BEATI BELLICOSI
El interior de la Fundición estaba lleno de guirnaldas de brillantes luces multicolores. Algunos invitados habían empezado ya a sentarse, pero la mayoría deambulaba por el local con copas de champán rebosantes de burbujeante líquido dorado. Los camareros —que, por lo que vio Simon, eran también hombres lobo; el personal que atendía la fiesta estaba integrado en su totalidad por miembros de la manada de Luke— pululaban entre los invitados sirviendo copas aflautadas de champán. Simon declinó la oferta de más de una. Desde su experiencia en la fiesta de Magnus, no consideraba seguro beber nada que no hubiera preparado él personalmente.
Maia estaba de pie junto a uno de los pilares de ladrillo, hablando y riendo con dos hombres lobo. Llevaba un vestido ceñido de seda naranja que destacaba su piel oscura, y su cabello parecía un halo salvaje de rizos castaños claros enmarcando su rostro. En cuanto vio llegar a Simon y a Jordan, dio media vuelta. La parte posterior del vestido formaba una pronunciada «V» que dejaba al descubierto su espalda, incluyendo el tatuaje de una mariposa que adornaba la zona lumbar.
—Me parece que no lo tenía cuando salía conmigo —dijo Jordan—. El tatuaje ése, quiero decir.
Simon miró a Jordan. Contemplaba a su antigua novia con un deseo tan evidente que, de seguir así, acabaría provocando a Isabelle y recibiendo un puñetazo en la cara.
—Vamos —dijo, poniéndole a Jordan la mano en la espalda y dándole un empujoncito—. Vamos a ver dónde nos corresponde sentarnos.
Isabelle, que había estado observándolos por encima del hombro, esbozó una sonrisa gatuna.
—Buena idea.
Avanzaron entre la multitud hasta la zona donde estaban dispuestas las mesas y descubrieron que la suya estaba ya medio llena. Clary ocupaba uno de los asientos y tenía la mirada clavada en una copa de champán llena de lo que probablemente era ginger-ale. A su lado estaban Alec y Magnus, ambos con los trajes oscuros que habían llevado a su llegada de Viena. Magnus jugueteaba con los flecos de su larga bufanda blanca. Alec, de brazos cruzados, tenía la mirada ferozmente perdida en la distancia.
Clary, al ver a Simon y a Jordan, se puso en pie de un salto, con una clara expresión de alivio en su cara. Dio la vuelta a la mesa para saludar a Simon, que vio que Clary llevaba un sencillo vestido de seda de color marfil y sandalias planas doradas. Sin tacones que le dieran altura, parecía diminuta. Llevaba el anillo de los Morgenstern colgado al cuello, la plata brillando en el extremo de la cadena que lo sujetaba. Clary se puso de puntillas para darle un abrazo y le murmuró:
—Me parece que Alec y Magnus están peleados.
—Eso parece —murmuró también él para responderle—. ¿Dónde está tu novio?
Al oír la pregunta, Clary deshizo el abrazo.
—Vendrá más tarde. —Se volvió—. Hola, Kyle.
Él sonrió con incomodidad.
—Me llamo Jordan, en realidad.
—Eso me han dicho. —Clary hizo un gesto en dirección a la mesa—. Podríamos ir sentándonos. Me parece que en seguida empezarán con los brindis y esas cosas. Y después me imagino que llegará la comida.
Se sentaron. Y se produjo un prolongado y embarazoso silencio.
—Y bien —dijo Magnus por fin, repasando con un largo dedo el borde de su copa de champán—, Jordan, me han dicho que estás con los Praetor Lupus. Veo que llevas uno de sus medallones. ¿Qué pone en él?
Jordan asintió. Se había ruborizado, sus ojos verdes brillaban, su atención centrada sólo en parte en la conversación. Seguía los movimientos de Maia por la sala con la mirada, sus dedos jugueteaban nerviosos con el mantel. Simon dudaba que estuviese siquiera dándose cuenta de aquel tic. «Beati bellicosi: Benditos sean los guerreros».
—Es una buena organización —dijo Magnus—. Conocí a su fundador, en el siglo diecinueve. Woolsey Scott. De una respetable y antigua familia de licántropos.
Alec emitió un desagradable sonido gutural.
—¿También te acostaste con él?
Los ojos de gato de Magnus aumentaron de tamaño.
—¡Alexander!
—No sé nada de tu pasado, ¿verdad? —dijo Alec—. No me cuentas nada, dices que no tiene importancia.
Magnus estaba impávido, pero su voz sonó con un oscuro matiz de rabia.
—¿Significa esto que cada vez que mencione a alguien que he conocido piensas preguntarme si he tenido un romance con él?
Alec continuó con su expresión de terquedad, y Simon no pudo evitar sentir hacia él un destello de compasión; sus ojos azules dejaban en evidencia que estaba dolido.
—Es posible.
—Conocí a Napoleón —dijo Magnus—. Pero no tuvimos ningún lío. Era sorprendentemente puritano para ser francés.
