11

LOS DE NUESTRA ESPECIE

El demonio se abalanzó sobre Clary y ella dejó de gritar de repente y saltó hacia atrás, por encima del altar, con una voltereta perfecta, y por un extraño instante deseó que Jace hubiera estado presente para verla. Cayó en cuclillas al suelo, justo en el momento en que algo se estampaba con fuerza contra el altar, provocando vibraciones en la piedra.

En la iglesia resonó un aullido. Clary se agazapó detrás del altar y asomó la nariz para mirar. El demonio no era tan grande como se había imaginado de entrada, pero tampoco era pequeño: más o menos del tamaño de una nevera, con tres cabezas sobre cimbreantes cuellos. Las cabezas eran ciegas, con enormes mandíbulas abiertas de las que colgaban hilos de baba verdosa. Al parecer, al intentar alcanzarla, el demonio se había golpeado contra el altar con la cabeza situada más a la izquierda, pues estaba meneándola adelante y atrás, como si intentara despejarse.

Clary miró frenéticamente hacia arriba, pero las figuras con chándal seguían en el mismo lugar. No se habían movido. Era como si estuvieran observando la escena con indiferencia. Se volvió para mirar detrás de ella pero, por lo que parecía, no había más salidas que la puerta por la que había accedido a la iglesia, y el demonio le bloqueaba ese acceso. Percatándose de que estaba desperdiciando unos segundos preciosos, se incorporó y decidió hacerse con el athame. Lo arrancó del altar y volvió a agazaparse justo en el momento en que el demonio se lanzaba de nuevo a por ella. Rodó hacia un lado cuando una de las cabezas, balanceándose sobre su grueso cuello, salía proyectada por encima del altar, agitando su lengua gruesa y negra, buscándola. Con un grito, hundió una vez el athame en el cuello de la criatura y lo extrajo a continuación, saltando hacia atrás para apartarse de su camino.

La cosa gritó, su cabeza echándose hacia atrás, y sangre negra manaba a borbotones de la herida que acababa de provocarle. Pero no había sido un golpe mortal. Mientras Clary miraba, la herida empezó a cicatrizarse lentamente; la carne verde negruzca del demonio se unía como si estuvieran cosiendo un tejido. El corazón le dio un vuelco. Claro. El motivo por el que los cazadores de sombras utilizaban armas preparadas con runas era porque las runas impedían la curación de los demonios.

Buscó con la mano izquierda la estela que llevaba en el cinturón y consiguió liberarla de allí justo en el momento en que el demonio volvía a abalanzarse contra ella. Se inclinó hacia un lado y se arrojó escalera abajo, magullándose, hasta que alcanzó la primera hilera de bancos. El demonio se volvió, moviéndose pesadamente, y arremetió de nuevo contra ella. Percatándose de que tenía en las manos tanto la estela como la daga —de hecho, se había cortado con la daga al rodar por la escalera y en la parte frontal de la chaqueta había aparecido una mancha de sangre—, pasó la daga a la mano izquierda, la estela a la derecha, y con una velocidad desesperada, trazó una runa enkeli en la empuñadura del athame.

Los demás símbolos de la empuñadura empezaron a fundirse y a esfumarse en cuanto la runa del poder angelical se apoderó del arma. Clary levantó la vista; tenía el demonio prácticamente encima, sus tres cabezas cerniéndose sobre ella con las bocas abiertas. Levantándose de un salto, echó el brazo hacia atrás y clavó la daga con todas sus fuerzas. Para su sorpresa, fue a parar en el centro del cráneo de la cabeza intermedia, hundiéndose en ella hasta la empuñadura. La cabeza empezó a dar sacudidas y el demonio gritó —Clary se sintió animada— y, acto seguido, la cabeza cayó al suelo, golpeándolo con un repugnante ruido sordo. Pero el demonio seguía igualmente avanzando hacia Clary, arrastrando la cabeza muerta colgada del cuello.

