pretendía recuperar mi puesto como jefa del clan de Manhattan que actualmente está en manos de Raphael Santiago. Dijo que me ayudaría, si yo la ayudaba a ella.

—¿Ayudarla asesinando cazadores de sombras?

—Lilith quería su sangre —dijo—. Para esos bebés. Inyectaba sangre de cazador de sombras y sangre de demonio a las madres; intentaba replicar lo que Valentine le había hecho a su hijo. Pero no funcionó. Los bebés salían convertidos en cosas retorcidas… y luego morían. —Captando la mirada de asco de Alec, dijo—: Al principio no sabía para qué quería la sangre. Tal vez no tengas una opinión muy buena de mí, pero no me gusta asesinar a inocentes.

—No tenías por qué hacerlo —dijo Alec—. Simplemente porque te lo ofreciera.

Camille sonrió de agotamiento.

—Cuando llegas a ser tan vieja como yo —dijo— es porque has aprendido a jugar correctamente el juego, a establecer las alianzas adecuadas en el momento adecuado. A aliarte no sólo con los poderosos, sino también con aquellos que crees que te harán poderoso. Sabía que si no accedía a ayudarla, Lilith me mataría. Los demonios son desconfiados por naturaleza, y Lilith podría creer que acudiría a la Clave para explicar sus planes de matar a cazadores de sombras por mucho que le prometiera que guardaría silencio. Corrí el riesgo porque Lilith suponía para mí un peligro mayor que los de tu especie.

—¿Y te dio igual matar a cazadores de sombras?

—Eran miembros del Círculo —dijo Camille—. Habían matado a los de mi especie. Y a miembros de la tuya.

—¿Y Simon Lewis? ¿Qué interés tienes por él?

—Todo el mundo quiere al vampiro diurno de su lado. —Camille hizo un gesto de indiferencia—. Y sabía que tenía la Marca de Caín. Uno de los secuaces de Raphael sigue siéndome fiel. Me pasó la información. Pocos subterráneos lo saben. Eso lo convierte en un aliado de valor incalculable.

—¿Y por eso lo quiere Lilith?

Camille abrió mucho los ojos. Tenía la piel muy pálida y Alec se fijó en que las venas de debajo se habían oscurecido, que su dibujo empezaba a extenderse por la blancura de su cara como las rajas en un jarrón de porcelana. Los vampiros hambrientos se volvían salvajes y acababan perdiendo la conciencia cuando llevaban mucho tiempo sin consumir sangre. Cuanto más viejos eran, más podían aguantar sin alimento, pero Alec no pudo evitar preguntarse cuánto tiempo haría que Camille no había comido.

—¿A qué te refieres?

—Por lo que se ve, ha convocado a Simon para que se reúna con ella —dijo Alec—. Están en algún lugar de este edificio.

Camille se quedó mirándolo un momento más y se echó a reír.

—Una auténtica ironía —dijo—. En ningún momento me lo mencionó, ni yo se lo mencioné a ella, y ambas andábamos buscándolo para nuestros propios fines. Si ella lo quiere, es por su sangre —añadió—. A buen seguro, el ritual que está llevando a cabo tiene que ver con sangre mágica. Su sangre (mezclada con sangre de subterráneo y de cazador de sangre) podría ser de mucha utilidad para ella.

Alec experimentó una pizca de intranquilidad.

—Pero no puede hacerle daño. La Marca de Caín…

—Encontrará la manera de evitarla —dijo Camille—. Es Lilith, madre de los brujos. Lleva viva mucho tiempo, Alexander.

Alec se incorporó.

—Entonces será mejor que averigüe qué está haciendo.

Las cadenas de Camille traquetearon cuando intentó arrodillarse.

—Espera… Has dicho que me liberarías.

Alec se volvió para mirarla.

—No, he dicho que te dejaría en manos de la Clave.

—Pero si me dejas aquí, nada impedirá que Lilith acuda primero a por mí. —Se echó hacia atrás el pelo enredado; arrugas de cansancio marcaban su rostro—. Alexander, por favor. Te lo ruego…

—¿Quién es Will? —preguntó Alec. Las palabras le salieron de golpe, inesperadamente, dejándolo horrorizado.