—¿Que conociste a Napoleón? —Jordan, que aparentemente se había perdido la mayor parte de la conversación, estaba impresionado—. ¿Es cierto entonces lo que cuentan sobre los brujos?
Alec le lanzó una mirada muy desagradable.
—¿El qué es cierto?
—Alexander —dijo Magnus con frialdad, y Clary miró a los ojos a Simon, que estaba enfrente de ella en la mesa. Los ojos de Clary estaban abiertos de par en par, su verde intensísimo, su expresión alarmada—. No puedes mostrarte maleducado con todo aquel que me habla.
Alec realizó un gesto amplio abarcando toda la mesa.
—¿Y por qué no? ¿Acaso te corto las alas con ello? A lo mejor pretendías ligar con este chico lobo. Es bastante atractivo, si te van los tipos sexy, anchos de espaldas, con facciones angulosas.
—Vale ya —dijo Jordan sin levantar mucho la voz.
Magnus puso la cabeza entre sus manos.
—Aunque también hay muchas chicas guapas, ya que por lo que parece te van las dos cosas. ¿Hay algo que no te vaya?
—Las sirenas —dijo Magnus—. Huelen a algas.
—Todo esto no tiene ninguna gracia —dijo Alec con pasión y, dándole un puntapié a la silla, se levantó de la mesa y se perdió entre los invitados.
Magnus seguía con la cabeza entre las manos, con las puntas negras de su pelo asomando entre los dedos.
—Sigo sin comprender —dijo, sin dirigirse a nadie en particular— por qué el pasado tiene tanta importancia.
Para sorpresa de Simon, fue Jordan quien respondió.
—El pasado siempre tiene importancia —dijo—. Eso es lo que te dicen cuando te apuntas a los Praetor. No hay que olvidar las cosas que hiciste en el pasado, porque si lo haces nunca conseguirás aprender de ellas.
Magnus levantó la vista, sus ojos verde dorado brillaban entre sus dedos.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó—. ¿Dieciséis?
—Dieciocho —respondió Jordan, algo asustado.
La edad de Alec, pensó Simon, reprimiendo una sonrisa interior. La verdad era que el drama entre Alec y Magnus no le parecía en absoluto gracioso, pero resultaba difícil no sentir cierta gracia amarga al ver la cara de Jordan. Jordan doblaba en tamaño a Magnus —a pesar de ser alto, Magnus era muy delgado, casi escuálido—, pero era evidente que Jordan le tenía miedo. Simon se volvió para intercambiar una mirada con Clary, pero ella tenía la vista fija en la puerta de entrada, su rostro de repente estaba blanco como el papel. Dejó la servilleta, murmuró una disculpa y se levantó, huyendo prácticamente de la mesa.
Magnus levantó las manos.
—Vale, si esto va a convertirse en un éxodo en masa… —dijo, y se levantó con elegancia, echándose la bufanda al cuello. Desapareció entre los invitados, seguramente en busca de Alec.
Simon miró a Jordan, que a su vez estaba mirando de nuevo a Maia. La chica estaba de espaldas a ellos, hablando con Luke y Jocelyn, riendo, echándose hacia atrás su rizada melena.
—Ni lo pienses siquiera —dijo Simon, y se levantó. Señaló a continuación a Jordan—. Y tú quédate aquí.
—¿Para hacer qué? —preguntó Jordan.
—Para hacer lo que quiera que los Praetor Lupus hacen en situaciones así. Meditar. Reflexionar sobre tus poderes Jedi. Lo que sea. Vuelvo en cinco minutos, y será mejor que cuando regrese sigas aquí.
Jordan se recostó en su asiento y se cruzó de brazos en un ademán de rebeldía, pero Simon ya no le prestaba atención. Se había vuelto y avanzaba hacia los invitados, siguiendo a Clary, que era una motita de rojo y oro entre los cuerpos en movimiento, coronada por su brillante melena recogida.
La alcanzó cuando estaba junto a uno de los pilares envueltos en lucecitas y le puso una mano en el hombro. Ella se volvió sorprendida, con los ojos abiertos y la mano levantada para defenderse. Pero se relajó en cuanto vio quién era.
—¡Me has asustado!
—Normal —dijo Simon—. ¿Qué sucede? ¿De qué tienes tanto miedo?
—Yo… —Bajó la mano con un gesto dubitativo; a pesar de su aspecto forzado de indiferencia, el pulso latía en su cuello como un martillo—. Me ha parecido ver a Jace.
—Lo que me imaginaba —dijo Simon—. Pero…
—¿Pero?