Se oyeron pasos arriba. Clary levantó la cabeza. Las figuras en chándal habían desaparecido, la galería estaba vacía. Una imagen en absoluto tranquilizadora. Con el corazón bailando un salvaje tango en el interior de su pecho, Clary dio media vuelta y echó a correr hacia la puerta, pero el demonio era más rápido que ella. Con un gruñido forzado, se lanzó por encima de ella y aterrizo justo delante de la puerta, bloqueándole el paso. Con un siseo, avanzó hacia Clary, con sus dos cabezas supervivientes balanceándose, elevándose después, alargándose al máximo para atacarla…

Hubo un destello, una llamarada de oro plateado. Las cabezas del demonio giraron bruscamente y el siseo se transformó en chillido, pero era demasiado tarde: la cosa plateada que las envolvía empezó a tensarse y, proyectando sangre negruzca, las dos cabezas restantes quedaron segadas. Clary intentó apartarse de la trayectoria de la sangre, que la salpicaba, chamuscándole la piel. Y tuvo que agachar la cabeza cuando el cuerpo decapitado empezó a tambalearse, cayendo sobre ella…

Y desapareció. Con su caída, el demonio se esfumó, engullido por su dimensión de origen. Clary levantó la cabeza con cautela. Las puertas de la iglesia estaban abiertas y en la entrada vio a Isabelle, con botas y un vestido negro, y su látigo de oro blanco en la mano. Estaba enrollándolo lentamente en su muñeca, estudiando entretanto la iglesia, con sus oscuras cejas unidas en una expresión de curiosidad. Y cuando su mirada fue a parar a Clary, sonrió.

—Maldita chica —dijo—. ¿En qué jaleo te has metido ahora?

El contacto de las manos de los sirvientes de la vampira sobre la piel de Simon era frío y ligero, como la caricia de unas alas de hielo. Se estremeció levemente cuando desenrollaron la venda que le envolvía la cabeza, su piel marchita era áspera al contacto. Dieron entonces un paso atrás y se retiraron con una reverencia.

Miró a su alrededor, pestañeando. Hacía tan sólo unos momentos se encontraba en la esquina de la calle Setenta y ocho con la Segunda Avenida, a una distancia del Instituto que había considerado suficiente para poder utilizar la tierra del cementerio para contactar con Camille sin levantar sospechas. Y ahora estaba en una estancia escasamente iluminada, bastante grande, con suelo de mármol y elegantes pilares sosteniendo un elevado techo. La pared que quedaba a su izquierda tenía una hilera de cubículos con frente de cristal, todos ellos con una placa de latón en la que se leía «CAJERO». Otra placa de latón en la pared declaraba que aquello era el «DOUGLAS NATIONAL BANK». Gruesas capas de polvo alfombraban tanto el suelo como los mostradores donde en su día la gente había preparado sus talones o sus impresos para retirar dinero, y las lámparas de latón que colgaban del techo estaban cubiertas de verdín.

En el centro de la sala había un sillón alto, y Camille estaba sentada en él. Llevaba suelta su melena rubia plateada, que le caía sobre los hombros como espumillón. Su bello rostro estaba libre de maquillaje, aunque los labios seguían siendo intensamente rojos. En la penumbra del banco eran, de hecho, el único color que Simon alcanzaba a ver.

—En circunstancias normales no accedería a una reunión a la luz del día, vampiro diurno —dijo—. Pero tratándose de ti, he hecho una excepción.

—Gracias. —Se dio cuenta de que no había silla para él, de modo que continuó de pie donde estaba, incómodo. De haber seguido latiendo su corazón, se imaginó que lo habría hecho con fuerza. Cuando había accedido a hacer aquello para el Cónclave, no recordaba el miedo que le inspiraba Camille. Tal vez fuera ilógico, pues en realidad, ¿qué podía hacerle aquella mujer?; pero allí estaba.

—Me imagino que esto significa que has reflexionado sobre mi oferta —dijo Camille—. Y que la aceptas.