—¿Will? —Camille se quedó inexpresiva por un instante; pero su cara empezó a arrugarse en cuanto comprendió a quién se refería—. Oíste la conversación que mantuve con Magnus.

—En parte —dijo Alec con cautela—. Will está muerto, ¿no? Quiero decir que Magnus mencionó que lo conoció hace mucho…

—Ya sé qué es lo que te preocupa, pequeño cazador de sombras. —La voz de Camille se había vuelto musical y cariñosa. Detrás de ella, a través de las ventanas, Alec vio las luces lejanas de un avión que sobrevolaba la ciudad—. Al principio fuiste feliz. Pensabas en el momento, no en el futuro. Pero ahora has caído en la cuenta. Envejecerás, y algún día morirás. Y Magnus no. Él continuará. No envejeceréis juntos. Y os distanciaréis.

Alec pensó en la gente que iba en el avión, allá arriba, en aquel aire frío y gélido, contemplando la ciudad como si fuese un campo lleno de relucientes diamantes. Él no había subido jamás en un avión, claro estaba. Pero se imaginaba la sensación: soledad, lejanía, desconexión del mundo.

—Eso no puedes saberlo —dijo—. Lo de que nos distanciaremos.

Ella sonrió con lástima.

—Ahora eres bello —dijo—. Pero ¿lo serás de aquí a veinte años? ¿Cuarenta? ¿Cincuenta? ¿Amará él tus ojos azules cuando pierdan su luz, tu piel suave cuando la edad la llene de surcos profundos? ¿Tus manos cuando se arruguen y se debiliten, tu pelo cuando se vuelva cano…?

—Calla. —Alec escuchó el chasquido de su propia voz, y se avergonzó al instante—. Cállate. No quiero oírlo.

—No tiene por qué ser así. —Camille se inclinó hacia él, sus ojos verdes se veían muy luminosos—. ¿Y si te dijera que no tendrías por qué envejecer? ¿Ni morir?

Alec sintió una oleada de rabia.

—No me interesa convertirme en vampiro. No te molestes siquiera en ofrecérmelo. No si la única alternativa es la muerte.

El rostro de Camille se contorsionó por un brevísimo instante. Pero la sensación se desvaneció en cuando reafirmó su control. Esbozó una fina sonrisa y dijo:

—No es lo que te sugiero. ¿Y si te dijera que existe otra manera? ¿Otra manera para que los dos estéis juntos para siempre?

Alec tragó saliva. La boca se le había quedado seca como el papel.

—Cuéntamela.

Camille levantó las manos. Las cadenas traquetearon de nuevo.

—Córtamelas.

—No. Explícamelo primero.

Camille hizo un gesto negativo.

—No lo haré. —Su expresión era dura como el mármol, igual que su voz—. Has dicho que no tenía con qué negociar. Pero sí lo tengo. Y no pienso revelártelo.

Alec se quedó dudando. Oía mentalmente la cálida voz de Magnus: «Es una maestra de la implicación y la manipulación. Siempre lo ha sido».

«Pero, Magnus —pensó—. Nunca me lo dijiste. Nunca me avisaste de que sería así, de que un día me despertaría y me daría cuenta de que yo iba hacia un lugar adonde tú no podías seguirme. De que no somos lo mismo. De que eso de que “hasta que la muerte os separe” no es válido para los que nunca mueren».

Dio un paso hacia Camille, luego otro. Levantó el brazo derecho e hizo descender el cuchillo serafín, con todas sus fuerzas. Atravesó el metal de las cadenas; las muñecas de Camile quedaron separadas, en sus esposas aún, pero libres. Camille levantó los brazos con una expresión de triunfo y regocijo.

—Alec. —Era Isabelle, en el umbral de la puerta. Alec se volvió y la vio allí, el látigo a un costado. Estaba manchado de sangre, igual que sus manos y su vestido de seda—. ¿Qué haces aquí?

—Nada. Yo… —Alec experimentó una oleada de vergüenza y horror; casi sin pensarlo, se situó delante de Camille, como si con ello pudiera esconderla del ángulo de visión de su hermana.

—Están todos muertos. —Isabelle parecía triste—. Los seguidores del culto. Los hemos matado a todos. Ahora debemos encontrar a Simon. —Miró de reojo a Alec—. ¿Estás bien? Te veo muy pálido.