—Se te ve asustada de verdad. —No estaba muy seguro de por qué acababa de decir aquello, ni de la respuesta que esperaba de ella. Clary se mordió el labio, como hacía siempre que estaba nerviosa. Su mirada se perdió por un instante en la lejanía, una mirada que Simon conocía muy bien. Una de las cosas que siempre le habían gustado de Clary era la facilidad con la que lograba ensimismarse, la facilidad con la que podía encerrarse en mundos ilusorios de hechizos, princesas, destino y magia. Antes también él podía hacerlo, conseguía habitar universos imaginarios apasionantes para sentirse seguro, para sentirse un personaje de ficción. Pero ahora que lo real y lo imaginario habían entrado en colisión, se preguntaba si Clary, como le sucedía a él, añoraba el pasado, lo normal. Se preguntaba si la normalidad era algo que, igual que sucedía con la vista o el silencio, no llegabas a apreciar por completo hasta que lo perdías.
—Está pasando un mal momento —dijo Clary en voz baja—. Estoy asustada por él.
—Lo sé —dijo Simon—. Mira, no es por meterme donde no me llaman… pero ¿ha descubierto ya qué le pasa? ¿Lo ha descubierto alguien?
—Jace… —Se interrumpió—. Se encuentra bien. Simplemente está pasando un mal momento aceptando todo ese asunto de Valentine. Ya sabes. —Simon lo sabía. Sabía también que Clary estaba mintiéndole. Clary, que casi nunca le escondía nada. La miró fijamente.
—Tenía pesadillas —dijo ella—. Le preocupaba que hubiera en ellas algún tipo de implicación demoníaca…
—¿Implicación demoníaca? —repitió Simon con incredulidad. Sabía que Jace tenía pesadillas, eso ya se lo había comentado, pero en ningún momento había hecho mención alguna sobre posibles demonios.
—Por lo que parece, hay cierto tipo de demonios que intentan alcanzarte a través de los sueños —dijo Clary, sintiendo haber sacado el tema a relucir—, pero estoy segura de que no es nada. Todo el mundo tiene pesadillas de vez en cuando, ¿no crees? —Posó la mano en el brazo de Simon—. Voy a ver cómo está. En seguida vuelvo. —Miraba ya más allá de Simon, hacia la puerta que daba a la terraza. Simon se quedó en su sitio y la dejó marchar, viéndola desaparecer entre la multitud.
Se la veía tan pequeña… tan pequeña como cuando en primero la acompañaba hasta la puerta de su casa y la veía subir la escalera, menuda y decidida, con la fiambrera golpeándole las rodillas a medida que iba ascendiendo. Notó que se le encogía el corazón, aquel corazón que ya no latía, y se preguntó si existía algo en el mundo tan doloroso como ser incapaz de proteger a tus seres queridos.
—Tienes mala cara —dijo una voz a su espalda. Ronca, familiar—. ¿Pensando en el tipo de persona horrible que eres?
Simon se volvió y vio a Maia apoyada en la columna que tenía detrás. Llevaba una sarta de lucecitas blancas colgada al cuello y su rostro estaba encendido por el champán y el calor del local.
—O mejor debería decir —continuó—, en el tipo de vampiro horrible que eres. Aunque si lo dijera así, parecería que me refiriera más bien a que eres malo como vampiro.
—Soy malo como vampiro —dijo Simon—. Pero eso no significa que fuera también un mal novio.
Maia le regaló una sonrisa torcida.
—Dice Bat que no debería ser tan dura contigo —dijo—. Dice que los chicos siempre cometen estupideces con las chicas. Especialmente los rarillos que no han tenido mucha suerte con las mujeres.
—Es como si me hubiera leído el alma.
Maia movió la cabeza de un lado a otro.
—Resulta difícil estar enfadada contigo —dijo—. Pero estoy en ello. —Dio media vuelta.
—Maia —dijo Simon. Empezaba a dolerle la cabeza y estaba un poco mareado. Pero si no hablaba con ella ahora, nunca lo haría—. Espera. Por favor. —Maia se volvió y se quedó mirándolo, con las cejas arqueadas inquisitivamente—. Siento lo que hice —dijo—. Sé que ya te lo dije, pero es en serio.
Ella se encogió de hombros, inexpresiva, sin darle a entender nada.
Simon pasó por completo del dolor de cabeza y prosiguió.
—Tal vez Bat tenga razón —dijo—. Pero hay algo más. Quería estar contigo, y sé que te parecerá egoísta, porque tú me hacías sentir normal. Como la persona que era antes.
—Soy una chica lobo, Simon. No muy normal, la verdad.
—Pero tú… tú sí lo eres —dijo él, tartamudeando un poco—. Eres auténtica y de verdad, una de las personas más auténticas que he conocido. Te apetecía venir a casa a jugar a Halo. Te apetecía hablar de cómics, ver conciertos, ir a bailar… hacer cosas normales. Y me tratabas como si yo fuera normal. Jamás me llamaste «vampiro diurno», ni «vampiro», ni cualquier otra cosa que no fuera Simon.
—Eso son cosas que hacen las amigas —dijo Maia. Se había apoyado de nuevo en la columna, con los ojos brillantes—. No las novias.
Simon se limitó a mirarla. La cabeza le retumbaba como si tuviera latido de verdad.
