Perth está en el sudoeste de Australia. La ciudad más próxima se encuentra a unos dos mil kilómetros en línea recta hacia el este y se llama Adelaide. Para llegar a esa ciudad, si uno no quiere volar, hay que bordear el mar o atravesar un desierto abrasador. Melbourne, Brisbane y Sydney están a todo un continente de distancia, lo que le confiere a Perth una situación literalmente excepcional. Es la capital de Australia occidental, aunque al mismo tiempo, en cierto sentido, no forma parte de ella; tiene una ubicación agradable a orillas del Swan, en un sensual recodo que el río traza justo antes de desembocar en el mar; ha realizado intentos, no muy afortunados, de parecerse a una gran ciudad con la construcción de algunos rascacielos; es un poco inglesa y un poco tropical, posee amplios parques verdes, suburbios con casas bajas y jardines llenos de flores. El ambiente en Perth es agradable y hace un calor que modera el ritmo. En definitiva, pensó Erik, no era esa ciudad precisamente el lugar en que uno esperaría encontrarse con ángeles en los primeros años del nuevo milenio, aunque tampoco había razón para no salir en su búsqueda. Con suerte, todo este episodio le proporcionaría una buena historia para el periódico.
Había sido citado a las 14.40 en la décima planta del aparcamiento Wilson en Hay Street. A decir verdad, los aparcamientos no eran su obra arquitectónica favorita. Era ya casi abril, todavía pleno verano, apretaba el calor, y él se encontraba sobre el tejado del aparcamiento, con Perth extendiéndose a sus pies en todas las direcciones; el río Swan, cuyas aguas reflejaban el brillo del sol, se perdía en la infinitud del océano Índico. Desde ahí los comerciantes de las flotas mercantes holandesas lanzaron en su día la primera mirada extranjera sobre el continente australiano y enseguida lo dieron por visto, porque no había nada que buscar en esa tierra. No había oro ni nuez moscada ni el tipo de indígenas que ellos habían imaginado, únicamente animales extraños que en lugar de caminar de un modo normal se desplazaban a saltos.
En la décima planta Erik se encontró con un joven que, al parecer, había estado esperándolo.
—¿Mr. Sundag?
—Yes?
—This is your booklet with the route to follow. This man here will bring you by car to your real starting point, Barrack’s Arch. You will need three hours for the whole thing, and in the end you’ll come back here. [Aquí tiene usted el folleto con la ruta que ha de seguir. Ese hombre le acompañará en coche hasta el punto de partida, Barrack’s Arch. El recorrido entero le llevará tres horas, y al final volverá usted aquí.]
Erik iba sentado en silencio al lado de ese nuevo desconocido que le condujo en coche a un edificio de ladrillo, donde un hombre, también en silencio, le estaba esperando. Éste le abrió la puerta, le hizo pasar y lo dejó solo. Erik penetró en una caja de escalera polvorienta. Había basura acumulada en un rellano: hojas secas de eucalipto arrastradas hasta ahí por el viento, periódicos viejos. Los escalones habían sido pintados de color ladrillo. Silencio. Un espacio vacío, un saco de dormir abierto, un par de fotografías sobre un alféizar. ¿Tenía eso algún significado? ¿Estaba siguiendo una pista? Un plano borroso, imposible de interpretar. Fotografías aéreas. Telarañas. Fuera el rumor de la autopista. Seis carriles, ¿de dónde salían tantos coches? Tan grande no es Perth. Erik oía sus propios pasos. Ningún ángel a la vista. Puede que se le hubiera escapado alguna señal que tendría que haber visto. A lo mejor todo ese montaje no era sino una broma tonta. No acababa de sentirse bien y estaba cansado, como si su cuerpo no se hubiera recuperado todavía del largo viaje en avión. ¿Por qué se le habría ocurrido apuntarse a este juego absurdo? Según el libro de instrucciones, al llegar a Barrack’s Arch debía torcer a la izquierda y a continuación bajar la colina hasta el número 240 de St. George’s Terrace, como un peatón cualquiera. «Nadie nota nada raro en mí», pensó. «Yo voy buscando ángeles y nadie lo sabe, y si lo contara, la gente pensaría que estoy loco». Esta última idea le hizo gracia. De repente empezó a ver cosas en las que uno habitualmente no repara. De hecho, cualquier objeto podía ser una pista, una clave, una indicación. Entró en una habitación vacía con unas cuantas inscripciones garabateadas: Anne in which corner are you? Etiam ne nescis? De nuevo un montón de hojas viejas, radios de una rueda sin rueda, un pórtico, una puerta metálica cerrada, y luego, de improviso, colgando de una verja, un par de estrofas de El paraíso perdido. Adán y Eva, recién expulsados del paraíso por el matón celestial alado, vuelven la vista atrás por última vez:
In either hand the hast’ning Angel caught
Our ling’ring Parents, and to th’eastern gate
led them direct, and down the cliff as past
to the subjected Plain; then disappeared…
[Entonces el Ángel diligente / De la mano cogió a nuestros padres / Que lentos caminaban, y llevolos / Directamente a la puerta oriental, / Y risco abajo con toda presteza / Hasta el llano que a su pie yacía, / Y desapareció.]