—La he liberado —borboteó Alec—. No debería haberlo hecho. Pero es que…

—¿Liberado a quién? —Isabelle dio un paso hacia el interior de la habitación. Las luces de la ciudad salpicaban su vestido, haciéndola brillar como un fantasma—. ¿De qué me hablas, Alec?

Parecía no entender nada, estaba confusa. Alec se volvió, siguiendo la mirada de Isabelle, y vio… nada. La tubería continuaba allí, un trozo de cadena a su lado, y el polvo del suelo levemente alterado. Pero Camille había desaparecido.

Clary apenas tuvo tiempo de extender los brazos para defenderse antes de que el cerbero se estampara contra ella: una bala de cañón de músculos, huesos y aliento caliente y pegajoso. Se sintió volar por los aires; recordó que Jace le había explicado cómo caer, cómo protegerse, pero el consejo se le había ido por completo de la cabeza y cayó al suelo con los codos, con un dolor agónico taladrándola al tiempo que se cortaba su piel. Un instante después, el perro de caza estaba encima de ella, sus garras le aplastaban el pecho, su cola retorcida se movía de lado a lado, era la grotesca imitación de un meneo. El extremo de la cola estaba rematado por unas protuberancias parecidas a uñas, como una maza medieval, y su cuerpo robusto emitió un potente gruñido, tan alto y fuerte que sintió que le vibraban los huesos.

—¡Retenla aquí! ¡Rájale el cuello si intenta escaparse! —Lilith le daba instrucciones a gritos mientras el segundo cerbero se abalanzaba sobre Jace, que empezó a luchar contra él, rodando por el suelo en un remolino de dientes, brazos y piernas y aquella maligna cola de látigo. Con gran esfuerzo, Clary giró la cabeza y vio a Lilith acercándose al ataúd de cristal y a Simon, tendido en el suelo a su lado. Sebastian seguía flotando dentro del ataúd, inmóvil como un ahogado; el color lechoso del agua se había oscurecido, seguramente como consecuencia de la sangre.

El perro que la retenía en el suelo gruñó junto a su oído. El sonido le produjo una sacudida de terror… y además de terror, de rabia. Rabia hacia Lilith, y rabia hacia sí misma. Era una cazadora de sombras. Una cosa era que un demonio rapiñador pudiera con ella cuando ni siquiera había oído hablar sobre los nefilim. Pero ahora estaba entrenada. Tendría que ser capaz de hacerlo mejor.

«Cualquier cosa puede convertirse en una arma», le había dicho Jace en el parque. El peso del cerbero resultaba aplastante; Clary emitió un grito sofocado y se llevó la mano a la garganta, luchando por coger aire. El perro seguía ladrando y gruñendo, enseñando los dientes. Clary cogió entre sus dedos la cadena con el anillo de los Morgenstern que llevaba colgada al cuello. Tiró de ella con fuerza y la cadena se partió; la agitó contra la cara del perro, clavándosela en los ojos. El cerbero se echó hacia atrás, aullando de dolor, y Clary rodó hacia un lado y consiguió arrodillarse en el suelo. Con los ojos ensangrentados, el perro se agazapó, dispuesto a saltar. Sin quererlo, Clary había soltado la cadena y el anillo salió rodando; trató de alcanzar la cadena en el mismo instante en que el perro volvía a saltar.

Una hoja reluciente brilló en la noche, descendiendo a escasos centímetros de la cara de Clary, separando la cabeza del perro de su cuerpo. Exhaló un único aullido y desapareció, dejando una marca negra y chamuscada en la piedra y un tufo a demonio en el ambiente.

Unas manos descendieron, levantando con delicadeza a Clary. Era Jace. Se había guardado en el cinto el ardiente cuchillo serafín y la sujetaba con ambas manos, mirándola con una curiosa expresión. No habría sabido describirla, ni siquiera dibujarla: esperanza, conmoción, amor, deseo y rabia, todo mezclado. Tenía la camisa rasgada por varios puntos, manchada de sangre; la chaqueta había desaparecido, su pelo rubio estaba enmarañado con sangre y sudor. Se quedaron mirándose por un instante, mientras él la cogía con fuerza de las manos. Y entonces, los dos dijeron a la vez:

—¿Estás…? —empezó ella.