—Y luego apareces con Jordan —añadió ella—. ¿En qué estabas pensando?
—Eso no es justo —protestó Simon—. No tenía ni idea de que era tu ex…
—Lo sé. Me lo dijo Isabelle —le interrumpió Maia—. Pero eso no te libra de nada.
—¿Ah no? —Simon buscó con la vista a Jordan, que estaba sentado solo en la mesa redonda cubierta con mantel, igual que el pobre chico al que le han dado plantón el día de la fiesta de fin de curso. De pronto Simon se sintió muy cansado: cansado de preocuparse por todo el mundo, cansado de sentirse culpable de cosas que había hecho y que probablemente haría en el futuro—. ¿Y te contó también Izzy que Jordan pidió ser nombrado mi vigilante para poder estar cerca de ti? Tendrías que oírlo preguntar por ti. Incluso su forma de pronunciar tu nombre. Cómo me atacó cuando vio que te estaba engañando…
—No me estabas engañando. No salíamos de forma exclusiva. Engañar es otra cosa…
Simon sonrió cuando Maia dejó de hablar, sonrojándose.
—Supongo que es bueno que lo odies tanto que estés dispuesta a tomar partido contra él pase lo que pase —dijo.
—Han pasado años —dijo ella—. Y en ese tiempo nunca ha intentado ponerse en contacto conmigo. Ni una sola vez.
—Lo intentó —dijo Simon—. ¿Sabías que la noche que te mordió era la primera vez que se transformaba?
Maia negó con la cabeza, sus rizos flotaban, sus grandes ojos oscuros muy serios.
—No. Pensé que sabía…
—¿Que era un hombre lobo? No. Sabía que últimamente estaba perdiendo el control, pero ¿a quién se le ocurriría achacar eso a estar convirtiéndose en hombre lobo? El día después de morderte fue a buscarte, pero los Praetor se lo impidieron. Lo mantuvieron alejado de ti. Pero incluso así, él nunca dejó de buscarte. No creo que haya pasado un solo día en estos dos últimos años en el que no se haya preguntado por tu paradero…
—¿Por qué lo defiendes? —susurró ella.
—Porque debes saberlo —dijo Simon—. He sido una mierda de novio y te debo una. Debes saber que Jordan nunca quiso abandonarte. Que se presentó voluntario para defenderme porque tu nombre aparecía en las notas de mi caso.
Maia abrió la boca. Y cuando negó con la cabeza, las lucecitas de su collar brillaron como estrellas.
—No sé qué se supone que tengo que hacer con todo esto, Simon. ¿Qué se supone que tengo que hacer?
—No lo sé —respondió Simon. Le dolía la cabeza como si estuviesen clavándole uñas—. Pero sí te digo una cosa. Soy el último chico del mundo a quien tendrías que pedirle consejo sobre relaciones amorosas. —Se llevó una mano a la frente—. Voy a salir. Necesito que me dé el aire. Jordan está en esa mesa, si es que quieres hablar con él.
Hizo un gesto en dirección a las mesas y dio media vuelta para alejarse de sus ojos inquisitivos, de los ojos de todos los presentes en la sala, del sonido de las voces y las risas, y avanzó tambaleándose hacia las puertas.
Clary abrió las puertas que daban a la terraza y fue recibida por una ráfaga de aire frío. Se estremeció, pensando en su abrigo pero poco dispuesta a perder tiempo regresando a la mesa para buscarlo. Salió a la terraza y cerró la puerta a sus espaldas.
Era una amplia terraza de suelo enlosado y rodeada de barandillas de hierro forjado. A pesar de las antorchas exóticas que ardían en grandes receptáculos de estaño, el ambiente era gélido, lo que probablemente explicaba por qué allí fuera no había nadie, excepto Jace. Estaba junto a la barandilla, contemplando el río.
Quiso correr hacia él, pero se quedó dudando. Iba vestido con un traje oscuro, la chaqueta abierta sobre una camisa blanca, la cabeza girada hacia el otro lado. Nunca lo había visto vestido así, y parecía mayor y algo distante. El viento que soplaba desde el río le alborotaba el pelo rubio y Clary vislumbró la pequeña cicatriz que le recorría el cuello, allí donde Simon lo mordió en su día, y recordó que Jace se había dejado morder, que había puesto su vida en peligro, por ella.
—Jace —dijo.
Se volvió y sonrió al verla. Era una sonrisa conocida y fue como si desbloqueara algo en el interior de Clary, liberándola para correr hacia él y abrazarlo. Él la cogió y la sujetó en volandas un buen rato, enterrando la cara en su cuello.
—Estás bien —dijo ella por fin, cuando la depositó de nuevo en el suelo. Se restregó con energía las lágrimas que había vertido—. Me refiero a… a que los Hermanos Silenciosos no te habrían dejado salir de no estar bien. Aunque había entendido que el ritual iba a llevar más tiempo, días incluso.
