Al día siguiente, cuando partimos, Cyril está en la terraza. Nuestro viejo carro japonés hace un ruido terrible, pero estamos animadas. Almut canta medio repertorio de Maria Bethânia, de vez en cuando un road train nos empuja hacia la cuneta, los camioneros se ríen y nos hacen señas obscenas. Es octubre, the Wet, la estación de lluvias, ha empezado, aunque los aguaceros fuertes vienen más tarde. Pasados unos cuarenta kilómetros giramos a la izquierda, en dirección a Arnhem Land. Almut va susurrando los nombres de los diferentes lugares: Humpty Doo, Annaburroo, Wildman Lagoon. Deberíamos llegar a una encrucijada donde hay que elegir entre Jabiru y Ja Ja, pero no logro ubicarla en el mapa, y de repente la carretera se transforma en una pista roja y ésta en una perpetua repetición de sí misma, flanqueada por un bosque seco y silente.
Nos apeamos del coche junto a un río, el silencio susurra sonidos extraños. Crocodiles frequent this Area. Keep Children and Dogs away from Water’s Edge. Miro la superficie del agua, negra y brillante, miro la tierra roja bajo mis pies, signos gráficos de las hojas secas de eucalipto como una caja de letras vacía. No hay apenas circulación en esta carretera. Almut y yo estamos solas en nuestra nube de polvo y así vemos venir desde lejos a los escasos vehículos, también solitarios, como nubes, apariciones. Me siento feliz. Al llegar a Ubirr nos toca caminar una hora.
—Majestuoso —masculla Almut.
Miro a mi amiga para saber a qué se está refiriendo. Ella señala a su alrededor y luego me rodea con su brazo, como si quisiera protegerme de algo, pero ¿de qué?
—Todo esto es tan viejo —continúa Almut—. También yo me siento infinitamente vieja, como si hubiera vivido aquí toda la vida. El tiempo no es nada, no es más que un pedo. Si alguien nos soplara saldríamos volando. Mil años o no, da lo mismo, todo se reduce a nada. Y a nuestro regreso no nos reconoceríamos ni a nosotras mismas. El mismo cerebro pero con otro software. Sé de lo que hablo, he mirado mucho a los ojos de los Abos. ¿No te pasa a ti eso? Mil años, diez mil años, los mismos ojos, el mismo paisaje. Ellos son su propia eternidad y eso es algo difícil de soportar —Almut se echa a reír y añade—: Despedida, por ponerme demasiado seria.
Almut lleva razón. Todo cuanto nos envuelve —las piedras, los árboles, las rocas— intenta contagiarnos su devastadora vejez. No hay voz humana con la que distraerse. El brillo gris y siniestro de las piedras repele al intruso. No es de extrañar que se considere ésta una tierra sagrada. Susurro de arbustos, rumor de animales invisibles. Aquí vivían los aborígenes, bajo la protección de esta pared de roca inclinada. En la pared, debajo de los pies o encima de la cabeza, pintaban y dibujaban a los animales de los que se alimentaban y cuyos nombres yo me apunto más adelante: barramundi, el gran pez; badjalanga, la tortuga de cuello largo; kale-kale, el pez gato; budjudu, la iguana.
—Voy a echarme en el suelo —dice Almut—. Me duelen las cervicales.
Yo me tiendo a su lado.
—Ojalá se pudiera hacer lo mismo en la Capilla Sixtina —observa mi amiga.
Pero yo ya me he perdido, es como si yaciera en el interior de una inmensa ánfora micénica. Me maravillo de la belleza del dibujo, veo unos peces imaginarios nadando hacia abajo, al lado de éstos unos hombres blancos pequeñitos, muy humildes, sin rostro, como si trataran de demostrar que en realidad no existen. Después de observar un rato más descubro que la pared de roca contiene cientos de colores (erosión, meteorización, moho, tiempo, todo se ha alojado en esta roca). Y encima de todo ello ha quedado grabada esta imagen, que en su día existió ahí fuera, viva, real, y que tuvo que pasar por la mano de un hombre para resucitar aquí en los colores de la tierra, inmóvil, inscrita, grabada en el tiempo.
Quisiera decir algo pero no sé cómo, algo sobre lo que acaba de decir Almut, sobre el tiempo como pedo, pero sólo ella sabe expresarse con esa sencillez y naturalidad, yo soy más propensa a lo confuso y lo solemne. Esos dibujos tienen veinte mil años, me contó Cyril. Y de pronto los ceros dejan de ser un número y se convierten en algo material, un tejido que me envuelve. Todo cuanto veo y cuanto soy pende en un mismo continuo que, al igual que una tela mágica, anula el tiempo, lo destruye, lo invalida transformándolo en un elemento, como el agua y el aire, un elemento que me permitiría desplazarme hacia cualquier lado y no sólo hacia ese único lado en el que termina mi parte.
—¡Eh, no te embales! —me advierte Almut. Nos incorporamos y desde la roca subimos al altiplano. Al fondo, muy por debajo de nosotras, se extiende un territorio que alcanza el límite del mundo visible. Es un paisaje salido de un sueño. Debería de estar poblado de figuras divinas. Un ave rapaz pende, silenciosa, en el aire, como un guardián solitario. Otras aves, blancas, flotan en un banco de arena movediza, en la linde del bosque. Justo debajo de nosotras, al pie de las rocas, se alzan las agudas pirámides de los nidos de las termitas, palmas de arena tan frágiles como briznas de hierba, bloques de piedra de un templo destruido.
—No era mi intención reírme de ti —dice Almut—. Sé lo que quieres decir, sólo que yo no sé expresarme de este modo. Creo que todo esto tiene que ver con la melancolía, aunque también con el triunfo.
—Sí —contesto, y me hubiera gustado añadir que el triunfo se encuentra en el instante en que sientes que eres mortal e inmortal a la vez, pero me callo. El tiempo es un pedo, bien, es la forma más breve de expresarlo y puede que signifique lo mismo. «El territorio que vas a visitar tiene sesenta millones de años», me dijo Cyril. Yellow Water, Alligator River, color de ceniza, eucaliptos blancos afectados por los hongos sobre una tierra pantanosa de color verde musgo, el cauce de un río muerto, una pared de roca sangrando por donde un monstruo ha mordido la tierra. Ya basta, debemos partir. Este viaje lo emprendimos hace mucho tiempo, en una habitación de São Paulo. Hoy hemos alcanzado nuestro destino.