Lo que nos atraía de ellos, pienso ahora, es que no hubieran dejado nada escrito. En su mundo nada había llegado a consolidarse. Abundaban los elementos sagrados, pero ninguno de ellos alcanzó a plasmarse jamás en un libro. No inventaron jamás una máquina, lo que les ha granjeado las burlas de los demás. Durante todos esos miles de años habitaron un mundo hostil, sumergidos en una especie de eternidad carente de números, y sin embargo no destruyeron la naturaleza, y la naturaleza los alimentó. La nostalgia que por esta razón infundían era una nostalgia sin sentido, porque a la larga su mundo acabaría sucumbiendo al nuestro. Todo cuanto habían inventado a lo largo de su tiempo eterno no era visible sino en el arte, un arte, además, efímero: dibujos trazados en la arena, pinturas de carácter ritual ejecutadas sobre sus propios cuerpos, un arte que pertenecía a toda una comunidad, pero no a nosotros, porque no poseíamos la clave de sus secretos. Nosotros no llegaríamos nunca más allá de lo superficial. Nos era imposible comprender su arte, por mucho que lo deseáramos, pues era una abstracción a la vez que una realidad física. De entrada, ¿cómo hacer inteligible el concepto de ensoñación de los aborígenes? El sustantivo ensoñación nada tiene que ver con sueño, sino que hace referencia a un orden mundial que abarca desde el origen del universo hasta el periodo anterior a la memoria. Eso era demasiado para nuestras cabecitas de diecisiete años y sigue siéndolo. Se refería nada menos que al periodo en que los hombres rayo, la serpiente arco iris y todas las otras criaturas de forma humana y no humana recorrieron el caos del mundo, que estaba aún sin formar, y fueron creándolo todo a su paso, al tiempo que enseñaban a los hombres a manejarse en el universo. Durante esa edad de ensueño, los antepasados totémicos arrojaron sobre el mundo una red de ensueños. A veces esos ensueños pertenecían a gentes que habitaban en un lugar fijo; otras veces los ensueños avanzaban por el desierto recorriendo largas distancias. Así fue como los habitantes de distintos territorios, aun hablando lenguas diferentes, quedaron unidos por una misma ensoñación. Y todo ello se fue tornando visible en la tierra. Espíritus y antepasados totémicos dejaron su rastro por doquier en forma de piedras, charcas, formaciones de roca, y así fue como las generaciones posteriores pudieron leer sus historias y desandar el camino de su propia historia. Y no sólo eso. Gracias a las ensoñaciones, los poderes de los ancestros continuaban visibles y reconocibles en el paisaje. Por otro lado, los hombres tenían sus propias ensoñaciones, que les unían con sus ancestros. Y todo ello se manifestaba mediante lo que hoy llamamos arte, la identidad espiritual de cada individuo representada en su tótem, que remitía a un fenómeno de la naturaleza o a un animal, a canciones que nadie más que él sabía cantar, a danzas, signos secretos… toda una cosmogonía en la que no había nada escrito y en la que, sin embargo, todo ocupaba su sitio, literalmente, un sitio al que el individuo o su comunidad retornaría siempre; un mundo sin lengua escrita, una enciclopedia infinita de signos en la que, al cabo de decenas de miles de años, uno aún podía seguir leyendo y encontrar su sitio. Cuanto más leíamos Almut y yo sobre el tema, más nos perdíamos, pues nos encontrábamos con un cúmulo de datos ininteligibles. Con todo, aquel mundo nos fascinaba, y empezamos a desear abandonar nuestro mundo. Éste era nuestro secreto, un secreto que no estábamos dispuestas a compartir con nadie. Una de nuestras fotos favoritas era la de un hombre mayor, desnudo, que estaba pintando una roca sentado sobre su pantorrilla izquierda. Se veía que era mayor porque tenía blanco el pelo crespo. Sin embargo, su cuerpo, reluciente, parecía joven, a pesar de que sus pies eran de color ceniza, unos pies curtidos, de quien nunca ha llevado zapatos; un hombre que al cabo de un tiempo partiría, dejando atrás su pintura, que vivía en un sistema ideológico ininteligible para nosotras, un hombre que creía que los héroes creativos, que unas veces semejaban animales y otras hombres, aparecieron antaño en un mundo vacío y eran capaces de transformarse los unos a los otros en árboles o rocas o lanzarse los unos a los otros al cielo creando de este modo la luna o los planetas. Mi amiga y yo estábamos convencidas de que un día visitaríamos ese continente. Cuando, más adelante, viajamos a Europa para completar nuestros estudios, pasando por Dresde, Ámsterdam y Florencia, no dejamos de sentir la llamada de Australia, que parecía hacernos señas desde lejos; con sólo oír el nombre de Australia, Almut y yo nos mirábamos con una sonrisa cómplice; era nuestro secreto más íntimo. Las semanas posteriores al incidente en la favela me recluí en casa. No quería ver a nadie. Con mis padres no podía hablar de lo sucedido.
Almut venía a visitarme de vez en cuando y se sentaba junto a mi cama. No decía ni una palabra, porque sabía que yo prefería el silencio, hasta que un día me comunicó que había encontrado unos billetes baratos para Australia. Tomaríamos un avión a Sydney y de ahí a Arnhem Land, a El Shirana. Cerca de este sitio, en Sleisbeck, iríamos a visitar el Sickness Dreaming Place. Almut no necesitó darme más explicaciones, las dos sabíamos a qué se estaba refiriendo.