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Entonces también. Fue ella quien se ocupó de todo. Vino a buscarme a la comisaría de policía, me llevó al ginecólogo. No sé qué fue más humillante para mí, si aquellos uniformes que no cesaban de preguntarme una y otra vez, por pura lujuria, qué había ido yo a hacer a la favela, o si aquella horrible silla cromada de asas alzadas, a las que suelo llamar estribos invertidos, con ese individuo murmurando entre mis piernas en busca de rastros de semen. Por si fuera poco, el doctor acabó constatando que yo había salido bien librada de la aventura e incluso se atrevió a dudar de la veracidad de la misma. Sólo a Almut le permití formular la pregunta de por qué me había acercado aquella tarde a la favela.

—¿Te dio la vena?

La vena. No es más que una palabra, una palabra vacía. No sé si tiene que ver con las venas sanguíneas o qué. Nosotras la empleábamos como contraseña, con un significado muy concreto. Se refería a un estado de ánimo mío muy especial que, en cierta ocasión, hacía mucho tiempo, a mis doce o trece años, yo ya había intentado describir. Es una sensación extraña: me precipito en un abismo, en un insondable terror, como si estuviera a punto de caerme de la Tierra. En realidad es una experiencia imposible de verter en palabras: el mar me arrastra, y no me resisto, porque en realidad no quiero resistirme, lo que quiero es desaparecer para siempre, perderme en la oscuridad que me desafía, encontrarme cara a cara con el terror para rendirme a él, y durante todo ese tiempo estoy mareada y odio mi cuerpo mareado, quiero librarme de él, quiero perderme, quiero dejar de pensar. Siento rabia y placer y melancolía al mismo tiempo. Una vez superada esta fase, entro en un estado de clarividencia brutal, una claridad blanca y eléctrica en la que no quiero estar. Todo queda impregnado de odio: las plantas, los objetos, el camino por el que voy a diario al colegio, hasta que al cabo de un tiempo desaparece también esa sensación y me invade una calma placentera en la que me reconcilio de nuevo con la vida, aun cuando soy consciente de que todo lo que me rodea no es sino una filigrana, una transparencia, una quimera, que nunca me adaptaré realmente al mundo, porque estoy en él y a la vez no estoy, y tengo que conciliar esos dos extremos tan opuestos. Cada vez que superaba una crisis de éstas, Almut me decía: «Vuelves a resplandecer, venga, ahuyentemos a los demonios». Y entonces nos liábamos a bailar como locas en su cuarto o en el mío, al son de la música de Chico Buarque o de los Stones o algo por el estilo, hasta que nos caíamos redondas, y ahí, tendidas en el suelo, la una al lado de la otra, emprendíamos nuestros grandes viajes. Del techo del cuarto de Almut colgaba un mapamundi enorme, lo recuerdo muy bien, era un mapa diferente a los demás: Siberia y Alaska, una en cada extremo, tenían una forma extremadamente alargada, y no estaban donde suelen estar, en la parte superior del mapa; no, arriba estaba Australia, que parecía realmente una isla, una isla emplazada encima del resto del mundo. Almut y yo teníamos claro que algún día visitaríamos Australia, ese mundo al revés en que todo era diferente, en que los hombres blancos eran descendientes de criminales y de reos de muerte y tenían que afincarse en los límites de la inmensa isla, porque el centro era un tórrido desierto infinito donde vivían los otros, los que habían vivido ahí desde siempre, hombres que, por el aspecto de su piel requemada, curtida, calcinada, parecían haber nacido de las entrañas de la misma tierra, que recorrían el mundo a paso ligero y vivían como si no existiera el tiempo, que llevaban una vida al revés en nada parecida a la del resto de la humanidad, como si nunca hubieran deseado otra cosa que existir sin más y se hubieran sucedido los unos a los otros en una existencia inmutable sin intervenir jamás en el mundo. Leíamos toda clase de historias acerca del llamado tiempo de ensueños, un tiempo anterior al tiempo y a la memoria, en que el mundo era llano y vacío y carecía de contornos y no existían todavía los árboles ni los animales ni los alimentos ni los seres humanos, hasta que en cierto momento, nadie sabe cómo, aparecieron, provenientes del mar o del cielo o de más allá de la Tierra, los héroes, los antepasados totémicos. Os heróis creativos, en mi lengua esas palabras poseían una magia especial que aún hoy siento cuando las pronuncio. Para nosotras esas palabras tenían un significado muy particular; en cuanto una de las dos las pronunciaba, dábamos rienda suelta a nuestros sueños o fantasías. Conocíamos el continente australiano al dedillo, como si lo hubiéramos visitado ya cientos de veces, Cairns, Alice Springs, Coral Bay, Kalgoorlie, Broome, Derby… alguna vez alcanzaríamos esa tierra y cruzaríamos el desierto de Meekatharra a Wiluna y de Wiluna a Mungilli: atravesaríamos el país en todas las direcciones, visitaríamos Ayers Rock y Arnhem Land y el Nullarbor Plain, tan parecido al planeta Marte. Australia era nuestro secreto, coleccionábamos todo lo relacionado con ella: antiguos ejemplares del National Geographic, folletos turísticos, cualquier cosa. Almut tenía en la pared un dibujo de un lugar llamado Sickness Dreaming Place. En él había espíritus, figuras blancas que saludaban con la mano, dibujadas contra una pared de roca inclinada, apresadas entre unas líneas de color de sangre reseca, unas líneas que atravesaban asimismo los cuerpos divididos en extraños planos geométricos. Las figuras no tenían boca y, en lugar de ojos, había unas cuencas rojas. Por encima de sus cabezas asomaban unas formas como en abanico: espíritus. No sé el tiempo que duraron nuestras fantasías, pero siento su fuerza aún hoy. Debajo de ese dibujo, que recuerdo todavía muy bien, Almut y yo solíamos hablar de nuestras cosas: de nuestras penas de amor, de las broncas en casa, de las malas notas… Problemas que parecían diluirse frente a aquellos espíritus bondadosos que nos saludaban con la mano y que habíamos convertido en nuestros espíritus, nuestros santos patronos, a quienes recurriríamos en caso de necesidad.