—Clary. —Sin soltarla, la apartó de él, la alejó del círculo y la condujo hacia el camino que llevaba a los ascensores—. Vete —dijo con voz ronca—. Vete de aquí, Clary.

—Jace…

Él respiró hondo.

—Por favor —dijo, y la soltó, extrayendo de nuevo el cuchillo serafín de su cinturón mientras se adentraba de nuevo en el círculo.

—Levántate —rugió Lilith—. Levántate.

Una mano sacudió a Simon por los hombros, enviando a su cabeza una oleada de agónico dolor. Había estado flotando en la oscuridad; abrió los ojos y vio el cielo nocturno, las estrellas, y la blanca cara de Lilith cerniéndose sobre él. Sus ojos habían desaparecido para ser reemplazados por serpientes negras. El susto fue tal, que Simon se levantó de un brinco.

En cuanto se puso en pie, vomitó y estuvo a punto de caer otra vez de rodillas. Cerró los ojos para combatir la sensación de náusea y oyó a Lilith vociferar su nombre. Acto seguido, la mano de ella se posó en su brazo, guiándolo hacia adelante. Le dejó hacer. Tenía en la boca el sabor amargo y nauseabundo de la sangre de Sebastian; se extendía, además, por sus venas, y se sentía enfermo, débil y destemplado. Era como si la cabeza le pesase mil kilos y la sensación de vértigo avanzaba y retrocedía en oleadas.

De repente, la fría sujeción de Lilith en su brazo desapareció. Simon abrió los ojos y se encontró de pie junto al ataúd de cristal, como antes. Sebastian flotaba en el oscuro líquido lechoso con el rostro impasible, sin pulso en el cuello. En el lugar donde Simon lo había mordido, había dos orificios oscuros.

«Dale tu sangre. —Era la voz de Lilith resonando, no en el aire, sino el interior de su cabeza—. Hazlo ya».

Simon levantó la vista, mareado. La visión empezaba a nublarse. Intentó ver a Clary y a Jace entre la oscuridad que lo envolvía.

«Utiliza tus colmillos —dijo Lilith—. Ábrete la muñeca. Dale tu sangre a Jonathan. Cúralo».

Simon se acercó la muñeca a la boca.

«Cúralo».

Resucitar a alguien era bastante más que curarlo, pensó. Tal vez la mano de Sebastian se recuperara. Tal vez Lilith se refería a eso. Esperó a que sus colmillos aparecieran, pero no salían. Las náuseas eran tan tremendas que no tenía hambre y reprimió un deseo insensato de echarse a reír.

—No puedo —dijo, casi jadeando—. No puedo…

—¡Lilith! —La voz de Jace rasgó la noche; Lilith se volvió silbando con incredulidad entre dientes. Simon bajó la mano lentamente, intentando fijar la vista. Se concentró en el brillo que tenía delante de él, que se transformó en la llama ondulante de un cuchillo serafín que Jace sujetaba con su mano izquierda. Simon lo veía por fin con claridad, una imagen inconfundible recortada en la oscuridad. No llevaba chaqueta, iba mugriento, la camisa rasgada y manchada de sangre, pero su mirada era clara, firme y concentrada. Ya no parecía un zombi ni un sonámbulo atrapado en una pesadilla horrorosa.

—¿Dónde está? —dijo Lilith, sus ojos de serpiente saliéndose de sus órbitas—. ¿Dónde está la chica?

Clary. La mirada neblinosa de Simon examinó la oscuridad que rodeaba a Jace, pero no la vio por ningún lado. Su visión empezaba a mejorar. Vio las baldosas del suelo manchadas de sangre y harapos de seda enganchados en las punzantes ramas de un seto. Lo que parecían huellas de zarpas marcadas con sangre. Simon empezó a notar una fuerte tensión en el pecho. Miró rápidamente a Jace. Se veía que estaba enfadado —muy enfadado, de hecho—, pero no destrozado como cabría esperar de haberle sucedido algo a Clary. Pero ¿dónde estaba ella?

—Clary no tiene nada que ver con esto —dijo Jace—. Dices que no puedo matarte, diablesa. Pero yo te digo que sí. Veamos quién de los dos tiene razón.

