La mujer le da una palmadita en los hombros y le pide que se dé la vuelta. Durante medio segundo más él sigue en otro lugar, en otro tiempo, en aquella habitación de hace tres años. Erik se da la vuelta. Todavía no quiere ver a la mujer, tal vez porque entonces tampoco la vio.
—Cuéntame ahora lo que sucedió —le ruega él.
—Sabes lo que sucedió.
—Es posible, pero cuéntamelo.
—No fuiste la única persona que se detuvo a mirarme un buen rato. A nosotros, los ángeles, nos habían entrenado para aquel juego, era nuestro papel. Todo un reto, la verdad, también para nosotros. No nos permitían mirar a nadie ni hablar con nadie, no podíamos ceder. Pero contigo fue diferente. Transmitías una intensidad muy fuerte, tu mirada era un láser. Y te oí respirar. Tosiste, una sola vez. Reconocí ese sonido al día siguiente, cuando regresaste. Fue entonces cuando me tocaste.
—Cuando te diste la vuelta.
—Sí, pero eso fue más tarde.
Ella sabe que él quiere hacerle una sola pregunta, pero no es el momento todavía. Ella es consciente de todo lo que le ha sucedido en el pasado, su intangibilidad, todo lo que él no conoce. Ella estuvo a punto de dejarse seducir por él. Nunca le contaría por qué, porque tuvo que ver con la compasión, con lo que había vivido las semanas anteriores. Él no podía saber quién era ella y eso era bueno. Ella tampoco conocía la historia de él y eso también era bueno. Y así tenía que seguir siendo.
¿Y él? Un hombre en una habitación de Australia contemplando a un ángel tendido en el suelo. Los ángeles son criaturas míticas, pero en el siglo XX los ángeles se asocian a lo kitsch, a la ironía o sencillamente al espectáculo. Y, sin embargo, aquel pequeño cuerpo enroscado, aquellos pies descalzos, aquella criatura tan femenina (porque era una mujer, estaba seguro de ello, a pesar de su aspecto de muchacho) le infundieron miedo, emoción, deseo. Deseó verla de pie, verla extender las alas que yacían absurdamente en el polvo. Pero no se atrevió a dirigirle la palabra. Permaneció inmóvil frente a ella hasta que oyó subir a alguien por las escaleras. Por la noche no pudo conciliar el sueño. Aquel mismo día había participado en un debate acerca de la función de la crítica, junto con un escritor de las islas Salomón («En nuestra tierra, la crítica literaria es inexistente y en Australia ni siquiera nos ven. Eso tiene una ventaja, que nadie dice nada desagradable de ti, y un inconveniente, que no existes»). Y luego, además, se emborrachó con el autor danés («Esos ángeles son todos actores, es un juego. Si quieres verlos sin alas, acércate al bar del edificio del festival, ahí se reúnen por la noche»). Y eso fue lo que Erik hizo, pero no vio a nadie que se pareciera ni de lejos a ella. ¿Cómo reconocer a una persona sin rostro? Imaginándotela sin alas, desenroscando su cuerpo, poniéndola derecha. Erik no lo consiguió.
El festival terminaba al día siguiente. Erik anotó el nombre de la calle y el número de la casa y se pasó todo el día como embriagado delante de la puerta —sin atreverse a entrar—, nervioso como un adolescente. Cuando ya estaba a punto de finalizar la jornada, se decidió a volver a subir aquella escalera despintada. Ella seguía ahí, en la misma postura.
«El riesgo y la fantasmagoría de la existencia», de repente le vuelven a la memoria estas palabras que en cierta ocasión se le quedaron grabadas en la memoria. No recuerda su contexto ni quién las escribió, de modo que tampoco recuerda su significado. El silencio que reina en la casa es realmente fantasmagórico. Pero ¿corre algún riesgo? Erik penetra en la casa, oye sus propios pasos tal como ella debe de estar oyéndolos. Se detiene delante del ángel, contempla el cuerpo inmóvil, los pies descalzos, las alas. ¿Qué sucedería si le dijera algo? Una piedra lanzada contra un espejo, un ruido de cristal roto, como un grito, algo terrible, y luego de nuevo el silencio. El silencio en que él está a punto de profanar lo intangible. Erik se sienta, de espaldas a una pared. El tiempo, ingrávido por naturaleza, adquiere gravidez: todo pesa, la tensión, la sensación de haber caído en una emboscada. Erik cree oír unos pasos que se aproximan, pero es una falsa alarma. Entonces toca con la mano el ala de la mujer, un simple roce, más ligero imposible.
—Please, go away.
—I cannot. I want to talk to you.
Era verdad. No podía irse. Sentía un enorme peso. Todo le pesaba: el cuerpo, las conversaciones que había mantenido aquel día, su huida, la ciudad extraña, las caras nuevas, y, detrás de ello, todo lo demás: su vida, su trabajo, Ania, con quien empezó a salir tras su fracaso matrimonial, su tesis doctoral sobre el escritor Terborgh, que yacía inacabada en un cajón. Le entraron unas ganas infinitas de dormir, de tenderse, como ella, en el suelo de madera sucio, delante del armario. De repente dejó de importarle lo que pudiera suceder. En el peor de los casos, la mujer reaccionaría llamando a un número de teléfono de alarma o se incorporaría a toda velocidad, saltaría por encima de él y bajaría corriendo las escaleras. Siempre le quedaba la opción de seguirla y dejarse arrestar como violador por el primer agente de policía que acudiera en ayuda de ella.
—Please go away.
Las tres palabras quedaron suspendidas en el silencio como si quisieran ser esculpidas. Please go away. Un acento latino. Podía ser cualquier lengua románica. ¿Español? ¿Rumano? No, el sonido era demasiado melodioso.
Fuera tocaron las seis. El juego había terminado. Erik esperó, con la respiración contenida, a que la mujer se moviera. Así y todo, ella logró sorprenderle. Más adelante, él se preguntó cómo había logrado ella moverse tan rápidamente con las alas. Fue increíble, algo parecido a una pirueta, un movimiento en espiral mediante el cual el cuerpo tendido delante de él se dio la vuelta, se incorporó y adoptó una especie de postura de loto con las alas casi cruzadas a la espalda. Y en aquel mismo instante él supo que había valido la pena, que no le hubiera importado esperar días y días para ver ese rostro, un rostro que, sin embargo, no lograría describir jamás: sereno a la vez que afligido, abierto y cerrado, descarado y retraído. Un rostro cargado de promesas, y, sí, ahora que lo veía de nuevo lo tenía claro, un rostro como una emboscada. Los ojos pardos, la boca entreabierta, expectante, socarrona.