—No ha sido así. —Le rodeó la cara con las manos y le sonrió. Detrás de él, el puente de Queensboro se arqueaba por encima del agua—. Ya conoces a los Hermanos Silenciosos. Les gusta darle mucho bombo a todo lo que hacen. Pero en realidad es una ceremonia bastante simple. —Sonrió de nuevo—. Me sentí como un estúpido. Es una ceremonia pensada para niños pequeños y pensé que si acababa rápido me daría tiempo a verte con este vestido de fiesta tan sexy. Me ayudó a terminar pronto. —Sonrió recorriéndola de arriba abajo con la mirada—. Y, si me permites que te diga una cosa, no estoy en absoluto defraudado. Estás guapísima.
—Tú tampoco estás nada mal. —Rio un poco entre las lágrimas—. Ni siquiera sabía que tenías un traje.
—No lo tenía. He tenido que comprármelo. —Deslizó los pulgares por sus pómulos mojados de lágrimas—. Clary…
—¿Por qué has salido a la terraza? —preguntó ella—. Hace mucho frío. ¿No quieres volver a entrar?
Jace negó con la cabeza.
—Quería hablar a solas contigo.
—Pues habla —dijo Clary en un susurro. Le apartó las manos de la cara para hacerlas descender hasta su cintura. Su necesidad de sentirse abrazada por Jace resultaba casi abrumadora—. ¿Algo va mal? ¿Te pondrás bien? No me escondas nada, por favor. Después de todo lo que ha pasado, deberías saber que soy capaz de afrontar cualquier noticia, por mala que sea. —Sabía que estaba diciendo tonterías por puro nerviosismo, pero no podía evitarlo. Tenía la sensación de que el corazón le latía a mil pulsaciones por minuto—. Sólo deseo que te pongas bien —dijo con toda la calma de la que fue capaz.
Los ojos dorados de Jace se oscurecieron.
—Por mucho que mire el contenido de esa caja, la que perteneció a mi padre, no siento nada. Las cartas, las fotografías, no sé quién es toda esa gente. No me parecen reales. Valentine era real.
Clary pestañeó; no era lo que esperaba oír.
—Recuerda que te dije que llevaría su tiempo…
Ni siquiera la escuchó.
—Si en realidad fuera Jace Morgenstern, ¿me querrías? Si fuera Sebastian, ¿me querrías?
Ella le apretó las manos.
—Nunca podrías ser como él.
—Si Valentine me hubiera hecho lo que le hizo a Sebastian, ¿me querrías?
Clary no comprendió la urgencia de la pregunta.
—Pero en ese caso, tú no serías tú.
Jace se quedó casi sin respiración, como si lo que Clary acababa de decirle le hubiera dolido… Pero ¿por qué? Era la verdad. Él no era como Sebastian. Él era él.
—No sé quién soy —dijo—. Me miro en el espejo y veo a Stephen Herondale, pero actúo como un Lightwood y hablo como mi padre… como Valentine. Veo quién soy a tus ojos e intento ser esa persona, porque tú tienes fe en esa persona y creo que la fe debería ser suficiente para convertirme en lo que tú quieres.
—Ya eres lo que yo quiero. Siempre lo has sido —dijo Clary, pero no pudo evitar la impresión de que era como gritar en el interior de una habitación vacía. Era como si Jace no pudiera oírla, por muchas veces que le repitiera que le quería—. Sé que tienes la sensación de no saber quién eres, pero yo sí. Lo sé. Y algún día también lo sabrás tú. Pero mientras tanto, no puedes seguir preocupándote por la posibilidad de perderme, porque eso nunca pasará.
—Existe una manera… —Jace la miró a los ojos—. Dame la mano.
Sorprendida, Clary le tendió la mano, recordando la primera vez que él se la había cogido de aquella manera. Ahora tenía la runa, la runa del ojo abierto, en el dorso de la mano, la runa que entonces buscaba y no encontró. Jace le dio la vuelta a la mano, dejando al descubierto la muñeca, la vulnerable piel del antebrazo.
Clary estaba temblando. El viento del río le calaba en los huesos.
—¿Qué estás haciendo, Jace?
—¿Recuerdas lo que te dije sobre las bodas de los cazadores de sombras? ¿Que en lugar de intercambiar anillos nos marcamos con runas de amor y compromiso? —La miró, con sus ojos grandes y vulnerables bajo las tupidas pestañas doradas—. Quiero marcarte de tal modo que quedemos unidos, Clary. No es más que una pequeña Marca, pero es permanente. ¿Estás dispuesta?
Dudó. Una runa permanente, siendo tan joven… Su madre se pondría hecha una fiera. Pero lo demás no funcionaba; nada de lo que ella le decía servía para convencerlo. Tal vez aquello sí. En silencio, cogió su estela y se la entregó. Jace la cogió, acariciándole los dedos al hacerlo. Empezó a temblar con más fuerza, sentía frío en todas partes excepto donde él la tocaba. Jace apoyó el brazo de Clary contra su cuerpo e hizo descender la estela hasta que rozó su piel; la deslizó con cuidado arriba y abajo y, viendo que no protestaba, aplicó más fuerza al movimiento. Con el frío que tenía, la quemadura de la estela era casi de agradecer. Siguió observando cómo las oscuras líneas brotaban en espiral de la punta de la estela, formando un dibujo de líneas duras y angulosas.
