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Existen, sí, los hombres transparentes. Tal vez los haya también negros, aunque éste era blanco y viejísimo. Cubría su cabeza la versión amarillenta de un salacot colonial. Por debajo del casco le pendían unos largos mechones de cabello, de un blanco mugriento, como si fueran chorros —no se me ocurre una comparación mejor—, los cuales desembocaban en una amplia barba abierta en abanico, del mismo tono. El magro cuerpo quedaba disimulado bajo un uniforme tropical, también en desuso. De los puños deshilachados asomaban unas manos largas y flacas con unas largas uñas repugnantes, como garras. Y, sin embargo, la voz que esa figura emitió desde la mecedora no pegaba en nada con su aspecto. Era una voz sorprendentemente aguda y melodiosa.

—Será mejor que cierres el libro —recomendó la voz—. Ni aunque te pasaras diez años investigando el mundo de los aborígenes, llegarías a entenderlo. Yo llevo aquí cincuenta años y sigo sin entenderlo. ¿Por dónde vas? ¿Por las moieties?

El hombre había acertado. Durante el viaje, yo había leído algo acerca de las moieties y lo cierto es que no me había enterado de gran cosa. No es que no comprendiera lo que decía el texto, lo difícil de entender era el concepto de moiety. El vocablo procedía de moitié, y por tanto significaba «mitad», eso ya lo había descubierto yo por mi cuenta. Ahora bien, la complejidad de la vida social en la comunidad aborigen era tan impresionante que se me escapaba. ¿Qué individuo de qué mitad tenía prohibido hacer qué cosa con qué individuo de la otra mitad? ¿Y con qué individuo de la otra mitad estaba obligado a hacerlo? ¿Cómo era posible que un individuo en Arnhem Land perteneciera a la dua moiety y su mujer, sin embargo, a la jiridja? ¿Cómo afectaba esto a los rituales y ceremonias de la comunidad? Por si fuera poco, la comunidad se dividía en diferentes dialectos y clanes, cada uno de los cuales determinaba, a su vez, qué individuos de la comunidad estaban autorizados a pintar y quiénes no, o quiénes estaban autorizados a entonar ciertos cantos y quiénes no. Comparado con eso, las matemáticas avanzadas y las ceremonias cortesanas japonesas se quedaban en nada. La historia era tan mareante que renuncié a entenderla. Aquella misma mañana, yo había tenido la ocasión de escuchar los cantos de los aborígenes en el museo. Almut se marchó, pero yo me quedé, fascinada. El canto repetitivo de aquellas mujeres mayores, como un quejido infinito, me sumió en una especie de trance. La imagen era insólita: un par de mujeres, entradas en años y de aspecto mísero, como requemadas por el sol, cantando sobre una tierra roja también requemada, el polvo arremolinándose entre sus curtidos pies descalzos. Con los pies y los bastones golpeaban la árida tierra, tan dura que parecía piedra; la melodía giraba sobre sí misma en perpetua repetición, las palabras eran tan ajenas a todo significado que resultaba difícil creer que formaban parte de una lengua. Y, sin embargo, eso es lo que eran, precisamente: una lengua, un relato acerca de seres ancestrales venidos de allende el mar en angostas embarcaciones, unos seres que, en los cantos de esas mujeres, recorrían la tierra, en la que yo me encontraba en aquel momento, creando animales y espíritus que con el paso del tiempo se transformarían en tótems, cuya función en la vida de esas comunidades seguía siendo primordial.

—Ven, siéntate aquí.

La voz era imperativa y yo obedecí. El rostro que asomaba bajo el casco era de pergamino, pero sus ojos intensamente azules chisporroteaban. El inglés que hablaba era de los que demarcan un territorio de origen y educación y era un milagro que lo hubiera conservado intacto durante cincuenta años. Los australianos llaman Pom a ese tipo de individuos. El uniforme tropical, que le iba enorme, cubría algo parecido a un esqueleto. Su voz contrastaba notablemente con su aspecto físico. En su meñique izquierdo lucía un anillo heráldico. Debía de ser su tótem personal.

