—¿Os reísteis al menos alguna vez? —preguntó Almut. Sabía que iba a hacerme esa pregunta. También sabía que estaba enfadada conmigo, indignada. Si uno no se ríe con la persona con la que está, es que algo no funciona. Al menos para ella. Yo había regresado sola a Adelaide. Disponíamos durante una noche más de la casita de Port Wilunga y Almut quería verla. La misma playa, el mismo mar, las mismas aves, cuyos nombres ahora conocía. Estábamos en la cima de una duna en un pequeño restaurante llamado Star of Greece, cuyo nombre se debía a un barco griego ahí varado. La marea había vuelto a subir, las olas seguían narrando sus historias. Yo no. Sabía que Almut esperaba algo de mí, nuestra relación había sido siempre así, no había secretos entre las dos. Pero yo era incapaz de hablar, todavía no.
—¿Qué hiciste durante esta semana? —me decidí a preguntar.
—¿Yo? Hacer el bestia. ¿Te parece? No, mujer, estuve pensando en nosotras, en qué iba a ser de nuestra vida. No sabía si ibas a volver.
—¿No te dije que regresaría al cabo de una semana?
—Sí, pero la cara que pusiste al decirlo podía significar todo lo contrario. Tuve la impresión de que no querías regresar nunca más.
Me encogí de hombros y Almut comenzó a ponerse nerviosa. Sabía que me tocaba aguantar una tormenta.
—¿Por qué no reconoces que es hora de que nos planteemos algunas cosas? Para empezar, se nos ha acabado el dinero, aunque eso es lo de menos. Estos días atrás no sabía nada de ti y no estoy acostumbrada a eso. Estaba realmente muy preocupada. Y no porque ese tío se negara a mirarme, creo que a ti tampoco te miraba. Sus cuadros me parecen magníficos, sobre todo aquel que te encantaba a ti. No recuerdo el título, pero podría haberse llamado perfectamente Las puertas del infierno. No me extraña que ese hombre no ría nunca. Por cierto, yo a ésos no los he visto reír nunca.
—¿Ésos?
—Bueno, perdona. Pero es que una noche en Alice Springs, cuando tú ya te habías dormido, salí a pasear y me alejé un poco. Nunca te lo he contado.
—¿Y qué ocurrió?
—Nada. De repente me topé con tres de esos individuos, ellos inmóviles, yo inmóvil. Apestaban a cerveza, se olía de lejos. Nada más. Se quedaron mirándome fijamente hasta que me di la vuelta. Eso es todo —después de una breve pausa, Almut añadió—: Fue terriblemente triste.
—La misma tristeza se ve en São Paulo.
—No, no es la misma. En primer lugar, porque en Brasil la gente siempre ríe, a pesar de todas sus desgracias. Nuestros esclavos proceden de África y ésos al menos sabían bailar. Bailar de verdad, quiero decir. ¿Te imaginas una escuela de Samba en este país? Aunque en realidad tampoco me refiero a eso. Aquí todo es muy desesperante. ¿Conoces aquella frase de Groucho Marx?
«Estábamos al borde del precipicio, pero dimos un paso al frente». Ni eso han conseguido en esta tierra. Los han apartado del borde del precipicio justo a tiempo, pero la mitad de lo que ves por aquí es mentira, pura fachada.
—¿Qué es lo que es pura fachada?
—Todo. Antiguamente los dibujos los hacían sobre la arena o sobre sus cuerpos. Esas pinturas poseían un significado que más adelante se perdía. Soplaba el viento y el dibujo se borraba. Las cosas no estaban a la venta. Pero ahora todo se vende. ¿Cómo sé yo si es auténtico ese pedazo de tronco pintado que en otros tiempos se entregaba a los muertos? ¿Cuántos objetos de esos fabrican? ¿Y cómo los venden? ¿Acaso se esconden en el monte con sus misteriosos artefactos a la espera de que aterrice otro galerista en una avioneta Piper Cup con una maleta llena de pasta?
—Estás desencantada.
—Tal vez. Y a lo mejor con razón.
—¿Por qué? ¿Porque se han frustrado nuestras ilusiones infantiles? Pues hace una semana, en Ubirr, aún andabas medio en éxtasis. ¿Lo has olvidado?
—No, no lo he olvidado. Sólo que tengo la sensación de que este mundo está irremediablemente condenado a muerte. Y cuando tú desapareciste…
—No desaparecí.
—No, pero parecías terriblemente infeliz…
—No era infeliz. Sólo que… estaba en otro sitio. Estaba intentando comprender algo.
Almut posó su mano en mi brazo.
—No sigo preguntando. Perdona. Déjame reír un poco, al menos. Dime una palabra que me haga reír. Y luego te contaré una cosa. Tenemos una propuesta de trabajo que te hará gracia, al menos eso espero. Pero primero una palabra.
—Maku.
—Maku —repitió Almut—. ¿Cuándo debo empezar a reírme?
—Cuando sepas lo que significa.
—Dime una frase.
—En el desierto he comido maku, delicioso. Wichetty grubs, larvas de polillas y escarabajos. Se encuentran en las inmediaciones de los árboles mulga. Y tjara, hormigas de miel. Después de llover, se desentierran esas hormigas de debajo de los mulga. Las hormigas se hinchan y adquieren el tamaño de una rana. Están rellenas de una repugnante sustancia amarillenta destinada a las hormigas obreras, que acuden a succionarla. Ya ves, he aprendido mucho. Si me mandaras al desierto, me las apañaría para sobrevivir. ¿Y la propuesta de trabajo de la que hablabas? ¿De qué se trata?
—Es en Perth. Está muy lejos, pero nuestro viejo carro resistirá. En Perth se celebra ahora mismo un festival literario acompañado de diversos espectáculos teatrales. Necesitan ángeles, figurantes que hagan el papel de ángeles.
—¿En una obra de teatro?
—No. No sé si me he enterado bien, pero, según me han contado, durante los días del festival habrá ángeles ocultos por la ciudad a lo largo de todo un recorrido. Lo que se pretende es que la gente los busque.
—¿Y qué tendríamos que hacer nosotras?
—Nada. Nos entregan unas alas y durante una semana nos llevan a diario a un escondrijo, en una iglesia o un edificio en ruinas o un banco, y ahí tenemos que permanecer todo el día y esperar a que la gente nos encuentre. El juego tiene que ver con Paradise Lost. No lo he leído. Puede que lo leyera en el instituto hace mucho tiempo, pero no me acuerdo de nada. Bueno, un poco: un ángel con una espada llameante que expulsa a Adán y Eva del paraíso. Dios, sí, y Satán. Una primera parte infinita sobre el odio de Satán hacia Dios. Y luego aquella historia de Eva, de cómo decide ella comerse la manzana. Muy triste todo, aunque los detalles no los recuerdo, la verdad.
—Ni yo. Y cuando la gente nos descubre en el escondrijo, ¿qué pasa?
—Los participantes en el juego no están autorizados a dirigirnos la palabra. Probablemente intentarán hablar con nosotras, pero nosotras no podemos contestarles. Tampoco podemos movernos. Se paga bien, eso sí.
—¿Cómo te has enterado de este trabajo?
—Por el periódico. Llamé por teléfono. Hay audiciones. Seguro que a ti te cogen. Yo lo tengo más difícil —Almut se señaló los pechos—. ¿Has visto alguna vez un ángel con tetas?