Epilogue, from Gr. epilogos, conclusion, epi-, and logo, to speak. A speech or short poem adressed to the spectators by one of the actors, after the conclusion of a drama.
[«Epílogo», del griego epílogos (epi-, «conclusión», y logo, «hablar»). Discurso o poema breve que uno de los actores dirige al público al término de un drama.]
The New Webster Encyclopedic Dictionary
of the English Language, MCMLII
Una estación, otra vez. Lichtenberg, Berlín. Me gusta que rimen los episodios de una historia, aunque yo no escriba poemas con rima. Desde aquí salen trenes hacia Polonia y Rusia. Tengo una cita en este lugar, aunque yo no lo sepa todavía. Warszawa Centralna 20.55. Minsk 8.49. Smolensk 14.44. Moskva Belorusskaja 20.18. Viajes diferentes, trenes diferentes. He emprendido este viaje para reparar una pérdida. Quien ha escrito alguna vez un libro sabe a lo que me refiero. Es una forma de despedida, con lo que también es una forma de duelo. Has convivido con unos personajes durante un año o dos, les has puesto unos nombres, acertados o no, los has hecho sufrir o reír, y luego los has enviado a recorrer el ancho mundo. Esperas que les vaya bien, que tengan el aliento suficiente para prolongar su existencia durante largo tiempo. Ahora los has abandonado, aunque sientas que son ellos los que te han abandonado a ti. Los has dejado solos en una desoladora estación de tren, en lo que en otros tiempos fue Berlín Este. Más triste imposible.
—No vamos a compadecernos —diría Almut, y eso es precisamente a lo que me refiero. Los personajes continúan hablándote. Durante dos años han hablado entre sí y tú los has escuchado. Vete a saber dónde empiezan las cosas. Suponiendo que la primera palabra haya salido de mí, ¿la segunda también? Anoche escribí algo que esta mañana no he logrado descifrar. Mi letra suele ser el indicador de cuánto he bebido la noche anterior.
Al parecer, bastante. Me cuesta dejarlos marchar. Anoche escribí: «De algunas personas sabes que son voces escritas». ¿O pone «voces espantadas»? No sé lo que puse, pero «voces escritas» es mejor. Dejémoslo así, pues. Anuncian algo por megafonía, pero todavía no es para mí. No sé por qué he elegido Moscú, será porque no he estado nunca. Cuando no conozco un sitio me pierdo con más facilidad y eso me gusta. A mi lado se ha sentado un joven con los oídos flagelados por los trallazos de la música. Mueve la cabeza mecánicamente al ritmo de un perpetuo estallido metálico. Está claro que nunca ha escrito un libro.
Siempre que termino una historia, me invade una extraña clarividencia, y lo digo en sentido literal. No quiero decir con eso que sea capaz de adivinar el futuro, no, lo que quiero decir es que percibo con extrema claridad una serie de cosas en las que habitualmente no reparo. El granito artificial de los cubos de basura, las largas catacumbas alicatadas de azulejos amarillos en el subterráneo de la estación —que conectan el metro con la estación grande—, los corredores que no tienen fin, la expresión de cocainómano del tipo de los trallazos en el oído… nada se me escapa. Y, sin embargo, nada de todo ello me sirve, es demasiado tarde. Los otros han partido ya, a Brasil o a Australia; yo ya no mando sobre sus vidas. Al fondo del corredor, dos vigilantes con camisas verde limón y gorras blancas, un olor a tiempos pasados, un leve estremecimiento. Se anuncia el tren por los altavoces, pero hay poca gente todavía. El tren ya está aquí, letras cirílicas, todo encaja. Cortinillas, lamparitas. Los trenes de Dostoievski y Nabokov con destino a Baden-Baden y Biarritz. No tengo que esperar mucho. Ella lleva la misma ropa que en el avión y en sus manos sujeta el mismo libro, el libro que yo creía haber escrito y que sigue cerca de mí. Esto último es verdad, lo anterior no. Esta vez distingo el título enseguida, como si ella hubiera venido especialmente por mí, y puede que así sea. Son las mismas dos palabras, sólo que con el orden invertido, aunque en ambos casos el paraíso está perdido. Nos toca el mismo compartimento, claro. Quien lo ha planeado así sabe lo que se hace. Al menos podremos hablar. El silbato del jefe de estación suena más dramático que en otras estaciones. Los dos miramos por la ventana, tal vez por timidez.
No sé si ella me ha reconocido a mí. Durante el vuelo de Friedrichshafen a Berlín no me miró ni una sola vez, y a nuestra llegada a Tempelhof, que yo sepa, tampoco, aunque eso nunca se sabe. En cualquier caso, el hombre que fue a recogerla entonces ahora no está.