Experimentó un hormigueo nervioso y también una sensación repentina de alarma. Aquél dibujo no hablaba de amor y compromiso hacia ella, había algo más; algo más oscuro, algo que hablaba de control y sumisión, de pérdida y oscuridad. ¿Estaría dibujando la runa equivocada? Sin embargo, se trataba de Jace, no podía equivocarse. Pero aun así, un entumecimiento empezaba a ascender por el brazo a partir del punto donde la estela seguía trazando su dibujo, un hormigueo doloroso, como el de los nervios al despertarse, y se sentía mareada, como si el suelo se estuviera moviendo bajo sus…
—Jace. —Subió la voz, con un matiz de ansiedad en ella—. Jace, me parece que no está bien…
Le soltó el brazo. Jace mantenía la estela en equilibrio en su mano, con la misma elegancia con que sujetaría cualquier arma.
—Lo siento, Clary —dijo—. Quiero estar unido a ti. Nunca te mentiría en este sentido.
Clary abrió la boca para preguntarle de qué demonios hablaba, pero no le salieron las palabras. La oscuridad se apoderaba de ella. Lo último que percibió fueron los brazos de Jace rodeándola en el momento de caer al suelo.
Después de lo que le pareció una eternidad de andar dando vueltas en lo que a su entender era una fiesta extremadamente aburrida, Magnus encontró por fin a Alec, sentado solo a una mesa en un rincón, detrás de un ramillete de rosas blancas artificiales. En la mesa había varias copas de champán, medio llenas en su mayoría, como si los invitados hubieran ido abandonándolas allí. Y Alec parecía también abandonado. Estaba sentado con las manos apoyadas en la barbilla y con la mirada perdida. No levantó la vista, ni siquiera cuando Magnus enganchó con el pie la silla que tenía enfrente, la hizo girar hacia él y tomó asiento, apoyando los brazos en el respaldo.
—¿Quieres volver a Viena? —dijo.
Alec no respondió, y siguió con la mirada fija en el frente.
—O podríamos ir a otra parte —dijo Magnus—. A donde tú quieras. A Tailandia, Sudáfrica, Brasil, Perú… Oh, espera, no, me prohibieron la entrada en Perú. Lo había olvidado. Es una larga historia, pero graciosa, por si quieres oírla.
La cara de Alec daba a entender que no le apetecía en absoluto oírla. Se volvió con mordacidad y contempló la sala, como si el cuarteto de cuerda de hombres lobo le resultara fascinante.
Viendo que Alec lo ignoraba, Magnus decidió entretenerse cambiando los colores del champán de las copas que había sobre la mesa. Transformó uno en champán azul, otro en rosa y estaba en proceso de transformación de otra copa a verde cuando Alec extendió el brazo y le golpeó la muñeca.
—Deja ya eso —dijo—. La gente nos está mirando.
Magnus se miró los dedos, que emitían chispas de color azul. Tal vez fuera demasiado llamativo. Cerró la mano.
—Bueno —dijo—, ya que no me hablas, algo tengo que hacer para entretenerme y no morir de aburrimiento.
—Pues no —dijo Alec—. Que no pienso hablarte, quiero decir.
—Vaya —dijo Magnus—. Acabo de preguntarte si querías ir a Viena, a Tailandia o a la Luna, y no recuerdo que me hayas dado tu respuesta.
—No sé lo que quiero. —Alec, cabizbajo, jugueteaba con un tenedor de plástico. Aunque mantenía la vista baja y desafiante, el color azul claro de sus ojos era visible incluso a través de sus párpados, pálidos y finos como el pergamino. Magnus siempre había encontrado a los humanos más bellos que cualquier otro ser vivo de la tierra y a menudo se había preguntado por qué. «No son más que unos pocos años antes de su desintegración», había dicho Camille. Pero era la mortalidad lo que los hacía ser como eran, esa llama que parpadeaba con fuerza. «La muerte es la madre de la belleza», como dijo el poeta. Se preguntó si el Ángel se habría planteado alguna vez convertir en inmortales a sus sirvientes humanos, los nefilim. Pero no, a pesar de toda su fuerza, caían en batalla igual que los humanos siempre habían caído a lo largo de la historia del mundo.
—Ya vuelves a tener esa expresión —dijo Alec malhumorado, mirando a través de sus largas pestañas—. Como si estuvieras mirando algo que yo no puedo ver. ¿Piensas en Camille?
—En realidad no —dijo Magnus—. ¿Cuánto escuchaste de la conversación que mantuve con ella?