—Aún tengo buena vista. Sé qué libro estás leyendo. Fue escrito hace tiempo y se considera una gran obra, pero no te va a servir de mucho. He reconocido el libro por los dibujos abstractos de la cubierta, las líneas con números y letras que pretenden explicar el misterioso mundo de estas comunidades. Una obra muy respetable, ciertamente, y bien documentada. Te explica cosas como qué individuos están autorizados a contraer matrimonio entre sí atendiendo a su procedencia, quiénes están autorizados a participar en la fumigación de los cadáveres, quiénes no están autorizados a entonar cantos durante la ceremonia de inhumación de los huesos, qué cosas se transmiten por línea materna y cuáles por línea paterna y hasta qué generación… El libro te facilitará abundante información, en efecto, pero la olvidarás en el acto. ¿Eres antropóloga?

—No.

—Entonces ¿para qué te sirve un libro como éste? Por mucho que leas sobre esa gente, cuando la observes te resultará una incógnita. No es que quiera imprimirle a su mundo más misterio del que tiene, aunque es innegable que lo tiene, además de belleza. Quizás no se trate de una belleza física. Praxíteles no los hubiera empleado como modelo de sus esculturas, aunque tampoco nos hubiera escogido a nosotros, la verdad. Es obvio que ellos no responden a nuestro canon de belleza, aunque yo hace ya tiempo que los veo de otra manera. Yo los encuentro bellos. Y lo que les confiere belleza es la naturaleza ancestral de su mundo. Así al menos lo veo yo. Y sus creaciones, sus cantos, su arte. Ellos viven su arte, no distinguen entre pensamiento, vida y creación. Algo similar a lo que sucedió en nuestro Medievo, antes de que todo se descompusiera. Un mundo cerrado hace la vida más fácil. Y ésa es la razón por la que este mundo os atrae tanto a vosotros, disculpa que me exprese de esta manera. Lo de «vosotros» no suena muy cortés, lo sé. Pero llevo viviendo en este lugar apartado del mundo hace muchos años y os veo venir y buscar. Este mundo ofrece de todo, es poesía, una forma de vida completa. Para personas que vienen de un mundo donde casi todo ha perdido su sentido, la vida de aquí resulta fascinante. Con la particularidad añadida de que es un mundo que ha dejado de existir, del que apenas quedan restos. ¿No es eso lo que el ser humano siempre ha buscado? ¿El paraíso perdido? Estas gentes soñaron un sueño infinito, una eternidad en la que hubieran podido vivir para siempre, un mundo inmutable. En el origen de los tiempos aparecieron unos seres que soñaron ese mundo y ellos, sus descendientes, heredaron los sueños de sus antepasados en un universo dominado por los espíritus y sembrado de lugares encantados, un sistema en el que nosotros no tenemos cabida, aunque quisiéramos.

Yo permanecía en silencio. De detrás de la galería llegaba el susurro intermitente de los grandes ventiladores antiguos que pendían del techo del vestíbulo. El hombre no me estaba contando nada que yo no supiera ya, y sin embargo hubiera podido escuchar su voz durante horas. Había en ella un tono extraño, como un lamento que, a pesar de todo, no era triste. Puede que sus palabras coincidieran con lo que yo estaba deseando oír. Me gustó su recomendación de que me mantuviera alejada de la erudición, de las interpretaciones teóricas, y me rindiera a lo incomprensible, como hacíamos en otros tiempos Almut y yo en nuestra habitación de Jardins, seducidas por las imágenes de Australia. Aquellas ilustraciones, gráficos, abstracciones, no tenían nada que ver con aquellas mujeres que bailaban entonando cantos. A mí al menos no me acercaban en nada a la comprensión del misterio, y quizás no debiera desearlo. Mejor haría en recordar las pinturas rupestres, los paisajes, el ronco susurro con que aquella primera noche un hombre me arrancó de mi propia vida con palabras ininteligibles, tan ininteligibles como los cantos de aquel amanecer que conservaría para siempre en mi memoria.

