—Te lo presto —dijo el galerista en Adelaide, como si estuviera refiriéndose a un libro o un cuadro, a un objeto. Él no oyó el comentario, o fingió no oírlo, creo que lo último.
Una exposición colectiva de pintores aborígenes australianos. El cuadro suyo era negro, un cielo nocturno moteado de puntitos blancos, aunque llamarlos puntos resulta casi excesivo. Parecían estrellas, aunque eso hubiera sido demasiado fácil. A primera vista no se distinguía sino un lienzo monocromo negro; sólo después se hacían visibles aquellos miles de puntos diminutos, estrellas o no estrellas. A través de esa densa red de puntos se adivinaba una forma indefinida, más oscura: el ensueño de un tótem animal representado como un pequeño torrente de agua, una imagen tan abstracta que resulta imperceptible a nuestros ojos. Aunque en realidad bien poco tiene que ver con los ojos, se trata más bien de todo un sistema ideológico. Él intentó darme algunas explicaciones acerca de su pintura, pero no consiguió aclararme gran cosa. Hablaba sin mirarme, como si cada palabra le supusiera un gran esfuerzo. Fue entonces cuando comprendí que las historias que Almut y yo habíamos leído sobre Australia, que eran bastantes, no poseerían nunca para nosotras la carga de naturalidad que ese cuadro tenía para él. El problema no era el cuadro en sí. Éste podría figurar en la sala de cualquier museo americano o brasileño. Desert lizard dreaming at night, ¿por qué no? El que no viera yo ninguna iguana del desierto tampoco era el problema. Dreaming, otra vez esa palabra. Era imposible eludirla, te la encontrabas a la vuelta de cada esquina. En inglés es un vocablo muy sugerente, pero intenta traducirlo a otra lengua sin que pierda sus connotaciones, que son muchas: religión, prehistoria sagrada, pasado ancestral mítico, amén de ley, ritual, ceremonia… Todo un modo de pensar del que se habían nutrido esas pinturas, porque él había heredado este ensueño, el de la iguana del desierto, de su padre y de su abuelo. ¿Cómo puede heredarse algo que no es material, que no es un objeto? En las raíces de ese hombre, en su origen, su alma, habitaba esa iguana invisible que no era una iguana y que para mí sería siempre invisible en sus pinturas, un ancestro en forma de animal que había acudido a él a través del tiempo infinito y había conservado su significado sagrado incluso después de la llegada de aquellos que ignoraban las tradiciones y que acabarían imponiéndose destruyendo el mundo anterior. «Ensueño», me gustaba repetir esa palabra para mis adentros, como si de esa manera yo pudiera participar de todo ese reino espiritual, de ese fascinante universo al que remitían aquellas pinturas que, al parecer, ya sólo existía en las reservas —esos territorios perdidos en la inclemencia del desierto—, universo que sólo unos pocos eran capaces de interpretar como un libro o una canción. Cada persona poseía su propio ensueño, con los tótems y textos correspondientes que pertenecían a sus raíces y a la herencia de sus ancestros, cuya creación se perpetuaba en el tiempo y se denominaba asimismo ensueño. En la ciudad ya nada de todo esto era visible. Los australianos blancos eran por lo general bastante reacios a conceptos metafísicos de esta naturaleza, tal vez porque del universo aborigen no percibían sino el lado humano más degradado: individuos que habían perdido sus raíces y no pertenecían ya a nada. Tampoco eran muy receptivos a la idea de los lugares sagrados, de una tierra que no podía pisarse, y menos aún si esa tierra albergaba en sus entrañas plata u oro u otras materias codiciables.