—Prácticamente todo. —Alec pinchó el mantel con el tenedor—. Estuve escuchando desde la puerta. Lo suficiente.
—Creo que no lo bastante.
Magnus miró fijamente el tenedor, que se soltó de la mano de Alec y cruzó la mesa en dirección a él. Lo detuvo con la mano y dijo:
—Y ya basta de jugar con esto. ¿Qué fue lo que le dije a Camille que tanto te preocupa?
Alec levantó sus azules ojos.
—¿Quién es Will?
Magnus soltó una especie de risotada.
—Will. Dios mío. Eso fue hace mucho tiempo. Will era un cazador de sombras, como tú. Y sí, se parecía a ti, pero tú no te le pareces en nada. Jace es mucho más parecido a Will, en lo que a la personalidad se refiere… Y la relación que tengo contigo no se parece en nada a la que tuve con Will. ¿Es eso lo que te preocupa?
—No me gusta pensar que estás conmigo sólo porque me parezco a un tipo que te gustaba y que está muerto.
—Yo nunca dije eso. Fue Camille quien lo insinuó. Es una maestra de la implicación y la manipulación. Siempre lo ha sido.
—Pero en ningún momento le dijiste que estaba equivocada.
—Si se lo permites, Camille es capaz de atacarte por todos los frentes. Te defiendes en un frente, y te ataca por el otro. La única manera de tratar con ella es fingiendo que no te hace daño.
—Dijo que los chicos guapos eran tu perdición —dijo Alec—. Lo que me da a entender que yo soy para ti uno más en una larga lista de juguetes. No soy nada. Soy… trivial.
—Alexander…
—Lo cual —prosiguió Alec, con la mirada de nuevo clavada en la mesa— resulta especialmente injusto, pues tú no eres nada trivial para mí. He cambiado mi vida entera por ti. Pero tú no alteras nunca nada, ¿verdad? Me imagino que esto es lo que significa vivir eternamente. En realidad, nada importa mucho.
—Te estoy diciendo que me importas…
—El Libro de lo Blanco —dijo de pronto Alec—. ¿Por qué lo ansiabas de aquella manera?
Magnus se quedó mirándolo, perplejo.
—Ya sabes por qué. Es un libro de hechizos muy poderoso.
—Pero lo querías para algo en concreto, ¿no? ¿Por uno de los hechizos que contenía? —Alec respiraba de forma irregular—. No tienes respuesta; adivino por tu cara que era por eso. ¿Era… era un hechizo para convertirme en inmortal?
Magnus sintió como si le hubiesen clavado una puñalada en las entrañas.
—Alec —musitó—. No. No, yo… yo no haría eso.
Alec lo taladró con su mirada azul.
—¿Por qué no? ¿Por qué a lo largo de tantos años y tantas relaciones nunca has intentado convertir a alguno de ellos en inmortal como tú? De poder tenerme a tu lado eternamente, ¿lo querrías?
—¡Pues claro que lo querría! —Magnus, percatándose de que estaba casi gritando, se esforzó en bajar el volumen de su voz—. Pero no lo entiendes. Es imposible obtener algo a cambio de nada. El precio de la vida eterna…
—Magnus. —Era Isabelle, que se acercaba corriendo hacia ellos, teléfono en mano—. Magnus, tengo que hablar contigo.
—Isabelle. —Normalmente, a Magnus le gustaba la presencia de la hermana de Alec. Pero no justo en un momento como aquél—. Encantadora y maravillosa Isabelle. ¿Podrías marcharte, por favor? Es un mal momento, de verdad.
Isabelle miró de Magnus a su hermano, y luego de su hermano a Magnus.
—¿No quieres entonces que te cuente que Camille acaba de fugarse del Santuario y que mi madre exige tu regreso urgente al Instituto para que los ayudes a encontrarla?
—No —dijo Magnus—. No quiero que me cuentes eso.
—Pues es una pena —dijo Isabelle—. Porque es cierto. Entiendo que no tienes por qué ir, pero…
El resto de la frase se quedó flotando en el aire, pero Magnus conocía perfectamente su contenido. Si no acudía, la Clave sospecharía que él tenía algo que ver con la fuga de Camille y eso no le convenía en absoluto. Maryse se pondría furiosa y complicaría todavía más su relación con Alec. Pero aun así…
—¿Que se ha fugado? —dijo Alec—. Jamás se ha fugado nadie del Santuario.
—Pues mira —dijo Isabelle—, ya se ha fugado la primera.
Alec se hundió aún más en su asiento.
—Ve —dijo—. Es una urgencia. Vete. Ya hablaremos después.
—Magnus… —Isabelle habló como queriendo disculparse, pero su voz tenía un tono inequívoco de urgencia.
—De acuerdo. —Magnus se levantó—. Y… —añadió, deteniéndose junto a la silla de Alec e inclinándose hacia él— no eres trivial.
Alec se ruborizó.
—Si tú lo dices —dijo.
