Los padres de Almut son ambos de origen alemán. Mi caso es distinto: por mis venas corre sangre latina. Mi padre es el típico germano a quien un uniforme le vendría que ni pintado, pero al menos tuvo el instinto de encontrar a mi madre. Si él es Wagner, ella es Verdi multiplicado por dos. Eso se nota sobre todo cuando discuten. Mi madre solía decir: «Tu padre me eligió por pura curiosidad. Él no sabía quién era yo. Portugueses, judíos, indios, italianos… tu padre intentó averiguar qué sangre dominaba en mí, pero no tuvo en cuenta a los indios, éstos no entraron en sus cálculos». Los indios siguen siendo un misterio para él. Y para mí también. La sombra, la vena, ésos son los indios que yo llevo en mi interior, los reconozco en mi madre. Ella y yo hemos aprendido a dejarnos mutuamente en paz cada vez que los indios nos dominan.
Almut ha desterrado el caos de su vida. Ella es germana, posee un riguroso sentido del orden. Fue ella quien decidió ahorrar para el viaje a Australia, hace ya años. Y fue ella quien propuso, también hace años, que aprendiéramos un oficio que nos permitiera ganarnos la vida mientras viajábamos para no tener que dedicarnos a fregar platos en restaurantes o bares, o a cuidar de niños y cosas peores. Así que nos apuntamos a un curso de fisioterapia, donde aprendimos ejercicios para calmar dolores de espalda, hacer masajes y demás.
—Con eso podremos dar la vuelta al mundo —sentenció Almut.
—Sí, de puticlub en puticlub, querrás decir.
—Bueno, y a mí qué, mientras no me pongan un dedo encima.