La mujer posó una mano entre los omóplatos de Erik y la retiró un instante después. Él percibió un movimiento giratorio de la mano, como si le estuviera arrancando algo del cuerpo —dolor, fatiga, tristeza—, algo que ahora ella lanzaba al aire, con ese gesto con el que los masajistas indican que el masaje ha terminado. Erik quiso incorporarse pero ella le detuvo.
—Despacio, no tengas prisa. Te he practicado un masaje profundo. Creo que te has dormido en varias ocasiones.
—¿Cuánto tiempo ha durado el masaje?
—Más de una hora. Como no tenía a nadie más después de ti, me he permitido entretenerme contigo.
—Durante este tiempo he recorrido tres años. Tres años exactos, desde la última vez que nos vimos, si no te importa que te lo recuerde.
—No necesito que me lo recuerdes. Y ahora, naturalmente, preguntarás por qué.
—¿Por qué qué?
—Por qué desaparecí.
—Sí, por qué no tuve noticias tuyas.
—Porque era imposible.
—Entonces, ¿por qué me lo prometiste?
—Te prometí algo más.
—¿El qué?
—Que volvería a verte.
—Ya, eso es una chorrada. Nos hemos encontrado aquí por azar, pura casualidad. He venido a este lugar como me podría haber ido a Kinshasa. A propósito, ¿tú cómo has ido a parar a este irrisorio pueblo sepultado bajo la nieve? No tenía ni idea de que supieras dar masajes.
—Siempre supe. Lo aprendí hace tiempo. Porque conviene saber hacer algo para ganarte la vida dondequiera que estés, en Australia o en Austria. No todos los países son como el tuyo, en que la gente cobra sin trabajar.
—Pero ¿por qué aquí?
—Las cosas salieron así.
—¿Un hombre?
Ella hizo un gesto de rechazo en el aire, como si quisiera apartar de un empujón al hipotético hombre.
—La verdad, nunca me ha importado mucho dónde me encontraba.
—Eso mismo me dijiste entonces. «Mi casa es el planeta Tierra». Eso me excitó muchísimo —Erik se puso en pie y cogió su albornoz. Quería decirle algo más pero no supo qué—. Me enamoré de ti locamente, eso es todo.
—Sí, estabas muy hambriento.
—¿Te reíste de mí?
—Todo lo contrario. Me diste miedo y además todo sucedió demasiado rápido. Fue una especie de delirio.
—Eso tuvo que ver con la fiesta aquella. Yo, sin embargo, sentí el deseo de renunciar a toda mi vida anterior.
«Y si aquella noche me hubiera ahogado, no me habría importado».
Pero eso último se lo guardó Erik para sí.
—Eso fue por las alas. No fuiste el único. Aquella noche, la última del festival, sucedieron cosas extrañas.
—No, no fue por las alas. Tuvo que ver con el hecho de que era el último día. Al día siguiente yo tenía que tomar el avión, tenía que regresar a mi país, a todo lo que no quería. Contigo me sentí comprendido… como si tú también…
Erik se la quedó mirando. La mirada de la mujer era fría, sus ojos no dejaban traslucir nada, al igual que entonces. Qué idiota había sido, se dijo Erik.
—Como si yo también… —repitió la mujer, como si estuviera reflexionando. Luego movió la cabeza—. No, no —continuó—. Me conozco bien. Lo nuestro no tenía sentido. Me comentaste que querías trabajar de corresponsal, y cuando yo te dije que no solía permanecer mucho tiempo en un mismo lugar, me contestaste que te irías conmigo, que escribiendo podías ganarte la vida en cualquier sitio. Yo había oído ese tipo de cosas tantas veces, no exactamente lo mismo, pero por el estilo. Nadie es capaz de soportar mi estilo de vida. Y además, sabía que volverías con tu novia, que me olvidarías en tres meses. Y así fue.
—Si estabas tan segura de ello, ¿por qué no me llamaste nunca?
—Porque no quería arriesgarme —y, bruscamente, como indicando que la conversación había concluido, añadió—: ¿Hasta cuándo estás aquí?
—Mañana es mi último día.
—Cierto, mañana te dan el alta.
—Parece ser que sí. ¿Podemos quedar en algún lugar?
Ella consultó una carpeta.
—No, imposible, pero te tengo apuntado para mañana. Así que hasta mañana.
—Hasta mañana.
—¿Te acuerdas de lo último que te dije? —añadió la mujer, deteniéndose junto a la puerta.
No, Erik no lo recordaba.