Lilith se movió a tal velocidad, que su imagen se tornó confusa. Estaba al lado de Simon, y al momento siguiente se encontraba en el peldaño por encima de donde estaba Jace. Lo acuchilló con la mano; Jace la esquivó, girando detrás de ella y arrojándole al hombro el cuchillo serafín. Lilith gritó, revolviéndose contra él, la sangre brotando de su herida. Era de un color negro reluciente, como el ónix. Juntó las manos como si pretendiera estrujar el arma entre ellas. Al unirse, explotaron como un trueno, pero Jace se había alejado ya varios metros, con la luz del cuchillo serafín danzando en el aire delante de él como el guiño de un ojo burlón.

De haber sido un cazador de sombras distinto a Jace, pensó Simon, ya estaría muerto. Recordó lo que había dicho Camille: «El hombre no puede luchar contra lo divino». Pese a su sangre de ángel, los cazadores de sombras eran humanos, y Lilith era algo más que un simple demonio.

Simon sintió una punzada de dolor. Sorprendido, se percató de que sus colmillos habían hecho finalmente su aparición y estaban taladrándole el labio inferior. El dolor y el sabor a sangre le despertaron aún más. Empezó a incorporarse, poco a poco, sin despegar la mirada de Lilith. No daba la impresión de que estuviese fijándose en él, ni de que se hubiera dado cuenta de que había empezado a moverse. Tenía los ojos clavados en Jace. Con un nuevo y repentino gruñido, se abalanzó sobre Jace. Verlos luchando por la azotea era como ver mariposas nocturnas volando velozmente de un lado a otro. Incluso a Simon, con su visión de vampiro, le costaba seguir sus maniobras esquivando setos, desplazándose vertiginosamente por el pavimento. Lilith había acorralado a Jace contra el murete que rodeaba un reloj de sol, sus números esculpidos en oro. Jace se movía tan rápido que se desdibujaba casi; la luz de Miguel se revolvía en torno a Lilith como si estuviera atrapada en una red de filamentos brillantes casi invisibles. Cualquier otro habría quedado aniquilado en cuestión de segundos. Pero Lilith se movía como aguas oscuras, como el humo. Se esfumaba y reaparecía a voluntad, y aunque era evidente que Jace no se estaba cansando, Simon intuía su frustración.

Y al final sucedió. Jace blandió con violencia el cuchillo serafín contra Lilith… y ella lo cogió en el aire, su mano lo atrapó por la hoja. Atrajo el arma hacia ella, la mano goteaba sangre negra. Cuando las gotas alcanzaron el suelo, se convirtieron en diminutas serpientes de obsidiana que culebrearon en dirección a los arbustos.

Entonces cogió el cuchillo con las manos y lo levantó. La sangre se deslizaba por sus pálidas muñecas y antebrazos como chorretones de brea. Gruñendo una sonrisa, partió el cuchillo por la mitad; una parte se deshizo en sus manos, convirtiéndose en polvo brillante, mientras que la otra —la empuñadura y un fragmento aserrado de la hoja— chisporroteó misteriosamente, asfixiada casi por las cenizas.

Lilith sonrió.

—Pobrecito Miguel —dijo—. Siempre fue débil.

Jace jadeaba, sus manos estaban cerradas en sendos puños a sus costados y su pelo sudoroso pegado a su frente.

—Tú siempre dándotelas de conocer a gente famosa —dijo—. «Conocí a Miguel», «Conocí a Samuel», «El ángel Gabriel me cortó el pelo». Es como esa serie de televisión, pero con figuras bíblicas.

Jace estaba comportándose como un valiente, pensó Simon, bravo e ingenioso porque creía que Lilith iba a matarlo, y así quería irse, sin miedo y plantando cara. Como un guerrero. Como siempre hacían los cazadores de sombras. La canción de su muerte siempre sería ésta: chistes, sarcasmo y arrogancia fingida, y esa mirada en sus ojos que decía: «Soy mejor que tú». Simon no había caído antes en la cuenta.

—Lilith —prosiguió Jace, consiguiendo que la palabra sonara como una maldición—. Te estudié. En el colegio. El cielo te maldijo con la infertilidad. Mil bebés, y todos muertos. ¿No es eso?

Lilith sostuvo su oscura mirada, su rostro era inexpugnable.

—Ándate con cuidado, pequeño cazador de sombras.