—Lo digo —dijo Magnus, y dio media vuelta para seguir a Isabelle y abandonar el recinto.
Fuera, en la calle desierta, Simon estaba apoyado en la pared de la Fundición, un muro de ladrillo cubierto de hiedra, contemplando el cielo. Las luces del puente descolorían las estrellas, de tal modo que no había nada que ver, excepto un manto de negrura aterciopelada. Con una pasión repentina, deseó poder respirar aquel aire frío para despejarse la cabeza, poderlo sentir en la cara, en la piel. No llevaba más que una fina camisa y le daba lo mismo. No podía temblar, e incluso el recuerdo del hecho de temblar empezaba a desaparecer de su memoria, poco a poco, día a día, desvaneciéndose como todos los recuerdos de otra vida.
—¿Simon?
Se quedó helado. Aquélla voz, débil y familiar, dejándose llevar por la corriente del aire frío. «Sonríe». Era lo último que le había dicho.
Pero no podía ser. Estaba muerta.
—¿No piensas mirarme, Simon? —Su voz era débil como siempre, apenas un susurro—. Estoy aquí.
El terror ascendió por su espalda. Abrió los ojos y giró poco a poco la cabeza.
Maureen ocupaba el centro del círculo de luz proyectado por una farola de la esquina de Vernon Boulevard. Iba vestida con la ropa con la que debieron de enterrarla. Un vestido blanco largo y virginal. Su melena, peinada lisa y de un resplandeciente tono amarillo bajo la luz, le llegaba a la altura de los hombros. Estaba algo sucia aún, con restos de tierra de la tumba. Calzaba zapatillas blancas. Su cara estaba blanca como la de un muerto, círculos rojos pintados en sus mejillas, y la boca de un rosa intenso, como si se la hubieran dibujado con un rotulador.
A Simon le flaquearon las piernas. Se deslizó por la pared en la que estaba apoyado hasta quedarse sentado en el suelo, con las rodillas dobladas. Era como si la cabeza fuera a explotarle.
Maureen rio como una chiquilla y luego se alejó de la luz de la farola. Avanzó hacia él y bajó la vista con una expresión de satisfacción y alegría.
—Sabía que te sorprendería —dijo.
—Eres una vampira —dijo Simon—. Pero… ¿cómo? No fui yo quien te hizo esto. Sé que no fui yo.
Maureen negó con la cabeza.
—No lo sabía. —A Simon se le quebró la voz—. Habría venido de haberlo sabido.
Maureen se echó el cabello hacia atrás por encima del hombro en un gesto que, de repente y de forma muy dolorosa, le hizo pensar a Simon en Camille.
—No tiene importancia —dijo Maureen con su vocecita infantil—. Cuando se puso el sol, me dijeron que podía elegir entre morir o vivir como esto. Como una vampira.
—¿Y elegiste esto?
—No quería morir —dijo con un suspiro—. Y ahora seré eternamente joven y bonita. Puedo andar por ahí toda la noche, sin necesidad de volver a casa. Y ella cuida de mí.
—¿De quién hablas? ¿Quién es ella? ¿Te refieres a Camille? Mira, Maureen, Camille está loca. No deberías hacerle caso. —Simon se incorporó a duras penas—. Puedo conseguirte ayuda. Encontrarte un lugar donde vivir. Enseñarte a ser una vampira…
—Oh, Simon —dijo sonriendo, y sus dientecillos blancos asomaron en una perfecta hilera—. Me parece que tú tampoco sabes ser vampiro. No querías morderme, pero lo hiciste. Lo recuerdo. Tus ojos se pusieron negros como los de un tiburón y me mordiste.
—Lo siento mucho. Si me dejaras ayudarte…
—Podrías venir conmigo —dijo ella—. Eso me ayudaría.
—¿Ir contigo adónde?
Maureen levantó la vista y se quedó mirando la calle vacía. Parecía un fantasma con aquel vestidito tan fino. El viento lo levantaba alrededor de su cuerpo, pero era evidente que no sentía frío.
—Has sido elegido —dijo—, porque eres un vampiro diurno. Los que me hicieron esto te quieren. Pero ahora saben que llevas la Marca. No pueden hacerse contigo a menos que tú decidas acudir a ellos. Por eso me han enviado a modo de mensajera. —Ladeó la cabeza, como un pajarito—. Tal vez yo no sea alguien importante para ti —dijo—, pero si te niegas a venir la próxima vez capturarán a tus seres queridos hasta que no quede ninguno, de modo que será mejor que vengas conmigo y averigües qué quieren.
—¿Lo sabes tú? —preguntó Simon—. ¿Sabes qué quieren?
Maureen hizo un gesto negativo con la cabeza. Estaba tan pálida bajo aquella luz difusa que parecía casi transparente; era como si Simon pudiese ver a través de ella. Tal y como, se imaginaba, había hecho siempre.
—¿Te importa? —dijo ella, y le tendió una mano.
—No —dijo él—. No, me imagino que no. —Y le dio la mano.