—¿Qué te hace pensar que voy a aceptarla? —dijo Simon, esperando con ganas que no fuera a achacar la fatuidad de la pregunta al hecho de que intentase ganar tiempo.

Se la veía un poco impaciente.

—No creo que decidieras darme personalmente la noticia de que has decidido rechazarme. Temerías mi carácter.

—¿Debería temer tu temperamento?

Camille se recostó en el sillón orejero, sonriendo. Era un sillón de aspecto moderno y lujoso, a diferencia del resto del mobiliario del banco abandonado. Debían de haberlo llevado hasta allí, seguramente los sirvientes de Camille, que en aquel momento permanecían escoltándola a ambos lados como un par de silenciosas estatuas.

—Muchos lo temen —dijo—. Pero tú no tienes motivos para ello. Me siento muy satisfecha contigo. Aunque hayas esperado hasta el último momento para ponerte en contacto conmigo, intuyo que has tomado la decisión correcta.

El teléfono de Simon eligió justo aquel momento para ponerse a sonar con insistencia. Dio un brinco, notando que un hilillo de sudor frío le caía por la espalda, y hurgó apresuradamente en el interior del bolsillo de su chaqueta.

—Lo siento —dijo, abriéndolo—. El teléfono.

Camille estaba horrorizada.

—No contestes.

Simon se acercó el teléfono al oído. Y al hacerlo, consiguió pulsar varias veces la tecla de la cámara.

—Será sólo un segundo.

—Simon.

Pulsó la tecla de envío y cerró rápidamente el teléfono.

—Lo siento. No lo he pensado.

El pecho de Camille, a pesar de que no respiraba, subía y bajaba de rabia.

—Exijo más respeto de mis servidores —dijo entre dientes—. No vuelvas nunca a hacer esto, de lo contrario…

—¿De lo contrario qué? —dijo Simon—. No puedes hacerme daño, no puedes hacerme más daño que los demás. Y me dijiste que no sería tu servidor. Me dijiste que sería tu socio. —Hizo una pausa después de dejar en su voz la nota justa de arrogancia—. Tal vez debería replantearme la aceptación de tu oferta.

Los ojos de Camille se oscurecieron.

—Oh, por el amor de Dios. No seas tontito.

—¿Cómo es posible que puedas pronunciar esa palabra? —le preguntó Simon.

Camille levantó sus delicadas cejas.

—¿Qué palabra? ¿Te ha molestado que te llamara tonto?

—No. Bueno, sí, pero no me refería a eso. Has dicho: «Oh, por el amor de…». —Se interrumpió; su voz se quebró. No podía pronunciarlo. «Dios».

—Porque no creo en Él, niño tonto —replicó Camille—. Y tú aún sí. —Ladeó la cabeza, mirándolo igual que un pájaro observaría el gusano que está pensando en comerse—. Creo que quizá ha llegado el momento de realizar un juramento de sangre.

—¿Un… juramento de sangre? —Simon se preguntó si la habría oído bien.

—Había olvidado lo limitado de tus conocimientos sobre las costumbres de los de nuestra especie. —Camille movió de un lado a otro su plateada cabeza—. Te haré firmar un juramento, con sangre, proclamando tu lealtad hacia mí. Servirá para impedir que me desobedezcas en el futuro. Considéralo una especie de… contrato prenupcial. —Sonrió, y Simon entrevió el destello de sus colmillos—. Venid. —Chasqueó los dedos de forma imperiosa, y sus acólitos se acercaron a ella, con sus casposas cabezas inclinadas. El primero le entregó algo que parecía una pluma de cristal antigua, de aquellas que tienen la punta en forma de espiral para absorber y retener la tinta—. Tendrás que hacerte un corte y extraer tu propia sangre —dijo Camille—. Normalmente lo haría yo, pero la Marca me lo impide. Por lo tanto, debemos improvisar.