Aparté el libro.

—Bien. Todo esto que te he dicho tiene su fundamento. Conozco bien el libro, yo soy el autor.

Me lo quedé mirando. En la contraportada del libro figuraba la fotografía de un hombre joven flanqueado por dos cazadores armados con jabalinas. Cyril Clarence. Me recordaba a James Mason de joven. La foto debió de haber sido tomada hacía al menos sesenta años. Se lo dije. Él se echó a reír.

—No me arrepiento de nada, no me lo permitiría a mí mismo, pero lo cierto es que he consagrado medio siglo de mi vida a tratar de entender cómo funcionan esas comunidades.

—¿Y lo ha conseguido usted?

Clarence no me contestó. En lugar de ello, tomó en sus manos el libro que yo había depositado junto a él sobre la mesa, desdobló el mapa que había en la última página y señaló un lugar a unos doscientos kilómetros al este de Darwin. No había carretera alguna que llevara a ese lugar. Se lo dije.

Él replicó riendo:

—Ahora sí. Bueno, mejor dicho, hay caminos para los cuatro por cuatro, siempre que uno coincida con la estación del año adecuada. En otros tiempos sólo se llegaba a pie. En ese lugar vivía un amigo mío.

—¿Ya no?

—No, ya no. Fue asesinado. Era un pintor, un cazador, construyó ahí con sus propias manos una pista de aterrizaje. Vivía en una comunidad pequeña. Eran gentes que habían regresado a su vieja tierra, porque no habían logrado olvidarla. Lugares sagrados, lugares secretos, lugares prohibidos, se olvidan muchas cosas pero eso se recuerda siempre, porque, aunque tú no puedas verlo, su mundo es un lugar encantado, con vegetación encantada, animales encantados, un paisaje lleno de claves invisibles. No necesitas saber más. Fue su yerno quien lo asesinó. Yo le iba a ver de vez en cuando, él me contaba muchas cosas. Hablábamos a través de un aparato de radio. Yo creía que esa gente vivía en el paraíso, pero al final descubrí que no, que aquello tampoco era el paraíso. Mi amigo pintaba bien, era un gran artista. De vez en cuando acudía desde lejos un galerista a su aldea para hacerse con alguna obra suya. No le pagaban nada mal. La verdad es que a él no le importaba gran cosa que sus cuadros se expusieran en museos de Estados Unidos. Era bastante reacio a ofrecer explicaciones acerca de su iconografía. Sabía que la gente desconocida que viera su obra no comprendería o no sería capaz de comprender su significado. La gente adquiría sus pinturas únicamente por su valor decorativo o como inversión. Por lo demás, mi amigo vivía de la caza. Era un excelente pescador y cazador.

—¿Y por qué lo asesinaron?

—Celos. Esto sigue siendo el mundo real. Hay que ser muy fuerte para saber afrontar tantos cambios. Él lo era, pero las cosas no siempre salen bien. Vivimos en un mundo voraz.

—¿Y el autor del crimen?

—Alcánzame el mapa. Aquí, ¿ves? ¿Ves esa infinita llanura marrón? Ni una carretera a la vista. Cientos y cientos de kilómetros de vacío. Sólo hay un camino que conduce al puesto de avanzada de Nganyalala, unos doscientos kilómetros en dirección este. En millas a la redonda no hay absolutamente nada, todo vacío, matorrales, tierras bajas. Y, sin embargo, si es necesario, estas gentes son capaces de aguantar años en estas condiciones. Él se había traído consigo a su anciana madre, una mujer que sabe cómo sobrevivir en el desierto. Donde tú ves una piedra, ella ve agua. Hay que saber interpretar el mundo. Raíces, pequeños animales, bayas. En fin, no sé que sucedió, pero no volvieron a encontrarlos. ¿Adónde querías ir?