—¿O qué? ¿O me matarás? —Jace había sufrido un corte en la mejilla, que estaba sangrándole. No hizo el mínimo esfuerzo por limpiarse la cara—. Adelante.

«No». Simon intentó dar un paso, pero le fallaron las rodillas y cayó, impactando en el suelo con las manos. Respiró hondo. No necesitaba oxígeno, pero lo ayudaba, lo tranquilizaba. Estiró el brazo para agarrarse al pedestal de piedra y utilizarlo a modo de palanca para levantarse. La nuca le retumbaba de dolor. No iba a darle tiempo. A Lilith le bastaba con empujar el fragmento de hoja aserrada que sujetaba en la mano…

Pero no lo hizo. Continuó mirando a Jace, sin moverse, y de pronto los ojos de Jace brillaron, su boca se relajó.

—No puedes matarme —dijo subiendo el volumen de su voz—. Lo que has dicho antes… Yo soy el contrapeso. Yo soy lo único que lo ata a este mundo. —Extendió el brazo para señalar el ataúd de Sebastian—. Si yo muero, él muere. ¿No es eso cierto? —Dio un paso atrás—. Podría saltar ahora mismo desde esta azotea —dijo—. Matarme. Acabar con todo esto.

Lilith estaba realmente nerviosa por primera vez. Su cabeza se movía de un lado a otro, sus ojos de serpiente estremeciéndose, como si estuviesen buscando aire.

—¿Dónde está? ¿Dónde está la chica?

Jace se limpió la sangre y el sudor de la cara y le sonrió; tenía el labio partido y le caía sangre por la barbilla.

—Olvídalo. La envié abajo mientras no prestabas atención. Se ha ido… Está a salvo de ti.

—Mientes —le espetó entonces Lilith.

Jace retrocedió un poco más. Con unos cuantos pasos más alcanzaría la pared, el borde del edificio. Simon sabía que Jace era capaz de sobrevivir a muchas cosas, pero una caída desde un edificio de cuarenta pisos podía ser demasiado incluso para él.

—Te olvidas de una cosa —dijo Lilith—. Yo estaba allí, cazador de sombras. Te vi caer muerto. Vi a Valentine llorar sobre tu cadáver. Y después vi al Ángel preguntarle a Clarissa qué deseaba de él, y a ella responderle que a ti. Pensando que vosotros seríais las únicas personas del mundo capaces de recuperar a su ser querido y que no habría consecuencias. Eso es lo que pensasteis los dos, ¿verdad? ¡Estúpidos! —exclamó Lilith—. Os amáis, eso lo ve cualquiera, mirándoos… con ese tipo de amor capaz de consumir el mundo o llevarlo a la gloria. No, ella nunca te abandonaría. No mientras te creyera en peligro. —Echó la cabeza hacia atrás, extendiendo la mano, con los dedos curvados igual que garras—. Mira allí.

Se oyó un grito y uno de los setos se separó, revelando tras él la figura de Clary, que había estado allí escondida, agachada. Fue arrastrada para salir aun a pesar de sus patadas y sus arañazos, sus uñas clavándose al suelo, buscando en vano algo a lo que poder agarrarse. Sus manos dejaron sangrientas señales en las losas del suelo.

—¡No! —Jace dio un paso al frente, quedándose paralizado cuando Clary se elevó en el aire, donde permaneció inmóvil, balanceándose delante de Lilith. Iba descalza, su vestido de seda —tan raído y destrozado que parecía negro y rojo en lugar de blanco— arremolinándose en torno a su cuerpo, uno de los tirantes roto y colgándole. Su cabello se había desprendido por completo de los pasadores brillantes y colgaba por encima de sus hombros. Sus ojos verdes miraban con odio a Lilith.

—Bruja —le dijo.

La cara de Jace era una máscara de horror. Cuando había dicho que Clary se había ido, hablaba en serio. La creía sana y salva. Pero Lilith tenía razón. Y estaba ahora regocijándose, sus ojos de serpiente bailaban mientras movía las manos como si estuviera manejando los hilos de una marioneta. Clary daba vueltas y jadeaba por los aires. Lilith chasqueó los dedos y algo que parecía un látigo plateado se deslizó por el cuerpo de Clary, cortándole el vestido en dos y dejando su piel al aire. Clary empezó a gritar, llevándose las manos a la herida; su sangre salpicaba las baldosas como una lluvia escarlata.