Simon dudó. Aquello era mala cosa. Muy mala. Conocía lo bastante el mundo sobrenatural como para saber lo que los juramentos significaban para los subterráneos. No eran simples promesas vacías susceptibles de romperse. Vinculaban de verdad al que la realizaba, eran como unas esposas virtuales. Si firmaba el juramento, tendría que serle fiel a Camille. Y posiblemente para siempre.

—Vamos —dijo Camile; un matiz de impaciencia asomaba en su voz—. No hay ninguna necesidad de entretenerse.

Simon tragó saliva y, a regañadientes, dio un paso al frente, y otro a continuación. Uno de los sirvientes se plantó delante de él, bloqueándole el paso. Le ofreció un cuchillo a Simon, algo de aspecto peligroso con punta afilada. Simon lo cogió y lo acercó a su muñeca. Lo hizo descender.

—¿Sabes? —dijo—. El dolor no me gusta nada. Y tampoco los cuchillos…

—Hazlo —rugió Camille.

—Tiene que haber otra manera.

Camille se levantó de su asiento y Simon vio que tenía los colmillos completamente extendidos. Estaba rabiosa de verdad.

—Si no dejas de hacerme perder el tiempo…

Se oyó una leve implosión, el sonido como de algo enorme partiéndose por la mitad. En la pared de enfrente apareció un gran panel brillante. Camille se volvió hacia allí y abrió la boca sorprendida al ver de qué se trataba. Simon se dio cuenta de que lo había reconocido, igual que él. Sólo podía ser una cosa.

Un Portal. Por el que estaban entrando una docena de cazadores de sombras.

—Muy bien —dijo Isabelle, guardando el botiquín de primeros auxilios con un gesto enérgico. Estaban en una de las muchas habitaciones vacías del Instituto, concebidas para albergar a los miembros de la Clave que estuvieran allí de visita. Todas estaban sencillamente equipadas con una cama, un tocador y un armario, y disponían de un pequeño baño. Y, claro estaba, todas tenían un botiquín de primeros auxilios, con vendas, cataplasmas e incluso estelas de recambio—. Creo que ya tienes suficiente iratze, pero algunos de estos moratones tardarán un poco en desaparecer. Aunque esto… —Pasó la mano por las marcas de quemaduras que Clary tenía en el antebrazo, donde le había salpicado la sangre de demonio—… seguramente no desaparecerá del todo hasta mañana. Si descansas, de todos modos, se curarán más rápido.

—No tiene importancia. Gracias, Isabelle. —Clary se miró las manos; tenía la derecha vendada y la camisa todavía rasgada y manchada de sangre, aunque las runas de Izzy habían curado las heridas de debajo. Suponía que podría haberse aplicado ella misma las iratzes, pero resultaba agradable tener a alguien que se ocupase de ella, e Izzy, a pesar de no ser la persona más cariñosa del mundo, podía ser muy aplicada y amable cuando se lo proponía—. Y gracias por presentarte allí y salvarme la vida de lo que quiera que fuera aquello…

—Un demonio Hydra. Ya te lo he dicho. Tienen muchas cabezas, pero son bastante tontos. Y antes de que yo apareciese no lo habías hecho del todo mal. Me ha gustado lo que has hecho con el athame. Una buena idea estando bajo aquella presión. Eso forma parte de ser un cazador de sombras tanto como aprender a llenar de agujeros todo tipo de cosas. —Isabelle se dejó caer en la cama al lado de Clary y suspiró—. Seguramente me acerque a ver qué encuentro sobre la iglesia de Talto antes de que regrese el Cónclave. Quizá nos ayudará a comprender de qué va todo esto. Lo del hospital, los bebés… —Se estremeció—. No me gusta nada.

Clary le había contado a Isabelle todo lo que podía sobre los motivos que la habían conducido a la iglesia, incluso lo del bebé demonio del hospital, aunque había fingido ser sólo ella la implicada y había mantenido a su madre al margen de toda la historia. Isabelle había puesto una cara de asco tremenda cuando Clary le había explicado que el bebé parecía un recién nacido normal y corriente excepto por aquellos ojos negros tan abiertos y las garras en lugar de manitas.