—Al Sickness Dreaming Place.

—¿Por alguna razón?

—Sí.

—Mmm. Difícil.

Cyril señaló un lugar en el mapa.

—Aquí. Sleisbeck Mine —abandoned, ponía detrás—. Oficialmente es un lugar prohibido. Siempre ha sido una zona complicada. Cuando en 1845 Leichhardt se adentró en el South Alligator Valley tuvo serios problemas con los Jawoyn, los aborígenes que vivían ahí. Para ellos es una tierra sagrada. El antepasado totémico que manda en ese lugar no quiere que se turbe la paz de la tierra y quien lo hace está condenado a que le suceda algo terrible. La tierra se llama Sickness Country porque emite una gran cantidad de radioactividad natural. Una cosa es la tierra sagrada y otra muy distinta son las minas de uranio. Desde 1950 se extraen en esa zona oro, uranio, paladio y a saber qué más. Deuda pública australiana frente a agua de mina envenenada, especies de animales en extinción, derechos territoriales sagrados y mitos ancestrales, la combinación es explosiva. Y, por otro lado, están todas esas impresionantes pinturas rupestres; Lascaux no es nada comparado con ellas.

En ese momento apareció Almut en la terraza agitando un periódico. Se dejó caer sobre una silla, ignorando la presencia de Cyril. Almut nunca se sorprendía de nada, ni siquiera cuando te veía conversar con un hombre centenario.

—¡Toma, mira esto! Para que recuerdes que estamos en otro mundo. «Ancianos de una tribu matan a un aborigen con sus cantos». He tratado de imaginarme cómo se hace eso. Sé que se puede torturar a una persona con ciertos sonidos. Dicen que una gota cayendo sin cesar en un cubo de agua puede enloquecer completamente al más pintado. Pero ¿matar a una persona cantando? Tal vez sea un canto de esos que escuchamos esta mañana en el museo. Aquel lento quejido me sacaba de mis casillas. No entiendo cómo pudiste aguantar tanto rato. Esos tonos profundos me atravesaban el cuerpo, parecía el sonido de una sierra.

Almut imitó el ruido de una vieja taladradora.

—¿Qué dice tu amiga? —me preguntó Cyril—. Me encanta vuestra lengua, pero no entiendo nada.

Le conté lo que había dicho Almut y el anciano se echó a reír. Mi amiga hizo como si acabara de percatarse de su presencia. Con una mirada interrogante me preguntó:

—¿De dónde has sacado a ése? Creía que semejantes personajes ya no existían, parece salido de una película. ¿Por qué se ha reído?

—Matar a una persona cantando —dijo Cyril—. Sería bonito si fuera posible. No, no, aquí eso significa otra cosa, aunque en realidad las consecuencias son las mismas. Se trata de una ceremonia con la que se expulsa a un individuo de la comunidad por haber incurrido en una falta grave, como robar el tótem de otra persona o faltar a algún tabú importante. El anatema que se lanza contra el hombre o mujer culpable del delito se hace cantando. A partir de ese momento, ya nadie de la comunidad está autorizado a prestarle ayuda de ningún tipo. Viene a ser como una condena a muerte. Es la gente que se ve vagabundeando por las grandes ciudades. Son personas desterradas.

Almut permaneció en silencio. La historia parecía haberla decepcionado. Se puso en pie y dijo:

—Una ilusión menos. ¿De qué hablabais cuando yo llegué?

—De Sleisbeck. Cyril dice que es difícil.

Almut pronunció el nombre de Cyril como si lo conociera de toda la vida.

—Pues que Cyril nos explique cómo llegar.

—No, que dice que no vayamos. Nos recomienda ir a otros sitios. Ubirr. Kakadu. Nourlangie.

Juntos miramos el mapa. La mano con la que el anciano señala las poblaciones parece de mármol traslúcido.

—¿Y qué hacemos con Sickness?

—Yo ya estoy curada.