En el andén, un par de rusos gordos trajinan con su equipaje. Van tan cargados de maletas que apenas pueden con ellas. Cuando el tren abandona la estación veo que está lloviendo, velos grises cubriendo una ciudad gris. En mi recuerdo veo los lugares donde se alzaba el Muro, ahora invisible, otro libro de ésos cuyo autor creía haberlo terminado, pero tan sencilla no es la cosa.
—¿Qué le ha parecido el libro? —pregunto. Nunca se me ha dado muy bien entablar conversaciones con extraños, pero en mi actual estado de ánimo me atrevo con todo. Esas piernas, demasiado lejanas entonces, están ahora cerca de mí, a una distancia excitante; los ajustados pantalones caqui marcan sus formas, se aprecia su fuerza. No sé si ella ha reparado en mi mirada, pero separa un poco las piernas. Me quita el aliento. Ya lo he dicho, siempre que termino un libro, en las semanas posteriores me vuelvo hipersensible. Siento una mezcla de excitación y de nostalgia, emociones estas que aún no he aprendido a dominar. Quizás las mujeres estén acostumbradas a ello. Comoquiera que sea, ella me ignora y mira por la ventana. Va fijando la vista en los matojos amarillos que flanquean las vías, en los grandes guijarros marrones colocados entre los extremos de las traviesas, en la ciudad que desaparece lentamente entre los velos de lluvia, en el borroso contorno de un barco en el horizonte.
La mujer coloca el libro abierto sobre el asiento que está a su lado. Veo la ortografía antigua de la reedición facsímil, del año 1830 o algo así.
—No sé —contesta ella—. Creo que me ha inspirado una cierta melancolía. A mi entender, todo parte de un malentendido, y de ser así, el castigo me parece demasiado riguroso. ¿No le parece una palabra maravillosa, «malentendido»? Todo nace de un malentendido cuyas consecuencias se prolongan hasta el infinito. Cabría introducir un componente de malevolencia, pero ni tan siquiera es necesario. En un caso, la mujer escucha la serpiente, con todo lo que ello implica; en otro caso, un velero arriba a una costa extraña donde unos hombres pintados se ocultan tras los matorrales o una mujer se adentra por la noche en el barrio equivocado y nunca más será la misma. En realidad, sabe usted, lo que más me gusta es el título. En este sentido yo diría que la historia no tiene fin. ¿Qué cree usted que piensan los escritores de los malentendidos? ¿Acaso los emplean a propósito para tener algo que escribir la siguiente vez? De hecho, no conozco ningún libro que no se fundamente en un malentendido. Hamlet, Madame Bovary, Marcel que no sabía que Gilberte le amaba, Otelo que cree a Yago… si te paras a pensar…
En ese instante se presentó el revisor. Observó los billetes minuciosamente, toda una tarea porque se trataba de diversos papelitos grapados.
—¿Si te paras a pensar…? —repetí después de que el hombre se hubo marchado.
Ella se echó a reír y dijo:
—¿De verdad quiere que se lo diga?
—Sí —insistí.
—¿Por qué? ¿Acaso cree usted que es importante lo que yo tenga que decirle?
Entonces descubrí que sus ojos eran verdes y que me veía por primera vez.
Esperé un instante. Todo dependía ahora del tono adecuado. Miré una vez más las cumbres nevadas de los Alpes en Vorarlberg, las pinturas rupestres en Ubirr y el Sickness Dreaming Place, el hombre viejo del anillo heráldico, que en ese mismo instante era enterrado en Darwin, la abandonada habitación de niña con vistas a los suntuosos jardines de Jardins donde el bem-te-vi entonaba su canción. Y luego, por último, miré a la única persona que quedaba, y dije:
—Porque la última frase es la más importante.
—¿Y tengo que pronunciarla yo?
Esperé, en silencio.
—Bueno, en realidad es muy sencillo —continuó ella—. Se le podría haber ocurrido a usted mismo. ¿Ha pensado usted alguna vez en aquel que ha inventado el paraíso? ¿Un lugar sin malentendidos? Seguro que el hastío infinito que debe de reinar ahí ha sido concebido como castigo. Sólo a un escritor muy malo puede ocurrírsele semejante cosa. ¿Es eso suficientemente bueno para una última frase?
—Sólo falta un nombre de lugar y una fecha —dije.
—Y una cita —añadió ella—. ¿No es eso lo que hace usted siempre? Tenga, le he buscado algo.
Ella abrió el libro, sacó un papelillo que había entre las últimas páginas y me lo entregó. Los versos elegidos los había subrayado con lápiz.
Ámsterdam, febrero de 2003-
Es Consell, San Luis, 26 de agosto de 2004