—Creo que estaban intentando crear otro bebé como… como mi hermano. Creo que experimentaron con una pobre mundana —dijo Clary—. Y que no fue capaz de asumirlo cuando el bebé nació y se volvió loca. Pero… ¿quién podría hacer una cosa así? ¿Alguno de los seguidores de Valentine? ¿Tal vez alguno de los que no fueron capturados está ahora intentando continuar su obra?

—Tal vez. O quizá simplemente se trate de un culto de adoración al demonio. Hay muchos cultos de ese tipo. Aunque me cuesta imaginarme por qué alguien querría crear más criaturas como Sebastian. —Su voz cobró un matiz de odio al pronunciar aquel nombre.

—En realidad se llamaba Jonathan…

—Jonathan es el nombre de Jace —dijo Isabelle muy tensa—. No pienso llamar a ese monstruo con el nombre de mi hermano. Para mí siempre será Sebastian.

Clary se vio obligada a reconocer que Isabelle tenía cierta razón. También a ella le había costado pensar en él como Jonathan. Suponía que aquello era no hacerle justicia al verdadero Sebastian, pero nadie lo había conocido. Resultaba mucho más fácil asociar el nombre de un desconocido al malvado hijo de Valentine que llamarlo por un nombre que lo hacía parecer más cercano a su familia, más cercano a su vida.

Isabelle continuó hablando despreocupadamente, aunque Clary sabía que su cabeza no dejaba de funcionar, considerando varias posibilidades.

—Me alegro de que me enviaras aquel mensaje de texto. Adiviné por tu mensaje que algo iba mal y, francamente, estaba aburrida. Todo el mundo estaba fuera con esos asuntos secretos del Cónclave y yo no había querido ir, porque Simon iba a estar presente y ahora lo odio.

—¿Que Simon está con el Cónclave? —Clary se quedó pasmada. Al llegar al Instituto se había dado cuenta de que estaba más vacío de lo habitual. Jace, evidentemente, no estaba, aunque tampoco esperaba que estuviese… no sabía por qué—. He hablado con él esta mañana y no me ha mencionado que fuera a hacer algo con ellos —añadió Clary.

Isabelle se encogió de hombros.

—Se trata de algo relacionado con el politiqueo de los vampiros. Es lo único que sé.

—¿Crees que Simon estará bien?

Isabelle respondió exasperada:

—Ya no necesita tu protección, Clary. Tiene la Marca de Caín. Por mucho que le peguen, le disparen, lo ahoguen y lo apuñalen, no le va a pasar nada. —Miró fijamente a Clary—. Me he fijado en que no me has preguntado por qué odio a Simon —declaró—. ¿Tengo que entender por ello que estabas al corriente de que me ponía los cuernos?

—Lo estaba —reconoció Clary—. Y lo siento.

Isabelle hizo caso omiso a su confesión.

—Eres su mejor amiga. Habría sido raro que no lo supieras.

—Debería habértelo contado —dijo Clary—. Es sólo que… que nunca tuve la sensación de que fueras en serio con Simon, ¿me explico?

Isabelle puso mala cara.

—No iba en serio. Pero… lo que pasa es que me imaginaba que él sí se lo tomaba en serio. Como yo estaba tan fuera de sus posibilidades… Supongo que esperaba de él algo mejor de lo que suelo esperar de los demás tíos.

—A lo mejor —dijo Clary en voz baja—, Simon no debería andar saliendo con alguien que piensa que está fuera de sus posibilidades. —Isabelle se quedó mirándola y Clary notó que se le subían los colores—. Lo siento. Vuestra relación no es de mi incumbencia.

Isabelle estaba haciéndose un moño con el pelo, un gesto que solía practicar cuando estaba tensa.