—Clary. —Jace se giró en redondo hacia Lilith—. De acuerdo —dijo. Estaba pálido, su valentía había desaparecido por completo; las manos, cerradas en dos puños, blancas en los nudillos—. De acuerdo. Suéltala y haré lo que quieras… Y Simon también. Te dejaremos que…

—¿Dejarme? —Las facciones del rostro de Lilith habían cambiado de forma. Las serpientes seguían meneándose en sus cuencas, su piel blanca estaba excesivamente tensa y brillante, su boca era demasiado grande. La nariz casi había desaparecido—. No tienes otra elección. Y para más inri, me has hecho enfadar. Todos vosotros. A lo mejor, si te hubieras limitado a hacer lo que te había ordenado, te habría dejado marchar. Pero nunca lo sabrás, ¿no te parece?

Simon se soltó del pedestal de piedra y se bamboleó de un lado a otro hasta conseguir recuperar el equilibrio. Empezó a caminar. Movió los pies, uno después del otro, con la sensación de estar descendiendo por una cuesta con un par de sacos enormes de arena mojada. Cada vez que sus pies pisaban el suelo, sentía una punzada de dolor en todo el cuerpo. Se concentró en ir avanzando, paso a paso.

—Tal vez no pueda matarte —le dijo Lilith a Jace—. Pero puedo torturarla más de lo que es capaz de soportar, torturarla hasta la locura, y obligarte a mirar. Hay cosas peores que la muerte, cazador de sombras.

Chasqueó otra vez los dedos y el látigo de plata descendió, abriendo una raja profunda esta vez en el hombro de Clary. Ésta se retorció, pero no gritó, llevándose las manos a la boca y doblegándose sobre sí misma como si con ello pudiera protegerse de Lilith.

Jace avanzó para lanzarse contra Lilith… y vio a Simon. Sus miradas se encontraron. Por un momento, fue como si el mundo estuviese flotando en suspensión; por completo, no sólo Clary. Simon había mirado a Lilith, que tenía toda su atención centrada en Clary, la mano echada hacia atrás, dispuesta a atizar un golpe más malévolo aún. Jace estaba blanco de angustia; sus ojos se oscurecieron al encontrarse con los de Simon y entenderlo.

Jace dio un paso atrás.

El mundo se tornó borroso para Simon. Y cuando saltó hacia adelante se dio cuenta de dos cosas. En primer lugar, de que era imposible, de que nunca conseguiría alcanzar a tiempo a Lilith; su mano ya estaba avanzando, el aire de delante de ella era un torbellino de plata. Y en segundo lugar, de que hasta aquel momento no había entendido del todo lo rápido que podía llegar a moverse un vampiro. Sintió que los músculos de sus piernas y su espalda se rompían, que los huesos de sus pies y sus tobillos crujían…

Y allí estaba él, deslizándose entre Lilith y Clary en el mismo instante en que la mano de la diablesa descendía. El largo y afilado cable de plata le golpeó en la cara y en el pecho —fue un momento de dolor espantoso— y luego fue como si el aire a su alrededor explotase en brillante confeti, y Simon oyó a Clary gritar, un claro sonido de conmoción y asombro rompiendo la oscuridad.

—¡Simon!

Lilith se quedó paralizada. Miró a Simon y a Clary, que seguía en el aire, y luego bajó la vista a su mano, vacía. Inspiró con fuerza.

—Siete veces —susurró… y se interrumpió de pronto cuando una incandescencia resplandeciente y cegadora iluminó la noche. Aturdido, lo único que se le ocurrió a Simon cuando un descomunal rayo de fuego descendió del cielo y atravesó a Lilith, fue que eran como hormigas ardiendo bajo el haz de luz concentrado de una lupa. Durante un prolongado momento, Lilith fue una figura blanca ardiendo y contrastando con la oscuridad, atrapada en la cegadora llama; su boca estaba abierta como un túnel profiriendo un grito silencioso. Su pelo se levantó, era un amasijo de filamentos encendidos destacando sobre la oscuridad… y después se convirtió en oro blanco, un polvo fino flotando en el aire… y después en sal, mil gránulos cristalinos de sal que cayeron a los pies de Simon con una fantasmagórica belleza.

Y después desapareció.