Y así era; frente a él se extendía un trozo de tierra de nadie. Un viejo frigorífico oxidado, ramas muertas, arena, malas hierbas, una pared de hormigón pelada. A sus espaldas, el panorama no era mucho mejor: un hueco donde alguna vez hubo un ascensor, unos cables de electricidad muertos que no conducían a ninguna parte, energía perdida en la nada… Ningún ángel. El paraíso se había perdido definitivamente en este lugar. Si la intención había sido crear una imagen de infinita desolación, lo habían conseguido. Una retahíla de recuerdos le vino a la memoria: el pecado original, los confesionarios con su característico olor a moho, el humo de puro saliendo de unas bocas apenas visibles en la penumbra que hablaban de pecado y penitencia.
No, no eran recuerdos agradables. De pronto tuvo la sensación de que alguien lo espiaba. Recorrió las paredes con la mirada en busca de una cámara de video oculta, pero no vio nada. Era el momento de tomar una decisión: renunciar al juego o continuar. Prosiga hasta Paragon Foyer, tome el ascensor hasta la planta 5, suba las escaleras hasta la planta 6. Arriba se encuentra una oficina vacía que ocupa toda una planta, el suelo lleno de polvo, una hilera de armarios metálicos. Erik contó veintinueve. Por lo demás, nada, salvo dos jaulas con dos pájaros en cada una de ellas. De las jaulas colgaba una etiqueta medio rota en la que no ponía nada. Los pájaros y Erik Zondag se miraron como suelen mirarse los hombres y los animales: con esa mirada vacía que refleja una distancia insalvable. Erik abandonó la oficina por una habitación que originariamente debió de ser la cocina. Subió las escaleras metálicas, sus pasos sonaban huecos, y entró en otra habitación vacía, esta vez sin armarios pero con un enorme recipiente metálico lleno de libros en cuyos títulos aparecían Dios y los santos, una reminiscencia de la vida anglicana de otros tiempos. Más allá había otro recipiente, éste lleno de plumas blancas, de plumón; por algún lado tenían que empezar a asomar los ángeles… era como si alguien hubiera sacudido una funda de almohada rellena de putti.
Erik quiere salir corriendo, pero en ese instante le deslizan una nota en la mano: En route to Bank West. Please call in at the Hay Street Shop, between Croissant Express and Educina Café. Sigue las indicaciones. Comprende que debe de encontrarse cerca del hotel, aunque todo tiene otro aspecto. Él no es un transeúnte cualquiera, tiene una misión. Se ve a sí mismo caminando en una pantalla, una sensación desagradable. El árbol del Bien y del Mal ha sido despojado de sus frutos. Sobre la acera hay una caja con manzanas. Take an apple.