—No, no lo es. La verdad es que podría haberte preguntado por qué me enviaste un SMS a mí pidiéndome que acudiera a la iglesia a reunirme contigo y no se lo enviaste a Jace, pero no lo he hecho. No soy estúpida. Sé que algo va mal entre vosotros dos, por mucho que vayáis pegándoos el lote en los callejones. —Miró con interés a Clary—. ¿Os habéis acostado ya?

Clary notó que se sonrojaba.

—¿Qué…? No, no nos hemos acostado, pero no entiendo qué tiene que ver ese detalle con todo esto.

—No tiene absolutamente nada que ver —replicó Isabelle, rematando su moño—. No era más que curiosidad lasciva. ¿Y qué es lo que te lo impide?

—Isabelle… —Clary recogió las piernas, se abrazó las rodillas y suspiró—. Nada. Simplemente nos estamos tomando un tiempo. Yo nunca… ya sabes.

—Jace sí —dijo Isabelle—. Bueno, me imagino que sí. No lo sé seguro. Pero si alguna vez necesitas algo… —Dejó la frase suspendida en el aire.

—¿Necesito algo?

—Protección. Ya sabes: tienes que ir con cuidado —dijo Isabelle. Su tono era igual de práctico que si estuviese hablando sobre botones de recambio—. Cabría pensar que el Ángel fue lo bastante precavido como para darnos una runa para el control de la natalidad, pero ni por ésas.

—Por supuesto que iría con cuidado —farfulló Clary, con las mejillas encendidas—. Ya basta. Todo esto me resulta incómodo.

—No es más que una conversación de chicas —dijo Isabelle—. Te resulta incómodo porque te has pasado toda la vida con Simon como único amigo. Y a él no puedes hablarle de Jace. Eso sí que te resultaría incómodo.

—¿De verdad que Jace no te ha comentado nada? ¿Sobre lo que le preocupa? —dijo Clary sin apenas voz—. ¿Me lo prometes?

—No es necesario que lo haga —dijo Isabelle—. Viendo cómo te comportas tú, y con Jace andando por ahí como si acabara de morírsele alguien, es normal que me haya dado cuenta de que algo va mal. Deberías haber venido antes a hablar conmigo.

—¿Piensas, al menos, que él está bien? —preguntó Clary, hablando muy despacio.

Isabelle se levantó de la cama y se la quedó mirando.

—No —respondió—. No está demasiado bien. ¿Y tú?

Clary negó con la cabeza.

—Me parece que no —dijo Isabelle.

Para sorpresa de Simon, después de que Camille viera aparecer a los cazadores de sombras, ni siquiera intentó mantenerse firme. Se echó a gritar y corrió hacia la puerta, pero se quedó paralizada al ver que era de día y que salir del banco significaría morir incinerada en cuestión de segundos. Sofocó un grito y se agazapó contra la pared, con los colmillos al descubierto y un grave siseo emergiendo de su garganta.

Simon retrocedió cuando los cazadores de sombras del Cónclave, vestidos de negro como una manada de cuervos, se apiñaron a su alrededor; vio a Jace, su cara seria y pálida como el mármol blanco, atravesar con un sable a uno de los sirvientes humanos cuando pasó por su lado, con la misma facilidad con la que cualquiera aplastaría una mosca. Maryse avanzó con paso majestuoso; su melena negra al viento le recordó a Simon la de Isabelle. Despachó al segundo y acobardado acólito con un movimiento zigzagueante de su cuchillo serafín y avanzó a continuación en dirección a Camille, blandiendo su resplandeciente arma. Jace la flanqueaba por un lado y, por el otro, un cazador de sombras al que no conocía, un hombre alto con runas negras enroscadas como zarcillos dibujadas en su antebrazo.

