Como era su última noche, Renate les obsequió con un platito extra de soufflé de salmón. Erik masticó su panecillo hasta la última fibra, al tiempo que Herr Dr. Krüger le entretenía con historias macabras acerca del embarazo extrauterino y le hablaba de unos cachos de carne carentes de alma pero con pelo y uñas. Erik tenía la cabeza en otra parte. Le había llegado un mensaje de Ania que no quería contestar. La noche empezaba a caer sobre las blancas cimas detrás de las ventanas. Erik se paseó un poco por el sanatorio, acudió a la sauna con la esperanza de que el calor lo librara de unos pensamientos que no lo dejaban en paz, nadó en la piscina varios largos hasta agotarse, se tomó la amarga infusión tranquilizante Schlaf und Nerventee —siempre lista para el consumo en el bufete del comedor— y, a pesar de todo, una vez en la cama, no fue capaz de conciliar el sueño. De haber estado en casa, se habría tomado un coñac doble, algo del todo impensable en aquel lugar. Intentó quitarse el sabor amargo de la infusión lamiéndose los dientes, pero no lo consiguió. No era verdad lo que ella le había dicho. Él no la había olvidado ni en tres meses ni en tres años. No la había olvidado ni la olvidaría jamás. Cuando regresó a casa, hacía ahora tres años, ella fue su único tema de conversación durante un largo tiempo, hasta el extremo de acabar con la paciencia de todos, y especialmente de Ania.
—Oye, te deseo todo lo mejor, y por mí puedes follarte a todas las huestes celestiales, pero, por favor te lo pido, deja ya de hablar de una puñetera vez de esa tía. Si tan maravillosa era, haberte quedado con ella. A lo mejor te habrían salido alas a ti también. Dios, qué patéticos sois los hombres. Una tía se coloca unas alas y se mete en un armario, y se convierte en el no va más. Pero volar no sabía, eso sí que no. Y hacer el amor con toda esa parafernalia enganchada al cuerpo no me parece lo más cómodo que digamos. A propósito, ¿cómo llevaba sujetas las alas? ¿Con elásticos cruzados?