Los ángeles no existen, pero sí tienen grados, como los del ejército. De tarde en tarde se posan sobre un fresco; anuncian la buena nueva en los cuadros de Rafael y Giotto; custodian, como guardianes de piedra, las sepulturas de personajes pudientes en Génova y Buenos Aires y acompañan a los condenados a la salida del paraíso con su espada llameante. Poseen nombres, cuerpos y alas; carecen de sexo pero no son mujeres. Son inmortales, razón por la cual no se ha hallado nunca un esqueleto de ángel y, por consiguiente, no se ha podido estudiar tampoco nunca de qué manera las alas, de tamaño superior a un hombre, van sujetas al cuerpo. En suma, los ángeles pertenecen a nuestro mundo y sin embargo no existen. Así y todo, la última vez que Erik vio a esa mujer delgada, más bien menuda, que ahora está frente a él en una sala de masajes austríaca, lucía dos grandes alas plateadas. En su primer encuentro, Erik no pudo verle el rostro, porque ella estaba tendida en un armario de cara a la pared, con las rodillas medio levantadas. Esta vez tampoco se lo pudo ver, pues nada más entrar él en la sala de masajes, ella le ordenó, con ese tono propio de los masajistas del mundo entero, que se tumbara boca abajo. Él obedeció. Notó que se le aceleraba el corazón al tiempo que sentía el temblor de las manos de la mujer, esas manos que tocaron su cuerpo por última vez tres años atrás. Sucedió en Perth, en el suroeste de Australia, a unos dos mil kilómetros de Sydney, al otro extremo del continente. También entonces, como ahora, ella permaneció en silencio. De repente, el tiempo que mediaba entre aquel instante pasado y el instante presente desapareció, como aspirado por una fuerza brutal. Erik sintió un vértigo tan fuerte que tuvo que agarrarse con ambas manos a la camilla de masajes.
—No te agarrotes —le susurró la voz conocida, un poco ronca, tan seductora como entonces, con ese acento que él no supo identificar cuando se conocieron.
Quiso contestarle, pero su postura y la tela que cubría el agujero facial de la camilla le impidieron articular palabra, por lo que su respuesta sonó como una especie de sollozo. Ella posó por un instante la mano sobre su cabeza, lo cual empeoró las cosas. Toda la tristeza que Erik había reprimido en su interior, hasta el punto de convencerse a sí mismo de que ésta había dejado de existir, retornó a él con una fuerza y rabia tales que fue como si le arrancaran la venda de una herida. Quiso incorporarse para mirar a la mujer, pero ella le mantuvo la cabeza presionada contra la camilla como si la mantuviera en posición de agarre.
—Luego —dijo.
«Luego»… y como si fuera una palabra mágica, Erik sintió que se le relajaba el cuerpo, que el tiempo perdido retornaba, que la locura de la historia que vivieron —y que, a pesar de su locura, tuvo un sentido— empezaba a envolverle de nuevo. Hubiera querido preguntarle a la mujer cien cosas a la vez, pero sabía que no era el momento. Él era el único hombre en el mundo que había sido abrazado por un ángel. Volvió a sentir aquellas alas, que ahora la mujer no tenía, estrechando su cuerpo, y mientras ella le practicaba el masaje, mejor dicho, por efecto del masaje, Erik se abandonó a sus recuerdos y se sumergió en el pasado como queriendo refugiarse en él. Puede que, incluso, se quedara dormido.