El resto de los cazadores de sombras se había dispersado para realizar una batida por todo el banco, examinándolo con aquellos raros artefactos que utilizaban —sensores— e inspeccionando hasta el último rincón en busca de actividad demoníaca. Hicieron caso omiso a los cadáveres de los sirvientes humanos de Camille, que yacían inmóviles sobre charcos de sangre negruzca. Hicieron caso omiso a Simon. Podría perfectamente haber sido una columna más del edificio, por la escasa atención que le prestaron.

—Camille Belcourt —dijo Maryse, y su voz resonó en las paredes de mármol—. Has quebrantado la Ley y estás por ello sujeta a los castigos de la Ley. ¿Te rendirás y vendrás con nosotros, o lucharás?

Camille estaba llorando, sin tratar de ocultar sus lágrimas, que estaban manchadas de sangre y resbalaban por su blanco rostro. Dijo entonces, con voz entrecortada:

—Walker… y mi Archer…

Maryse estaba perpleja. Se dirigió al hombre que se encontraba a su izquierda:

—Pero ¿qué dice, Kadir?

—Se refiere a sus sirvientes humanos —respondió el hombre—. Creo que está llorando su muerte.

Maryse movió la mano con un gesto despreciativo.

—Tener sirvientes humanos va contra la Ley.

—Los convertí en mis sirvientes antes de que los subterráneos estuviéramos sujetos a tus execrables leyes, mala bruja. Llevaban doscientos años conmigo. Eran como hijos para mí.

La mano de Maryse se tensó sobre la empuñadura de su espada.

—¿Qué sabrás tú de hijos? —susurró—. ¿Qué saben los tuyos de otra cosa que no sea destruir?

La cara cubierta de lágrimas de Camille destelló triunfante por un segundo.

—Lo sabía —dijo—. Por mucho que digas, por muchas mentiras que cuentes, odias a los de nuestra especie. ¿No es así?

El rostro de Maryse se puso tenso.

—Cogedla —dijo—. Llevadla al Santuario.

Jace se colocó rápidamente al lado de Camille y la cogió por un brazo; Kadir por el otro. Y entre los dos la inmovilizaron.

—Camille Belcourt, se te acusa de asesinar a humanos —declaró Maryse—. Y de asesinar a cazadores de sombras. Serás conducida al Santuario, donde serás interrogada. La pena correspondiente al asesinato de cazadores de sombras es la muerte, pero es posible que si cooperas, se te perdone la vida. ¿Lo has entendido? —preguntó a continuación.

Camille hizo un gesto desafiante con la cabeza.

—Sólo responderé ante un hombre —dijo—. Si no lo traéis ante mí, no os contaré nada. Puedes matarme, pero no te diré nada.

—Muy bien —dijo Maryse—. ¿Y qué hombre es ése?

Camille enseñó los colmillos.

—Magnus Bane.

—¿Magnus Bane? —Maryse se quedó atónita—. ¿El gran brujo de Brooklyn? ¿Y por qué quieres hablar con él?

—Eso se lo responderé a él —dijo Camille—. De lo contrario, no responderé a nadie.

Y eso fue todo. No articuló ni una palabra más. Simon la vio marcharse arrastrada por los dos cazadores de sombras. Pero no experimentó ningún tipo de sensación de triunfo, como se habría imaginado. Se sentía vacío, y curiosamente, con náuseas. Bajó la vista hacia los cuerpos de los sirvientes asesinados; no es que fueran muy de su agrado, pero en ningún momento pidieron encontrarse donde estaban. En cierto sentido, quizá tampoco lo hubiera pedido Camille. Pero para los nefilim era un monstruo. Y tal vez no sólo porque hubiera matado a cazadores de sombras; sino también porque tal vez, en realidad, no tenían manera de considerarla otra cosa.

Empujaron a Camille hacia el interior del Portal; Jace seguía al otro lado, indicándole con impaciencia a Simon que lo siguiera.

—¿¡Vienes o no!? —le gritó.

«Por mucho que digas, por muchas mentiras que cuentes, odias a los de nuestra especie».

—Voy —dijo Simon, y echó a andar a regañadientes.