En el interior del edificio del Bank West hace frío, ese frío súbito propio del aire acondicionado en el trópico. Una chica vestida de azul se pone en pie y se lleva a Erik, casi de la mano. Llegan al ascensor y ella pulsa el 46. Los hombres de camisa blanca que van entrando en el ascensor no participan en el juego, y sin embargo, cuando Erik llega arriba, se encuentra a un hombre de idéntico aspecto sentado en una mesa de despacho. Éste se pone de pie, le abre una puerta y la cierra a sus espaldas. Erik se encuentra solo en una habitación. Oye el ruido de un fax escupiendo papeles, una infinita guirnalda de hojas blancas. Cuando recoge del suelo uno de esos velos, Erik se topa de nuevo con cientos de versos de El paraíso perdido. Sobre una mesa hay carpetas con proyectos. El texto en el ordenador muda de color y dice: … if you will come I will put out fresh pillows for you, this room and this springtime contain only you [Si vienes, te pondré almohadas limpias, esta habitación y esta primavera te contienen sólo a ti], y luego pasa a hablar de la jerarquía del Reino de los Angeles, Arcángeles, Potencias, Virtudes. Come soon, Death is demanding: we have much to atone for, before little by little we begin to taste eternity. In a bed of roses the Seraphim slumber… [Ven pronto, la Muerte te requiere: tenemos mucho que reparar, antes de que empecemos a saborear lentamente la eternidad. En una cama de rosas el Serafín duerme apaciblemente…] Y, sin saborear todavía la eternidad, él se encuentra delante de la ventana y contempla la infinita recua de automóviles en la autopista. Al salir de la habitación se topa con el escritor danés. Este encuentro seguro que no estaba previsto. Cruzan una mirada de culpabilidad y se llevan al unísono un dedo a los labios. Una chica enfundada en un vestido gris ajustado. ¿Será un ángel? La chica evita su mirada y se mueve por la habitación como si el espacio le perteneciera, mira hacia las montañas y el mar, que se extiende a lo lejos, agita ligeramente la botella de plástico que sujeta en las manos… y él vuelve a ser consciente del absurdo de la situación en que se encuentra. ¿Cómo justificarse? ¿Qué hace él en esta oficina vacía llena de jardineras con prímulas? ¿Acaso está realizando una inspección de inmuebles desocupados? Sea como fuere, se ha metido en este lío él solo y no piensa dar marcha atrás. Entonces, de repente, su esfuerzo se ve por fin recompensado: en la iglesia, pequeña y humilde, por delante de la cual pasa a diario, Erik descubre en el coro a los primeros dos ángeles, a cierta distancia el uno del otro. No cabe la menor duda, son hombres de verdad pero con alas. Bajo la tenue luz de las vidrieras, Erik se queda mirando fijamente a los ángeles y los ángeles lo miran a él. Nadie dice nada. Los ángeles acomodan sus alas, como suelen hacer los gorriones o los cisnes. Transcurrido un rato, Erik vuelve a salir a la calle y enfila un callejón que desemboca en un patio interior donde hay unos enormes contenedores de basura. Ahí descubre a su tercer ángel, un hombre de pelo corto escondido detrás de una verja de alambre trenzado, un prisionero celestial en un lugar sórdido repleto de cajas de cartón. Erik quiere acercarse a él pero descubre al poeta tasmanio, que al parecer está realizando el recorrido por segunda vez, observando al ángel desde el otro lado de la jaula con una mirada libidinosa, como si quisiera arrancarle una promesa. En el instante en que el poeta se marcha, Erik ve cómo el ángel mitiga la intensidad de su mirada. Erik se aproxima al ángel, que está en cuclillas, y entre ellos se produce de nuevo un silencioso vis à vis, como el que ha tenido con los pájaros, pero más extraño aún. A partir de ese momento, los ángeles se suceden rápidamente. Erik va siguiendo los invisibles alambres que le han tendido. Entra y sale de edificios. Ve a un ángel paralítico en una silla de ruedas cuyo respaldo cubre con las alas; un poco más allá, a punto está de tropezar con un hombre tendido en el suelo, los pies descalzos cruzados, desamparados, las alas blancas extendidas sobre una moqueta de un color gris sucio; dos mujeres morenas sentadas sobre el alféizar de una ventana le sonríen en silencio. Erik recibe constantemente signos, señales, textos, I am deeply sorry for any pain you may be feeling, please call. [Lamento mucho el dolor que puedas sentir; por favor, llama.] ¿Llamar a quién? ¿Adónde? El mensaje tiene tan poco sentido como los demás objetos de la habitación: un cajón lleno de plumas, un ejemplar amarillento del West Australian la partitura de El Rosario de Ethelbert Nevin, un tejado cubierto de sal blanca. Toda esa sucesión cada vez más apremiante de absurdidades, se dijo Erik más adelante, le habían conducido inexorablemente a aquella pequeña habitación donde la mujer que ahora le estaba practicando un masaje yacía en el armario con su rostro invisible vuelto a la pared. Aquel instante, y de ello fue consciente ya entonces, se le quedaría grabado en la memoria para siempre. Una escalera despintada que parecía no conducir a ninguna parte, después toda una planta vacía y sucia, y a continuación aquella habitación de ventanas también sucias por las que apenas se vislumbraba la silueta gris de los rascacielos, y, dentro del armario, el ángel, con el cuerpo enroscado medio oculto tras las alas grises. Erik creyó por un instante que era un muchacho o un niño. Se quedó mirando las alas hechas de plumas auténticas. Eran tan perfectas que impresionaban. Aquella criatura podía echarse a volar en cualquier momento. Erik se fijó en su cabello negro, en su piel canela. Oyó su respiración. Ella no se movió, aunque era obvio que sabía que había alguien en la habitación.